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Juárez, el impasible
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Libro electrónico196 páginas3 horas

Juárez, el impasible

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En este libro el autor narra los últimos momentos de la vida de don Benito Juárez, quien falleciera en medio de inimaginables sufrimientos y dolores debidos a una angina de pecho. Esta minuciosa reconstrucción de su muerte es un testimonio más de la grandeza, fuerza y carácter que distinguieron a Juárez a lo largo de su vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2010
ISBN9786071605054
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    Juárez, el impasible - Héctor Pérez Martínez

    1945

    Primera parte

    I. Elevación

    … Y si regir un globo de viento con eminencia triunfa de la admiración, ¿qué será regir con ella un acero, una pluma, una vara, un cetro, una tiara?

    Gracián

    La mañanita brinca sobre la sierra y rueda al plan; se tiñen los caminos de un azul gaseoso. El cielo descubierto, profundo. Olor de rocío que se levanta de la selva, y en el aire húmedo y quebradizo, el silencio.

    Los caminos bajan al valle. Por las mañanas claras se atisba, a lo lejos, un vago perfil de torres. Los caminos suben a la sierra.

    La sierra de Ixtlán, en Oaxaca, inextricable, majestuosa. Hacia levante, por leguas, la costa. Hacia dentro, por leguas también, la selva. Los escarpes, las laderas, organizan el paisaje. Y por entre laderas y barrancas, suaves, azules aún, los caminos se inician lentamente.

    Por uno de estos caminos, entre San Pablo Guelatao e Ixtlán, una tropa alza polvo de plata. Tres indios: levantados de alas los sombreros de palma; zamarra de manta cruda; blancos calzones anudados a los tobillos. Por la frente descienden, en pequeños chorros, los cabellos negros sobre la piel negra. A la espalda, el machete providencial; en bandolera, un calabazo lleno de agua. Marchan incansables, con ese paso del indio, entre trote y huida.

    Atrás se anuncian, por el rojo de las enaguas, las mujeres. Tres mujeres; una de ellas, anciana ya, repite y sostiene el trote. La más joven, sobre la espalda, en medio del paréntesis negro de sus trenzas, carga un bulto movedizo y bullente. Lo lleva amarrado al pecho y a la cintura. Ella se inclina en la carrera y el bulto se hace perpendicular. Silencio. El silencio de los indios se agudiza cuando bajan al pueblo.

    En el camino se enfrentan con bandadas de arrieros. Entonces los indios se lanzan hacia la cuneta; sostienen en el filo del camino rápidos equilibrios, y pasan los carros y las recuas entre restallidos de látigos, bárbaras tracciones de las mulas y una canción soez.

    Los indios no hablan; los indios no miran; los indios escapan con su trote y su silencio.

    Amanecido ya llegan a Ixtlán. Les reciben las calles polvosas y los laureles del atrio parroquial. Una llamada de campanas vuela sobre el caserío. Alguna beata discurre por los callejones empuñando su breviario. Los indios se santiguan, se descubren; las indias se santiguan y se cubren. Blancos calzones y rojas enaguas entran a la casa de Dios. La menor de las indias desata el lienzo que une a su cuerpo el bulto de la espalda; es cuando un llanto incontenible pone azoros en el beaterio y sonrisas indulgentes en el rostro de santo Tomás, patrono de Ixtlán. Los indios respiran el humo del copal y recuerdan, de modo inconsciente, las brutales ceremonias de su culto; ceremonias que vivirán latentes en ellos por los siglos de los siglos. Alguien desgarra un amén en los labios. La iglesia se puebla de rumores. El más anciano de los indios sube al presbiterio y habla tímidas y misteriosas palabras con el sacerdote. Vuelve a poco a su querencia. Y el sacerdote, ido un instante, regresa con su estola y su libro, su cirio y su gravedad. La más joven de las indias deshace el bulto por completo. Un indito negro, un pequeño ídolo abre los ojos y la fuente del llanto. Llora con ese llanto rabioso y sin márgenes de los niños; un lloro que se apaga para reanudarse en una nota más alta; que declina y sube y, de improviso, cesa. El sacerdote baña la mínima testa con el agua de un Jordán ideal; pone en los labios, abiertos por el grito, un poco de sal graciosa; úngelo al fin.

    Mágicas palabras aseguran a los indios que el ídolo es ya un cristiano. Y en un revuelo de linos y alpacas, el vicario, acompasado, va a la sacristía. Sobre una página en blanco de su registro, la pluma, meticulosa, rasguea un acta: En la Igla. Parroquial de Sto. Tomás Ixtlán en veintidós de marzo del año mil ochocientos seis. Yo, Don Ambrosio Puche, vicario de esta Doctrina, buatizé solemnemente a Benito Pablo, hijo de Marcelino Juárez y de Brígida García, indios del Pueblo de Sn. Pablo Guelatao, perteneciente a esta Cabecera; sus abuelos paternos son Pedro Juárez y Justa López; los maternos, Pablo García y María García; fué madrina Apolonia García, india casada con Francisco García, y le advertí su obligación y parentesco espiritual, y para constancia lo firmo con el Sor. Cura. Mariano Cortabarría. Ambrosio Puche.

    Los indios, entretanto, temblorosos y aturdidos, cruzan el atrio, no sin haber reforzado el cepo de las Ánimas con una moneda de plata. Frente a la iglesia está el mercado. Marcelino Juárez compra y envuelve en su pañuelo unos granos de sal. Acaso Josefa Juárez, su hija, hermana mayor de Benito, desee aquellas cuentas verdes. Brígida García, la madre, lleva en sus brazos, dormido, al idolillo negro.

    Los callejones en pendiente; el cabo de pueblo: una cruz adornada con papeles y colorines; piedrecillas al pie de la cruz para que el genio de los caminos alivie la andadura. Y la tropa vuelve a remontarse a la sierra.

    San Pablo Guelatao los acoge señero, miserable. Nada ha cambiado —nada cambiará— en él. Los caminos, en esta hora, descoloridos, grises. Sobre las montañas las nubes dibujan una caperuza. Aire frío y violento. Un pueblo de indios, un pueblo familiar para los Juárez y los García: mugre en los jacales y hambre en las bocas. Paz. La paz de los pueblos indígenas que esperan la voz de los dioses viejos, rotos, desaparecidos, no olvidados. Los dioses que velan en la sangre.

    San Pablo Guelatao, para una descripción sentimental, huele a azahar y tiene cerca una laguna; la Encantada; carrizales y patos en el día. Amianto y plata por las noches. San Pablo Guelatao también está en la montaña, y de la montaña Benito será hijo predilecto. La sierra penetra en él; la hosquedad, la abruptez se adueñarán de este niño que no oye nunca una canción, que se despierta en medio de la más auténtica Naturaleza, sin las prerrogativas de su infancia, sucio de pobreza.

    La vida se arrastra para el niño en el patio de jacal, en compañía de un perro de orejas mansas, canelo él. Marcelino Juárez rompe primero el alba; desata en el corral su yunta y va tras los bueyes que, sabedores del camino, trepan los senderos del pueblo rumbo a la milpa. Brígida García pone a hervir el maíz, tuesta el café, y a la inminencia del canto de las gallinas, hurga la paja de los nidos, buscando, gambusina, el grande grano de oro dentro del cascarón de los huevos.

    Benito pasa así tres años, amparado contra la sierra por el ambiente de su choza; pero una tarde sus ojos sorprenden un drama. Marcelino, que no ha salido con la luz, que permanece quieto sobre los petates, gime con voces opacas. Brígida quema pociones en la lumbre y las comadres cruzan el jacal pronunciando voces de conjuro. Por la noche los hachones dan un tinte sombrío al cuadro. Bajo una estampa de la Guadalupana se consume una velilla. Y al tramontar la noche, los lloros de las mujeres subrayan la presencia de la muerte.

    Benito, iniciado ya en la lengua zapoteca, debe haber comprendido el turbión de lamentos de su madre. Las hermanas Josefa y Rosa, empequeñecidas, negras como él, dentro de los huipiles de manta. Brígida enmudece luego, pero acaricia con manos doloridas su vientre abultado.

    Después del entierro todo se reanuda igual para el niño. Sólo falta la sombra del indio grande y el roce de sus labios en los cabellos hirsutos del infante.

    Vienen los abuelos al jacal. Juárez no adivina el misterio de esos silencios prolongados de sus familiares, ni las miradas angustiosas que dirigen al vientre de su madre. El perro renueva sus saltos.

    Otro cuadro, todavía de más miseria, le sorprenderá pronto. Inútil, el niño va con las hermanas por las calles de San Pablo Guelatao en un deambular sin fin, sólo por alejarlo de la casa materna, en donde Brígida está en trance, y al llegar al jacal, esa tarde, en que como ninguna otra el sol mañoso emborronaba de rojo los montes, su abuela, sarmentosa y trágica en sus lágrimas, recibe a los niños en sus brazos. Un vagido anuncia un nuevo ser. El llanto denuncia a un ser menos.

    La orfandad de Juárez se inicia con un reparto. Josefa, Rosa y Benito se quedan con los abuelos. María Longinos, la nueva hermana, es entregada a Cecilia García.

    "Tuve la desgracia —escribirá Juárez en Apuntes para mis hijos— de no haber conocido a mis padres, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María Josefa y Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y Justa López, indios también de la nación zapoteca. Mi hermana María Longinos, niña recién nacida, pues mi madre murió al darla a luz, quedó a cargo de mi tía materna, Cecilia García. A los pocos años murieron mis abuelos; mi hermana Josefa casó con Tiburcio López, del pueblo de Santa María Tahuiche; mi hermana Rosa casó con José Jiménez, del pueblo de Ixtlán, y yo quedé bajo la tutela de mi tío Bernardino Juárez, porque mis demás tíos: Bonifacio Juárez había muerto, Mariano Juárez vivía por separado con su familia y Pablo Juárez era aún menor de edad."

    Se traza así el destino. Bajo la tutela, Benito se ve compelido a la lucha: …como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué a las labores del campo.

    Estas labores se concretan al pastoreo. Se arma al niño de un látigo y se le entregan las ovejas serreras. Un perro y el paisaje serán sus amigos hasta que descubra ese instrumento musical, emblema de los pastores: la flauta. Entretanto, en su lengua nativa, subido a un árbol, dirige largos discursos a las bestias y se le abre el corazón a la Naturaleza. Cuando la soledad del llano pesa sobre él, su inteligencia, tan primitiva como realista, buscará algo en qué entretener sus largas evasiones. Y así da con la flauta, y entonces el diálogo ya no se dice en palabras, sino en fugas de notas.

    El niño inventa una música de raíces religiosas: un canto a los elementos que presiden su vida; cantos, también, epitalámicos, cuando los borregos acometen a las hembras y el pastor siente lo recio del amor; cantos armoniosos cuando es el sol padre del paisaje, y canciones aromáticas y tristes al declinar la luz.

    Juárez utiliza la flauta como un vehículo de expresión más que como a una compañera. Las ovejas le rodean en esos atardeceres que influyen en el indio e imprimen en la música algún ritmo animal, elevado en una línea que parte el aire y se desvanece en él.

    Para construir sus flautas, el pastor abandona un día sus ovejas y se acerca al borde de la laguna Encantada, donde crecen los carrizos. Corta una caña y se sienta en la tierra húmeda. Con la navaja rompe el barniz del cilindro vegetal y marca luego el sitio en que los agujeros vendrán más tarde a hacer sonoro el aire.

    Y así no se da cuenta de cómo el viento baja de la montaña impetuoso. Los carrizales, tejidos en compactas murallas, oponen a la violencia del aire la misma superficie obstinada de un velamen, y una porción de tierra, la misma en que el niño talla su flauta, se desprende de la ribera y se hace lago adentro llevada en las olas como una barca.

    El niño acaricia el canuto musical. Lo lleva a los labios y ensaya primero una escala. Sus dedos se despegan para abrir los agujeros, ágilmente. Las notas rompen la ya serena soledad del lago. Los últimos vuelos del aire se llevan, valle arriba, estas notas iniciales, desajustadas, falsas acaso, pero que en los oídos de la Naturaleza acechante cautivan el paisaje.

    Entonces el infantil artista ataca sus melodías monorrítmicas. La inspiración le brota no del fondo de la carne, sino del alma de su raza que vela en la profundidad del cuerpo. Es un indio panteísta. Según que su mirada atraviesa las capas de la atmósfera azul, o bien se detiene en los picachos de la sierra, la canción se aligera o brutaliza, se hace diáfana, ondula; notas agudas, casi acuáticas, dicen que el indio vuelve los ojos al lago, y notas desgarradas, sollozantes, anuncian que el niño se cobija en su desgracia.

    Cuando el poema musical se agota, el niño se alza y se contempla prisionero de un milagro. El islote está anclado a media laguna. Con la tarde, las ovejas se destacan en el llano, pequeñitas y blancas; y por los cerros, en un vago prestigio de plata, sube la luna, cuando el sol rueda en el horizonte.

    El azoro desnuda de sonrisas la boca del niño. La realidad de su situación le hace soltar la flauta, tras la que vuela la mano instantáneamente, tomándola en el mismo gesto de asirse a un amuleto. Los ojos se le entrecierran; el rostro, impasible. Y el niño es testigo de cómo el campo se tiñe en los colores magos de su crepúsculo, cómo las nubes desaparecen, cómo van saliendo las estrellas, cómo la laguna se llena de murmullos, cómo, implacable, adviene la noche.

    Benito se lanza sobre la tierra en un abrazo enternecido, pero sin lágrimas; muerde la flauta de tiempo en tiempo, y el aire modula notas aisladas y dramáticas. Tal serenata le adormece. Culmina la noche sensual de las zonas templadas. Los nervios de la Naturaleza estallan en lo negro. En el campo, las ovejas tiemblan de soledad.

    Pero la mañana le sorprende. Un vientecillo tempranero impulsa el islote hacia la ribera. Salta el niño a tierra firme, y camino de su hato una alegría desconocida, de libertad primitiva, le inspira una canción al sol, vieja como el mundo.

    Ese día Benito prueba la amargura del látigo.

    Estas peripecias, sin embargo, no se repiten. El niño acaba por conducir desde temprano sus animales al corral. Después, cuando San Pablo Guelatao no se adormece, gusta de reposar en la puerta de una escuela, escuchando voces en un idioma desconocido por el que siente una intensa curiosidad. El suyo, demasiado simple, no es capaz de esos periodos cadenciosos, de esas palabras que se tiñen de azul para sus oídos abruptos. Díganle a él los ruidos y las voces del campo, tan adivinados, tan comprendidos. El castellano tiene para Benito un significado superior, y esta atracción le lleva a la puerta de la escuela horas y horas. No comprende. No importa. Quizá interpretará esas palabras desconocidas como las voces y los ruidos de su selva.

    San Pablo Guelatao, además, es sitio de tránsito; punto en que convergen los caminos por los que el niño no deja aún huellas de sus pies. Por ellos vienen, pesados y escandalosos, unos coches negros que alzan la algazara y el escándalo de los perros campiranos. Montados en caballos chiquitines, los vaqueros de las haciendas vecinas, y en largas caravanas, las puntas de arrieros y las mulas incansables. Los hombres de los coches, los caporales, los arrieros, hablan

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