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Moleste a Jack Barron
Moleste a Jack Barron
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Libro electrónico484 páginas12 horas

Moleste a Jack Barron

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Durante un episodio del programa Moleste a Jack Barron, Rufus W. Johnson relata al anfitrión, Jack Barron, el motivo por lo cual cree que le fue negado un lugar en el programa de hibernación de la Fundación para la Inmortalidad Humana a pesar de cubrir la cuota necesaria para el proceso: racismo. Barron, interroga a la Fundación, pero recibe una visita del dueño, Bennedict Howards, quien le pide dejar el tema a cambio de un tratamiento de hibernación que garantiza la inmortalidad. Barron tentado, pero no convencido, decide presionar a Howard durante los siguientes episodios de su programa. Howard a su vez busca comprar a Barron a través de Sara Westfeld. La red de relaciones entre estos personajes lleva a Barron a descubrir el sacrificio necesario para obtener la inmortalidad ofrecida por Howards.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 jun 2020
ISBN9786071667724
Moleste a Jack Barron

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    Moleste a Jack Barron - Norman Spinrad

    Milford

    1

    —DESAPAREZCAN, chicos, ¿quieren? —Lukas Greene pronunció lentamente las palabras agitando su negra mano (y durante ese breve y desagradable momento, por alguna razón, pensó en ella como una mano negra) a los dos hombres (considerándolos perversamente durante ese fastidioso momento como negros) con los uniformes de la policía del estado de Misisipi (prieto el de la derecha) y de la Guardia Nacional de Misisipi (moreno el de la izquierda).

    —Sí, gobernador Greene —dijeron los dos hombres al mismo tiempo. (Greene se sorprendió en lo que él podía considerar, ya que había pasado, como un estúpido y absurdo momento masoquista; él casi escuchó aquello como un Sí, amo.)

    —Carguen esa barcaza —les dijo el gobernador Greene a la puerta cuando la cerraron al salir. ¿Qué demonios me pasa hoy?, pensó Greene molesto. Ese maldito Shabazz. Ese alborotador y tonto neg…

    Ahí estaba de nuevo esa palabra, y ahí estaba el asunto. Malcolm Shabazz, profeta del Movimiento de los Musulmanes Negros Unidos, presidente del Consejo Nacional de los Líderes Nacionalistas Negros, ganador del Premio Mao de la Paz, y pejerrey de los Caballeros Místicos del Mar no era ni más ni menos que un negro. Era todo lo que los blancos veían cuando escuchaban la palabra negro: amigo de Pekín, ignorante, vergudo, apestoso, simiesco, salvaje. Ese prieto hijo de perra de Malcolm lo sabía y le sacaba provecho, convirtiéndose a sí mismo en foco del histérico odio blanco, en el categórico objetivo primordial de los vociferantes loquitos wallacistas. Se alimentaba del odio, crecía a su costa, lo absorbía, les decía a los blancos: ¡Soy una enorme madre negra, y odio lo que ustedes son, y China es el futuro, y mi pito es más grande que el de ustedes, y hay veinte millones de negros como yo en este país, un billón en la China Popular y cuatro billones en el mundo que los odian a ustedes tanto como yo, mueran, hijos de su pálida madre!

    Como le dijo el granujiento bohemio a la chica que se tiró un pedo en su cara. Es la gente como tú, Malcolm, pensó Greene, la que vuelve desagradable este trabajo.

    Greene giró su silla y miró fijamente la pequeña televisión que estaba sobre el escritorio, a un lado de la bandeja de entradas y salidas. Por instinto alargó la mano hacia el paquete de Acapulco Golds que estaba sobre la prístina superficie del escritorio, pero cambió de idea. Por mucho que necesitara un buen toque de hierba en ese momento del día, no era buena idea que alguien en su situación se pusiera bajo la influencia de ninguna sustancia un miércoles por la noche. Disimuladamente vio la pantalla oscura de su videófono. En cualquier momento de la siguiente hora, la pantalla bien podía iluminarse con el sarcástico rostro sonriente de Jack Barron.

    Jack Barron, suspiró en voz alta Lukas Greene. Jack Barron. Ni siquiera un amigo podía permitirse el lujo de permanecer indiferente si recibía una llamada pública de Jack. Al menos no si sucedía ante los ojos de cien millones de personas.

    Pero nunca había resultado conveniente, ni siquiera en los viejos tiempos de Jack y Sara, concederle ventaja a Jack Barron. Ese sujeto, como se llame —¿quién se acuerda de él ahora? —, cometió el error de dejar que Jack se hospedara en su casa de campo de la Birch una noche, y Jack echó raíces sobre él como un maldito hongo.

    Y luego, adiós a ese sujeto como se llame. Sólo bastó con una cámara, un par de videófonos y el buen Jack Barron.

    Si al menos… pensó Greene, el mismo viejo y conocido pensamiento de si al menos el miércoles por la noche… si al menos Jack fuese todavía uno de los nuestros. Con Jack de nuestra parte, la CJS tendría al menos una posibilidad para luchar y abrirse paso y derrotar al aspirante. Si al menos…

    Si al menos Jack no fuera tan huidizo. Si al menos hubiera conservado algo de lo que parece que todos perdimos en los años setenta. Pero, como había dicho Jack (¡oh, tenía razón y yo no lo sabía!), y Greene recordaba cada una de sus palabras, Jack podía hacer que una frase se te quedara en la cabeza como la mejor tonadita mnemotécnica: Luke, de seguro vive uno un mal momento cuando se decide a venderse al mejor postor. Pero es peor todavía, el peor momento posible, cuando uno decide venderse y nadie te quiere comprar.

    ¿Y qué se puede contestar a eso?, pensó Greene. ¿Cómo respondes a eso después de haberse plantado con una pancarta, una enorme boca y una piel negra en la casa del gobernador de Evers, Misisipi? ¿Cómo puedes responderle a Jack, tú, un blanco oscuro, tú, un negro blanco?

    Lukas Greene rio con cierta amargura. El nombre del programa tenía que ser un chiste local, un chiste local de verdad, en la pequeña y peluda cabeza de Jack, es todo…

    Porque (desde que le había dicho adiós a Sara) ¿quién diablos podía realmente… molestar a Jack Barron?

    No era una noche para estar sola, pensó sin querer Sara Westerfeld. Sentía la punzante mirada ciega del cristalino ojo muerto de la televisión portátil, que de pronto parecía haberse infiltrado dentro de su conciencia. En la estancia, Don y Linda y Mike y Lobo montaban guardia, sin saberlo, contra la soledad… Fantasmas de noches de miércoles del pasado. Sara se dio cuenta, contra su voluntad (y contra su voluntad se dio cuenta de que siempre se daba cuenta), de que hacía mucho tiempo (no pienses en la fecha exacta; conoces la fecha exacta; no pienses en eso) que no pasaba una noche del miércoles con menos de tres personas a su alrededor.

    Era preferible seguirle el juego a Don Sime (¿lo haré, o no, será esta noche, o no lo haré nunca?) que sentarme sola, como quizá desearía estar, con el cristalino ojo muerto mirándome, pidiéndome que lo encienda. Es mejor todavía estar aquí, escuchar a medias el parloteo de Lobo, dejar que la crónica parcial de la inofensiva cháchara con la que se habla a sí mismo apague mi mente, mi memoria, y me permita dejarme llevar por la negación de que hoy es miércoles…

    —Entonces le dije, ¿por qué no hay un cheque para mí? —decía Lobo, mientras se mesaba las largas patillas—. Soy un ser humano, ¿no? ¿Y saben lo que dijo el cabrón? —se lamentó con un desplante de dignidad herida que Sara no supo si era fingido o no—. Dijo: "Jim, eres muy joven para la Seguridad Social, demasiado viejo para la AID, y nunca has trabajado diez semanas seguidas como para merecer el subsidio de desempleo. En realidad, eres un vagabundo vestido de hippie, eso es lo que eres".

    Lobo hizo una pausa. En ese momento Sara notó que algo extraño le ocurría a su rostro. Al tiempo que su expresión arrogante se desvanecía, y que se revelaba como arrogante al desvanecerse, vio lo que los otros en la habitación pseudojaponesa también veían: por una vez en la vida, Lobo hablaba grotesca, lamentablemente en serio.

    —¿Qué chingaderas son ésas? —preguntó Lobo en tono estridente. El cigarro que sostenía entre los dedos se le resbaló inadvertidamente, cayó sobre la mesita negra de café lacada, y la quemó.

    —Ya párale, Lobo, y recoge ese pall mall que tiraste sobre la mesa —dijo Don, tratando de actuar delante de Sara como el defensor de la Tierra y el Hogar, de quedar bien con ella en su propio apartamento.

    —Tú cállate, Sime —respondió Lobo—. Estoy hablando de una verdadera injusticia. Personas como y yo…

    —Ay… —replicó Don, y Sara pudo percibir cómo todo se detenía; sabía de antemano lo que él iba a decir, esas cuatro palabras, la precisa entonación cínica, pues había sido fustigada por aquellas palabras docenas de veces a la semana durante años. Hacían que se retorciera de dolor, que se muriera un poco cada vez que oía aquellas cuatro palabras finales. Ahora estaba segura de que Don Sime no se la cogería nunca, ni siquiera con un billón de escandalosos chinos sujetándola, nunca. Primero se acostaría con un monstruo de Gila o con Benedict Howards que entregarse a un hombre que pronunciaba aquellas cuatro palabras un miércoles por la noche entre las 8:00 y las 9:00. La pequeña muerte provocaba el grand mal déjà vu. Imaginó su cara en la pantalla de televisión prolijamente despeinada, la imaginó sobre ella, que reposaba en la almohada antiguamente estampada con florecillas azules, imaginó que acicalaba despreocupadamente su triste y desprolija barba…

    Don Sime pronunció con distracción las cuatro palabras mágicas, y la reacción de Sara fue verlo como un cerdo distraído y despreciable. Él las pronunció de todos modos, la frase íntima de un extranjero que por un instante hizo que las entrañas de Sara se marchitaran de agonía.

    —Pues ve y —dijo Don Sime— molesta a Jack Barron.

    La brisa nocturna refrescaba la garganta de Benedict Howards. Yacía en las suaves sábanas blancas de la cama del hospital, cómodo y seguro en la monolítica ciudadela que era el Complejo Hibernador de las Montañas Rocallosas. Afuera, más allá de las cortinas entreabiertas, en el balcón (se escandalizaron cuando él exigió sentir la brisa luego que todo había terminado; le dijeron que parecía haber funcionado, pero ninguna media manada de matasanos iba a faltarle al respeto a Benedict Howards), las montañas eran vagas sombras en la densa oscuridad. Las estrellas quedaban deslavadas por el confuso brillo crepuscular de las luces del Complejo Hibernador, su complejo, todo suyo ahora y…

    ¿Para siempre?

    Saboreó el para siempre en la brisa con aroma a pino que soplaba desde las montañas, desde Nueva York y Dallas, Los Ángeles y Las Vegas y todos los lugares donde los hombres inferiores se esforzaban por migajas, como insectos alrededor de la luz. Saboreó el para siempre, mientras reposaba tranquilo y cobijado de la brisa por la debilidad postoperatoria, entre las sábanas que eran suyas, en el complejo que era suyo, en el país en el que senadores y gobernadores y el presidente le decían señor Howards…

    Saboreó el para siempre en el recuerdo de la engreída sonrisa de Palacci que le decía:

    —Sabemos que ha sido cuidadoso, señor Howards, y sabemos que funcionará. ¿Para siempre, señor Howards? Para siempre es mucho tiempo. No podemos saber qué es para siempre hasta que haya sido para siempre, ¿o sí, señor Howards? Cinco siglos, un milenio… ¿quién puede saberlo? Tal vez usted podría fijarlo en un millón de años. ¿Podría ser, señor Howards?

    Howards había sonreído y le permitió al doctor su estúpida broma sobre la muerte. La permitió, siendo que él había acabado con hombres mucho más importantes por menos que eso, porque, qué demonios, no podías ocuparte de todos los idiotas resentidos como él durante un millón de años, ¿no es cierto? Había que pensar a largo plazo, librarse del exceso de equipaje.

    ¿Para siempre?, pensó Howards. En realidad, esta vez pude presentirlo al ver el sudor del doctor, verlo en sus gordas sonrisas de satisfacción. Los bastardos creen que ahora sí lo han conseguido. También creyeron eso antes. Pero esta vez puedo saborearlo, puedo sentirlo; di el golpe justo donde tenía que hacerlo.

    Para siempre… Hacerlo retroceder para siempre, pensó Howards. Al borroso círculo de luz negra. Enfermeras de ojos grandes en el turno de la noche, perras del turno de día con su plástica alegría profesional, de vuelta en las otras sábanas en el otro hospital en el otro tubo que como un gusano entra por la nariz y sale por la garganta, a sus tripas, membranas enredadas y adheridas al polietileno como la babosa a la piedra, esforzándose para no asfixiarse en cada respiración, para no levantar el brazo y sacarse el tubo de la nariz y la garganta, arrancar la aguja de la sangre del brazo izquierdo, la solución de glucosa del derecho; morir nada más, como un hombre, limpiamente como las llanuras de Panhandle de su niñez, un tajo preciso del filo de navaja que separa la vida y la muerte, no este desperdicio de jugos vitales en botellas de plástico, de vidrio, en tubos y enemas nauseabundos, catéteres, agujas, enfermeras, desteñidos jarrones maricones llenos de flores…

    ¡Pero ese círculo de luz negra que se cierra, hijo de perra, ningún borroso círculo de luz negra puede acabar con Benedict Howards! ¡Hay que corromper al infeliz, engañarlo, embaucarlo, matarlo! Ningún inglesito idiota con limusina va a faltarle al respeto a Benedict Howards. Hay que aborrecer al infeliz, plantarle cara, prenderle fuego, corromperlo, engañarlo, embaucarlo, matarlo, abrir el círculo de luz negra… más ancho, más ancho. Hay que odiar los tubos, odiar a las enfermeras, odiar las agujas, las sábanas, las flores. ¡Debo enseñarles! ¡Enseñarles a todos que nadie puede matar a Benedict Howards!

    —¡Nadie puede matar a Benedict Howards! —se sorprendió articulando las palabras. La brisa ahora era fría, la cálida debilidad se había ido. El instinto de lucha latía en sus arterias, un ligero sudor frío recorría sus mejillas. Howards tuvo un escalofrío y la sensación pasó. Éste era otro hospital, en otro año; la vida fluía hacia él, se aferraba a él, nutrida en el sueño profundo, no se derramaba en tubos y frascos. Sí, sí, ahora tienes el control. Has pagado tus deudas. Ningún hombre tendría que morir dos veces, ningún hombre contemplaría dos veces su vida escaparse, la juventud escaparse, la sangre escaparse, todo escapándose, los músculos volviéndose grasa, los testículos arrugándose como pasas, las extremidades convirtiéndose en palos de escoba, ése no sería Benedict Howards. Hazla retroceder, hazla retroceder por un millón de años. Hazla retroceder… para siempre.

    Howard suspiró, sintió que sus glándulas se relajaban, se entregó de nuevo a la agradable, saludable, cálida debilidad, sabiendo lo que significaba; la tibieza rechazaba el frío, la luz abría el borroso círculo negro, lo mantenía abierto, lo ensanchaba… para siempre.

    Siempre es una lucha, pensó Benedict Howards. Una lucha desde Panhandle, Texas, hasta Dallas, empoderada por el dinero del petróleo, Houston, Los Ángeles, Nueva York, donde todo era acciones, rentas, terrenos, inventarios, electrónica, la NASA, Lyndon, senadores, gobernadores, lambiscones… señor Howards. Una lucha desde las apacibles y áridas llanuras hasta los ruedos con aire acondicionado del poder, mujeres impasibles con aire acondicionado y de piel intocada por el sol, por el viento, por el sudor de las axilas…

    La lucha se da desde el tubo que entra por la nariz y baja por la garganta, del borroso círculo negro hasta la Fundación para la Inmortalidad Humana, cuerpos congelados en helio líquido, votantes activos, activos líquidos congelados con ellos en quietas bóvedas de poder enfriadas con helio, el poder de la Fundación, mi poder, el poder del dinero, el poder del miedo, el poder de la inmortalidad: el poder de la vida contra la muerte, contra el borroso círculo negro.

    La lucha desde las secas y vacías mujeres de Panhandle, quemadas, tendidas sobre un automóvil destrozado, sangre chorreando por la boca, dolor adentro, borroso círculo negro, hasta este momento, el primer momento de para siempre.

    Sí, siempre es una lucha, pensó Benedict Howards. Lucha por escapar, obtener, vivir. Y ahora la gran lucha, la lucha para conservarlo todo: el poder del dinero, las mujeres jóvenes de piel suave, la Fundación, todo el maldito país, senadores, gobernadores, el presidente, los lugares con aire acondicionado del poder, señor Howards. Para siempre, señor Howards, para siempre.

    Vio más allá de la cortina y encontró las industriosas luces del Complejo Hibernador. Había complejos en Colorado, Nueva York, Cicero, Los Ángeles, Oakland, Washington… El monumento a Washington, la Casa Blanca, el Capitolio, donde ellos permanecían a la espera, los hombres que estaban contra él, contra su ciudadela, contra la Fundación, contra la Ley de Hibernación, siempre en contra, hombres que están de parte del borroso círculo negro…

    Falta poco más de un año, pensó Benedict Howards, para la convención demócrata, para destruir a Teddy el Aspirante. Hennering para presidente, un hombre de la Fundación, mi hombre, mi país, senadores, gobernadores… su presidente, señor Howards. Un mes, dos meses, y votarán para aprobar el Proyecto de Ley de Hibernación. Ganaré la votación con el poder del dinero, el poder del miedo, el poder de la vida contra la muerte. Y entonces dejaré que los infelices descubran cómo les permití decidir. Se entregan a la vida, a la Fundación, al para siempre, o al borroso círculo negro. El poder de la vida contra la muerte, ¿y qué clase de senador, gobernador o presidente elige la muerte, señor Howards?

    Los ojos de Howards se posaron en el reloj de pared: 9:57, Hora de la Montaña. Mientras reflexionaba, su atención se desvió hacia la diminuta pantalla dormida del videófono (esta noche el señor Howards no debe ser molestado por nadie por ningún motivo, ni siquiera por Jack Barron) que está sobre la mesita de noche, junto al pequeño aparato de televisión. En el estómago sintió el tirón del miedo a lo desconocido, al azar, al escándalo.

    Un simple acto reflejo, pensó Howards. La respuesta condicionada del miércoles por la noche. Nada más. Jack Barron no puede alcanzarme esta noche. Órdenes estrictas, vías de escape, hombres de apoyo. (El señor Howards está en su yate en el Golfo, viaja en avión a Las Vegas, está cazando patos, pescando en Canadá, no podemos localizarlo, está a cien kilómetros del videófono más próximo, señor Barron. El señor Da Silva, el doctor Bruce, el señor Yarborough estarán encantados de hablar con usted, señor Barron. Están plenamente autorizados para hablar en nombre de la Fundación, de hecho, se encuentran más empapados de los detalles que el señor Howards, señor Barron. El señor Da Silva, el doctor Bruce, el señor Yarborough, ellos le dirán todo lo que desea saber, señor Barron.) Jack Barron no podría alcanzarlo, no permitirían que lo molestara en esta primera noche de la eternidad.

    De todos modos, sólo es un oso bailarín, se dijo a sí mismo Benedict Howards. Jack Barron, un hueso para arrojar a la plebe, a los vagos de segunda fila, a los drogadictos anormales, a los mexicanos, a los negros. Una útil válvula de escape en la olla a presión. Una imagen de poder en cien millones de pantallas, sólo una imagen, pero no la realidad, no el poder del dinero, el poder del miedo, el poder de la vida contra la muerte, senadores, gobernadores, presidente, señor Howards.

    Caminando sobre la cuerda floja entre canales, patrocinadores, multitudes, la Comisión Federal de Comunicaciones (dos de los comisionados eran gente de la Fundación), ahí estaba Jack Barron. Gladiador del pan y circo, con su espada de papel y la imagen del poder, mierda de Jack Barron.

    Sin embargo, Benedict Howards alcanzó el aparato de televisión y lo encendió. Esperó con el estómago hecho nudo, a través de imágenes en color de autos Dodge, el emblema del canal, botellas de Coca que bailan, el culo de plástico de una estrella de cine fumando Kools Supreme, de nuevo el emblema de la estación. Esperó con el ceño fruncido en el frío viento nocturno, sabiendo que otros esperaban, con los nervios de punta, a tono con los suyos, en tranquilas bóvedas de poder con aire acondicionado en Nueva York, Chicago, Dallas, Houston, Los Ángeles y Washington. Esperaban las cuatro palabras (en rojo encendido sobre fondo azul oscuro) para empezar la ordalía de una hora de espera. Miran de soslayo los videófonos apagados, pústulas de Harlem, Watts, Strip City, Misisipi, negros de pueblo, vagos, perdedores aparecidos sin orden ni concierto: cien millones de cretinos, agachados, olfatean sangre, sangre azul de las venas de los círculos de poder:

    MOLESTE A JACK BARRON.

    MOLESTE A JACK BARRON: letras rojas (imitación deliberadamente burda de la tradicional frase Yanqui vete a casa garabateada en paredes de México, Cuba, El Cairo, Bangkok, París) sobre un fondo liso azul oscuro.

    Una voz en off ronca y pendenciera se eleva sobre los gritos:

    —¿Está usted molesto?

    Se oye un collage de sonidos mientras la cámara muestra el título: estudiantes hostigan al agitador de los pueblos de América, fieles gritan amén al severo predicador baptista, madres lloran, soldados resisten, pobres diablos resentidos delante de la ventanilla esperan sus dos dólares. La voz pendenciera en tono cínicamente esperanzador:

    —¡Entonces, venga y moleste a Jack Barron!

    El título se convierte en una toma de la cabeza y los hombros del hombre, recortados contra un incómodo fondo oscuro (los destellos de un zigzagueante estampado muaré apenas subliminal parecen colgar del borde de lo visible, como tinta china negra derramada sobre un diseño con movimiento). Lleva una chaqueta deportiva amarilla sin cuello sobre una camisa de pana roja sin corbata y desabotonada de arriba. Aparenta unos… ¿cuarenta años?, ¿treinta?, ¿veinticinco? En todo caso, más de veintiuno. El color de su piel parece oscilar entre pálido y gris, como un atormentado poeta romántico; su rostro está compuesto de suavidades con bordes extrañamente duros, como el tapiz de una batalla empatada. Su cabello recuerda al de hombres muertos: arenoso JFK, cortado de manera que cubra la parte baja de la nuca, rodee sus orejas, con rizos ascendentes que se convierten en las sábanas de una cama sin hacer. En sus ojos de niño maleducado (ojos que ven cosas) arde una divertida indiferencia, mientras sus gruesos labios sonríen y hacen de su sonrisa un asunto de conocedores, una cosa de yo-sé-que-tú-sabes-que-yo-sé con un auditorio que el último Sondeo de Audiencia Bracket calculó en cien millones de personas.

    Jack Barron sonríe, asiente, y se convierte el comercial de Acapulco Golds:

    Un peón mexicano monta un burro por el serpenteante camino de la ladera de una montaña volcánica cubierto de maleza. Surge una afectada voz autoritaria tipo Enciclopedia Británica: En el México del altiplano se desarrolló una deliciosa clase de marihuana que, en los días del comercio de contrabando, llegó a ser conocida como Acapulco Gold.

    Corte al mismo peón que siega un sembradío de marihuana con una hoz y la carga sobre el burro: Apreciada por su sabor y propiedades, la Acapulco Gold sólo estaba al alcance de unos cuantos privilegiados debido a su singularidad y…

    Movimiento lateral hacia un guardia fronterizo que registra a un desagradable mexicano tipo Pancho Villa: …a las dificultades inherentes a su importación.

    Vista aérea de una enorme plantación de marihuana dispuesta en hileras geométricas: "Ahora, la mejor cepa de semillas mexicanas, combinada con los procedimientos de cultivo estadunidenses y condiciones de crecimiento cuidadosamente controladas, producen un tipo de marihuana de aroma singular, suavidad… y propiedades relajantes. Actualmente a la venta en treinta y siete Estados: (corte al primer plano de un paquete rojo y dorado de Acapulco Golds) Acapulco Golds, el cigarro de marihuana de calidad premium en los Estados Unidos, y desde luego, absolutamente libre de cancerígenos".

    De nuevo aparece en la pantalla Jack Barron. Sentado en una silla de oficina frente a un escritorio, sobre el cual descansan dos videófonos blancos modelo estandar. La silla blanca y los teléfonos blancos contra el desteñido fondo negro y el patrón muaré hacen que Barron parezca un antiguo caballero delante de líneas danzantes de oscuridad.

    —¿Qué le molesta a usted esta noche? —pregunta Jack Barron con la presunción de quien lo sabe todo: de quien conoce Harlem, Alabama, Berkeley, el norte, Strip City, de quien conoce las paredes de cemento bien pintadas de un millar de proyectos de la Edad de Oro, de quien ha tenido que orinar en una celda, de quien sabe de los dos cheques por mes lo suficiente para mantenerse en agonía (seguridad social, ayuda estatal, desempleo, salario anual garantizado en un cheque celeste cianuro del gobierno), de quien lo sabe todo al derecho y al revés pero no puede dejar de preocuparse. Es el forastero infiltrado.

    "Lo que le molesta a usted molesta a Jack Barron —hace una pausa, ofrece su sonrisa de basilisco; sus ojos oscuros parecen recuperar las sombras en movimiento sobre el fondo negro, Dylan, JFK, Bobby, niño punk, Buda—. Y todos sabemos lo que ocurre cuando Jack Barron se molesta. Llame ahora. El número es: el código de área, 212, número 969 6969 (seis meses de lucha con la Comisión Federal de Comunicaciones para obtener un número especial mnemotécnico). Vamos a tomar la primera llamada justo… ¡ahora!

    Jack Barron extiende la mano y pulsa la tecla de sonido del videófono (la cámara del videófono y el rostro de la pantalla quedan fuera de la toma). Cien millones de pantallas de televisión se dividen al mismo tiempo. La cuarta parte inferior de la izquierda muestra la imagen en blanco y negro de un hombre negro de cabello blanco y camisa blanca, sobre un fondo gris desvaído del videófono. Las tres cuartas partes restantes de la pantalla las ocupa Jack Barron en vivo y a todo color.

    —Esto es Moleste a Jack Barron, y está usted al aire, amigo. El tiempo es todo suyo hasta que yo diga basta. Nos acompañan cien millones de norteamericanos, y todos ellos esperan saber quién es usted, de dónde es, y qué es lo que le molesta. Ésta es su oportunidad bajo los reflectores para molestar a quien quiera que le moleste a usted. Usted está conectado conmigo, y yo estoy conectado con todo el país. De modo que adelante —desde arriba de la imagen del negro de camisa blanca y cabello blanco, llega la orden de atacar—: Moleste a Jack Barron —escupe con una amplia sonrisa de usted y yo vamos a patear traseros esta noche.

    —Mi nombre es Rufus W. Johnson, Jack —dice el viejo hombre negro— y, como usted y el resto del país pueden ver a través de la televisión, soy negro. Es decir, ni cómo negarlo, Jack. Soy negro. ¿Entiende? No soy de color, ni de tez morena, ni mulato, ni cuarterón, ni ochavón, ni babuino. Rufus W. Johnson es un negro neg…

    —Tranquilo —lo interrumpe Jack Barron, autoritario como un cuchillo. Un pequeño encogimiento de sus hombros, una leve sonrisa, tranquilizan realmente a Rufus W. Johnson, que a su vez sonríe y se encoge de hombros.

    —Sí —asiente Rufus W. Johnson—, amigo, no debemos utilizar esa palabra. Llamémosles afroamericanos, gente de color, negros americanos, como sea. Pero nosotros sabemos cómo les dicen… Usted no —Jack Rufus W. Johnson soltó una risita—. Usted es un blanco, pero un blanco negro.

    —Bueno, podríamos dejarlo en sepia —acepta Jack Barron—. No querrá que me cancelen en Bugaloosa. Pero, dígame qué es lo que le pasa, señor Johnson. Espero que no me haya llamado sólo para comparar nuestros colores de piel.

    —Es que ése es el problema, ¿verdad? —continúa Rufus W. Johnson, apagando la sonrisa—. Al menos lo es para mí y para todos nosotros, los afroamericanos. Para los negros, incluso aquí en Misisipi, que supuestamente es la tierra del hombre negro, donde deben estar. No se trata ni más ni menos que de lo que usted dijo: de comparar los tonos de piel. Me gustaría que su videófono fuera en color, así podría ponerme frente al aparato de televisión, manipular el botón de los colores y verme a mí mismo, sólo por una vez, rojo, verde o morado. Gente de color, ¿ve usted?

    —Vayamos al meollo del asunto, señor Johnson —dice Jack Barron con una sombra de impaciencia—. Con exactitud, ¿qué es lo que le molesta a usted?

    —Estamos en el meollo del asunto —responde Rufus W. Johnson, al tiempo que la imagen grisácea de su rostro negro (arrugado, ofendido, el ceño fruncido) se ensancha hasta llenar tres cuartas partes de la pantalla, dejando a Jack Barron en la posición privilegiada de la esquina superior derecha.

    "Cuando uno es negro sólo le molesta una cosa, y le molesta las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, desde que nace hasta que muere. Pero hubo una época en que ser negro era algo que se terminaba cuando uno moría. Ahora no. Ahora tenemos esa ciencia médica. Tenemos esa Fundación para la Inmortalidad Humana. Congelan cuerpos muertos como si fueran pizzas para microondas hasta que los científicos médicos sean lo bastante listos como para descongelarlos, arreglarlos y hacerlos vivir hasta el Día del Juicio Final. Es como ellos dicen, ese tal Howards y sus lacayos: ¡Algún día todos los hombres vivirán para siempre gracias a la Fundación para la Inmortalidad Humana!

    "Sí, somos el país líder del mundo, tenemos una Fundación para la Inmortalidad Humana. Dejémoslo en Fundación para la Inmortalidad Blanca. Desde luego, hay muchos tipos por ahí como el viejo George y Bennie Howards que opinan que viene a ser lo mismo. Quieren resolver el problema negro del modo más fácil: deshaciéndose de los negros. Demasiado enredado. Entonces podremos arreglar las cosas para que los blancos vivan para siempre. Dejemos que los negros vivan lo más que puedan, qué importa, si un blanco puede vivir para siempre con tal de que pueda aflojar esos quinientos mil dólares.

    Diminutas arrugas de tensión aparecen en las comisuras de los ojos de Barron mientras la pantalla se divide en dos partes iguales: la desteñida imagen en blanco y negro de Rufus W. Johnson se enfrenta con la realidad en colores de Jack Barron. Barron dice con calma y severidad:

    —Está usted hablando de algo que le molesta, señor Johnson. ¿Le parece bien que nos metamos más en el tema? Suéltelo todo. Mientras no mencione usted las partes íntimas de la anatomía humana ni utilice palabras altisonantes, seguiremos en vivo y en directo, sin importar lo que usted diga. De eso se trata Moleste a Jack Barron. Es la hora del contragolpe, la hora de la transformación. Si tiene usted alguna queja contra el poder, cualquiera que sea, ha llegado el momento de que ellos se sienten y se aguanten mientras ya saben quién patea el avispero.

    —Sí, amigo —dice Rufus W. Johnson—. Es esa Fundación para la Inmortalidad Humana. Oiga, hombre, para mí que Rufus W. Johnson parece humano. Blanquéeme la piel, hágame cirugía plástica en la nariz, y así todos los pálidos me mirarán y dirán: Ahí va ese Rufus W. Johnson, un pilar de la comunidad. Levantó él solo un exitoso negocio de transportes, posee coche nuevo, casa propia, tiene a sus tres hijos en la universidad. Un ciudadano modelo. Si Rufus W. Johnson fuera blanco en lugar de negro, ese Benedict Howards estaría más que complacido en darle un contrato para congelarlo cuando cuelgue los tenis, y disfrutar de los intereses que pueda generar todo el dinero que Rufus haya tenido, hasta que llegue el Día de la Gran Descongelación: eso sería si Rufus W. Johnson fuera blanco. ¿Sabe lo que dicen aquí en Misisipi, en Harlem, o allá en Watts? Dicen: Si eres pálido, tienes garantizada la eternidad, pero si eres negro, cariño, cuando te vas ya no regresas.

    De nuevo la sección derecha superior de la pantalla, el lugar privilegiado, muestra la imagen en color de Jack Barron.

    —¿Está usted acusando de discriminación racial a la Fundación para la Inmortalidad Humana? —lo envuelven unos destellos apenas visibles del fondo muaré detrás de la silla de escritorio que gira ligeramente. Su rostro se convierte en una expresión de amenaza latente, al mismo tiempo solemne y siniestra.

    —No los estoy acusando de pasarse un semáforo en rojo —continúa Rufus W. Johnson, arrastrando las palabras—. Mire mi pelo: es lo único blanco que tengo. Tengo sesenta y siete años y esta vida casi se me acaba. Aunque tenga que vivir como un hombre negro en un país de hombres blancos, me gustaría vivir para siempre. Por malo que sea estar vivo y ser negro, cuando uno muere, hombre, uno está muerto para siempre.

    Así que fui a ver a los blancos de la Fundación y les dije: Denme uno de esos contratos de hibernación. Rufus W. Johnson está listo para firmar y tener su para siempre. Pasaron dos semanas, metieron las narices en mi casa, mi negocio, mi cuenta de banco. Luego recibí una lujosa carta en un lujoso papel de casi tres metros de largo. Lo que decía era: Amigo, no lo lograste".

    "Bueno, imagínese, señor Jack Barron. Mi casa me costó 150 000 dólares, tengo 50 000 dólares en el banco, mi flotilla de camiones me costó casi quinientos de los grandes. Y Bennie Howards podría haber disfrutado de todo mientras yo permanecía congelado. Pero la Fundación para la Inmortalidad Humana dice que tengo insuficientes activos líquidos para que podamos ofrecerle un contrato de hibernación en este momento. Mi dinero es del mismo color que el de cualquier otra persona, señor Barron. ¿Cree que lo que no les gusta es el color de mi dinero, o podría ser que lo que no les gusta es el color de otra cosa mía?

    La pantalla cambia a un primer plano del rostro consternado, con la mandíbula trabada y una expresión de sed de venganza, el rostro de Jack Barron.

    —Bueno, según nos cuenta, realmente tiene usted motivos para sentirse molesto, señor Johnson. Y puede estar seguro de que molestó a Jack Barron.

    Barron contempla fijamente la cámara. Sus ojos son pozos sin fondo de maldad, vandalismo, rayos y truenos.

    —¿Qué les parece todo esto?, se lo pregunto a ustedes que nos sintonizan. ¿Qué le parece a usted, Benedict Howards? ¿Cuál es el plan de los altos mandos? Y hablando de altos mandos —abrupto cambio de expresión a una irónica sonrisa por la broma privada—: ha llegado el momento de que sepamos lo que le molesta a nuestro patrocinador. Permanezca con nosotros, señor Johnson, también todos ustedes, y ahora mismo regresaremos al lugar donde todo está ocurriendo, aquí y ahora, en vivo y en directo, después del comercial de esta porquería de quienquiera que cometa el error de ser nuestro patrocinador.

    2

    QUÉ BONITA curva la tuya, Vince, italianito mañoso, pensó Jack Barron, viendo cómo su imagen en el monitor del estudio se convertía en la imagen del nuevo modelo de la Chevrolet.

    Apenas salió del aire, Barron se deslizó hacia el filo de la silla y oprimió el botón del videófono número uno en el intercomunicador.

    —Pura diversión, ¿eh, paisano?

    Al otro lado del grueso cristal de la cabina de control, Vince Gelardi sonreía, engreído y cínico; enseguida, su voz llenó el pequeño estudio:

    —¿Quieres a Bennie Howards en el banquillo de los acusados?

    —¿A quién más? —respondió Jack Barron, acomodándose de nuevo en la silla—. Con Teddy Hennering en el número dos y Luke Greene en la línea de respaldo —soltó el botón del intercomunicador. El tablero de avisos parpadeaba 60 segundos. Concentró su atención en la breve pausa.

    El mañoso Vince había arrojado al ruedo a una basura podrida como Johnson (pero sucedía a menudo que una basura se convertía en algo interesante, una papa caliente, como era el caso). Claridosos profesionales llaman cada maldita semana, con sus tristes historias étnicas, y lo más probable es que no pasen de la primera cortinilla. Hay que contar con el idiota más reciente, que esta vez estaba contra la Fundación. Súmale que estamos en pleno debate sobre la Hibernación y tendremos una verdadera papa caliente (…tú que eres blanco tienes derecho al Para Siempre… Me pregunto si la compañía Malcolm Shabazz estará detrás de esto). Demasiado caliente como para que lo puedan manejar los dos sirvientes idiotas de Howards en la vieja y confiable Comisión Federal de Comunicación. No podemos permitirnos hacer olas a ese nivel por un programa de cuarta, y Vince debería saberlo, es su trabajo, para eso lo puse en la dirección de todo esto.

    Pero qué mierda, pensó Barron, mientras el tablero parpadeaba 30 segundos. Vince lo sabía, pero hay que darle crédito, vio más allá, consideró que Howards no iba molestarse porque la Fundación tuviera que hibernar a cualquier negro con 500 000 dólares en activos líquidos (el asunto es la liquidez; liquidez, no una casa deteriorada ni unos camiones descompuestos: bonos de caja, valores negociables, poder negociable). La Fundación tenía ya suficientes problemas con los republicanos, la CJS y empresas Shabazz, como para meterse en problemas raciales. A la Fundación sólo le importaba un color: el verde color del dinero, el infeliz de Howards no iba a pasarse tanto de la raya. Sí, Vince lo había previsto todo, a Rufus W. Johnson convencido de sus razones, a las bocas de todo el país babeando encima del debate sobre la hibernación, que el espectáculo resultaría interesante pero a salvo de las fieras, con Howards feliz de tener publicidad gratis con el asunto caliente en el Congreso. Podía prever el guion para los cuarenta minutos siguientes: Howards retorciéndose un poco en el banquillo de los acusados, lo suficiente para despedir algunas chispas, pero sin agitar las aguas, porque en la cuestión racial (la única cuestión importante) la Fundación era irreprochable. Todo el mundo gana: Howards promociona su Proyecto de Ley de Hibernación, la chusma encumbra a Jack Barron como su principal entretenimiento, yo quedo como el campeón y sólo se producen algunos raspones, nadie sale tan herido como para buscar venganza. ¡Confiemos en Vince que siempre sabe cómo manejar estas cosas!

    Línea abierta al Hibernador de las Rocallosas, parpadeó el tablero de avisos, y luego, ¿Greene en la línea, Teddy H?, y luego, Al aire. Barron vio su cara en el gran monitor debajo del tablero y la gris imagen de Rufus W. Johnson en la esquina inferior izquierda. El duro, remilgado, atractivo y firme rostro de una secretaria dura de roer aparecía en el videófono número dos. Vamos a ver lo que pasa, pensó Jack Barron.

    —Bien, señor Johnson —estúpido cretino, pensó Jack Barron—. Estamos de nuevo al aire. Está usted conectado conmigo, conectado con todo Estados Unidos y con cien millones de nosotros, estamos conectados con una línea videofónica directa con el cuartel general de la Fundación para la Inmortalidad Humana, el Complejo Hibernador de las Montañas Rocallosas en las afueras de Boulder, Colorado. Vamos a saber si la Fundación practica la segregación posmortem, ahora mismo y sin retrasos, de boca del mismísimo presidente y director del consejo de la Fundación para la Inmortalidad Humana, el Barnum de los Ladrones de Cuerpos, amigo suyo y mío, el señor Benedict Howards.

    Barron estableció la conexión en su videófono número dos. Vio la dura mirada de la joven secretaria (justo como a él le gustaban) aparecer debajo de él (una posición ideal), en el ángulo inferior derecho del monitor, la obsequió con una peligrosa sonrisa de gatito (garras ocultas detrás del terciopelo) y dijo:

    —Soy Jack Barron y busco a Benedict Howards. En este momento, cien millones de norteamericanos están contemplando su preciosa cara, nena, pero a quien realmente desean ver es a Bennie Howards. De modo que comuníquenos con

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