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Una ventana al mundo hispano: Ensayo Bibliográfico
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Libro electrónico725 páginas24 horas

Una ventana al mundo hispano: Ensayo Bibliográfico

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Entre el primer volumen de este ensayo (2006) y el que ahora tiene el lector en sus manos median estudios históricos que han enriquecido la mirada posnacional respecto de nuestra Iberoamérica. Parece que ya no hace falta ponderar la necesidad de trascender el marco de las historias nacionales, ámbito que no fue el propio de las monarquías ibéricas
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jul 2019
Una ventana al mundo hispano: Ensayo Bibliográfico

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    Una ventana al mundo hispano - Óscar Mazín

    Robert Cordier, Frontispicio de Juan de Solórzano Pereyra,

    Emblemata centum regio politica, Madrid, 1650-1653.

    Fotografía de cortesía, Fomento Cultural Banamex.

    Primera edición, 2013

    Primera edición electrónica, 2014

    D.R. © El Colegio de México, A.C.

    Camino al Ajusco 20

    Pedregal de Santa Teresa

    10740 México, D.F.

    www.colmex.mx

    ISBN (versión impresa) 978-607-462-457-1

    ISBN (versión electrónica) 978-607-462-624-7

    Libro electrónico realizado por Pixelee

    A Nelly Sigaut y José Javier Ruiz Ibáñez

    ÍNDICE

    PORTADA

    PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL

    DEDICATORIA

    ESTUDIO PRELIMINAR

    Cinco ejes rectores

    Recapitulación

    Acceso al ensayo y agradecimientos

    SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA

    I. OBRAS E INSTRUMENTOS DE INTERÉS GENERAL

    1. Obras monográficas

    2. Revistas

    3. Instrumentos

    II. LA MOVILIDAD ESPACIAL Y SOCIAL

    1. Nobleza y sociedad en la península Ibérica y en las Indias

    2. Frontera y migración en la península Ibérica y sus efectos en el resto de Europa

    3. Frontera y migración en las Indias

    4. Imaginario y conquistadores

    5. Procesos migratorios de España a las Indias

    6. Procesos migratorios de Asia y África a las Indias

    7. Las travesías oceánicas

    8. El poderío militar hispano y sus instrumentos

    9. Movilidad y economía en España e Indias

    10. Economías locales y movilidad social

    11. Movilidad e imperio portugués

    12. El declinar de España

    13. La crisis del siglo XVII

    III. LA PRESENCIA DE LAS CIUDADES

    1. Roma urbi et orbi

    2. La ciudad europea

    3. Las ciudades en la península Ibérica

    4. Villa y Corte de Madrid

    5. Las ciudades en Iberoamérica

    6. Representaciones de la ciudad

    7. La ciudad y las artes

    IV. LA VOCACIÓN POR EL SABER Y LA ENSEÑANZA

    1. Pensamiento medieval hispánico

    2. El saber histórico en España e Indias

    3. Derecho y sociedad en España e Indias

    4. La controversia sobre la legitimidad de la conquista

    5. La enseñanza y las universidades

    6. Lenguas e imperio

    7. El pensamiento económico

    8. Ciencia y medicina

    9. Discursos sobre la muerte

    10. La cultura del Siglo de Oro y del barroco

    11. Los libros y su circulación

    12. Saberes cosmográficos y cartográficos

    13. Grupos intelectuales en España e Indias

    14. Circulación de los saberes artísticos

    15. La alimentación en España e Indias

    V. EL REY Y SUS JUECES

    1. La tradición jurídica hispanorromana, transmisión e instituciones

    2. Imágenes y rituales del rey

    3. La Corte y los Reales Consejos

    4. Las cortes virreinales

    5. Consenso y pactismo

    6. La razón de Estado

    7. Presupuestos ideológicos de la monarquía

    8. El rey y sus validos

    9. Centro y periferia

    10. Ámbitos de la monarquía compuesta

    11. Derecho, poder y sociedad

    12. Redes y clientelas imperiales

    13. Guerra y logística

    14. El poder real en las Indias

    15. Las revoluciones hispánicas

    VI. LA HISPANIZACIÓN DEL OTRO

    1. Roma y los otros

    2. Negros y esclavos

    3. Al-Ándalus

    4. El mito de cruzada

    5. Judíos y conversos

    6. Moriscos

    7. Filipinos e indios chinos

    8. Leyenda Negra

    9. Indios

    10. Cristianización

    11. Mestizajes

    ÍNDICES

    De autores

    De títulos

    De temas y subtemas

    I. Obras e Instrumentos de Interés General

    II. La Movilidad Espacial y Social

    III. La presencia de las ciudades

    IV. La vocación por el saber y la enseñanza

    V. El rey y sus jueces

    VI. La hispanización del otro

    De clasificación en la biblioteca Daniel Cosío Villegas

    COLOFÓN

    CONTRAPORTADA

    ESTUDIO PRELIMINAR

    Luego de más de veinte años de renovación historiográfica, parece que ya no hace falta ponderar la necesidad de trascender el marco de las historias nacionales, pero tampoco insistir en que ese no fue el ámbito propio de las monarquías ibéricas, es decir, desde finales del siglo XV hasta principios del XIX.[1] Cargar mucho las tintas en la historia comparada como procedimiento para dar cuenta de los procesos y desarrollos en el marco de dichas monarquías parece apenas necesario. Con todo, la importancia mayúscula de estos supuestos me hace reiterarlos ahora, a seis años de la aparición del primer volumen de este Ensayo bibliográfico que la biblioteca Daniel Cosío Villegas de El Colegio de México tuvo a bien acoger. Desde entonces, los estudios históricos han enriquecido la mirada posnacional respecto de nuestra Iberoamérica; no solamente sugieren la perspectiva comparada, sino que la exigen.[2] Esto no significa ignorar las aportaciones decisivas que las historiografías con base definida (nacional, geográfica o temática) han realizado en el último siglo. No debemos olvidar que muchos de los postulados sobre los que se funda una aproximación a la historia de las monarquías ibéricas se fincan en estudios de índole monográfica.

    En el primer volumen de este Ensayo se dijo que estábamos en un momento de acopio de materiales que nos permitiría hacer comparaciones de carácter sistemático. Ahora es posible empezar a proponerlas y ponerlas a discusión. Tal es el principal objetivo de este estudio preliminar. También formulamos entonces cinco ejes temáticos como instrumentos organizadores o estructuradores de un primer medio millar de referencias bibliográficas comentadas y anotadas. Salvo algunos ajustes a los subtemas derivados de cada uno, esos ejes siguen dando forma y acceso al segundo medio millar de referencias aquí reunido.

    No obstante, queremos dar un paso adelante, no sin asumir la extensión excesiva de estas páginas. Se trata ahora de ahondar la comprensión de cada uno de dichos hilos conductores en el contexto de las Indias Occidentales, y de enunciar algunas especificidades de la Nueva España y del Perú. Procederemos, pues, en tres momentos: primero, y a fin de obviar la lectura de la introducción al primer volumen, retomaremos los cinco ejes, aunque ahora intentando verlos desde una óptica comparativa. En seguida recapitularemos los rasgos más sobresalientes de ese ejercicio. Finalmente, diremos una palabra acerca de los materiales bibliográficos incluidos en este volumen y de las vías de acceso al Ensayo.

    CINCO EJES RECTORES

    Recordemos ante todo que los ejes son líneas o hilos conductores. Se trata de grandes temas cuyas raíces se hunden en procesos de tiempo largo, pues se remontan a los siglos que van del VI al XV en la península Ibérica, pero también los podemos seguir en las Indias occidentales durante los siglos de la Monarquía española y aún más allá. Se concibieron como vertebradores o articuladores de las referencias aquí reunidas. Presentan un carácter aglutinador, lo cual supone que los contenidos de las obras bibliográficas pueden ponerse en relación con los procesos de largo tiempo que se evocan. Los ejes permiten igualmente restituir algunos vínculos de la Nueva España y del Perú con la Monarquía católica o imperio español como entidad histórica y unidad de estudio, es decir, tienen un carácter abarcador. Ahondar en ellos ha supuesto, por mi parte, la reelaboración de materiales de mi autoría con el fin de perfilar las comparaciones. Algunos han sido ya publicados, otros están en proceso de serlo. Dicha reelaboración implica tanto replanteamientos, como la reproducción parcial de los textos.

    Al igual que en el estudio preliminar del primer volumen de este Ensayo, al principio de cada eje aparece su definición y una descripción somera, que también incluye la enumeración de los subtemas principales. Enseguida ahondamos en su comprensión en el marco de las Indias Occidentales. No olvidemos que los ejes son instrumentos cuya utilidad es sobre todo metodológica, es decir, sirven para estructurar el análisis. Los elementos y contenidos de unos y otros se hallan vinculados entre sí, pues queremos dar coherencia a las obras aquí reseñadas a la luz de la renovación de los estudios históricos durante los últimos veinte años.

    La movilidad espacial y social

    Desde el primer volumen dijimos que las sociedades hispánicas han estado siempre en marcha, desde las movilizaciones colectivas que acompañaron la reconquista peninsular hasta la apertura de diversos frentes migratorios en Hispanoamérica. Una de esas expresiones es el poblamiento, fenómeno que acompañó y sucedió a la conquista en diversas latitudes del mundo hispánico. Se trata de un proceso de establecimiento y de asentamiento de aglomeraciones humanas que transcurre en un tiempo largo. En él hay temas aparentemente diferentes, como las travesías interoceánicas o la capacidad defensiva militar de las monarquías ibéricas, pero el poblamiento es, asimismo, un fenómeno de frontera. Sus rasgos son perceptibles en ese umbral sujeto a avances y retrocesos. Allí tuvo lugar no sólo el enfrentamiento con las poblaciones autóctonas, sino también la incorporación de éstas y de los grupos migratorios de origen africano y asiático a la formación compleja de nuevos órdenes sociales. Por otra parte, la movilidad se entiende no sólo como movilidad en el espacio, sino como posibilidad de ascenso social. Por eso involucra aspectos tales como los conceptos de nobleza desarrollados en la España medieval, la construcción de marcadores y de barreras étnicas y sociales de identidad, los fenómenos relativos al mestizaje en general, y el predominio del comercio en las economías de las sociedades hispánicas.

    En un artículo reciente, Antonio Manuel Hespanha tradujo nuestro concepto de movilidad social a los términos de los siglos XVI y XVII.[3] Lo hizo desde el lenguaje del derecho, código imprescindible para descifrar el entramado social del llamado Antiguo Régimen. La movilidad de entonces fue un fenómeno que no transgredía el orden natural de las cosas, es decir, que cuidaba de una suerte de honestidad, integridad o armonía emanada en última instancia de Dios y que la justicia debía siempre restablecer. Por eso las clasificaciones sociales y los procesos de mudanza entre ellas fueron materias de justicia y de derecho. Así, pues, toda taxonomía social de esas épocas tuvo un origen jurisprudencial y se halló regulada de manera jurídica. Dicho de otra manera, las clasificaciones sociales se fundaban en criterios doctrinales fluidos y mutantes, y no en criterios estrictamente legales, fijos, estáticos o establecidos para siempre. Por eso los equilibrios establecidos podían evolucionar.

    Recordar esto de entrada viene a cuento porque, en las Indias, la clasificación social —materializada en la separación étnica de los registros parroquiales— implicó diferencias entre ámbitos humanos muy diversos. No obstante, se sabe que los individuos no quedaron sujetos al mundo de las castas en la medida en que sus contemporáneos los designaron como no europeos. Esto último equivale a decir que se les incluía en la categoría cada vez más vasta de hispánicos, o sea, de lo que las fuentes denominan españoles. Paradójicamente, conforme el mestizaje se extendió, la voz español, y no la de mestizo, fue abarcando cada vez a un mayor número de individuos. El mestizaje aparece así, según Jean-Paul Zúñiga, como el único medio de pasar de un grupo al otro, de dejar los universos afroasiá­ti­co y amerindio.[4] En este sentido, la hispanización fue un propulsor de movilidad social. El desarrollo de la población hispánica subalterna arrancó así a las castas, a largo plazo, su razón social de existir de manera formal. Indios, negros y asiáticos fueron constreñidos a aceptar ese marco y esos valores —a falta de una alternativa propia— como sola garantía de futuro. Esto supone que la determinación de la identidad étnica de un individuo no fue nunca definitiva, sino que podía ser trastocada. Algunos indios de los barrios de México y Lima se hacían pasar por mestizos. Ésa no era sino una primera etapa para después convertirse en españoles y, por lo tanto, poder reclamar la exención del tributo pagado al monarca. Este carácter móvil de las etiquetas étnicas fue sin duda más común entre los mestizos amerindios y los españoles, pero no resultó ajeno a las demás categorías. Un mulato claro podía, según el contexto, pasar por mestizo o por español; un negro libre, por mulato, y un indio no adscrito a un pueblo de origen, que vestía a la española y que hablaba castellano, podía con frecuencia ser tenido por mestizo.

    Por otro lado, si la pureza de sangre se halló muy presente en el conjunto de las relaciones sociales en Castilla —exigida por cierto, como último avatar para poder embarcarse—, según Zúñiga estuvo sorprendentemente ausente en las Indias. En estas últimas lo que privó fue más bien la voluntad de valer más, de vivir noblemente, no sólo mediante la ostentación de las riquezas sino, sobre todo, de los honores. Se trata de actitudes que recuerdan, según veremos, el concepto ibérico de nobleza como categoría moral y social. Una vez en América, todos los españoles se transformaban en don y se comportaban como gentileshombres, aun si en España sólo habían sido oscuros artesanos. Para Zúñiga, la presencia poco importante del concepto de sangre impura hizo que la discriminación en las sociedades americanas fuese un principio relativamente flexible, muy diferente al de la Península. Esa flexibilidad estuvo asociada a la movilidad social antes evocada, misma que el mestizaje supuso como fenómeno. En razón de la complejidad y el alcance de este último en el seno de sociedades en vías de recuperar sus cifras demográficas, la necesidad de clasificar y definir a las personas se hizo más acuciosa a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Por ejemplo, si la palabra mulato había bastado antes para nombrar a todos aquellos cuyos antepasados eran africanos, ahora la palabra zambo designó a personas mitad indias, mitad africanas, y mulato exclusivamente a los nacidos de padres españoles y africanos. Como es bien sabido, aparecieron vocablos aún más especializados. En realidad, se hizo cada vez más difícil aprehender las fronteras fenotípicas.

    La preeminencia del sector hispánico implicó una búsqueda permanente de diferenciación de la que dan cuenta las prácticas bautismales y matrimoniales, las estrategias de tipo clientelar —como el parentesco espiritual mediante el compadrazgo— y las prácticas jurídicas de tipo contencioso, es decir, el pleiteo ante los tribunales. A esa diferenciación subyacían diversos signos o marcadores de identidad reconocibles en los hábitos religiosos, en el uso de la lengua, en el atuendo o en la visión del pasado. Tales signos se expresaron mediante representaciones visuales y artificios retóricos, en las fiestas o en las funciones litúrgicas o de culto.

    La diferenciación impuso una valoración prominente del legado cristiano y lingüístico, que tuvo su mito de origen en el momento de la conquista. Las relaciones sociales se redefinieron, se reinventaron y se reactualizaron de manera permanente en función de ese origen.[5] Para Jean-Paul Zúñiga, los elementos religiosos y el dominio de la lengua castellana desempeñaron un papel más importante que el fenotipo para la incorporación de un individuo al grupo hispánico. Los fenotipos se fueron haciendo relativos en aquel orden social, en la medida en que su variedad aumentó. En vista de la importancia de la diferenciación étnica y cultural, la inscripción dentro del grupo hispánico solía resolverse socialmente, es decir, debía negociarse. Así, por ejemplo, la ruptura que suscitó el gran motín de México de 1692 tuvo que ser resuelta mediante un disciplinamiento de la plebe ladina insurrecta que la reincorporara al orden social.[6] En otro ejemplo, la compra de exenciones por personas de ascendencia africana, que en principio se hallaban reservadas a españoles durante el siglo XVIII, es un indicador del proceso que se venía produciendo en silencio desde hacía mucho tiempo.[7] Para Zúñiga, esta fluidez relativa presentaba al mismo tiempo la ventaja de mantener, aparentemente, intactas las barreras sociales. En otras palabras, los equilibrios, aunque precarios, evolucionaron al tiempo que se conservaba una suerte de armonía natural del orden social.

    El papel determinante de los parámetros socioculturales en la afirmación de la pertenencia de cada cual presenta ejemplos tempranos de integración, como los de aquellos mestizos tan célebres como Martín Cortés en la Nueva España, hecho caballero de la orden de Santiago en 1529, o el de doña Ana María Coya de Loyola en el Perú, hija esta última de don Martín García de Oñaz y Loyola, pariente de san Ignacio de Loyola y de la india Beatriz Clara Coya, a quien Felipe III hizo en 1614 marquesa de Santiago de Oropesa. La fuerza de la valoración del legado cristiano e hispánico, por encima de los demás, aparece de manera rotunda incluso en los casos en que, de manera abierta, se reivindicaban los lazos con el pasado prehispánico. De esta suerte, por ejemplo, dos cronistas mestizos, el Inca Garcilaso (1536-1616) en el Perú y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1578-1650) en la Nueva España, intentaron unir las dos tradiciones de las que eran herederos bajo la égida cultural hispánica. En sus obras, los reyes incas y el rey sabio texcocano se hallan inscritos en un tiempo lineal cristiano que vincula el antes y el después de la conquista.[8]

    Me parece que los ingredientes de la movilidad que hasta aquí hemos descrito —la preeminencia del sector hispánico, el peso de su legado religioso-lingüístico y de su actitud integradora frente al pasado— son susceptibles de una comprensión más honda si los referimos al concepto de nobleza antigua heredada de Roma como categoría moral y social, tal como se conoció durante la Edad Media ibérica. Adeline Rucquoi explica que el siglo XV se caracterizó en la Península por una importante discusión e interés acerca de la nobleza. Los tratados proliferaron. Dos fueron los más célebres: El espejo de la verdadera nobleza de Mosén Diego de Valera (1412-1488), escrito hacia 1441, y el libro Doctrinal de caballeros de Alfonso de Cartagena (1386-1456), redactado en 1445. Estos autores coinciden en su definición de nobleza: Es noble aquel a quien el príncipe o el derecho hacen noble.[9]

    Ya antes, otros tratadistas habían indicado tres tipos de nobleza: la teologal, debida a la gracia divina; la natural, vinculada a las obras y, en fin, la civil o política, que distinguía al noble del plebeyo. Dejando de lado las dos primeras, las obras antes mencionadas se centraron en la nobleza civil o política que llamamos hidalguía, como indica Diego de Valera. La nobleza fue, pues, definida ante todo, como una categoría jurídica.

    Mientras al norte de los Pirineos la reflexión sobre la nobleza tendió a presentar la caballería como la quintaesencia de los valores nobiliarios, en Italia los juristas se habían interesado en la transmisión de la ciudadanía romana. Llegaron así a reducir considerablemente el número de generaciones necesarias para gozar de aquélla. Los colaboradores de Alfonso X de Castilla, por su parte, abordaron el problema en las Partidas. La segunda partida, esencialmente dedicada al rey y al reino, no menciona la nobleza como grupo dotado de privilegios específicos, sino como aquel asociado al gobierno del reino. Así pues, el concepto de una nobleza de servicio, ya fuera de las armas o de la administración, encuentra sus orígenes indiscutiblemente en la época romana. Así, nobleza y dignitas —recordemos que esta última se halló asimilada al ejercicio de un cargo u oficio público— fueron equivalentes.

    Rucquoi hace una demostración de la vigencia histórica de la nobleza como categoría moral y social, diferente de la referida a la pureza de sangre. La misma autora intentó deslindar ambos tipos de nobleza: entiende la segunda como la respuesta que dieron las sociedades hispánicas, a partir del siglo XV, al problema general del Occidente europeo del pecado y de la salvación. Se impuso así la necesidad de lavar la mancha original o villanía.[10] Si la reflexión sobre el pecado había llevado a establecer distinciones teológicas según las cuales el rústico y el judío eran pecadores, la que buscó el modo de limpiar la mancha original introdujo o mantuvo divisiones profundas en el seno de la sociedad. Al pecado se asociaron la bestialidad y la servidumbre. Ya fuera por su condición de rústico o por el ejercicio de un oficio vil, el villano era vil por definición y su vileza era pecado. Por eso, la tradición patrística glosada y desarrollada a lo largo de los siglos XII al XIV afirmó que el judío había sido reducido a servidumbre a raíz de la crucifixión de Cristo.

    Varios autores intentaron demostrar que el bautismo era una liberación de la esclavitud y que no debía existir diferencia alguna entre cristianos viejos y nuevos. Sin embargo, los argumentos jurídicos no prevalecieron. Siendo el agua el elemento que por excelencia lava y limpia, la del bautismo permite la regeneración del cristiano nuevo. Pero más que el agua, es la sangre la que lava las ofensas. Y es que la sangre de Cristo, vertida en el momento de la Pasión, lavó el pecado original. Era la sangre, al mismo tiempo, el signo visible de la transmisión tanto de las cualidades y virtudes, como de los vicios y pecados de los padres a los hijos. Tenía que encontrarse un equivalente social que permitiera al hombre alejarse de la suciedad y de la vileza. Tal fue la limpieza de sangre como problema de y para cristianos en la península ibérica. Según el tratadista Fernando de Mexía, el nuevo noble seguía todavía muy cercano a sus orígenes plebeyos o viles. Se imponía, por lo tanto, un proceso de purificación a lo largo del tiempo. La multiplicación de las obras de genealogía a partir de la segunda mitad del siglo XV, y durante los dos siguientes, no se hizo esperar. En teoría, cualquier cristiano tenía a su alcance los medios para salir del estado de pecado o villanía y alcanzar la salvación; pero, en realidad, los grupos asociados al pecado vieron vedado el camino a la nobleza o a la salvación visible.

    No obstante esto último, Adeline Rucquoi concluye que el concepto tradicional de nobleza debida al ejercicio de una dignitas y fincada en la autoridad del príncipe, más que en el linaje y en la sangre, no desapareció en la España de los siglos XVI y XVII, sino que permitió a los miembros de las oligarquías urbanas, a los letrados de las universidades y a numerosos comerciantes acceder a la condición nobiliaria. El acceso a ésta en España fue, pues, flexible. La admisión no era incompatible con el ejercicio de oficios, siempre y cuando no fuesen viles.[11] La calidad y privilegios de la nobleza parecen haber sido compartidos por un número creciente de personas. Se calcula que entre 10 y 20% de los españoles, a principios del siglo XVI, pertenecieron a la nobleza en sentido amplio. Así, la consecución de la nobleza merced al desempeño de algún cargo público, a las hazañas militares, a la obtención de títulos universitarios y a una progresión constante para no decaer, fue un camino de perfección tanto social como moral.

    En las Indias fue sobre todo la hidalguía, y no tanto la limpieza, la que preocupó a los españoles. Las sociedades hispanoamericanas vivieron así encantadas por un espejismo nobiliario que atravesó todas las barreras sociales. En cambio la pureza de la fe se expresó con poca frecuencia y, en todo caso, no por una inquietud de tipo estrictamente religioso, sino en razón de la complejidad de las nuevas sociedades multirraciales (véase la caracterización del eje 5). Esto no significa —explica Zúñiga— la inexistencia de la exclusión como medio de autoafirmación y autodefinición social por parte de los españoles. Pocos se atrevieron a contradecir la doctrina oficial que prohibía considerar a los indios como infieles. No obstante, se trataba de gentiles, de neófitos cuya cristianización era equivalente a su introducción en la vida urbana, misma que los haría hombres políticos, es decir, civilizados. Con todo, y para ser consecuentes, no olvidemos que la normatividad sancionó la existencia de la nobleza autóctona asimilándola a la hidalguía castellana tanto en la Nueva España como en el Perú.

    Fueron entonces los méritos, los servicios y demás signos de notoriedad, es decir, la virtud y no la pureza de sangre, los cimientos para la fundación de linajes de nuevo cuño por parte de los conquistadores y sus descendientes. En particular en el Perú, se escribieron relaciones que hicieron acopio de los linajes locales. Al remitir sus autores al concepto antiguo de nobleza fincado en la dignidad, en el mérito y en el saber, se hicieron objeto de la coerción de parte del Santo Oficio de la Inquisición, bajo el cargo de intentar limpiar apellidos de cristianos nuevos.[12]

    Si la movilidad en aquellos siglos fue un fenómeno que no transgredía el orden natural de las cosas; si las clasificaciones sociales y los procesos de mudanza entre ellas fueron materia de derecho, entonces es preciso destacar el papel determinante desempeñado por el tiempo y por la naturaleza en la movilidad. En su artículo antes mencionado, Antonio Manuel Hespanha llama la atención sobre la importancia del tiempo, el cual hacía arraigar las situaciones jurídicas; entre ellas la relativa al estado de las personas que, conforme a criterios como la reputación continua, pública e inveterada, constituía una especie de segunda naturaleza que se acrecentaba y se desenvolvía. Podemos, pues, deducir, que la incorporación de los individuos al grupo hispánico ejerció en las Indias efectos cada vez más depurados de hispanización, una suerte de segunda naturaleza de las personas a través del tiempo y a lo largo de las generaciones.

    De los razonamientos de los autores aquí evocados,[13] se desprende que la sangre española asimilaba las demás sangres de la misma forma que el mercurio purifica la plata, según expresión de fray Juan de Meléndez, cronista dominico de finales del siglo XVII.[14] En las Indias, pues, una sola gota de sangre blanca los hacía blancos. Según Zúñiga, en aquellos siglos el mestizaje como concepto no tuvo existencia real. En otras palabras, las personas del siglo XVII no pudieron deducir la presencia de un proceso a partir de la verificación de la naturaleza mestiza de un individuo. Como medio privilegiado de pasar de un grupo a otro, es decir, de movilidad, el fenómeno que ahora designamos con el nombre de mestizaje adquirió sentido pleno en aquella época a la luz de los conceptos de virtud, naturaleza, linaje y sangre.

    De lo dicho hasta aquí se sigue la subsistencia de la nobleza entendida como categoría moral y social, con extensión al conjunto de los reinos ibéricos. La complejidad resultante nos impone no sólo la necesidad de proceder con suma cautela en nuestros propios análisis y juicios referentes a limpieza de sangre, nobleza y movilidad social en este lado del Atlántico. No podemos, por ejemplo, contentarnos con establecer, a guisa de explicación, un nexo causal directo entre la pureza de sangre y las formas que tomó la exclusión de las poblaciones no europeas en las Indias, base de la famosa jerarquización de las castas coloniales. A pesar de las representaciones que daban de sí mismas, las sociedades de las Indias españolas estuvieron muy lejos de quedar encerradas en sus grupos, ajenas a toda movilidad.

    La presencia de las ciudades

    La impronta urbana mediterránea ha servido de fundamento a las sociedades hispánicas y la historiografía ha mostrado que el peso de la ciudad es determinante. La ciudad mediterránea fue ante todo una entidad jurídica, fundada sobre un modelo romano. Permitió, en consecuencia, la representación política y la estructuración del espacio de acuerdo con una concepción del poder fincada en el derecho escrito. Los conquistadores y primeros pobladores de las Indias contaron con la experiencia urbana milenaria que la reconquista peninsular les había dado ocasión de enriquecer con técnicas de repoblamiento. La inmediata fundación de un primer ayuntamiento por Cortés responde a esa tradición. La ciudad fue, pues, en las Indias, la compañera del imperio. Antes y después de los imperios romano y español, ningún otro tuvo semejante afán, ni el británico ni el francés conocieron el mismo frenesí.

    En las Indias se aprecian varios ciclos urbanos. El primero, de las Antillas, es esencialmente marinero a partir del desembarco de los primeros descubridores y de la fundación de Santo Domingo. Tras la toma de Tenoch­titlan, en 1521, se advierte un segundo ciclo. La herencia mediterránea entró así en contacto con culturas autóctonas complejas. Los asentamientos urbanos españoles se vieron atraídos por densas poblaciones indias, como lo ilustran las capitales de los futuros virreinatos, México-Tenochtitlan y Cuzco. Lo peculiar del entramado urbano en las Indias consistió en haber constituido un sistema relativamente bien comunicado.

    En ese contexto, uno de los agentes privilegiados de la civilización (nótese la raíz latina) fue la Iglesia, cuya presencia llegó a ser casi obsesiva. Como principal heredera de la Antigüedad grecorromana, contribuyó en buena medida a legitimar el poder de los reyes, quienes concedieron títulos de ciudad a ciertas aglomeraciones, no a causa de su extensión ni por el número de sus habitantes, sino precisamente por constituir sedes episcopales. En otras palabras, la persona y figura de un obispo solían diferenciar una villa, palabra empleada para designar cualquier urbs, de una civitas. Es posible que entre los siglos XVII y XVIII haya tenido lugar en la Nueva España­ central un ciclo de las catedrales análogo al del siglo XIII en la Europa occidental, que se explicaría, ante todo, por las condiciones geográficas y sociopolíticas locales que coadyuvaron a que se alcanzara un grado muy considerable de integración y comunicación entre las iglesias. Una situación análoga en el Perú fue menos probable en razón de las enormes barreras orográficas, de un poblamiento hispánico más difuso y del carácter sobre todo marítimo de los contactos. He aquí algunas consideraciones acerca de la Nueva España que ilustran este segundo eje.

    Urbs y civitas [Figura 1]

    Comencemos por la distinción de origen clásico entre urbs y civitas. La primera es la manifestación material y morfológica de los espacios citadinos, una especie de envoltura de la segunda. La misma distinción defiende que la ciudad (civitas) es en esencia el establecimiento de una entidad jurídica regida por leyes y gobernada por magistrados; sostiene también que los valores morales y espirituales, que ennoblecen la ciudad y le dan un lugar único en la historia, son determinantes. Las ciudades también llegan a tener un sentido de su propia individualidad; son lugares de significado por excelencia; es decir, son sitios donde, como explica Richard Kagan, la memoria, la historia y la experiencia colectiva se hallan profundamente vinculadas;[15] son lugares, en fin, donde algún edificio en particular, una plaza, o hasta un conjunto de ornamentos, pueden convertirse en metáfora, en un icono con afán totalizador.

    Valladolid de Michoacán, un régimen urbano de organización social [Figura 2]

    La Iglesia fue uno de los agentes privilegiados de la civilización o, si se prefiere, de la vida en policía, palabras cuyas raíces sabemos que se refieren a la ciudad. La permanencia de edificios eclesiásticos a través del tiempo refuerza el hecho de que las expresiones visuales de la morfología urbana suelen tener una duración más larga que las relaciones sociales de una época determinada. Así, el emplazamiento de la catedral definitiva de Valladolid de Michoacán, hoy conocida como Morelia, resultó determinante para los tiempos venideros.

    El solar o terreno escogido se ubicaba sobre una plaza antigua en cuyo costado sur se alineaban la propia catedral primitiva y las casas reales. A diferencia de otras sedes diocesanas, como México y Puebla, donde se respetó la plaza mayor, en Valladolid la catedral definitiva fue emplazada, en 1660, en medio de ella, partiéndola en dos espacios que pasaron a la memoria colectiva con los nombres de plaza de los Obispos y plaza de Armas. Tal hecho, rotundo, contribuyó a hacer de la catedral el eje organizador del espacio urbano y social.[16] [Figura 3]

    Durante la década de 1990, en el transcurso de una investigación que efectué sobre el cabildo eclesiástico de Valladolid de Michoacán a lo largo del dominio español, la información referente a las actividades de sus miembros se tornó abundante en extremo a partir de la década de 1670. Pude así verificar el surgimiento de un patriciado de protectores, benefactores y patrocinadores de muy diversas gentes, corporaciones y obras. El proceso coincidió con la realización del sueño de todo cabildo: la construcción de la iglesia catedral definitiva, hecho que hizo de esa ciudad un centro de artes y oficios.[17]

    La complejidad de los testimonios, en su mayoría de índole jurídica, como lo fueron por entonces las relaciones sociales (testamentos, protocolos notariales, libros de cuentas, correspondencia, actas capitulares y relaciones de méritos) me permitió identificar un proceso sistemático de organización del orden social de más larga duración y con una dinámica propia. Lo caractericé como régimen de organización social en torno de la catedral. Se trata de condiciones regulares y duraderas que provocaron, o acompañaron, una sucesión de fenómenos vinculados con las actividades de muchos grupos. La conducción de todo ello recayó mayormente en el clero catedral. Sus áreas o perfiles de operación fueron cuatro: el culto religioso (que no se restringía a la iglesia sede, sino que se extendía por calles, barrios, calzadas, conventos, casas reales y santuarios), la beneficencia (que incluyó hospitales, casas de recogimiento, dotaciones para huérfanas, suministro de agua y abasto de granos, entre otras actividades), la enseñanza (que incluyó fundaciones de becas, establecimiento y financiación de cátedras, erección de colegios o seminarios) y el préstamo de caudales (tanto la concesión de recursos propiamente eclesiásticos, como de aquellos que, a falta de bancos, la gente acaudalada daba en administración a distintas corporaciones eclesiásticas, como los conventos, pero también a la catedral).[18]

    Ese régimen urbano presenta también su propia dinámica y cronología: en un primer momento (1675-1705), las expresiones religiosas de los grupos adoptaron para su organización el carácter de entidades jurídicas, tales como cofradías, patronatos de limosna, capellanías, congregaciones, legados testamentarios, sorteos y dotaciones para huérfanas, colegiales y pobres. [Figura 4]

    En una segunda etapa (1705-1738), el número y complejidad de esas entidades hicieron que los obispos y canónigos intentaran articularlas de una manera más funcional mediante la fundación formal en derecho, aunque no siempre exitosa, de instituciones de culto, de enseñanza y de beneficencia; es decir, de iglesias, colegios y santuarios, de conventos, de casas de recogimiento y hasta de una alhóndiga.

    En una fase de auge (1738-1780), los intentos antes fallidos se concretaban y las instituciones ya fundadas se redimensionaban. Más aún, tuvieron lugar fundaciones nuevas o más sofisticadas. [Figuras 5, 6, 7 y 8]

    Hoy hacen falta estudios que vinculen entre sí obras piadosas, legados testamentarios, cofradías y capellanías, funciones de culto, altares, retablos, iglesias, capillas y ermitas patrocinadas por cada catedral en su capital respectiva, ya que nos permitirían incursionar en un entramado jurídico social en dinamismo permanente y en el que cobran todo su sentido las obras artísticas, principales vehículos y expresiones materiales tanto de las entidades corporativas, como de las actividades de culto. Fueron el estatuto jurídico y la movilidad los rasgos más sobresalientes de aquel régimen urbano (véase explicación del eje precedente).

    Es natural que fuera así. La familia —tanto la nuclear como la extensa—, vértice de aquel orden social, reforzó el carácter gregario y la solidaridad entre las personas y su propensión a establecer vínculos y redes en el seno de un régimen de cristiandad caracterizado por una fuerte raigambre urbana. Recordemos que la noción de espacio vigente en la época no era una mera extensión geográfica o una simple aglomeración, sino una tierra munitum iurisdictionis, es decir, dotada de jurisdicciones y, por lo tanto, territorializada. Así como la casa constituía un agregado de pater familias, grupo familiar y patrimonio, del agregado de varias casas resultaba una puebla constituida en entidad jurídica. La sanción en derecho de una entidad constituía, pues, el momento de su consolidación material y social, mismo que venían a coronar las ordenanzas de fundación, esto es, un estatuto que le confería el honor y prestigio que la ennoblecían. Ese cursus honorum, que finalmente se traducía en términos de evolución y movilidad, fue especialmente relevante en el ámbito de lo sagrado. Se expresó mediante la fundación no sólo de hermandades y cofradías, sino también de capellanías. Se tradujo igualmente en la dotación de todo tipo de obras piadosas, como los hospitales y los patronatos de limosna; entidades todas en estado de cambio, muchas veces hereditarias, que conservaban la memoria histórica y que contribuyeron a cristalizar las formas del parentesco.[19]

    Nunca la participación y control del cabildo sobre la fábrica de la catedral de Valladolid fueron más activos y autónomos que durante la última etapa de los trabajos, correspondiente a la construcción de las fachadas, portadas y torres (1738-1745), las partes de carácter más ornamental [Figuras 9 y 10]. De ahí resultó una modalidad arquitectónica sumamente prestigiosa. Lo más interesante es que se propagó casi de inmediato, como signo formal, por toda la ciudad. El que hasta antes de ese momento constructivo no se adviertan huellas o rastros de dicha modalidad en los edificios auspiciados por la catedral, hace que el fenómeno de su propagación plástica, correspondiente a la segunda mitad del siglo XVIII, sea aún más sorprendente.

    Los recursos concedidos para la construcción de torres y fachadas fueron escasos. También lo fueron los seis años de la última concesión por parte de la Corona; todo lo cual impuso al artista poblano, José de Medina, las condiciones que explican la sobriedad del repertorio formal escogido, que consta de tres elementos formales: pilastras adosadas a los muros, tableros rectangulares inscritos en su fuste y guardamalletas. Al sobreponerse a los tableros, estas últimas dan la impresión de ser paños que cuelgan o penden sobre por lo menos el tercio superior de cada pilastra. [Figuras 11 y 12]

    En agosto de 1743, cuando estaba a punto de completar las torres, José de Medina presentó al cabildo un diseño para las cinco portadas, tres en la fachada central y dos en las laterales. Valido de los mismos elementos, el artista logró dar un efecto mediante el cual las fachadas se retraen prácticamente a un solo plano. De esta manera, el juego de claroscuro aprovecha los relieves de los tableros que remarcan las pilastras, mientras que las guardamalletas son casi el único lujo ornamental.[20]

    A partir de la conclusión de la catedral de Valladolid, y al propagarse por la ciudad la modalidad artística de sus torres y fachadas, dejó huellas visuales en las sedes de las instituciones auspiciadas por la catedral. Prime­ro en la iglesia del Colegio de Niñas de Santa Rosa María, terminada en 1752; luego, en el colegio jesuita de San Francisco Javier, concluido hacia 1761 [Figuras 13 a 15]; pocos años más tarde en el Colegio Seminario de San Pedro Apóstol, proyecto acariciado durante una década por el obispo Pedro Anselmo Sánchez de Tagle, y que abrió sus puertas en 1770. [Figura 16] También lo hizo en la fachada de la iglesia de San José, antigua ayuda de parroquia de la catedral dedicada en 1776. [Figuras 17 a 18]

    Y, por último, en la arquitectura doméstica. Nunca fue Valladolid una ciudad tan episcopal como en esos años. De esta manera, lo ornamental, lejos de cumplir con una función meramente decorativa, tuvo la capacidad de articular las relaciones del régimen urbano de organización social evocado. [Figuras 19 y 20]

    La ciudad de México y la formación de lenguajes visuales [Figuras 21 a 25]

    Durante la primera mitad del siglo XVIII, el auge arquitectónico de la capital de la Nueva España fue impresionante: iglesias, colegios, conventos, palacios y casas. Como ciudad corte, el tamaño e importancia de México no permiten determinar, como en Valladolid, la preeminencia visual de una sola autoridad, cuerpo o institución, como el virrey, la Real Audiencia, la iglesia catedral, la Universidad, el Consulado (gran comercio) o la Inquisición; acaso ni siquiera de un grupo de ellas, en la organización de los espacios urbanos.

    No obstante, tuvo lugar la formación de lenguajes visuales con algunos­ elementos sintácticos reiterados en esos primeros 50 años del siglo XVIII. Por eso todavía hoy, gracias a esos elementos, se aprecia un sello distintivo de la antigua capital de la Nueva España, cuyo valor y prestigio fueron tempranos; se hallan documentados ya desde el primer lustro del siglo. Por entonces se quiso imponer, desde la corte del virrey, la utilización de la piedra rojiza, porosa y ligera llamada tezontle, típica de la cuenca de México. Con pena y sin éxito, los del cabildo catedral de Valladolid de Michoacán debieron buscarla en su entorno para construir el cimborrio de su catedral.[21]

    En la ciudad de México, pues, ese material se combinó con la piedra de cantera blanquecina llamada chiluca. La elegante bicromía resultante es, sin duda, el rasgo primordial de aquellos lenguajes visuales, a pesar de la diversidad de modalidades estilísticas que van, desde el geometrismo poligonal y ochavado del Palacio de la Inquisición (1732-1737), hasta la utilización de la columna estípite y de las pilastras nicho como principal signo formal de las fachadas-retablo del Sagrario de la catedral (1749-1768) [Figuras 26 y 27].

    Debemos mayormente a los arquitectos Pedro de Arrieta (¿-1738), José Durán, Miguel Custodio Durán y Lorenzo Rodríguez (1704-1774) esa serie de obras arquitectónicas que dejaron huella profunda en la ciudad de México.

    A la cabeza está la iglesia del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe (1695-1709). Como proyecto constructivo de los arzobispos Aguiar y Seijas y Ortega y Montañez, tendiente a sustituir una iglesia ruinosa, el culto de la Virgen de Guadalupe consagró en adelante, para todas las ciudades importantes del reino, el modelo semántico de la ciudad de México, que consiste en el santuario y en la calzada que a él conduce, ubicados extramuros. [Figura 28]

    Ya desde los años de la década de 1660, la calzada de peregrinos entre la ciudad de México y el santuario había sido flanqueada con capillas oratorio, según los misterios del rosario (véase figura 29). El modelo se propagó desde principios del siglo XVIII e hizo de la Virgen no sólo la articulación principal del patriotismo de la Nueva España, sino el más importante lazo de lealtad a la monarquía católica. [Figuras 30 y 31]

    De ahí su reiteración en los palacios de la capital virreinal. Además de la bicromía evocada y de la presencia guadalupana, un rasgo más de los lenguajes visuales de la ciudad de México es la riqueza decorativa, lujosa y exuberante. Se trata de una fuerza expansiva que brota en las fachadas, como si procediera de los espacios y del mobiliario interior. Las fachadas del Sagrario de la catedral parecen retablos de una capilla mayor. [Figura 32]

    Las guardamalletas, borlas y motivos figurativos domésticos labrados en la piedra de los palacios de México quisieron expresar y ostentar la intimidad de los patios y salones. Se trataba de grupos dirigentes que reivindicaron el patriotismo y la identidad hispánica de un orden social victorioso. [Figuras 33 y 34]

    En efecto, el momento en que los prelados y otros patrocinadores fundaron seminarios, erigieron y dotaron santuarios, hospitales, conventos de religiosas y casas para mujeres y niñas, corresponde al siglo de la recuperación demográfica autóctona y a los inicios de la gran bonanza minera de la Nueva España [Figuras 35 y 36]. Fue también entonces cuando la mayoría de los cargos y oficios del reino recayó en los sujetos nacidos o criados en él. En estas formas de arraigo se fincó una lealtad al rey entendida como un autogobierno imperfecto, es decir, como una autonomía relativa en el contexto de la monarquía católica, que sólo encontraría obstáculos graves a partir del reinado de Carlos III (1759-1788).[22] De manera paralela, oidores, canónigos, párrocos, grandes comerciantes y hacendados se entregaron al aprovisionamiento y ornato de las iglesias de las órdenes religiosas, al sostenimiento de las iglesias y colegios jesuitas, a la crianza de expósitos y de huérfanas y a la edificación de santuarios y capillas. [Figuras 37 y 38]

    Como en el periodo comprendido entre 1715 y 1740, grosso modo, hubo un redimensionamiento urbano de la ciudad de México, es necesario preguntarse por las modalidades de las relaciones clientelares producidas por los tipos de patrocinio y mecenazgo que les correspondieron; en otras palabras, necesitamos saber si se advierten procesos y dinámicas análogos al régimen urbano de organización social estudiado en el caso de Valladolid. Dicho de otra manera, se trata de hurgar en el soporte y en las articulaciones jurídicas, socioeconómicas, religiosas y artísticas de los lenguajes visuales evocados. Hasta ahora, las indagaciones de esta índole no parecen haber interesado, no obstante que se han hecho ya estudios por separado de algunas de las obras arquitectónicas enumeradas.[23]

    Sin embargo, la ciudad no es una mera yuxtaposición de entidades, sino un sistema social dinámico del que éstas formaron parte y en el cual interactuaron. En otras palabras, la ciudad es un conjunto constituido por componentes recíprocamente ajustados e interdependientes. Tal sistema parece conservar su carácter propio, mientras el equilibrio de sus elementos se mantiene dentro de ciertos márgenes de cambio, de ahí la posibilidad de periodizar la producción de lenguajes visuales y de seguir el proceso de sus interacciones.

    De manera análoga al discernimiento de las relaciones entre las entidades corporativas en el orden social, considero que desde el punto de vista plástico es preciso estudiar los motivos ornamentales comunes a las obras. Entiendo por ornamental un orden que funciona más allá de lo estrictamente decorativo, que da relación y medida a las cosas entre sí; que articula regiones distintas e incluso opuestas.

    Puebla de los Ángeles, los centros artísticos regionales [Figura 39]

    Recientemente, los historiadores del arte han puesto de manifiesto que el concepto de tradición local, más que el de una difusión simplista y poco útil de los estilos europeos (gótico, barroco, neoclásico, etc.), parece caracterizar mejor las artes en Iberoamérica. Sin embargo, las tradiciones suponen centros urbanos artísticos y regiones donde, bajo su influencia, tuvo lugar la confección y ejecución de obras y de lenguajes visuales. Las innovaciones de los artistas, o de sus clientes o patrones, se daban en ciudades importantes. Poco después, su prestigio y difusión propiciaban la adopción de gustos, modelos y técnicas en comarcas vecinas y hasta remotas.[24]

    Puebla de los Ángeles fue un centro productor de lenguajes visuales tan importante como la ciudad de México. El estuco y la azulejería siguieron ahí su propia evolución y trascendieron los límites de la ciudad. Concretan programas teológicos en

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