Los caminos de Juárez
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Los caminos de Juárez - Andrés Henestrosa
Mexico
LA CUNA DE JUÁREZ
LOS BIÓGRAFOS de Benito Juárez se han detenido a ponderar la importancia que tuvo en su vida y su carácter el ambiente geográfico de su nacimiento y de los primeros años de su vida. Si ahora, por razón de la técnica que transforma el medio físico, ya no es del todo verdad que el carácter del hombre queda determinado por el medio geográfico en que nace, sí lo era en los tiempos en que Benito Juárez vino al mundo. La proximidad de la piedra azul del cielo lo hizo duro, rígido el frío de la montaña. La altura desde donde oteó el porvenir explica la historia entera. Debo mi genio —acostumbraba decir Miguel Ángel— al aire fino de Florencia.
Su primer maestro fue la naturaleza; es el que todos los pedagogos ambicionan para los niños. La naturaleza en que el mar se complica como un detalle perenne del paisaje y un elemento necesario de la vida, enseña a los hombres, junto con el valor y la audacia y el anhelo de hacer algo grande, o con el abandono, la voluptuosidad y la pereza (porque todo esto suele venir de la instrucción obligatoria en la escuela del océano), un modo especial de soñar, de ensoñar, de tejer y destejer ensueños sin cesar. Suelen las almas marinas existir en hombres eminentemente prácticos, pero ninguno de ellos está contento si no ve a través de la prosa de la vida, como en un telescopio, una imprecisa constelación en su cielo, una quimera, un ideal. Cuando la naturaleza es la montaña, encuentro que la gran educadora crea otro tipo psicológico. Los saltos, el esfuerzo constante, las carreras costeando abismos en que el hombre se atiene a sí mismo instintivamente, a la confianza en su aliento, en su ojos, en sus pies, resultan una enseñanza admirable para el gobierno, y aunque los escapes hacia lontananzas infinitas en que se complica el cielo, siembren en el alma montañesa un grano de ideal, siempre es de un ideal realizable, tangible, que se puede alcanzar de una carrera en la vida, de dos o tres grandes saltos en la existencia. Suelen conjugarse el montañés y el marino; resultan entonces los reyes del mar o los reyes de las alturas. O águilas o albatros.
Juárez nació en el corazón de la montaña; la cumbre excelsa del Zempoaltépetl, de cuyo torso salen los dos brazos infinitos que encierran a la República entera, domina aquellas comarcas como un vigía, como un titánico ancestro de las razas. Juárez fue, como todos sus coterráneos, un pastorzuelo, un zagal casi desnudo y sin poesía bucólica ni en la fisonomía, porque ni sus ojos ni sus labios reían con la perpetuamente renovada risa de los niños; ni en la vida, porque, muertos temprano sus padres, quedó el mísero zapotequilla entregado a la mano casi hostil de sus parientes, que lo explotaron, lo maltrataron, lo obligaron a huir.
No, no hay que buscar en esa vida indígena los pródromos de un hombre de genio; nunca lo fue Juárez. Fue un hombre de fe y voluntad. La naturaleza montañesa no lo hizo ni un soñador ni un poeta: el gran plebeyo de la azul montaña, como, en un verso de esos que una vez se oyen y nunca se olvidan, dijo un poeta oaxaqueño, no se perdía en indefinibles ensueños contemplando las crestas de las sierras lejanas, ni oía en su interior la música imprecisa de las cosas, a orillas de la laguna encantada de Guelatao, su pobre pueblecillo de los contornos de Ixtlán; ese Guelatao que tenía su templo en ruinas, sus casucas de paja y sus naranjos en oro o en flor. No, sus anhelos eran otros; la vida muy prosaica, muy estrecha, muy dura, cruel, a veces, tenía para él escapes, como los vericuetos de la montaña, hacia un mundo que era un paraíso para el muchacho indígena, porque era otra cosa lo que lo rodeaba; ¿porque era la libertad? Quizás; quién sabe; no podía darse cuenta de este sentimiento. Mas era la emancipación.
Por allí, a la vera de su casa pasaban cuantos iban y venían de Oaxaca, una ciudad encantada donde había una catedral, un obispo, conventos magníficos, grandes casas; todo esto debió traducírselo en su idioma el indezuelo y se formaba en él una aspiración. ¡Oh, cuán dignos de envidia los muchachos que habían ido del pueblo a servir a las casas grandes de Oaxaca! Precisamente una hermana de Benito Pablo, después de la muerte de sus padres, había marchado a la capital, en donde las familias ricas estimaban mucho los servicios de las gentes de la sierra, por laboriosas, por saludables, por fieles.
Aquel niño serio, tranquilo, callado y reflexivo llegaba a los doce años acantonado en su roca indígena, sin poder hablar la lengua de Castilla, es decir, encerrado en su idioma como en un calabozo, sin más medio de contacto con el mundo de lo intelectual que la doctrina cristiana explicada en zapoteca y que le revelaba todo el mundo moral, sin que se diera cuenta exacta de ello. Debajo de su impenetrable fisonomía tomaba líneas precisas una decisión: irse a la vida, irse al mundo, irse al idioma que lo pusiera en medio de las ideas, en medio de una corriente que pensara; eso determinó y ejecutó un día de 1818 cuando tenía doce años…¹
EL MAR Y LA MONTAÑA
LA MAR es lo constantemente movible; la montaña es lo eternamente inmutable. Estas opuestas condiciones, la de la región montañosa y la de la zona marítima, vienen a constituir los dos medios en que los grandes espíritus se han formado. De allí se sigue que el montañés sea sobrio, imperturbable, firme y retraído; mientras que el hijo de las costas es alegre, audaz, apasionado y comunicativo. El hijo de las montañas vive en el aislamiento; desde temprano aprende a no contar más que consigo mismo; mientras que el costeño vive asociado, y desde su tierna infancia se considera como un miembro del grupo, y aprende a ayudar y a valerse de la ayuda ajena. Para el uno el yo es individual, aunque sin egoísmo; para el otro el yo es social, aunque sin altruismo, porque el primero se considera como miembro de la humanidad, y el segundo considera siempre la humanidad como un conjunto de grupos sociales. Así que el montañés cree en la independencia; mientras que el costeño sólo cree en la libertad. Con más facilidad se domeña a los hijos de la llanura que a los de la montaña: no sólo por los obstáculos que la naturaleza opone al conquistador, sino por el carácter de los montañeses.
El fondo del carácter de Benito Juárez se explica por la concurrencia de dos factores principales: el de la raza y el del medio. Tuvo la tenacidad del indio, su estoicismo, su indiferencia por el dolor, el soberano dominio de sus pasiones, y al mismo tiempo su amor a la independencia y la confianza en sí, propios del montañés.¹ Juárez fue indio, y nació en las cumbres de una montaña, junto a un lago.
LA LAGUNA ENCANTADA
DE REPENTE el camino se empina, subimos lentamente, apegados a la espalda de la montaña, bordeando una barranca abrupta y deteniéndonos dondequiera que brota un hilo de agua, para refrescar al motor, ya al rojo blanco. La máquina humana también pide un respiro: el indígena que maneja el viejo camión de carga, aunque acostumbrado desde los tiempos inmemoriales a caminar sin descanso, no alcanza a vencer la resistencia del motor y aprovecha la pausa para sorber, a su vez, el agua que corre incansable por el muslo de la montaña; pero hay que llegar a las minas antes del anochecer; estamos apenas al pie de la cuesta y seguimos arrastrándonos hacia arriba. Los compañeros respaldan el ascenso con su silencio: cada palabra pesa, y ni una se pronuncia hasta ganar la cumbre. Entonces el panorama nos corta la voz. Los indígenas nos invitan a despedirnos de Oaxaca. Allá abajo, en la profundidad del valle, apenas si las cúpulas de la ciudad lejana evocan un vago recuerdo de la vida humana que va perdiéndose en el horizonte; y al volver la vista hacia adelante, se perfila, no menos profundo y vago, un laberinto de valles y montañas multiplicándose en confusión caótica, donde las peñas se encumbran hasta mostrarse inaccesibles: la cuna del hombre cuyo origen venimos buscando y cuyas huellas han dejado en su tierra una impresión tal que a toda esta región se le llama Sierra Juárez.
Aquí, en la