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Cástulo Bojórquez
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Libro electrónico358 páginas5 horas

Cástulo Bojórquez

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Los habitantes de la región norteña de Casas Grandes, Bacubirito y Cocoritán sucumben a las tentaciones pero también toman partido en los acontecimientos políticos de la Reforma y la Revolución. La vida de Cástulo Bojórquez, emblemático y proverbial, es el eje en torno al cual giran las revelaciónes de los vecinos, amigos, enemigos, actuales y pretéritos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 abr 2014
ISBN9786071619600
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    Cástulo Bojórquez - César López Cuadras

    SARAMAGO

    I

    CÁSTULO QUIZÁ HUBIERA SIDO GENTE DE BIEN, a no ser por un cobarde que al amparo de la noche le descerrajó un balazo en la nuca y lo dejó tirado en un charco de sangre, dándolo por muerto. Pero no murió. Estuvo quince días en el trance crítico en que los médicos dan a los familiares explicaciones incomprensibles, sin atreverse a mirarlos a los ojos. A pesar de la gravedad del caso, el proyectil siguió una ruta milagrosa: corrió entre la piel y la espina dorsal y se detuvo abajo de la cintura, sin causar mayores estragos. Cuatro semanas después, ya fuera de peligro, Cástulo abandonó el nosocomio, y en otras tantas pudo valerse por sí mismo. No pasó mucho tiempo para que ensillara de nuevo su caballo y probara, a galope tendido, qué tanto el balazo artero había mermado sus dotes de jinete. Cabalgó como en sus mejores tiempos. Se apeó de la bestia y caminó con ligero renqueo sobre el costado izquierdo, única secuela visible del ataque. La otra huella le quedó grabada en el alma, y supo entonces que no lo dejaría vivir tranquilo. Por esa razón, un día desapareció con su montura, buscó al fallido asesino, le ató una soga al cuello y lo arrastró hasta un despeñadero, adonde lo arrojó sin misericordia. El cuerpo rodó hasta las profundidades arropado en un alud de piedras. Si no fuera por eso, acaso Cástulo hubiera sido un hombre bueno.

    Cástulo Bojórquez fue sembrador de amapola, narcotraficante, salteador de caminos, presidiario, policía judicial, parrandero, esposo intermitente, amante furtivo, padre de quince hijos conocidos e hijo pródigo de una madre que moría de desvelo con el rosario en la mano implorando a Dios, sin esperanza alguna, que volviera a su vástago al buen camino. Odió el trabajo tanto como a sus peores enemigos.

    De figura espigada, de un metro noventa y cabellos de elote tierno, Cástulo debía esos atributos a su padre, un alemán que, en 1930, fue a perderse en las estribaciones de la sierra del norte de Sinaloa, huyendo de ignorados enemigos cuando a su patria la desgarraban acerbas luchas intestinas. El teutón se adentró por caminos de herradura hasta una ranchería perdida entre las montañas de la Sierrita de Los Parra, cabalgando en un rocín de constitución de cubilete, seguido por dos mulas cargadas con sendos pares de baúles repletos de esencias homeopáticas, bibliografía diversa, instrumental médico, cuchillería de plata, una vajilla de porcelana y dos trajes de empleado de funeraria que el alemán usaría en las ocasiones que fue requerido para el compadrazgo.

    A pesar de que, a su llegada, dijo llamarse Herbert von Kronemburg, para evitar accidentes bucales a los nativos adoptó el castizo Heberto Kron, que con el uso declinaría hasta el familiar Beto Kronchi con el que se le conoció por siempre. Para compensar esta reducción en el nombre, la misma gente le agregaría el mote de el Loquito de la Mina, para denotar la obsesión que el alemán puso de manifiesto al poco tiempo de su llegada en torno a supuestas vetas y rebosaderos de oro ocultos en los barrancos, y a cuya búsqueda entregó afanosamente los mejores años de su existencia. Los veintitantos años vividos en Casas Grandes —antes de morir, sumido en la locura total, víctima de achaques pulmonares contra los que nada pudo hacer su arte homeopático—, Kron los dedicó a explorar, palmo a palmo, todos los rincones de la comarca, dilapidando en la ilusoria empresa el dinero ganado en la medicina, y que, reunido, hubiera constituido la fortuna que buscaba.

    Engendró a Cástulo con Luisa Bojórquez, treintañera de Casas Grandes, quien ya había parido seis hijos de otros tantos hombres que llegaron y desaparecieron de su vida con fugacidad de meteoro. De sus amores furtivos sólo daba cuenta, a la postre, la semilla anidada en su vientre feraz cuando en noches estrelladas la revolcaban a la vera de los arroyos. Era la mujer más feliz de los alrededores, y su amancebamiento con el alemán nunca fue impedimento grave para entenderse con otras querencias, nuevas o de antes. El carácter septentrional de Kron, ajeno a los arrebatos del temperamento del trópico, sus frecuentes ausencias para asistir a los enfermos de rancherías cercanas y su obsesión por el oro dieron a Luisa el manto protector bajo el cual resplandeció su gozo de ninfa más allá del tiempo en que la naturaleza le retiró el poder de dar vida. Mientras que al rostro de otras mujeres lo ensombrecía desde edad temprana el pergamino de la abnegación, ella comenzaba la jornada ordeñando vacas y desparramando por la mañana alegres cantos campiranos:

    Acábame de matar,

    pa qué me dejas herida.

    Amaneció contenta la Luisa, comentaban, suspicaces, los hombres —metidos en la cocina a la hora del desayuno— al escuchar los trinos de calandria feliz desgranarse en la alborada. Ey, respondían sus mujeres —sin dejar de moler nixtamal en el metate o de tortear la masa—, mezclando en un eco indescifrable el reclamo, la condena y la envidia.

    A Cástulo no le venía de la madre su elevada estatura, pero los pechos opulentos que deslumbraron al alemán fueron pieza clave para que el metro noventa que traía de nacimiento se desarrollara con toda ventura. No tuvo la infancia de sus medios hermanos, quienes, desde niños, se vieron obligados a labrar, en jornadas agotadoras, una tierra poco generosa. No; Herbert lo educó en la idea de que sería el administrador del mineral que, tarde o temprano, los volvería potentados. Por eso Cástulo nunca supo de aperos ni de bestias de labranza, ni de partirse el lomo en el surco entre el alba y el ocaso. Fue un simple receptáculo de la ambición de su padre, un instrumento para asegurar el éxito de su empresa si una muerte prematura —como la que tuvo a fin de cuentas— o algún otro imponderable le impidiera llevarla a término; heredero, en todo caso, de una estirpe de títulos inciertos —orígenes nunca aclarados por Kron a nadie, ni a la Luisa misma— que, venida de la Alemania imperial, haría refulgir sus blasones en tierra americana.

    Por ese futuro que le había proyectado al hijo, Kron se opuso a que se le diera el nombre de Cástulo, sugerido por su amasia. Cagrrástulo von Kronemburg, rumiaba en un desespero peripatético desplegado a lo largo de los portales de su casa, cuando la madre se empecinó en su propuesta. Esa mezcla de nombre español con apellido germano le provocaba una sensación de trastorno universal, como si se le obligara a pasar por su garganta un trago de aguarrás concentrado. Pero se impuso el embrujo avasallador de la Luisa. Es nombre de valiente, arguyó ella, ante la desazón del padre, que veía arrojados al arroyo sus intentos de fundar en el Nuevo Mundo una casa con divisa germana. No terminó allí la tragedia heráldica del alemán, pues la indefinición legal de su estancia en el país impidió que el trabalenguas que llevaba por apellido fuera asentado en el acta de nacimiento, e incluso que la ley lo reconociera como legítimo padre de la criatura. Así, el anhelado Herbert Cornelius Johannes María von Kronemburg se trastocó en Cástulo Bojórquez, a secas.

    Y como no pudo ser en el nombre del hijo donde quedara grabada la huella de sus inciertos antecedentes prusianos, Herbert procuró lograr el aura noble deseada para su heredero adiestrándolo en dos artes de indudable prosapia: las armas y la equitación, que para él venían a sintetizar el culmen de la nobleza y la valentía.

    Desde temprana edad, Kron lo inició en el mundo de los caballos, y de esa época guarda Luisa Bojórquez, con celo de museógrafo, fotografías en sepia que muestran a Cástulo, jinete incipiente, contando cinco años, calzado con botas de montar, enfundado en pantalones bombachos y tocado con una boina de panadero español. La imagen barrunta ya al diestro jinete que con el tiempo llegaría a ser, pues ase de la brida, con temple de familiar confianza, a un alazán de fina estampa. A los doce, cuando su cabellera de pelos de elote tierno relucía sobre la alzada de los caballos, su padre le regaló un potro blanco, encarnación de la majestad equina, cuyo tranco portentoso alimentó la envidia de los habitantes de Casas Grandes, fueran de los que vivían bajo el perenne anhelo de poseer cualquier animal de cuatro patas sobre el cual pudieran montarse, o de los que ya fincaban su prestigio en una cabalgadura de medio pelo.

    Dichterros, bautizó Herbert al caballo —que en su idioma natal significa el corcel del poeta—, pero Cástulo y todos los lugareños, ajenos por completo a los extraños vocablos de la lengua germana y siguiendo al pie de la letra una tradición más inmediata, siempre lo llamaron el Palomo.

    Antes de perder toda esperanza de que su hijo aprendiera las técnicas ecuestres de la Escuela Española de Viena, Kron dedicó tardes enteras al estudio de la doma en un libro de pastas gruesas y abundantes ilustraciones, que había encargado de San Francisco. En aburridas prácticas al despuntar el alba, el aprendiz y la bestia atendían a las enseñanzas del tutor, disimulando con un esmero postizo su cabal indiferencia. Al terminar la sesión, liberados ya de rigideces, el jinete y su cabalgadura partían a galope por una vereda rumbo al arroyo, fundidos en un entendimiento que sólo pueden lograr dos espíritus salvajes.

    Fue este atributo animal el que lo hizo buen jinete. Cuando montaba un caballo por vez primera, confrontaba su temperamento con el de la bestia, y hacía depender del resultado toda relación futura. Estudiaba las reacciones del cuadrúpedo bajo su cuerpo y analizaba detenidamente las respuestas a las caricias preguntando si era posible el entendimiento. Nunca gustó de una montura que no aceptara de grado su mando, y no era propiamente someter al animal lo que deseaba, sino estimular en él una especie de capacidad adivinatoria que obviara todo forcejeo con la rienda. Sólo la imagen del centauro puede dar cuenta exacta del grado de afinidad y acoplamiento que lograba con estos animales. Lo demás —las enseñanzas de la Escuela Española de Viena, sobre todo— resultaba aditamento barroco, perfectamente prescindible.

    Pero Cástulo nunca se rebeló contra las intenciones de su padre de convertirlo en un jinete educado a la alta escuela. Sólo opuso resistencia cuando éste tuvo la idea de encargar de la Unión Americana un traje similar al que vestían los famosos caballistas en las ilustraciones del libro. Curioso me viera en Casas Grandes vestido de monigote, pensó Cástulo, y por primera vez lo asaltó una duda que habría de acompañarlo durante largo tiempo, antes de convertirse en certeza: Mi apá no está bien de la choya.

    Tenía entonces dieciséis años y ninguna preocupación por delante. Fue por aquella época cuando su padre lo inició en el uso de las armas; más bien, de la única arma que poseía el alemán: una escuadra Luger, famosa en toda la región ya dieciocho años antes de ser disparada por vez primera en Casas Grandes. Kron extraía la pistola del fondo de un baúl cada vez que una visita llegaba preguntando por el arma afamada. Gustaba mostrarla en una estudiada ceremonia que tenía como prolegómeno inevitable la narración de una larga historia sobre su origen y cualidades, reuniendo de nuevo a los lugareños que decenas de veces la habían escuchado: en las postrimerías de la primera Guerra Mundial, durante la retirada de los ejércitos alemanes en la segunda batalla del Marne, Kron la había enterrado en los linderos de una granja antes de caer prisionero en manos del ejército francés. Años después de concluida la contienda, tuvo oportunidad de regresar al sitio y rescatarla. Tal era, en síntesis, la historia de que presumía Kron. En este punto de la plática, el alemán hacía una pausa para extraer de su puro unas volutas de humo descomunales, como salidas de una locomotora de vapor. Agorra vegrrán, decía al ir en pos del arma dejando tras de sí a un corro expectante. La mantenía en una pulcritud oleosa envuelta en franela. Desdoblaba el lienzo con parsimonia para mostrar el arma y producir, henchido de orgullo teutón, el efecto mágico de un misterio develado. Una Luger —decía Kron—, la escuadra oficial de la Wehrmacht.

    Desde muy niño, Cástulo asistió a esta periódica puesta en escena, presa siempre de la fascinación de la primera vez. Ya vegrrás, Cagrrástulo —le decía Herbert, mientras le palmeaba la cabeza—: segrrá pagrra ti. Y Cástulo se imaginaba entonces con la pistola fajada al cinto, galopando, raudo, sobre el Palomo. Al cumplir los dieciocho años, la imagen devino realidad, y no fueron pocas las dificultades del padre para mantenerle el suministro de municiones. Buen jinete como era, perseguía a las liebres por los llanos plagados de matorrales, y les daba caza en una persecución implacable, cuya vorágine de polvo, estrépito y sangre le colmaba el dorso de adrenalina.

    —¡Ya deja en paz a esos pobres animales, muchacho del demonio! —le gritaba la Luisa, en un regaño simulado, cuando lo veía llegar con las liebres colgando del arzón, y agregaba sonriente—: ¡Se nos van a estirar las orejas de tanto comer tamales de tochi!

    A su manera, pues, Cástulo cumplió con las expectativas que de él se forjara el alemán en materia de armas y equitación. Desde esa temprana edad, no hubo por los alrededores de Casas Grandes quien le disputara el título de mejor jinete y tirador. Y si bien no fue a la manera de la Escuela Española de Viena, Cástulo desarrolló un arte ecuestre aprendido de los lugareños que gustaban danzar en sus monturas frente a la banda de música. De niño, fue su mejor diversión gastar sus tardes dominicales en la contemplación de jinetes tambaleantes, preocupados menos en la calidad de la ejecución del baile que en impedir que se derramara el líquido de la botella levantada en la diestra. Montado en el Palomo, Cástulo dio a este arte elemental una sofisticación nunca antes alcanzada en aquellas latitudes.

    Así, la fama tempranera de buen jinete, la infalibilidad en el tiro de pistola y su proverbial parquedad en el habla, pronto le ganaron por la región un respeto que deambulaba entre la admiración y el miedo. Y, albo su potro, espigada la figura y la cabellera derramando fulgores de un sol desconocido por esas tierras, en poco tiempo se forjó una imagen de leyenda, que comenzó a enseñorearse de toda la comarca: Cástulo, el güero de Casas Grandes.

    Pero los mejores logros de Herbert con su hijo los obtuvo en el asunto del oro. Fue una fiebre que le inoculó con paciencia de pedagogo: había que buscar el oro por todos los medios y a toda costa, ya en las minas, ya en los entierros, y en esa tarea nada debía detenerlos. Reforzaron este empeño de Kron las múltiples historias que los habitantes de Casas Grandes propalaban sobre minas prodigiosas, regiones encantadas que guardaban inimaginables tesoros, tierras agrestes por las que nadie daba un centavo pero en cuyas entrañas yacían vetas inagotables; leyendas de entierros, de aparecidos y de venganzas de ultratumba por violar secretos de fortunas bajo custodia de ánimas en pena. Ésta fue otra materia que colmó la mente infantil de Cástulo.

    Desde muy joven acompañó a su padre en expediciones por las montañas y los barrancos de los alrededores de Casas Grandes para recolectar muestras minerales que Kron analizaba en un improvisado laboratorio doméstico. Estas muestras también eran enviadas a un paisano suyo, residente en San Francisco, miembro de una cofradía de expatriados alemanes regados por todo el continente que compartían la pasión por las riquezas esquivas. Cástulo asimiló en la práctica los conocimientos de mineralogía guardados en gruesos volúmenes que, como los de equitación, medicina y algunas otras áreas de la ciencia, su padre leía por las tardes con obstinación de catedrático de Tubinga. El hijo, mientras tanto, se ocupaba en labores nimias de la casa, a prudencial distancia, tanto de las pesadas faenas de sus medios hermanos, como de los afanes cientificistas de su progenitor. Aun así, siempre permanecía atento a la realización de futuras expediciones, y cuando éstas se acercaban, ayudaba al padre en los preparativos, presa de una excitación de jugador de naipes.

    Y ésa fue en sustancia la vida de Cástulo Bojórquez durante su primera juventud. Su personalidad, sin embargo, no sólo se forjó bajo el influjo de las ideas del alemán —mezcla singular de veleidades racionalistas y espíritu nibelungo—, sino también en la sorda pugna de la Luisa con su amasio por hacer de Cástulo lo que ella consideraba un hombre hecho y derecho. Esas manos tan bonitas, son de señorita, le decía a su hijo —cuidando que sus palabras no llegaran a oídos de Kron— cuando lo encontraba de ocioso vagando por los portales de la casa; y si te descuidas tantito —agregaba insidiosa—, hasta de floripondio. Mire, amá —contestaba el otro con desenfado—, déjese de cosas. Pero ni uno ni otra tomaban en serio esos reclamos, pues ambos los sabían infundados, y eran más bien producto del celo de la Luisa por el trato especial que Herbert deparaba a Cástulo, en perjuicio de los otros hijos de ella. De manera menos notoria, pero más efectiva a fin de cuentas, también la Luisa grabó su impronta en la personalidad del hijo; y si bien ella no tenía nada que oponer a los recursos de la cultura europea, su infalible instinto materno y su sentido de la vida —amasijos ambos de practicismo campesino y hedonismo salvaje—, forjaron en el alma de Cástulo un prisma que dio matices autóctonos a las luces del saber occidental con las que su padre pretendía alimentarle el espíritu.

    Sobre esta extraña mezcla que fluía por las venas de Cástulo discurrió la gente de Casas Grandes al rumorearse que había dado una muerte atroz a Prajedes Camacho. Nadie aseguraba nada, pero en pláticas a la luz de las estrellas, en las que se rumiaban cena y prójimo, contaban que Cástulo, impasible, con el cigarro aprisionado en la comisura derecha de su boca y plantado a la vera de un camino de herradura, había arrojado una lazada certera sobre su frustrado asesino, haciéndolo caer del caballo estrepitosamente. Nadie estuvo allí, por supuesto; aun así, daban pormenores de que Prajedes salió proyectado sobre la grupa de la bestia, con los pies vueltos al cielo. Cástulo, agregaban, ni siquiera dio tiempo a su enemigo de enterarse de lo que sucedía, y lo arrastró por un llano pedregoso para arrojarlo, ya muerto quizás, al fondo de un barranco. Dicen que, sin mayores ceremonias, recogió la reata y la ató a un costado de la silla del caballo, aspiró su cigarro con fruición y arrojó la colilla al abismo; dio media vuelta y regresó a casa.

    Toda esa historia se contaba, entre el asombro y el miedo, en Casas Grandes y sus alrededores. Lo cierto es que el día de los hechos, ya avanzada la noche, Cástulo llegó a Casas Grandes pidiendo cena a la Luisa, se dio un hartazgo de náufrago y, ya ahíto, se fue a la cama, y durmió como un bendito.

    ¿De qué está hecho Cástulo?, se preguntaban, intrigados, ante aquello que les parecía una potencia gélida e implacable —cuyo influjo venía de las remotas e ignoradas tierras de su padre— y, a un tiempo, una fiera montaraz surgida de las entrañas del trópico.

    II

    DOÑA INÉS ONTIVEROS DE ITURBE gustaba de pasar largas temporadas en Real de San Perán, pero le inquietaba permanecer meses enteros sin los servicios religiosos y el auxilio espiritual del obispo de San Miguel de Culiacán, donde también tenía residencia. Su esposo, don Plácido Iturbe y Nafarrete, era el propietario del mineral, y a pesar de que vivía siempre al tanto de los asuntos de la explotación, desplegaba todos sus esfuerzos para estar con ella el mayor tiempo posible. La había desposado en segundas nupcias dos años después de que enviudara de Eulogia Paredes Iniestra, bella mujer de temperamento indomable, que murió en trágicas circunstancias a la edad de treinta y cinco años.

    Doña Inés era una mujer educada en el temor de Dios, y pertenecía a una de las familias mejor acomodadas de San Miguel de Culiacán. Plácido la conoció siendo él aún muy joven, y ella adolescente. Desde entonces, Plácido la pretendió de amores, pero el carácter de Inés, dominado por el recato y la entrega a la vida piadosa, impidieron lo que los padres de ambos hubieran querido: que el matrimonio uniera a dos familias respetables de las que más en Sinaloa. Pasaron casi dos décadas y algunas desgracias antes de que el proyecto deviniera realidad. Mientras tanto, Eulogia, de familia igualmente notable, pero de fortuna modesta, atrapó a Plácido en una red, sutil pero infalible, tejida en un juego caprichoso y calculado, en el que entraban, en mezcla inteligente, sus proverbiales encantos de mujer y su insidioso desdén.

    El día de la boda, embargada por una emoción extraña, Inés fue a misa y rogó a Dios por la felicidad de la nueva pareja. Pasaron los años, y ella permaneció soltera y casta.

    Cuando Inés arribó a los treinta, vino la misteriosa muerte de la mujer de Plácido. Cumplido el luto riguroso, el minero marchó a Culiacán y le hizo la corte. A la familia Ontiveros la invadió un regocijo que padecía, al menos, diez años de retraso. Inés rezó a Dios, y aceptó su voluntad. Pronto hubo boda.

    A partir de entonces, la vida de doña Inés fue de puro sufrimiento. El marido la mantenía en cautiverio y la celaba de todo hombre que se acercara a su casa. Por estos celos enfermizos, Plácido fue padeciendo una locura progresiva. Comenzó a maltratarla: primero, de palabra; después, con el rudo peso de su mano; finalmente, con el fuete. Inés rezaba a Dios y pedía perdón por sus pecados. Todo esto se sucedía en el sordo encierro de su residencia de San Perán, de lo que sólo vagos rumores trascendían sus muros. Un hecho imprevisto la libró de su viacrucis.

    En su intento por desaparecer de casa todo lo que pudiera ser fuente de deseo carnal, Plácido advirtió que, sin poder explicar cómo y por qué, sobre el techo de un armario había permanecido durante años una réplica de la Venus de Milo, empolvada y vestida de telarañas, con su mirar hueco y sus brazos mutilados, cual saldo opaco de una época pasada, oscura e ignominiosa, que nadie quería recordar en esa casa. Buscó una silla, la colocó contra el mueble y subió hasta su respaldo. Tomó la estatua y se dispuso a descender, vacilante. Como si una potencia divina lo orientara equívocamente, su pie indeciso buscó apoyo sobre el asiento de la silla, y falló en el intento. Se precipitó a tierra y se quebró la nuca contra el piso. Cuando Inés arribó a toda prisa a la habitación de su marido, convocada por el estruendo repentino, lo encontró inerte, con la cabeza nadando en sangre, junto a la Venus, ahora fragmentada toda y para siempre.

    Inés Ontiveros sepultó a su marido en el cementerio de San Perán. Viuda y sin hijos propios, destinó parte sustanciosa de la herencia a sus hijastros, donó el resto de sus bienes para obras de caridad, abandonó el real y, a los treinta y nueve años, ingresó a la orden de las Siervas de Jesús Sacramentado.

    Real de San Perán, venida a menos, desde hacía tiempo, la riqueza de las vetas que le dieron fama en todo el noroeste, fue convirtiéndose, poco a poco, en un pueblo fantasma, cuyos despojos se disputaron, en festín sangriento, falsos herederos y bandidos de toda laya, hasta que de su esplendor mítico sólo quedaron, ahogadas por el monte de huinolos, ruinas y leyendas.

    Pero esta historia en realidad comienza años atrás, con Plácido, con Eulogia y con un hombre llamado Teófilo, Teófilo Carrasco.

    A diferencia de doña Inés, a Eulogia no le agradaba San Perán, pero le fascinaba el oro. De figura esbelta y bien formada, llevaba en el pelo, esparcido sobre los hombros, los destellos del metal que codiciaba; una nariz recta presidía su rostro; afilado y altivo; tenía la piel blanca y firme, y los movimientos de sus manos eran enérgicos, cuando no afectados, y tras sus ojos claros, entre el gris y el azul, la nube de la insidia enturbiaba de cuando en cuando su mirada. En tanto no apareciera este signo ignominioso, su cara era bella en extremo. Plácido, su marido, pertenecía a una vieja familia de origen vasco, asentada en San Miguel de Culiacán desde finales del siglo dieciocho, y cuyos descendientes lograron hacer fortuna en la explotación minera. Plácido, hijo único a causa de que dos de sus hermanos mayores murieron luchando del lado del bando conservador, se puso al frente del Real de San Perán desde que su padre, ya entrado en años, optó por el retiro, mortificado por la pena de la muerte de sus hijos y por el desánimo que le causaran los estragos que la guerra entre liberales y conservadores causó a su explotación. Murió poco tiempo después.

    Teófilo Carrasco fue, durante años, el hombre de confianza de Plácido Iturbe. Era un mestizo con aspiraciones, proveniente de una familia de modestos comerciantes en granos, avecindada en Culiacán. Siendo muy joven aún, luchó al lado de los liberales sinaloenses, distinguiéndose en la batalla de San Pedro, en diciembre de 1864. Al término de las hostilidades y luego del retiro de las tropas francesas, marchó a la ciudad de México y, con el apoyo de sus cofrades triunfantes, realizó estudios de abogacía, obteniendo brillantes notas. Los mismos apoyos lo llevaron a España, donde desplegó una vida disipada mientras hacía estudios de contable en la Universidad de Alcalá de Henares, terminados los cuales vivió en París durante algunos meses. De allí regresó a su patria con la pretensión de establecerse en la capital, pero la fortuna de sus amigos había cambiado para entonces y, carente de medios propios, le fue imposible lograr sus objetivos. Muy a su pesar, regresó a Sinaloa y medró durante algunos años en el ámbito estrecho de la política local, con éxito limitado. Casó con una mujer de su condición, cuyo mayor anhelo era ser bien vista por las familias de abolengo de Culiacán, y que se le admitiera en esos círculos sociales. Dicha aspiración escapaba a las posibilidades económicas de su marido, a quien ella sometía a presión constante, por medio de airados reclamos, a causa de las precarias condiciones de vida, dadas sus aspiraciones, en que la mantenía. Durante el noviazgo, Teófilo la deslumbró con sus modales de hombre de mundo, pero a la hora de aportar para el gasto ordinario, el abogado tropezó con no pocas dificultades.

    Cuando todo indicaba que la existencia de Teófilo se sumiría para siempre en la mediocridad de un notario de provincia, conoció a Plácido Iturbe, quien por aquellos años relevaba al padre a la cabeza de sus negocios. Don Plácido lo convirtió en su brazo derecho, y pudieron así los ingresos del liberal mejorar de manera sustanciosa, lo mismo que el genio de su consorte.

    Teófilo contaba entonces treinta y dos años, pero vista la vida a la luz de aquel golpe de fortuna, le pareció que apenas comenzaba su existencia, pues pudo librarse del atosigamiento conyugal, dando a su mujer las satisfacciones que le demandaba, y volver a los hábitos refinados que adquirió durante sus estancias en la capital y en Europa. Lo que su mujer, empero, ganó en estatus, lo perdió, sin mucha pena, en tiempo de compañía de su esposo, pues éste tuvo que marchar a Real de San Perán, donde pasó a residir la mayor parte del año. Allí, Teófilo conoció a Eulogia. Teófilo y Eulogia: dos seres dominados por la pasión del oro.

    Plácido los presentó al arribo de Teófilo a San Perán. Ella, limitándose a cumplir con las más elementales reglas que imponía la urbanidad, lo saludó con comedimiento fingido, al tiempo que lo pasaba por una revisión discreta de la que el mestizo no salió muy bien librado. La altiva mujer, sin decir palabra, pero aplicándole una mirada fría y calculadora, lo ubicó varios peldaños abajo de su propio linaje.

    No era mal parecido Teófilo, pero tampoco un adonis. Era de complexión y estatura mediana, y de piel morena de tono claro; dominaban su rostro anguloso dos cejas, espesas y negras, que amparaban unos ojos de color café oscuro y mirar diáfano. Tiraba hacia atrás su cabello, negro y ondulado, dejando al descubierto una frente amplia, que parecía anunciar tras ella una mente montada en atalaya. Largas patillas bajaban hasta el mentón, atenazando las comisuras de su boca, de labios amoratados. Esta apariencia física contrastaba de manera notable con la del marido de Eulogia: alto y corpulento, sin ser obeso, de ojos claros y piel blanca, que se teñía de rojo al primer estornudo, llena de pecas y víctima fácil de los piquetes de mosco, que le provocaban pequeños abscesos. Desde que entró a los treinta, había comenzado a encanecer y a perder cabello, circunstancia que no le preocupaba en absoluto. Era un hombre tosco, pero afable y sencillo, lo que también contrastaba con la personalidad del administrador, amanerado y culterano. Parecían no tener nada en común, pero hacían buena pareja, debido, principalmente, a un entendimiento cabal en cosas del trabajo.

    Durante algún tiempo, Eulogia deparó al administrador un trato frío y distante, a diferencia del patrón, quien le prodigaba el que se otorga a los viejos conocidos de la familia. Con el paso de los meses, empero, la distancia que Eulogia marcó en un principio fue la misma que ella tuvo que remontar pues, con el paso de los meses, la deslumbró el raro sortilegio que irradiaba la personalidad del nuevo administrador. Éste desplegaba frente a ella,

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