Mar y punto
Por Diego Hurtado
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Mar y punto - Diego Hurtado
Prólogo
El propósito inicial era ocultar una selva en un tratado de geometría. Algo que ni siquiera pudo insinuarse en estas páginas. Así, el motivo que justifica la empresa fallida podría asemejarse a un naufragio o a una batalla perdida. El fracaso o la derrota también pueden ser una aventura digna. Sin excepción, la contingencia –brazo armado del tiempo– destiló y dio forma final a esta sucesión de prosas y versos: fragmentos de una historia mayor en un archipiélago de secuencias inconexas. El esfuerzo consumido en la producción del milagro fue ingente. Que el milagro no se haya hecho presente es un dato inductivo pueril. Lo relevante serían las cornisas, los gestos, los puentes, los desencuentros, las calles, las serpientes, los desiertos, las Evas y los Adanes… que intentan evocarlo o que se proponen sustituirlo. Es decir, algo como un caleidoscopio a cambio de una experiencia del mundo. ¿Lo habría logrado otra combinación de palabras?
PRIMERA PARTE
Los años noventa
Estoy escribiendo sobre Beckett. Es algo privado, secreto. No puedo ir por ahí diciendo estoy escribiendo algo sobre Beckett
. Pero lo dije.
Cruzo la plaza, bajo al subte en la estación Bolívar. Escapo del sol enfurecido. Entro en la penumbra del túnel.
Quisiera que mi perro se llamara Metáfora, pienso. Que me lamiera la mano con la que escribo. Que mordiera la de mis colegas. Enemigos. Quisiera que Metáfora me fuera fiel y que me sobreviva.
Entro al primer vagón, me siento y abro el libro por reflejo. Las letras me parecen diminutas, puntiagudas, como los átomos de Demócrito, cayendo en el vacío. Siento la vista cansada, me laten los ojos.
Resopla el aire comprimido y se cierran las puertas del vagón. El subte arranca. No logro leer. Estoy mortificado. No sé por qué lo dije.
Cierro el libro. La serpiente plateada en la hebilla de un cinturón. Las gotas de sudor de un hombre de saco. La mirada acorralada de una adolescente. El vagón se acelera, toma una curva. Alguien pierde el equilibrio.
El subte de Santiago no es como el de Buenos Aires. Es silencioso, pienso. Chile es silencioso. Su modelo económico es silencioso. Un éxito. Dicen los diarios. La casa del dictador era muy vulnerable, me comentaba Nicolás, que escribe en El Mercurio. Mientras manejaba hacia las afueras, hacia los barrios cerrados. Y ahí estaba lo que había sido la casa del dictador. Engarzada en la pared de un cerro como una esmeralda. Rutilante en el atardecer. Futurista. Vigilante altanera.
En el prolijo silencio de Santiago y de su subte silencioso, la casa del dictador ya no vigila. Ahora es un casino de oficiales. Como si nada hubiera ocurrido. Como si el tiempo, en lugar de fluir, se desvaneciera. Más parecido al humo que al agua.
El subte de Buenos Aires, en cambio, hace tensar los músculos del rostro con su estruendo de metales retorcidos, el calor viciado de los túneles, la luz tejida con cabellos de espectros.
Como cuando se vuelve de un desmayo y uno no sabe quién es. Y para saberlo primero hay que volver a construir el mundo. Si Malinowski o Lévi-Strauss hubieran frecuentado la experiencia del desmayo o hubieran viajado cada día a dar sus clases en el subte de Buenos Aires, la antropología sería otra cosa, menos literaria, más abismal.
Estoy escribiendo algo sobre Beckett
, dije. Ella me miró como siempre. ¿A quién puede interesarle lo que otro esté escribiendo en la redacción de un diario? ¿A quién puede interesarle nada en la redacción de este diario al que apodan el ministerio
? Ella mantuvo su mirada amistosa, de editora comprensiva, de comprensión volátil, de volatilidad eficaz, de eficacia ominosa.
Hoy jueves es día de cierre del suplemento. Para mí todos los días son iguales. Para ella es jueves. Mi día cualquiera es su jueves preciso. Mi océano de tiempo es su geometría de segundos.
Me recibe detrás de su computadora, desde la altura ontológica de su prerrogativa de editora. Yo busco la reseña en mi valija. Saco dos carillas miserables y el disquete. Horas de zozobra y narcisismo, de sarcasmo, frustración y armonía inconclusa destiladas en dos carillas escuálidas que terminan por hundirse en un escritorio atestado de papeles, cementerio de vanidades.
En alianza efímera decidimos el próximo libro que me tocará reseñar. Entonces ella se pone seria, profesional. Claro que es una farsante. Los dos sabemos que ella actúa. Los dos sabemos que ella debe actuar. La fluorescencia de su cargo la autoriza a representar la seriedad y la autoridad.
En cambio, de mi lado solo hay docilidad, promesa de prolijidad y diligencia. Si yo digo esto
, es un esto
en el desierto; si ella dice aquello
, es un aquello
nimbado de las formas divergentes del sentido. Mi esto
es un garabato de alambre, su aquello
es un grabado de Blake.
Finalmente va al armario atestado de libros nuevos. Busca, toma uno y me lo pasa. Yo lo miro y digo que me interesa. También miento cuando afirmo que leí algo de este autor. Terminada la transacción laboral, con cortesía enhebrada en urgencia, ella me pregunta cómo estoy, para que yo diga bien
y me vaya. Yo, en cambio, digo, bien
y en lugar de irme, digo que estoy escribiendo algo sobre Beckett
. Y es verdad.
Me bajo del subte en la estación Boedo. Otra vez salgo al sol enfurecido. Cuando termino de decir Beckett
, sus ojos relampaguean por un instante con la mirada mineral del simio junto a la presa descuartizada. Murmura algo, esta vez con vulgar descortesía, y me despide.
Camino dos cuadras. La penumbra del corredor, el ascensor, otro corredor, la puerta y la cama. Todas las heridas se disipan como gorriones cuando cierro los ojos. El sueño es como la muerte. Y la muerte es como la eternidad previa al nacimiento. La vida, pienso antes de dormirme, y me consuela la idea, es una finísima lámina de luz y ruido entre dos gruesos bloques de oscuridad y silencio.
Noche en la ventana
Eran más de las dos. No quedaba nadie en casa. Solo él, recostado en su sillón. El rostro de roca crispada, de lava retorcida, enfriada y cristalizada sobre el filo de un llanto inhumano que no podría concretarse. Algo difícil de explicar. Y que sería una simplificación liviana querer cubrir con la palabra orgullo. Porque el orgullo requiere de un escenario donde hay otros, sea real o imaginario. Y este magma que me cuesta definir él lo despliega sobre sí mismo.
Materia humana apenas impregnada de alma, alienación tramada de conciencia lúcida, segmento caduco extraviado en el laberinto de la recta infinita, él parecía consciente del animal extraño que se había apoderado de sus gestos, fenómeno que identificaba como el núcleo mismo de la debilidad y sobre el que concentraba toda la potencia impotente de su voluntad.
Toda su sabiduría, lo descubría ahora, como un primer actor olvidado en el centro del escenario, a las dos de la madrugada, con su hijo muerto a tres metros de su sillón, toda su supuesta sabiduría, decía, sería como agua entre los dedos si ante sí mismo no podía demostrar, si bien no comprensión ante lo que estaba pasando, sí, por lo menos, inmutabilidad. Así pensaba, o intuía: la inmutabilidad era lo único que encontraba para sostener lo que quedaba de su cosmos.
Parecía dormitar, cercado por la comparsa de flores. Unas pocas lámparas encendidas que simulaban candelabros. Y su hijo, a unos metros, consumido, amarillo, durmiendo el sueño ajeno de la materia inerte, bajo la araña de cristal de ocho lámparas apagadas que había traído de Checoslovaquia, cuando yo tenía diez años y mi hermano, su hijo, catorce. Era de la época en que nos llevaba a fiestas en las embajadas, mi madre y su tapado de piel, mi hermano y yo con zapatos de charol y corte a la media americana.
En la ventana acechaba el manto negro, cóncavo, inconcebible, el mundo sin fondo que al alba reclamaría a su hijo dormido para tragárselo y disolverlo en elementos. Aunque lo amenazador no era esto, que era natural y hasta misterioso, sino algo que ya comenzaba a adivinar: que cuando llegara el alba, su hijo ya no sería su hijo, sino una forma levemente desplazada, aunque lo suficiente para que fuera otra cosa diferente a su hijo.
Digo que no había nadie, que él estaba solo porque yo no cuento, aunque ahí estaba yo, con los párpados ardiendo, de pie, para mantenerme despierto. Porque él nunca me hubiera perdonado un gesto o actitud que insinuara cansancio. Porque aunque yo no contara como presencia, sí contaba como aporte al caudal de sufrimiento, de cualquier tipo que fuese. Pero también porque me resultaba absurdo pensar que podía quedarme dormido. Y abrir los ojos. Y descubrir la invasión consumada de las agujas metálicas y obscenas de la claridad. Dormirme hubiera sido como abandonar por la noche a un condenado a muerte y regresar a su lado para presenciar la ejecución. Por eso iba a estar atento a la llegada lenta y cautelosa, gradual, sin violencia y, probablemente, sin hostilidad, de la luz. Gota a gota.
Suelo soñar con aquella noche, sueño que me duermo, que despierto y descubro las agujas de la luz, agudas y perversas, como carcajadas, las lámparas inútiles, que simulan candelabros, aún encendidas. Y siento un desasosiego sin fondo, una sensación de tragedia y desamparo y,