Prosa del Popocatépetl
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Prosa del Popocatépetl - Francisco Serrano
Kasch
I
LAS ALAS DEL VOLCÁN
No era sino la primera noche, pero una serie de siglos
la había ya precedido.
Talmud
ALUMBRAMIENTO DEL VOLCÁN
1
Era de noche cuando la tierra se agitó como un jabalí sagrado,
de noche cuando comenzó a hervir, brusco mar inestable,
como si fermentara en un fondo de pantano, borboteante, flamígero, el suelo,
de noche cuando un estrépito de rocas como una urna de hierro
o el acorde de muchas aguas encorvándose soltó las asechanzas de su diversidad,
de noche cuando la tierra retrocedió espantada como un ciervo en el agua,
cuando la asimetría del comienzo sesgado por las sombras se inflamó
cediendo paso a la convulsión y al tumulto, pétalos desgajados,
de noche, de noche cuando el erizado culmen de la tierra cabeceó
en las ondulaciones de una orfandad que aquella danza transformaba.
Borbollones de fango altos como paredones de espuma o secoyas despeñándose
crecieron y se precipitaron en la proliferación de las tinieblas
con la fiereza de un reptil que largamente incubara la vida en sus vísceras.
Bajo la respirante geometría de otras estrellas su lomo se encrespó;
su pecho fosforecía en la noche, una anegadiza borrasca lo atravesaba como una onda raída.
En las hendiduras del silencio que se arremolinaba saltando en el aire encogido
ranuras secretas rodaron como las sílabas de una frase aún no dicha por nadie.
La noche abría sus brazos de murciélago, sus herrumbrosas bisagras,
chirriando como una quijada salivante y henchida en el momento de morder,
triturando poco a poco con sevicia las brotantes semillas de piedra.
Era de noche cuando el lodo se alzó en grandes olas y se arrojó al vacío.
2
Era de noche cuando el barro gimió y de su lamento brotó como un lirio una filtración escarlata.
Recostado en lo cóncavo el abismo deshacía su poción escamosa.
La noche ardía en las rocas, en el vaivén de un sonido concentrado
a punto de volverse cristales, pulsación.
Llamas humedecidas, lanzas de púrpura, láminas de espuma rebotada.
El viento estaba inmóvil, el agua había retrocedido,
ninguna cavidad se arrebujaba en las fisuras de su red.
En su ascensión sin prisa, los cristales trazaban ilaciones, enlaces, símbolos.
La imagen se acoplaba a la fluente cadencia del fuego, se arrimaba con sus oscilaciones
al contrapunto de su espacio, con el ímpetu ávido de cada una de sus vértebras,
como si a los arenales de un playón llegaran los reflujos de un mar viscoso y vítreo.
Algo se desprendió, en alguna parte.
Desde aquellos torreones de sombra al volcarse la marea comenzó a burbujear como un potaje.
Sobre la orla de las emigrantes llamas ondeaban tirantes ramales de hierro.
La tierra retumbaba como un tambor, el cielo resonaba con una turba de trompetas.
Una espesa acumulación de acuosa tierra ígnea rompió el silencio acumulado
y al sesgo de su impulso la masa formó un pliegue, como la dobladura de un paño cayendo,
surcos, rizos, hendiduras en el áspero pecho de piedras cubiertas por las brasas.
El jabalí braceaba entre los borborigmos de lodo ardiente,
su cabeza era una inmensa bellota, sus colmillos peñascos,
abanicos, flechas del aire incandescente.
Y ahí donde el brote de aquella flor de fósforo frisaba entre las rocas
condensándose, en las raíces del relámpago, un bisel fulgurante, una arista de luz
rasgó como un estigma el ópalo recrudecido de la noche. Y roncamente
una emisión ígnea y siseante, una vibrátil víbora de denso esmegma expelió su ponzoña.
(Era de noche y ninguna de las cosas conocidas presenció la prontitud del borbollón alzándose.)
3
El fuego extendió sus alas sobre el acantilado.
Estrías como aguijones rajaron el cordel de la corteza al sacudirse
y un vaho tórrido doró con una aureola la conculcada altiplanicie.
El viento se había partido como un hacha.
Muros de metal henchido, laderas ríspidas, barrancas de ceniza.
Un estrépito de siglos, estrépito de piedras y troncos calcinándose
acompañó