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Los indios de México: Tomo III
Los indios de México: Tomo III
Los indios de México: Tomo III
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Los indios de México: Tomo III

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El tercer tomo de Los indios de México comprende a los mazatecos de la Sierra Madre Oriental que mira al Atlántico y a los coras de la Sierra Madre Occidental que mira al Pacífico. Pueblos antípodas, están unidos por el uso ritual de las drogas alucinantes, pues unos son adoradores de los hongos sagrados y otros del peyote, el Divino Luminoso. "Tie
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074452976
Los indios de México: Tomo III
Autor

Fernando Benítez

Fernando Benítez nació en la ciudad de México en 1912. En 1934 comenzó su labor periodística en la Revista de Revistas. Fue director del periódico El Nacional y de los suplementos culturales de Novedades (México en la Cultura), Siempre! (La Cultura en México), unomásuno (sábado) y La Jornada (La Jornada Semanal). Entre sus obras se encuentran: El rey viejo yEl agua envenenada (novelas), así como reportajes, crónicas y ensayos: La ruta de Hernán Cortés, Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana y los cinco volúmenes de Los indios de México, traducidos a varios idiomas. Recibió entre otros premios el Mazatlán (1968), el Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1978), el Premio Nacional de Antropología (1980) y el Premio Nacional de Periodismo de México en Divulgación cultural (1986). Murió en la ciudad de México en 2000.

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    Los indios de México - Fernando Benítez

    Fernando Benítez

    Los indios de México

    FERNANDO BENÍTEZ


    Los indios de México

    3

    La edición digital no incluye algunas imágenes

    que aparecen en la edición impresa.

    Primera edición: 1970

    ISBN: 978-968-411-222-3 [Obra completa]

    ISBN: 978-968-411-225-4 [Tomo 3]

    Edición digital: 2013

    eISBN: 978-607-445-294-5 [Obra completa]

    eISBN: 978-607-445-297-6 [Tomo 3]

    DR © 2013, Ediciones Era, S. A. de C. V.

    Calle del Trabajo 31, 14269 México, D. F.

    Portada: Fotografía de Héctor García

    Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño de portada, puede ser reproducido, almacenado o transmitido en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    Índice

    Libro I

    Tierra de brujos

    I. El mundo echado a pique

    II. La sierra y el café

    III. Los hongos alucinantes

    Libro II

    Nostalgia del paraíso

    Crónica de Indias

    … Porque como los hombres no somos todos

    muy buenos …

    Bernal Díaz del Castillo.

    Después de mucho navegar por el oscuro océano amenazante

    encontramos

    tierras bullentes en metales, ciudades

    que la imaginación nunca ha descrito, riquezas,

    hombres sin arcabuces ni caballos.

    Con objeto de propagar la fe

    y quitarlos de su inhumana vida salvaje,

    arrasamos los templos, dimos muerte

    a cuanto natural se nos opuso.

    Para evitarles tentaciones

    confiscamos su oro;

    para hacerlos humildes

    los marcamos a fuego y aherrojamos.

    Dios bendiga esta empresa

    hecha en su nombre.

    —José Emilio Pacheco

    Tierra de brujos

    A mi hermano Alfonso

    LA CUENCA DEL PAPALOAPAN

    El sistema arterial y venoso de los numerosos ríos que descienden de la Sierra Madre Oriental y desaguan en el Golfo de México después de formar la Laguna de Alvarado, se llama, en términos de geografía, la Cuenca del Papaloapan. Me apresuro a decir que esta definición, un tanto escolar, no resulta en modo alguno satisfactoria. La cuenca, con una superficie de 45 540 kilómetros cuadrados, es más grande que algunos países europeos y desde luego tan fabulosa, compleja y arbitraria que por sí sola podría resumir los extremos humanos y las singularidades físicas del territorio mexicano. Un dios juguetón, aficionado a los contrastes, coleccionista un poco chiflado, amante de rarezas, de objetos grandiosos, bárbaros y delicados, sin duda gozó enormemente en poblar esa región con toda clase de volcanes, inmensas sierras, laberintos de ríos, lagos y lagunas, suntuosos bosques, cañones desérticos, nieves perpetuas y calores extremos.

    Prefería la situación pintoresca de las criaturas con que habitó ese rompecabezas a su comodidad y buen asiento, como lo prueba el hecho harto elocuente de que todavía vivan dispersas en las altas cimas y en las abruptas laderas de la sierra, unos muriéndose de sed contemplando los cactos de los áridos cañones y otros sufriendo bajo las selvas tropicales un diluvio cuyo volumen alcanza los cinco metros de precipitación anual.

    Este dios no les ahorró ninguna calamidad ni los privó de ningún beneficio. Temblores, inundaciones, fieras y animales ponzoñosos, enfermedades como la ceguera o el mal del pinto, tienen como justa compensación, enormes riquezas minerales, ríos y lagos abundantes en pesca, llanuras fértiles y casi todos los cultivos que pueden darse en tierra fría y en tierra caliente.

    No es por un azar que el Papaloapan o Río de las Mariposas, en medio de tan caprichosa naturaleza haya sido la cuna de las civilizaciones ni que los yacimientos de gas, de azufre, de materias básicas, propicien el nacimiento de la petroquímica, de los altos hornos, de la cerámica y de la agricultura moderna.

    La cuenca es comparable a un abanico. Sus bordes están formados por un grandioso semicírculo montañoso que se inicia en el extremo sur con la Sierra de San Martín—lago de Catemaco entre volcanes extintos—, recorre parte del Istmo, se eleva bruscamente en las cumbres del Cempoaltepetl—3 000 metros sobre el nivel del mar—, forma la imponente masa de la Sierra Madre Oriental cuya espalda baja hasta el árido cañón de Tomellín, se curva luego hacia el noroeste alzándose con el Pico de Orizaba—cinco mil trescientos metros—, para descender finalmente hacia Veracruz y el Delta de Alvarado.

    Estas montañas, verdadero laberinto de barrancos, sucesión de empinadas laderas, de vallecitos minúsculos y de cumbres solitarias constituyen las dos terceras partes de la cuenca; la última, formada por las tierras bajas, tiene como eje el río de las Mariposas que desagua, según hemos visto, en la laguna de Alvarado. Todos los ríos nacidos en las partes altas convergen como las varillas de un abanico a esa laguna; lo mismo los nacidos en la Sierra de San Martín que los nacidos en las estribaciones del Pico de Orizaba.

    Las llanuras que recorre el Papaloapan y algunos de sus numerosos afluentes forman la porción más rica de la cuenca. Allí se suceden sin interrupción ingenios azucareros, fincas ganaderas, plantíos de caña, cafetales, piñares, naranjales y vegas de tabaco.

    Así pues, la cuenca es una especie de jardín botánico que ofrece a la curiosidad del viajero y del naturalista, mares tibios, planicies costeras, marismas, bosques tropicales de llanura y de montaña baja, cactos y opuncias de la Cañada Oaxaqueña y de la Sierra Mixteca, coníferas de las altas serranías y las nieves del Pico de Orizaba.

    Los contrastes de la cultura, de la demografía, de la riqueza son tan grandes como los contrastes físicos aquí es bozados. En el extremo noroeste del arco están localizados los centros comerciales de Tehuacán, Orizaba, Córdoba—industria textil, cervecera, cafetos, plantaciones de cítricos, balnearios, agricultura intensiva—, mientras que en el extremo sureste, los mixes del Cempoaltepetl constituyen uno de los grupos indígenas más aislados y primitivos de México.

    Tres estados se dividen la cuenca: Oaxaca, con una superficie de 22 478 kilómetros cuadrados; Veracruz con 17 450 y Puebla con 5 522. En 1960, su población era de un millón cuatrocientos mil habitantes, lo que representaba el 4% de nuestra población total, y su densidad—30.05 por kilómetro cuadrado—era casi el doble de la estimada para el resto de la República. Desde luego, esta distribución se presentaba muy desigual. De sus 239 municipios, 24 tenían más de diez mil habitantes, y sólo siete más de veinticinco mil; la inmensa mayoría estaba confinada en aldeas atomizadas de la Sierra Madre Oriental y en las regiones boscosas de la cuenca. La mitad de la población correspondía a las ciudades y a las llanuras agrícolas del estado de Veracruz.

    Se hablaban—se hablan todavía—once lenguas: nahua, mazateco, mixe, chinanteco, mixteco, zapoteco, cuicateco, popoluca, popoloca, izcateco y chocho, fragmentadas en diversos dialectos, cada uno de ellos dotado de su propia personalidad. El popoluca, por ejemplo, un idioma carente del rango y de la tradición del mixteco o del zapoteco, se descompone en cuatro dialectos que se hablan en pueblos vecinos y son tan diferentes como puede serlo el español del francés. Semejante fragmentación, que hace de la cuenca ya no un mosaico sino una Babel americana—pueblos situados a cinco kilómetros y que hablan dialectos derivados de una misma lengua no se entienden entre sí—, es posible que no sólo obedezca a las leyes de dispersión y cambio descubiertas por los especialistas. Lenguas familiares, su exclusivismo responde muy bien a la celosa unidad que rige y preserva la vida de los poblados. A la fragmentación impuesta por la naturaleza y a las amenazas del exterior, ellos oponen la integración del parentesco, del totemismo religioso, de la magia y del idioma.

    De aquí también que la cuenca se ofrezca como un conjunto de naciones diminutas. Las casas de la sierra, donde falta la tierra, son de dos pisos y aparecen colgadas del labio de los barrancos, en tanto que las casas de la llanura son bajas y de altos techados. Un ojo experimentado reconocería fácilmente las diferencias que hay entre un alto chinanteco, un pequeño y oscuro mazateco y un habitante del Cempoaltepetl. Sin embargo, los hombres se parecen mucho y es más fácil encontrarles semejanzas que diferencias. Por una razón desconocida, visten calzones y camisas de manta, mientras que las mujeres conservan los atavíos de su remota antigüedad. Gracias a sus huipiles oscuros o ricamente bordados con flores y pájaros, a sus túnicas blancas y sus turbantes o a sus pechos desnudos y sus brillantes telas arrolladas a la cintura, se sabe si es nativa de los Tuxtlas, de la Mixería, de Yalala o de Huautla.

    En la cuenca todos son hechiceros, pero aquí, como en las mesetas del interior de México, la altura crea un tipo de religiosidad más acentuado y de mayor sutileza. Uno es el chamán y curandero de las llanuras ya deformado por la influencia de los mestizos, y otro el chamán de la Sierra Madre Oriental que recurre a los hongos alucinantes.

    Tal era el panorama general de esta vasta extensión geográfica en 1947, cuando el presidente Alemán decidió poner en marcha un gigantesco programa, semejante al del Valle del Tennessee, creando la Comisión del Papaloapan. Este programa, sin precedentes en la historia de México y que hasta la fecha no ha logrado ser superado, tenía como finalidad el desarrollo de las comunicaciones, la educación, la salubridad y la agricultura. Tres años antes, en 1944, una desastrosa inundación había planteado la necesidad urgente de controlar las avenidas de los ríos y se decidió emprender una serie de complejas obras hidráulicas, cuya máxima realización consistiría en edificar sobre el río Tonto una presa con una capacidad de almacenamiento de ocho mil millones de metros cúbicos, la cual debería regular las avenidas del Papaloapan y generar energía eléctrica.

    Se trataba, en una palabra, de desencantar un mundo que había estado dormido desde la conquista española. El aislamiento de los poblados, los sistemas curativos, el analfabetismo, la ceguera, los viajes en los bongos perezosos, la agricultura del neolítico, estaban llamados a desaparecer fatalmente. Los habitantes mestizos de las ciudades de Tlacotalpan, Cosamaloapan, Tierra Blanca, Acayucan, Tuxtepec, San Andrés, Catemaco, sintieron que les había llegado su hora y acogieron con asombro, gratitud y alegría la posibilidad de tener alcantarillas, mercados, clínicas, escuelas o nuevos medios de comunicación.

    Primer acercamiento

    El caso de los indios era muy distinto. Los montañeses apenas se dieron cuenta de lo que ocurría en las remotas llanuras situadas a sus pies; en cambio, los indios ribereños y sobre todo los habitantes del Valle de Soyaltepec, amenazado con ser cubierto por las aguas de la presa, se sintieron aterrados y desconcertados.

    Sumaban en conjunto veinte mil mazatecos—comprendida una minoría de chinantecos—y ocupaban los municipios de San Miguel Soyaltepec, San Pedro Ixcatlán y San José Independencia. Su traslado y reacomodo estuvo a cargo del antropólogo Alfonso Villa Rojas y se reveló desde el principio como el problema más complicado y espinoso de los que afrontaba la Comisión del Papaloapan.

    Entre los indios de la cuenca quizá los menos desafortunados eran los mazatecos, no tanto por carecer de historia relevante, sino debido a la circunstancia de que ocupaban cincuenta y un mil hectáreas de excepcionales tierras. Sin embargo, sería exagerado decir que vivían en un paraíso. De esas hectáreas, veintiún mil correspondían a ejidatarios, dieciocho mil a propiedades no mayores de cuatro hectáreas y el resto lo acaparaba un reducido grupo de ganaderos y latifundistas.

    Así pues, el paraíso mazateco estaba, a despecho de la reforma agraria, muy mal distribuido. Los pocos tenían demasiada tierra—buena parte de ella ociosa—y los muchos tenían poca tierra o no tenían nada y les era forzoso alquilarla o sembrar sus milpas en las escarpadas laderas de los montes.

    Naturalmente se vivía del maíz, como hace cinco mil años, talando el bosque, quemándolo después, sembrando el grano con un palo puntiagudo llamado espeque, recogiendo las mazorcas y guardándolas en silos primitivos. El sistema de milpa que ha empobrecido a México durante siglos—talar, quemar, sembrar, destruir y seguir adelante¹ era y es una fórmula vigente entre los mazatecos de las llanuras y de las montañas.

    Para darle a cada uno de los veinte mil mazatecos el kilo y cuarto de maíz que comen diariamente era necesario obtener dos cosechas anuales: la de temporal, aprovechando las lluvias de junio a octubre, y la llamada tonalmil—la milpa de sol—de diciembre a mayo.

    No se vivía exclusivamente de la milpa. El mazateco, aun el más pobre, tenía sus matas de café y de plátano, su caña de azúcar, sus naranjas y limones, sus mangos y guayabas junto a la casa, como tenían y en general siguen teniendo sus gallinas y sus puercos. Cosechaban algo de frijol, de chile, de calabaza, y el bosque les proporcionaba la leña y la madera necesarias. Los cedros los utilizaban para fabricarse su ataúd y las palmas reales para techar sus cabañas.

    La escasez de tierras determinaba esa tendencia irresistible que el mazateco experimenta por el comercio. Apenas ahorra algún dinero compra jabones y refrescos, varios litros de aguardiente, unas cajas de cigarros, le abre un agujero a la cabaña y ya tenemos uno de esos tendajos que tanto abundan en la región mazateca.

    Las tiendas grandes, las que acaparaban el agio, los transportes y el comercio comprando a bajo precio el maíz, el café o el frijol y vendiendo caras las mercancías importadas, pertenecían a los mestizos, porque el mundo de los mazatecos se divide en indios pobres y en blancos medio ricos o para decirlo con sus palabras, en paisanos y gente de razón.

    La historia se repite

    Los indios escucharon con su reserva habitual a los antropólogos y a los ingenieros encargados de exponerles la finalidad de los proyectos. En el fondo pensaban que detener la corriente del río y provocar una inundación que sepultara para siempre sus campos de labor y sus casas representaba un hecho antinatural y por lo demás irrealizable. Movían la cabeza diciendo:

    —Nadie podrá detener al Tonto.

    Los antropólogos los llevaron entonces a Temascal, donde se estaba construyendo la presa. Los indios contemplaron los grandes túneles que perforaban extrañas y complicadas máquinas y oyeron las explosiones en el mismo corazón de la montaña habitada por los dioses del agua, y no hicieron comentarios.

    Sin proponérselo, los etnólogos habían recurrido a los métodos de Cortés, cuando apenas desembarcado en las playas de Veracruz hizo correr los caballos y disparar los cañones frente a los enviados del emperador Moctezuma, pero aquel despliegue técnico no pareció cambiar sus sentimientos. Siguieron pensando en la imposibilidad de que su río llegara a ser domado.

    Carencia de tierras

    Alfonso Villa Rojas se enfrentaba a problemas casi insolubles. En octubre de 1952, el gobierno federal había decretado la expropiación de cincuenta y dos mil hectáreas, pero en marzo del año siguiente, el decreto no era otra cosa que un inútil pedazo de papel. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué obstáculo se oponía a la resolución de un mandato presidencial?

    La respuesta es sencilla. No había tierras para los indios. Las buenas tierras que comprendía el decreto expropiatorio, tierras iguales en calidad a las que perdían los indios, ya habían sido repartidas. Las gigantescas obras emprendidas con dinero de la República, habían desatado, según era de suponerse, una especulación desenfrenada. Tierras abandonadas por siglos habían aumentado su valor en un mil por ciento, y a gentes que nunca habían sentido el llamado del campo se les despertaba una irresistible vocación agrícola ante la perspectiva de excelentes tierras de aluvión unidas al centro por caminos asfaltados y dotados de irrigación, electricidad y servicios sanitarios.

    Las mejores tierras comprendidas en el decreto se habían dado a generales y a políticos, se habían vendido a empleados de la propia Comisión y a campesinos de Acatlán y Tierra Blanca, o algunas habían sido ocupadas por ejidatarios.

    Mientras los abogados de la Comisión se debatían luchando contra los recursos legales que esgrimían los nuevos latifundistas, los indios, ignorantes de aquel enredo, se empeñaban en que se conservara la unidad de los municipios, deseaban a toda costa no perder su calidad de oaxaqueños y se esforzaban por que sus nuevas tierras tuvieran los montes y las aguas de sus antiguos lugares. Para terminar de complicar el problema, los comerciantes y los viejos latifundistas, aprovechando las demoras, seguían empeñados en engañar a los mazatecos, ofreciéndoles a cambio de su apoyo suspender la construcción de la presa, y con ello la posibilidad de ser llevados a otras tierras.²

    En abril de 1953, ya vecina la temporada de las grandes lluvias, se logró disponer de once mil hectáreas comprendidas en el decreto y se comenzó a trazar caminos, tirar el bosque y construir las primeras ochocientas casas previstas en el plan de reacomodo. En junio se terminaron los trabajos y se realizó la mudanza de tres mil mazatecos.

    Había llegado el temido, el doloroso momento de emprender la marcha. Ni los viejos, ni los relatos de los ancestros recordaban ningún éxodo anterior. Se les había borrado de la memoria el hecho de que su presencia allí era también el resultado de una mudanza constante. Se sentían eternos, inamovibles. Habían echado raíces en las tierras fértiles, rodeados de sus montes y de sus ríos protectores. No podían concebir otro género de existencia que el suyo transcurrido en aquel paisaje de bosques y de humosas cordilleras.

    Se quejaban, se quejaban incluso demasiado de sus miserias, de la gente de razón, de sus vejaciones, pero también este conjunto de amargas realidades se consideraba como perteneciente a un pasado que no bastaba a ensombrecer el edén del que se les expulsaba. Su dolor no podía medirse, como no se podía medir la dimensión de una pérdida que comprendía tierras, paisaje natal, muertos, iglesias, casas, y sobre todo la unidad de esas grandes familias defendidas por sus antepasados, sus chamanes, sus santos, sus lenguas, sus costumbres.

    Ahora la familia iba a ser dispersada. El padre estaría lejos de sus hijos, los hermanos de sus hermanos, los amigos de sus amigos. Se perderían los dioses de las cuevas, de los manantiales, de los cerros, de los ríos, que concedían el agua y las buenas cosechas.

    Llegó la hora de dar el gran salto. El salto de una vida a otra vida. Un salto pequeño, de varias horas, pero en verdad un salto de siglos, un salto que salvaba de golpe dos mundos alejados por una distancia tan grande que este hombre, el de Soyaltepec, el de Ixcatlán, el de San José Independencia, al caer del otro lado sería un hombre no más viejo de lo que era antes de saltar, sino un hombre distinto.

    Era indispensable preguntarse a dónde iba a caer este mazateco. Él sabía qué mundo lo esperaba. Lo sabía de una manera vaga, como si ese mundo, a semejanza del suyo, estuviera cubierto de nieblas movibles que de tarde en tarde descubrieran grandes fragmentos de la realidad. Así pues, no era precisamente una especie de tierra incógnita la que lo aguardaba con todo su obligado cortejo de peligros desconocidos, sino un mundo cargado de excesivos riesgos, de bien delimitadas amenazas, un mundo cruzado por ferrocarriles y por caminos donde circulaban los automóviles, un mundo de fábricas con chimeneas humeantes y de ciudades ruidosas, en una palabra, el mundo de la gente de razón al que no había tenido acceso—sus experiencias eran todas desagradables a ese respecto—y del que había procurado mantenerse cuidadosamente alejado.

    Cuando se abandona el paraíso se entra de un modo fatal al infierno, porque fuera de la protección de la tribu se extiende un espacio hostil, una tierra donde los hombres tienen otro color, otro lenguaje, diferentes costumbres, y lo que es todavía peor, lo que le confiere su carácter infernal es que esos hombres los ven con desprecio, se burlan de ellos, de sus vestidos, de sus recelos, de su ignorancia, los llaman perezosos y no sólo los juzgan fáciles de engañar sino que se empeñan en engañarlos constantemente.

    Las recuas de mulas se cargaban despacio. Los sacos de la última cosecha, el pesado metate, los camastros, las ollas, los pequeños bancos, las redes y los cestos, el mobiliario anterior a la conquista era atado por los arrieros. Sí, también los instrumentos de labranza: el hacha, el espeque, los machetes. Y la jaula con el perico, los viejos calendarios, los santos de papel. La cabaña quedaba vacía. Los perros ladraban furiosamente.

    Había llegado el momento más drámatico.³ La mujer salía de la cabaña, amarraba la puerta con un bejuco y se volvía para ver si todo quedaba en orden. Las puertas estaban cerradas y no había posibilidad de que los animales destruyeran la choza. El Cerro Rabón, como una gigantesca nave azul volcada por la tempestad, levantaba su quilla descomunal en el horizonte. Aquello era demasiado. Las mujeres no podían soportarlo y lloraban. Los viejos no se preocupaban por la morada que dejaban atrás, la cual después de todo volverían a ocupar algún día.

    Dinamitación mágica

    La marcha precipitada de esos tres mil paisanos se tomó como una prueba lamentable de su debilidad, pero en modo alguno como un indicio de lo que debía ocurrirles a los diecisiete mil mazatecos restantes. En las tierras amenazadas, la gente se empeñaba en rechazar la idea de que un simple muro fuera capaz de marcarle el alto a la impetuosa corriente del Tonto. Bastaría una creciente, unas lluvias de más para que esa pared y esos hombrecitos que se atrevían a desafiar las leyes divinas fueran destruidos irremisiblemente.

    Aun los mismos que se habían marchado, testigos forzosos de las extrañas, diabólicas y gigantescas maniobras realizadas por los intrusos blancos, no creían que su río lograra ser domado y en el fondo abrigaban la convicción de que pronto regresarían a sus tierras.

    Sin embargo, en 1954 las obras habían progresado lo suficiente para efectuar una primera prueba del sistema y los ingenieros ordenaron cerrar las compuertas. Las venas del Tonto, del Boca de Tilpan y del Cosolapa, estranguladas, se hincharon desmesuradamente. Al pie de los diques comenzó a formarse un lago, y el agua, de un modo lento, avanzó cubriendo las grietas, los barrancos y las bajas tierras de labor.

    Los indios no podían dar crédito a lo que veían sus ojos. Las leyes en que descansaba su mundo, donde todo había sido creado para durar eternamente, se derrumbaban, el río había cesado de correr hacia el mar. La amenaza estaba cumplida: las aguas inundarían sus tierras y ellos serían expulsados.

    —No—dijeron los brujos—. Nadie saldrá de aquí. Nosotros destruiremos la presa.

    Para conjurar el peligro adecuadamente deben haberse movilizado pueblos enteros. Se compraron los indispensables cirios, las plumas de guacamaya, los huevos, el tabaco. Se sacrificaron gallinas y guajolotes para que su sangre sirviera de alimento a los dioses. No se olvidó implorar la ayuda de los santos católicos, pues en aquella prueba de vida o muerte—desde la conquista no se enfrentaban los recursos mágicos de millares de indios a las máquinas de los blancos—era necesario recurrir a todo el arsenal de fuerzas sobrenaturales de que se disponía, y una noche, con gran sigilo, en medio de rezos, de cantos y de exorcismos, dichos en voz baja, los brujos enterraron los bultos sagrados entre las grandes piedras que revisten la cortina de la presa.

    La dinamitación mágica coincidió con la terminación de la prueba hidráulica, se abrieron las compuertas, los ríos volvieron a fluir y los chamanes se apuntaron una victoria. La presa seguía ahí, pero destruida interiormente, desprovista de fuerza, inutilizada. El hecho de que el mundo hubiera recobrado su antigua armonía era suficiente demostración de que los dioses habían escuchado los conjuros de sus sabios.

    El fin del mundo

    En 1954 desapareció la oficina de reacomodo a cargo del profesor Villa Rojas y se organizó el Centro Coordinador del Papaloapan bajo la dirección del profesor Ricardo Pozas.

    Los problemas a que se enfrentó Villa Rojas, lejos de disminuir habían aumentado. Desde luego el problema fundamental continuaba siendo el de la carencia de tierras. Los invasores y los nuevos latifundistas eran muy poderosos y nadie creía que pudieran ser expulsados. Las 367 familias ya reacomodadas carecían de tierras, de luz, de agua potable, de créditos; a muchas no se les había pagado el valor de sus cafetos ni de sus árboles frutales y se quejaban de su suerte. Estas quejas no caían en el vacío. Los antiguos pobladores, confiados en la victoria de sus brujos, seguros de que sus tierras no serían inundadas, hacían suyas las tristes lamentaciones de sus hermanos y la mayoría no deseaba escuchar siquiera las exhortaciones de los antropólogos.

    El tiempo apremiaba. El programa de la presa se cumplía rigurosamente y era urgente iniciar el traslado de los millares de personas condenadas sin remisión a ser expulsadas por el agua. La evacuación cobraba un dramatismo inesperado. Se compraron lanchones tirados por remolcadores y se formaron brigadas de movilización dotadas de intérpretes, médicos y radio-operadores, lo que era tanto como apercibir algunas modernas arcas de Noé bajo la amenaza de un diluvio localizado.

    El diluvio, para desgracia de los antropólogos, no tardó en presentarse. Llovió once días con sus noches, y si bien los entendidos decían que el culpable de tales aguaceros y rachas huracanadas era el ciclón Janet, los mazatecos pensaban que el diluvio era la obra del señor del Cerro Rabón, cuya furia se desataba debido a las continuas explosiones de dinamita que a todas horas demolían los cerros de Temascal encolerizando a sus hermanos los Señores del Agua.

    Estaba próximo el fin del mundo. El agua antes clara del Tonto y del Cosolapa—tan clara que los robalos nadaban ahí como en una pecera—se arrastraba espesa y negruzca formando olas y remolinos que llevaban árboles enteros, animales muertos, sillas, mesas y cadáveres de largas cabelleras e inflados vientres. Todos los habitantes de la selva, los que no lograron escapar al diluvio por carecer de rápidos medios de locomoción, habían buscado refugio subiéndose a los árboles, de modo que cuando las barcazas del salvamento cargadas de hombres, niños, mujeres y animales tocaban sus ramas, caían sobre ellos, como una plaga bíblica, culebras, alacranes, tarántulas y hormigas. Las mujeres lloraban a gritos, los niños a moco tendido y los hombres borrachos, desesperados, se encerraban en sí mismos.

    Los montes arbolados, las distantes sierras, aun la misma nieve del Pico, es decir, las partes sólidas que integraban el paisaje mazateco, se licuaban, las fuerzas se desataban no del modo habitual, sino con violencia inaudita liberando poderes sobrenaturales que ni los chamanes, ni los hombres blancos, ni los dioses, fueran mazatecos o católicos, podían contrarrestar.

    El agua subía y los mazatecos se remontaban a los pueblos situados en las alturas. Ixcatlán y Soyaltepec, las dos metrópolis de la llanura mazateca, presentaban un aspecto desusado. Centenares de hombres, mujeres y niños llenaban las iglesias, y los que no ocupaban ya lugar se apretaban en las plazas tratando de protegerse con grandes hojas verdes, toallas, hules y viejos paraguas.

    Las iglesias resplandecían de luces. Velas en los altares, velas derretidas en el suelo formando grandes manchones de parafina donde flotaban los pabilos, proyectaban una claridad hacia el espacio nocturno, iluminando las gotas de la lluvia que caía incesantemente.

    Las mujeres llevaban sus velas y sus ocotes benditos para conjurar el fin del mundo. Todos se enfrentaban directamente a la divinidad exigiéndole con lágrimas y sollozos, pero al fin exigiéndole, que detuviera la inundación. La salmodia, o mejor dicho aquellos millares de salmodias donde cada uno solicitaba el perdón de los niños, de la vaca, del cochino, de las gallinas, componían un solo cántico que se fundía a semejanza del mundo mazateco en un coro, en un redoble de tambores acompasado y bárbaro que anulaba el ruido de la tempestad.

    Una escena del rescate

    El nuevo equipo inició sus trabajos al estallar el ciclón y realizó una tarea de salvamento más propia de ingenieros y zapadores que de antropólogos recién salidos de la escuela. Raúl Rodríguez y Ricardo Pozas—después famoso por su biografía de Juan Pérez Jolote—, a bordo de las lanchas acudían a los sitios más amenazados y dirigían los detalles, perentorios, difíciles y angustiosos del rescate.

    Un viejo mazateco que tenía tres cabañas escalonadas en la falda de un cerro, llegada el agua a la primera cabaña, mudó sus animales y trastos a la segunda y rechazó toda clase de auxilio. Días después, como el agua inun dara la segunda cabaña, se mudó a la tercera decidiendo permanecer ahí aunque tuviera el agua en el cuello.

    Los antropólogos respetaron su decisión, pero a la mañana siguiente, cuando las lanchas de salvamento navegaban por la cercanía del paraje, vieron al terco viejo hacerles señales con un trapo. Acudieron al llamado y el hombre accedió a que lo salvaran.

    —No me echa el agua—aclaró—, sino las víboras. Un hijo mío fue mordido en el amanecer y está grave. No podíamos ir en busca del culebrero.

    El mundo echado a pique

    Pasada la tormenta se hizo evidente que el mundo de los mazatecos había sido echado a pique. Las gentes de razón y sus poderosas máquinas terminaron ganándole la batalla al río y al mundo mágico de los indios. El problema agrario se fue resolviendo con los años de mala manera. Algunos indios fueron reacomodados en tierras pobres o en tierras sustraídas a la codicia de los nuevos latifundistas, y algunos finalmente colonizaron las tierras vírgenes del Istmo de Tehuantepec, lejos de sus montañas y sus ríos, donde se construyeron las nuevas aldeas. Otros más prefirieron seguir aferrados a los restos del naufragio y viven todavía en el alto cerro de Soyaltepec, rodeados por el agua, en la estrecha península de San Pedro Ixcatlán y en las diminutas fracciones de San José Independencia que aún permanecen a flote. No faltan indios a quienes la nostalgia o las malas parcelas que les fueron adjudicadas, los haga regresar a sus antiguos lugares transformados en islotes boscosos y aparentemente desiertos.

    Juzgada la situación en términos generales, puede decirse que los indios reacomodados están hoy en mejores condiciones que antes de realizarse las grandiosas obras del Papaloapan. El error consistió en no concederles los créditos necesarios y la enseñanza técnica que los hiciera pasar de una agricultura del neolítico a una agricultura moderna. Sin embargo, su situación no es muy diferente de la que guardan millares de campesinos mestizos en las tierras bajas de Veracruz y Oaxaca.

    Lo que ahí se observa son enormes sembrados de caña de azúcar, de frutos tropicales, de tabaco, pero los que se llevan las ganancias no son los campesinos dueños de la tierra y de los productos sino los dueños de los ingenios, los monopolios del tabaco, las empacadoras y los grandes comerciantes de las ciudades. Los trabajadores son peones disfrazados de ejidatarios o de pequeños propietarios, y en el caso de los potreros o de los ranchos, peones sin ningún disfraz que trabajan por un salario.

    El estado gastó más de mil millones en presas, caminos, salubridad, energía eléctrica y protección contra las inundaciones, y los que se llevaron la parte del león fueron los nuevos latifundistas y los que integran los modernos latifundios financieros. Prosperaron los que tenían dinero para solicitar préstamos y comprar maquinaria costosa, los que pudieron hacerse de ranchos y potreros, y se estancaron, como siempre, los campesinos pobres, obligados a vender baratos sus productos.

    De cualquier modo las obras del Papaloapan han significado un extraordinario avance, aunque la planificación—y en ello reside su mayor debilidad—no comprendió a toda la cuenca. Fuera de algunos malos caminos y algunas obras urbanas, insignificantes, la parte montañosa, es decir el 65% de su extensión, permaneció intocada. Se trata en verdad de una injusticia—recurrente a lo largo de la historia—, que vició gran parte de su generosa visión inicial y de sus logros posteriores. Los mixes—los más miserables—no fueron tomados en cuenta para nada. Los zapotecos, los mixtecos, los mazatecos de la sierra, conservan su miseria anterior no a 1947 sino a 1900. Los otros indios representan un dato demográfico, una ficha lingüística y nada más. En cambio, las mejores tierras—las que correspondían a los indios, desplazados—, fueron dadas a los influyentes que se hicieron más ricos de lo que ya eran. Ellos pueden comprar ganado de raza, sembrar naranjos, adquirir ingenios, construir residencias y mantener a millares de peones.

    La injusticia se paga cara, o dicho en otro lenguaje menos simbólico, la falta de una planificación integral se está volviendo, como un bumerang, en contra de la zona. Veamos por ejemplo el caso de las pequeñas, escasas y miserables embarcaciones atracadas a los muelles de las ciudades ribereñas, indicio de que el tránsito fluvial casi ya no existe. ¿Motivos? Diez años después de haberse gastado millones en acortar y dragar el Papaloapan para facilitar su navegación, el río está azolvado. Desde luego el culpable de esta catástrofe no es el río de las Mariposas, sino el Santo Domingo, uno de sus tributarios, que año con año le mete 7 200 972 metros cúbicos de arrastres, y en última instancia tampoco es el Santo Domingo el responsable, sino los ochenta mil mazatecos habitantes de la sierra que para sembrar sus milpas queman los bosques, y la tierra vegetal, llevada por las lluvias torrenciales, azolva el lecho de los ríos impidiendo la navegación.

    Así pues, la causa de las pocas lanchas semipodridas atadas a los muelles de Tlacotalpan y de Cosamaloapan debe buscarse en la sierra, situada a doscientos kilómetros de distancia y en esos hombrecitos vestidos de blanco que, armados de un palo van convirtiendo en eriales las escarpadas montañas.

    Las pérdidas en bosques, en azolves, en tierras que tardaron siglos para formarse suponen una grave amenaza al conjunto de la cuenca y un derroche incalculable de recursos naturales que hubiera podido evitarse gastando una pequeña suma en enseñar a los mazatecos cómo deben protegerse los bosques y las tierras.

    La nación paga con creces y pagará más en el futuro la mala fe habitual de omitir a los más desvalidos cuando se trata de realizar grandes proyectos. Pensar que un grotesco fantoche político medio analfabeto y ladrón entero haya acaparado las tierras pertenecientes a los indios privados de su heredad, permite medir el grado de envilecimiento moral que priva en materias agrarias.

    La deslumbradora belleza de la Cuenca del Papaloapan, su extraordinaria complejidad, sus contrastes culturales que van del neolítico a la industrialización recorriendo toda la gama intermedia, sus posibilidades humanas y económicas merecen la atención de los estudiosos. El arqueólogo, el etnólogo, el economista, el historiador, el investigador científico encontrarán en ese vasto mundo un material inagotable, ya que su pasado es tan rico como su previsible futuro.

    De todo ese mosaico tomo una de sus piezas: la de los mazatecos. Aunque unos vivan en las llanuras y otros en la Sierra Madre Oriental, separados por formidables obstáculos naturales, constituyen un grupo cultural, participan del mismo idioma, de las mismas tradiciones y son todos hombres de una singular religiosidad.

    El libro tiene tres partes. La primera se ocupa del mundo echado a pique de los mazatecos de abajo y está centrado en la figura de Panuncio Cadeza, un indio que caracteriza no sólo las peculiaridades de su grupo sino las vicisitudes y dolores que sufrieron al ser desarraigados de su territorio histórico. La segunda parte se refiere a la vida de los mazatecos de arriba y a su problema esencial, la producción de café objeto de una explotación sui géneris entre las muchas explotaciones que pesan sobre los indios. La tercera y última parte trata un tema del cual se han ocupado diversos investigadores extranjeros: los hongos alucinantes, y está centrada en María Sabina, una mujer de raras virtudes y una consumada maestra del éxtasis.

    Los hongos cobran su verdadera significación insertos en el contexto religioso de unos y otros mazatecos. Los de abajo, menos aislados, más expuestos a las influencias exteriores, han perdido muchos de sus antiguos patrones culturales, mientras que los de arriba, defendidos por las montañas y por los hongos, mantienen en los lugares todavía a salvo de los turistas un sentido de casta sacerdotal, una espiritualidad que sólo puede hallarse entre los chamanes manejadores del peyote de la Sierra Madre Occidental. De cualquier modo, ambos mazatecos representan un conjunto en donde pueden estudiarse los matices y los cambios operados en una idea de lo sagrado.

    Establecer las líneas esenciales de ese espectro que va modificando el proceso acelerado de la aculturación constituye una necesidad inaplazable. Conocemos bien la parte documental de la Colonia, de la Independencia, de la Revolución, y sabemos muy poco de las fuerzas mágicas que actuaban en el fondo de esos hechos y en el espíritu de sus protagonistas. La actitud conservadora de los indios, su adhesión a la magia heredada de sus remotos antepasados, pueden aclarar ciertas contradicciones de una historia que ha tratado de explicar los acontecimientos sin considerar el papel que en ellos han desempeñado las grandes masas dominadas por un peculiar sentimiento religioso.

    I. El mundo echado a pique

    TIERRA DE BRUJOS

    Los mazatecos carecen de historia. Nadie sabe de dónde vinieron ni cómo transcurrieron los primeros siglos de su existencia. Los investigadores dicen que salieron de Tula y son descendientes del grupo nonoalca-chichimeca, el último en abandonar la legendaria metrópoli, o los relacionan vagamente con los olmecas debido a que se encontraron en Soyaltepec vestigios de templos y de cerámica pertenecientes a esa cultura.

    Sea así o de algún otro modo, las únicas noticias ciertas llegadas a nuestro conocimiento se reducen al hecho incontrovertible de que ahí estaban, unos ocupando las alturas de la Sierra Madre Oriental y otros las llanuras boscosas, separados territorialmente, aunque unidos por el estilo de su vida, la raza y el lenguaje.

    Pueblo sin arte—fuera del bordado que sigue estando en manos de las mujeres—, sin ruinas importantes, sin tumbas notables, sin códices, sin joyas, es un pueblo, a juzgar por estas carencias, lo suficientemente débil o pacífico para no haberse ganado, gracias a sus acciones guerreras, un lugarcito honorable en la historia.

    Vecinos de zapotecos, mixtecos y totonacos, su singular posición en la región que ocupaban ya nos está diciendo que ese pueblo era un cordero en medio de tigres, un espacio en blanco entre las zonas ricamente coloreadas de lo que se ha dado en llamar altas culturas de Mesoamérica.

    La cercanía de un pueblo pacífico e ignorante con pueblos cultos y ávidos de dominio no es de ninguna manera un privilegio. Los mazatecos debieron soportar las acometidas de sus belicosos vecinos durante un largo e indeterminado periodo que se extiende hasta 1455, fecha en que el emperador Moctezuma Ilhuicamina conquistó lo que es hoy la extensa región de Oaxaca. La nueva servidumbre sólo duró poco más de medio siglo, pues en 1521 otra nueva ola de conquistadores—esta vez ajenos al Continente— se precipitó sobre los aztecas y los redujo a la esclavitud junto con sus tributarios y vasallos mixtecos, zapotecos, totonacos y mazatecos.

    Los soldados españoles no libraron con los mazatecos una escaramuza o un encuentro dignos de ser consignados y transmitidos a la posteridad. Los frailes tampoco necesitaron penetrar en la masa de infieles blandiendo en una mano los evangelios y en la otra la espada, no edificaron iglesias y conventos almenados, ni hubo incentivos para subyugarlos, ya que el clima era excesivamente cálido, las tierras estaban cubiertas de selvas, los indios carecían de riquezas materiales y no parecían abrazar la fe cristiana con el entusiasmo casi siempre fingido que mostraron los indios pertenecientes a las altas culturas.

    Debido a esta serie de circunstancias, los primitivos, los pobres, los pacíficos mazatecos lograron salvarse de los beneficios de la civilización cristiana, mientras los zapotecos constructores de Monte Albán, los mixtecos, joyeros y pintores de códices, y aun los totonacos con sus pirámides y sus esculturas de piedra, tuvieron que padecer la combinada opresión de los encomenderos, la iglesia, los corregidores, los alcaldes mayores y la de sus propios caciques.

    Los mazatecos, claro está, pagaban tributos, pero estos tributos sólo alcanzaban a los pueblos grandes y no a la mayoría de las aldeas o de las cabañas dispersas en barrancos, valles pequeños o espesos bosques tropicales. Las iglesias se fueron construyendo lentamente; iglesias miserables, toscas, de piedras y tejas o de paja y varas, privadas de sacerdotes permanentes, por lo que los vecinos se ocupaban de los servicios del culto y mezclaban el catolicismo mal aprendido a sus antiguas prácticas religiosas. No fue, pues, el sacerdote católico el centro de la vida espiritual sino el ço-ta-ci-né—el que sabe—, ni fueron los ayuntamientos los rectores de la vida civil, sino los viejos, los que habían fungido tradicionalmente como principales y gobernantes de los pueblos mazatecos.

    Por lo demás, la vida prosiguió su curso sin alteraciones. La gran familia mazateca no se dispersó, ni se quebrantó, ni perdió su cohesión a lo largo de la colonia. La independencia y las vicisitudes de la República repercutieron débilmente en aquel apartado mundo, porque era eso precisamente, un mundo propio, cerrado en sí mismo, sustraído a las corrientes y cambios exteriores que prolongaba en el tiempo formas y peculiaridades venidas de muy atrás, de las épocas en que debieron sufrir las intromisiones de sus poderosos vecinos, sin civilizarse, sin perder su libertad ni la posesión de sus tierras.

    Los orígenes

    Los mazatecos, de acuerdo con su propia versión, tuvieron su origen en el bosque tropical, en el ampadad o lugar donde nace la gente.¹ De los árboles medianos nacieron ellos; de los árboles grandes—quizá de las inmensas pochotas—, nacieron al mismo tiempo los gigantes, tema frecuente en la mitología indígena,² y de los más pequeños nacieron posteriormente los monos que todavía habitan en los bosques.

    La idea de los gigantes permanece viva entre los mazatecos. Pablo Quintana, uno de los principales informantes de Carlos Inchaústegui,³ los describe diciendo que los Salavajes, llamados también los Salvajes o los Ermitaños, miden dos metros y medio, tienen los pies al revés, las manos largas, son peludos, de color negro y se les puede ver el corazón, el hígado y las tripas; no logran inclinarse—sólo acuclillarse—y como el plomo no les entra, se les da muerte con postas de cera bendita. Sus mujeres son iguales a ellos, pero se distinguen por unos senos como de metro y medio que se echan sobre los hombros cuando caminan.⁴

    Muerte de los Salavajes

    Las hazañas y la muerte de los Salavajes las describe con estas palabras Pablo Quintana:

    "Cuando nació Jesucristo, cuando el sol resplandecía en el horizonte, unos [hombres] subieron a los árboles y se volvieron changos, otros huyeron por el aire y se volvieron pájaros y otros se fueron a los ríos y se convirtieron en los Chacún-Nandá.

    Había unos reyes [los Salavajes] que odiaban la luz y como eran grandes se metieron en las cuevas más oscuras y profundas, donde hay pozos y donde están los brujos T’jee. Cuando salen de las cuevas buscan los lugares en que hay hombres o animales, se les vienen encima y se los comen. El rezandero no los puede detener.

    En cierta ocasión un T’jee se fue al cerro diciendo que pensaba matar a un Salavaje. Gritaba como él y al rato oyó que le contestaban de una cueva. Salió el animal y el T’jee agarró su copal, su tabaco, pronunció unas palabras y el Salavaje se paró porque sintió temblar la tierra.

    El T’jee no le dio tiempo a reponerse y quitándose el sombrero lo tocaba como si fuera una guitarra. El Salavaje se moría de risa, tanta, que se cayó al suelo y entonces el T’jee untó con mucha cera [cera bendita] el filo de su machete y le pudo cortar la cabeza.

    Hace poco mataron a dos: hombre y mujer. En tiempos de la revolución de Emiliano Zapata los traían enjaulados para que la gente los viera. Los soldados de Zapata asaltaron el tren y los Salavajes rompieron las jaulas y se escaparon. Comían cuanto se encontraban.

    Al fin, veinte soldados encontraron un Salavaje dormido arriba de un árbol, le tocaron la guitarra y a puro balazo de máuser, que puede atravesar un riel, lo mataron. Esto fue en 1940 … no, en 1938."

    Las manchas de la luna

    Una vez que el conejo estaba bebiendo agua en una laguna donde se reflejaba la luna, llegó el tigrillo, y como el conejo era muy travieso, le dijo que en el fondo había un queso y el pobre tigrillo bebió hasta reventar.

    En otra ocasión que el tigrillo se encontró al conejo debajo de una peña, le dijo:

    —Te voy a comer porque me engañaste.

    —No, señor tigrillo—le contestó el conejo—, aquí estoy muerto de hambre levantando el mundo y tú debías ayudarme.

    El tigrillo, asustado, se puso debajo de la peña y así estuvo un larguísimo tiempo hasta que cansado de esperar persiguió al conejo, lo alcanzó y le dijo:

    —Conejo, prepárate, porque ahora sí te voy a comer.

    —No, señor tigrillo. Déjame medir primero mi tambor y luego me comes.

    El conejo se metió en el tambor, de donde no pudo salir y hasta la fecha se encuentra en la luna. [Vidal Soriano, Nuevo Paso Nacional. Recogido por Carlos Inchaústegui.]

    Las estrellas

    Las estrellas son pequeñísimos hijos del sol, las autoridades del sol que cooperan y trabajan con él. Se les llama mi ñó, dioses de arriba.

    El lucero del alba es una niña huérfana. Vivía con una tía suya que la maltrataba mucho y una vez se escapó y subió al cielo.

    Los siete cielos

    Hay siete cielos, y los que mueren, cada año suben uno de estos cielos, porque según se purifican las almas, así van subiendo hasta llegar al último cielo, donde según los viejitos, allá se vuelven santos y tienen una iglesia especial destinada a las almas de los fieles difuntos.

    Los que matan, roban o cometen varios pecados en el mundo, tienen otra iglesia llamada infierno, donde está su maestro Lucifer (Sindaji) amarrado con una cadena. Cuando llegan las almas infieles, Sindaji las echa en un cazo puesto sobre una lumbre especial y allí las hierve y el monstruo se las come siete veces y siete veces las arroja, como excremento, pero en forma de hombre o de mujer.

    Entonces aquellas gentes se acuerdan de sus padres y de sus madres y dicen:

    —Madre, padre, ¿por qué antes no me corrigieron todas las fechorías que cometí cuando andaba en el mundo? Ahora yo estoy sufriendo aquí, pero algún día volveré al mundo transformado en un animal o en una planta comestible y entonces ustedes mismos me comerán y como me vayan comiendo así me purificaré y me iré al cielo donde está el Padre Todopoderoso, extendiéndome la mano, y yo me quejaré de ustedes para que vean cómo se sufre en este valle de lágrimas.

    Los viejos que cuentan estas historias terminan diciendo:—De este modo hablan las almas que cometen pecados y les gusta matar o hacer maldades a sus hermanos, porque todos somos hermanos y hay un solo dios que nos echó a andar en este mundo. Así, hijos míos, les aconsejo esto muy amablemente para que cuando se quieran casar trabajen lo más que puedan y mantengan a su familia. [Pablo Quintana. Recogido por Carlos Inchaústegui.]

    Imago mundi

    De acuerdo con las notas de Inchaústegui, los mazatecos conciben el mundo como una extensión cuadrada y plana sostenida por cuatro postes hundidos en el agua. Es una mesa gigante cuyo límite oriental lo fija el sol naciente, y el occidental, el sol poniente. En el oriente nacen las horas y los días. La claridad representa lo positivo, el reino de las potencias bienhechoras, mientras que la oscuridad supone lo negativo y lo peligroso. Los niños no deben salir fuera después de las siete de la noche porque los espíritus del mal andan sueltos y pueden enfermarlos.

    Más allá del agua que sostiene la mesa, se extiende el Mar Sagrado, morada del Padre Eterno, sentado ante otra mesa de plata, sobre la cual figuran todos los animales labrados en plata y a donde van las almas de los chamanes muertos.

    El sol, durante la noche, hace un recorrido subterráneo, es decir, por abajo de la mesa cósmica donde viven los Grau, unos hombres pequeñitos—de un metro de estatura, precisa Pablo Quintana—, desnudos, de pelo chino y color negro, debido a que el sol pasa muy cerca y los quema con sus fuertes rayos, si bien los compensa de tantas molestias regando oro sobre ellos. La mesa está rodeada de siete capas celestes contenidas en una esfera cristalina sobre la que permanecen fijas las estrellas.

    Los temblores de tierra se deben a que el agua se agita, y en otra versión ya cristianizada, los origina la Virgen Isabel cuando se mueve para acomodarse mejor el mundo que carga en su espalda.

    De un modo o de otro, esta idea conforma la visión mesoamericana de un mundo sostenido por un ser sobrenatural o por unos postes sagrados, si bien los mazatecos ya no los renuevan mediante una ceremonia mágica para que el cielo se mantenga firme como lo hacen hasta nuestros días los huicholes.

    La división entre el reinado nocturno de las potencias malignas y el reinado diurno de los espíritus del bien es también claramente perceptible, así como la idea de un cielo, superpuesto en capas, que los espíritus de los muertos escalan a medida que se purifican.

    El alma

    Para Pablo Quintana, la vida, el centro de la vida, está en la nuca y el espíritu en el corazón. El alma—precisa el informante—está adentro de uno, pero mirando hacia atrás. Cuando una persona enferma, el alma se vuelve hacia adelante y entonces dan bascas y dolor de barriga que se curan empleando polvo de tabaco. El curandero sabe si el alma se ha volteado mirando la luz de las velas, es decir, observando la dirección que el viento imprime a las llamas. Cuando uno muere, el alma queda hacia la cara. Entonces sale del cuerpo y permanece en el cruce de las vigas principales del techo.

    Durante el novenario, el alma, en forma de mariposa, acude a los platos dispuestos sobre el altar y come de todos.

    Espíritus

    Según Isauro Nava, de Huautla, los espíritus, durante la noche, se ven como pequeñas luces, nubecillas o un rocío blanco nombrado nayaa chicón (Hamaca de Chicón), el cual obstruye las veredas. Los ancianos los conjuran mediante oraciones, polvo de tabaco y la hoja sha-na-no, dotada de poderes mágicos. En ocasiones también toman la forma de los borregos. El mismo Nava le refirió a Inchaústegui que su amigo Aurelio Álvarez, habiendo salido cierta noche en busca de un curandero, al cruzar el arroyo cercano al cementerio halló montones de borregos. Aurelio atravesó no menos de 200 metros, descargando machetazos sobre los carneros, pero en realidad sólo golpeaba las piedras. No se asustó Aurelio. Sabía que ése era un lugar de espantos.

    Una versión de Panuncio Cadeza—otro de los informantes de Inchaústegui—precisa que hay hombres dotados de un espíritu de arriba y otros, de un espíritu de abajo, dados por Jesucristo. El primero está expuesto a sufrir los malos vientos, el último, el llamado shimajoo, está expuesto a recibir las heridas y las quemaduras que resiente su doble.

    A su vez, doña Rosaura, la propietaria del hotel de Huautla, afirma que las personas, cuando hay nubes, tienen un halo de diferente intensidad. Yendo camino de Mazatlán, ella vio a un hombre que caminaba adelante, rodeado de un halo, y se asustó mucho.

    En Teotitlán, Lugar de Dioses, los espíritus andan por las calles en figura de perros, cerdos o guajolotes, seguidos de sus guajolotitos. Hacía poco tiempo, una Llorona asustaba al pueblo con sus alaridos. Varios policías se pusieron de acuerdo y la siguieron hasta el cementerio. Resultó ser una de las señoras más conocidas de Teotitlán. Su extraña actitud la atribuyó al cumplimiento de una manda, es decir, de una promesa religiosa que la obligaba a salir siete años de llorona. Por supuesto, los policías la dejaron en libertad, y la informante de Inchaústegui le aseguró que hasta la fecha la señora sale por las calles gritando pues no ha terminado de cumplir su manda.

    En el sueño, el alma se fuga del cuerpo y va a lugares buenos, pero también puede ir a lugares malos donde ocurren batallas y donde encuentra a los espíritus perversos. Sale hacia el bien y halla el mal. Entonces al dueño del alma le sobreviene una enfermedad repentina y si recuerda el sueño, muere. Es el chamán el que sabe si lo atacó una enfermedad del mundo o una enfermedad de otro origen.

    Los viajes del alma durante el sueño son muy semejantes a los viajes que provocan los hongos alucinantes. Bajo su efecto, el alma se comunica con el Dios de los Hongos y puede emprender una ascensión mística, donde está Dios, o al cielo de abajo donde están San Andrés, San Pablo, San Pedro y San Miguel. Cuando uno se pierde basta decir sus nombres para volver en sí. Los hongos permiten ver a los enemigos, a los que quieren causar la muerte y todas las cosas, hasta el fin del mundo. Se debe atacar al enemigo por medio del piciate, del cacao, las plumas y los huevos. Hay que andar con viveza y cambiar siempre, disfrazarse a fin de pasar inadvertido. Los hongos son los maestros, los sabios que dan instrucciones sobre la forma de enmascararse. El alma capta los sentimientos y las ideas de las personas cercanas.

    Si el alma oye campanas en el trance esto significa que la gente se mueve con los toques de las campanas, con algún propósito maligno y si está frente a un mar de sangre, un mar rojo de otro mundo, ve en él una señal del Dios de los Hongos. Si ese mar le agrada, se va por él y es una cosa mala; si le da asco y se aparta, va a un lugar bueno.

    Cada persona tiene su A’sea, que Panuncio traduce como el retrato o el doble de uno, es decir, su segundo, su Shimajoo.

    El señor de los animales

    Cierto día, un cazador que siempre dejaba heridos a los animales sin poder matarlos, le había disparado a un faisán y andaba persiguiéndolo. Todas las veces que se le acercaba, el pájaro daba un salto sin dejarse agarrar y así, de salto en salto llegó a una cueva donde se metió.

    No había entrado diez metros el cazador cuando se encontró una ciudad con sus campos y a muchos animales heridos. Estaba ahí asombrado, cuando se le acercó el Chacún Nanguí y le dijo:

    —Tú has herido a estos animales y no te dejaré salir si no me los curas o me los pagas.

    —¿Y cómo voy a poder curarlos?—le preguntó el cazador asustado.

    —Los vas a curar con ese montón de plomo que ves ahí, pues a esta cueva vienen a dar las balas que se disparan en vano.

    Con plomo derretido el cazador les tapó la salida y la entrada de las balas y los animales sanaron. Entonces el Chacún Nanguí lo dejó salir, pero sólo alcanzó a vivir cuatro o cinco años. [Panuncio Cadeza. Recogido por Carlos Inchaústegui.]

    Un señor del ejido Emiliano Zapata que salió de cacería vio a una manada de jabalíes que pastoreaba un Chacún Nanguí. Tenía el cabello blanco, su vestido era rojo y, según su costumbre, montaba un mazate. Este señor no alcanzó a vivir mucho tiempo pues diez años después murió. [Panuncio Cadeza. Recogido por Carlos Inchaústegui.]

    En estas dos historias de Panuncio Cadeza es posible advertir la personalidad del Señor o Dueño de los Animales. El herir a un animal supone una violación de las regulaciones mágicas de la caza que debe ser castigada, y si bien en los dos casos el Chacún Nanguí ha suplantado al animal protector tomando otra figura, sus funciones son las mismas.

    Isauro Nava, un vecino de Huautla, añade estos pormenores: Los animales tienen también su dios, su propio dios dependiente. De acuerdo con las creencias de los burros, los caballos o las cabras, así es su dios, así es su jefe. Su jefe es San Miguel, una cosa sobrenatural, un espíritu, el mismo espíritu de los animales. Según cuentan nuestros viejos, cuando mueren todos los animales su propio dios recibe su espíritu.

    Aún oscurecido el sentimiento de la unidad psicológica, el informante no se refiere a todos los animales sino especialmente a los que importaron los españoles después de la conquista, lo cual tal vez podría demostrar que en un principio la figura del Señor de los Animales constituía uno de los rasgos esenciales de las antiguas culturas, y al difundirse los animales europeos los indios no hicieron otra cosa que adjudicarles su propio señor, es decir, un señor tomado del santoral católico, en tanto que la mayoría de los animales antiguos siguieron conservando sus señores tradicionales.

    Panuncio Cadeza aclara que hay un señor de los árboles y un señor de las tierras porque los viejitos contaban que cuando Cristo andaba de milagros, si herían un árbol con el hacha o si herían la tierra con el espeque, al sembrarla, la tierra y los árboles gritaban de dolor. Después de Cristo—concluye Panuncio—esto se acabó y todo fue entonces como es ahora.

    La mujer liviana

    Los ritos agrarios están por desaparecer y sólo pueden encontrarse fragmentos de un cuerpo mítico y ceremonial todavía vigente hace algunos años. La leyenda de Chonda Vee, la mujer liviana, refiere que en cierta ocasión cortó sin autorización de su suegro, el dueño del Cerro Rabón, cuatro mazorcas en cada uno de los cuatro extremos de la milpa, y llegando a su casa, las mazorcas se transformaron en cuatro sacos de elotes. El suegro, que era muy tacaño, consideró la acción de su nuera como un derroche innecesario, la injurió duramente y Chonda Vee, ofendida, recogió sus cosas y en su prisa las fue tirando por el camino.

    El lugar donde fundó su nueva casa y donde sigue viviendo se llama Nandayá, Agua Fría, Nindó Lao Nio, Cerro Piedra Masa o Cerro de la Abundancia, porque en ese lugar molió su nixtamal y regó el sobrante fecundando la tierra. El relato del huauteco Abelardo Cerqueda, comunicado a Carlos Inchaústegui, revela que Chonda Vee, por su carácter erótico de mujer liviana, quizá fue una importante diosa de la fecundidad y concretamente de la siembra y de la cosecha. Resulta muy significativo que haya cortado los primeros elotes en los cuatro rumbos cardinales de la milpa, de acuerdo con la tradición agrícola mesoamericana, que figure además como una víctima de su suegro el avariento Dueño del Cerro, y que el nixtamal mágico haya fecundado la tierra en la que ella erigió su casa.

    Otra ceremonia antigua de fecundación de la tierra es la llamada Gkeng Gjon, o comida gentil, celebrada al principiar el año. El seis de enero, en Huautla, se reúne la familia y el chamán, antes de que salga el sol, cuando se escucha el primer canto del gallo, se vuelve al oriente y parado en el centro de la cabaña, presenta a los dioses una ofrenda de cinco huevos de gallina, tres huevos de totola [pava], trece granos de cacao, un grano de copal, la parte superior de una pluma de guacamaya—el resto se guarda para otras ceremonias—, la cabeza y la carne blanca de la totola muerta el día anterior y un pequeño tamal agrio, todo envuelto en papel de amate.

    Después ponen en la mesa un gran tamal agrio y desayunan pequeños tamales agrios, la carne y el caldo de la totola y un pedazo del gran tamal, cuidando que no caiga ninguna migaja en el suelo. Los niños, mientras dura el desayuno, no deben llorar, ni los hombres reñir o disgustarse. Tampoco deben tirar los huesos o los restos de la comida.

    Terminado el desayuno se dirigen al campo, y el chamán, luego

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