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El mercurio volante
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El mercurio volante

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El Mercurio Volante de Carlos Chimal es una novela hasta ahora inédita. Está conformada por dieciocho capítulos que narran la vida de Carlos de Sigüenza y Góngora en compañía de su asistente Serafín Ocelote. Reconstruye la cotidianeidad de la Nueva España y reproduce el lenguaje utilizado en esa época sin tornar la lectura oscura o pesada.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 sept 2018
ISBN9786071658814
El mercurio volante

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    El mercurio volante - Carlos Chimal

    I-VI

    Capítulo I

    Antes de caer la tarde Serafín Ocelote cruzó el camino de Tacuba por el que se iba a las huertas de la orilla occidental de México-Tenochtitlan y, si uno seguía andando, llegaba hasta el poblado de Santiago Tlatelolco. Como nunca, la isla le pareció muy distinta. Al fondo se alzaban dos volcanes, uno fogoso y el otro frío como la muerte. Había estado hablando con el viejo del lago de Tezcoco, quien sabía muchas cosas y tenía libros, igual que su patrón. El viejo le había advertido: No confíes en los castilteca pero él no le hacía caso, su patrón lo había salvado de la indigencia, de amanecer con una mano adelante y otra atrás bajo los portales de alguna iglesia; para un pordiosero los estratos del cielo que se abrían poco a poco dejando ver un techo celeste aparecerían grises y ominosos. Para él ya no. Bandadas de patos y garzas volaron hacia el sur, tal vez en busca de las aguas dulces del lago de Xochimilco. Apresuró el paso, no quería que el crepúsculo lo dejara desamparado mientras se adentraba en la isla.

    En agosto de 1670 la primera traza de la capital de la Nueva España de las Indias del Mar Océano había terminado en una cruadrícula perfecta. Su forma reticular dibujaba manzanas en damero, es decir, más largas de oriente a poniente pues ese era el camino del Sol. Fuera de ella la rodeaban con sus caseríos aquí y allá cinco barrios indios salpicados de españoles tunantes y sus vástagos mestizos. Sus nombres eran: San Juan Moyotlán, al suroeste; San Pablo Zoquiapan, al sureste; San Sebastián Atzacoalco, al noreste, y Santa María Cuepopan al noreste, además de Santiago Tlatelolco, cabecera con sus propios barrios y separado de la isla por el canal Tezontlalli.

    Siguió adelante y dejó atrás el calpulli de San Sebastián Atzacoalco, caminó lejos, cruzó puentes de madera y de piedra; vio pasar hombres que cargaban mantas, maderos, y algunos más que llevaban a cuestas a otros hombres y mujeres adinerados que podían pagar para no tener que vadear por su pie los charcos, o simplemente porque no deseaban cansarse en su camino por la ciudad. Escuchó caballos relinchar, perros ladrar, mulas trotando sobre el empedrado. Señoras escogían en una casa de paños el azul más hermoso que habían preparado esa semana las indias del obraje. En algunos sitios el olor era fétido, pues había animales muertos que nadie enterraba. Cobijados por las paredes de uno y otro convento se rezaban las horas canónicas de las vísperas al ritmo de un reloj de arena; en algún sitio de esta región los indios aprendían el canto mozárabe de Toledo y Sevilla, y lo entonaban inspirados por el aliento de un órgano o bien por su propia voluntad de escuchar el suspiro de los ángeles.

    Los placeros escombraban los tendajones de madera y carrizo que se habían quemado el día anterior por causa de algún anafre en un puesto de fritangas, mientras los vecinos traían la imagen de la Virgen de los Remedios, a ver si ayudaba a sofocar el incendio. Las plazas despertaban con sus sombras y tenderetes. En San Juan Moyotlán los mestizos y en San Pablo Zoquiapan los indios semidesnudos ofrecían peces, verduras, gusanos. Dos negros tocaban sus tambores mientras un mestizo y una india hacían bailar a su coyota. Barberos, herreros, jubeteros y ladrones, todos iban a lo suyo desde temprana hora. Atravesó la Plaza Menor; a un costado de las viejas casas de Cortés, tres caballeros españoles que mantenían a paso su montura bromeaban alegremente. Un carruaje de pasajeros cruzó despacio por la calle enlodada y se detuvo frente a un hostal.

    Ya enfilaba hacia el convento de San Francisco y continuaba a la casa de su patrón cuando reconoció a la distancia los sayales cafés de un grupo de monjes. Entre ellos caminaba un hombre más alto que el resto. Imaginó que era el fraile Bernardino de Sahagún, de quien se decía que, si alguien le regalaba una gallina, la dividía en siete días para no despertar la gula; si alguien le obsequiaba unos huaraches, los cedía a algún hermano lego; no cenaba excepto los domingos y se abstenía rigurosamente del vino. Le hubiera gustado conocer al fraile, pero eso era imposible, pues tendría que haber nacido 100 años atrás.

    Miró la tierra lodosa y luego las sombras de los que andaban antes que él. Se veía a sí mismo persiguiendo las huellas del tlatoani despachado siglos atrás y, no obstante, seguía tomándole la mano a alguien, no estuvo seguro si la de su patrón o la de un ánima en pena. Entre brumas y bellotas de roble tuvo la impresión de que muchas de esas personas pisaban con harta muina en sus espaldas, pues arrastraban las piernas como si el lodo las reclamara. Creía, estaba seguro de que intentarían vender sus duelos y quebrantos en el próximo tianguis al amanecer. No recordó si así fue y si ganaron buenos talegos por ello, pues sintió que lo corrían como a una mona; aterrado, sentía que la tierra temblaba.

    En realidad era su patrón quien venía a despertarlo. No recordaba en qué momento se había quedado dormido en el patio de la casa, luego de caminar harto desde Popotla. Aturdido, tardó en incorporarse, por lo que su patrón usó los papeles que traía en la mano para darle un zape, pues eso era para lo único para lo que servía la carta que había estado esperando por parte del padre Provincial de la Compañía de Jesús, la misiva con el perdón por su mal comportamiento tres años atrás había llegado como la lluvia ahora, con fuerza negadora, con saña que se hacía vieja con las horas, y, sin querer, le recordaba que ya no estaba en tiempos de Mari Castaña.

    Por su parte, él, avergonzado, se espabiló y se levantó jalado por cuerdas invisibles.

    —Padre Carlos, ¡es hora de volver a pegar el ojo al ingenio que le consiguió el cajonero de la acequia real!

    Su patrón vivía rodeado de libros de matemáticas, poesía, filosofía, derecho canónico, ingeniería, así como de objetos diversos: esferas, globos, astrolabios, nocturlabios y ballestillas. Y ahora, un telescopio, pues era un enamorado del amanecer. El ambiente húmedo dominaba ese 15 de agosto de 1670. La tormenta había seguido su camino y permitió que el resto de la noche fresca luciera brillante, poblada de estrellas.

    —¿Estoy cumpliendo nueve años, Serafín Ocelote? —le preguntó mientras éste se restregaba los ojos. El asistente se le quedó viendo con cara de mayate, dando vueltas a una cuestión sobre la que no tenía la menor idea.

    —Entonces no tengo nueve, ¡sino 25 años de edad! Responde, cabezudo porfiado.

    —Verdadero en lo que dice cempoualliommacuilli año; hoy es su cumpleaños, padre. Sus familiares y amigos vinieron a felicitarlo.

    —¡A burlar con otro!, te atreves a desafiarme diciéndome malicias y pullas, tecamotopeuani (palabra que en náhuatl significaba burlador).

    —Ya va a anochecer y vuesa merced no va a estar alerta para ojear ni una vaca este santo día…

    Durante la madrugada se abrió el cielo encapotado, lo cual su patrón aprovechó para mirar por el anteojo de largo alcance fabricado en Inglaterra que un buen comerciante cajonero del mercado de la acequia real le había conseguido, sin hablar más de sueños perecederos. Antes, se aseó el rostro, tomó un vaso de barro lleno de agua de Ayotzingo, la bebió e hizo buches, y enseguida se limpió los dientes con un paño de lino.

    Serafín Ocelote notó que su patrón estaba inquieto. Lo que no sabía era que durante el par de horas que lo vio dormitar tuvo un sueño perturbador, en el que caminaba por el aire preguntándole a un monarca nahuatlaca: ¿Quién detendrá la lluvia?, pero ni éste ni nadie le respondía. Una cascada de vocablos se derramaron en su interior: facistol, zafiro, esfera, rubí, piélago, volcán, lucero, Navarra, eclíptica, Gane, Pancaya, Fénix. Entonces se atrevió a pronosticar, a adivinar por signos, a adelantarse en el agua. Surgió en él la sensación de que estaba cometiendo un sacrilegio, pues era obvio que el único que tenía el poder de suspender o provocar fenómenos naturales era Dios. No obstante, su mente siguió discurriendo, como si actuara por su propia cuenta: ¿Qué tal si Nuestro Señor no se ocupara de esas nimiedades? Él es un creador, no un manipulador; por tanto, nadie puede detener la lluvia. Es el impulso del fenómeno que sucede debido a otras condiciones naturales, todo lo cual, en su conjunto, responde a una mecánica en la que Él ya no tiene por qué poner atención.

    La figura de Serafín Ocelote le hizo comprender que, en realidad y a pesar de todos los pesares, era alguien distinto de su asistente; él no era parte de la chusma, ni de los jesuitas que lo habían expulsado, ni tampoco de las sombras que esperan indolentes el futuro. Seguía buscando ser uno, Carlos de Sigüenza y Góngora, incrustado en un cuerpo inepto para la vida marcial y para la galante, mucho menos listo para la empresa aventurera allende el océano. No había nada especial en su apariencia exterior, excepto un rostro largo, moreno claro, tostado por el sol de la Nueva España, y un esqueleto flaco cubierto de un pellejo lechoso, cuya compañía de fibra y músculo alcanzaba la brevedad a regañadientes. Apenas le crecía el bigote ralo, una piocha de espantajo y nada más. A pesar de su juventud, las zonas sobre la cabeza ausentes de cabello ya eran notables. Años de lectura lo obligaban a usar quevedos. Nada podía elegir, todo le había sido dado, excepto la posibilidad de enmendar su propio nombre. Siendo su madre Dionisia Suárez de Figueroa y Góngora, años atrás había preferido lo que no le era dado sino cultivado, buscado con ahínco: la fuerza de la pluma.

    —Otro recuerdo de su amigo en Flandes, este libro del padre Atanasio Kirchero que llegó en la Carrera de Indias.

    —Grandes augurios —replicó Sigüenza, sonriendo, mientras acomodaba sus espejuelos en el largo e inclinado puente de su nariz a fin de enfocar el título, Mundus Subterraneus. Luego comenzó a dar vueltas a las hojas y siguió diciendo—: Kirchero, astrónomo admirado por el padre Alexander Favián… ¿sabes que nació el 2 de mayo de 1601 en la Buchonia, en Geisa para ser precisos, parte del Sacro Imperio Romano?

    —No, padre. Pero vuesa merced dice que es jesuita.

    En el rostro de Sigüenza se dibujó una sombra del pasado, algo fugaz y sombrío que estaba aprendiendo a disimular. Vivía rodeado de jesuitas, tenía amigos entre ellos pero no pertenecía a la Compañía. Habían pasado tres años desde que había sido expulsado, dos veces había apelado, alegando sincero y profundo arrepentimiento, y otras tantas lo rechazaron. El 30 de marzo de 1669 el general de los jesuitas en Roma contestó a su petición aconsejándole que tratara de ser recibido por el padre provincial de la Orden en México, ya que necesitaba más información antes de poder conceder dicha gracia. Continuó mirando el legajo.

    —El que me haya sido entregado hoy ¿significa algo?

    —Que puede leerlo.

    —Es verdad. Y es de sabios amoldar el juicio, pues has de saber que hasta no hace mucho me pasaba con pan y vino las predicciones astrológicas. Pero ayer comprendí que, según maese Kirchero, los astros no sirven para adivinar el futuro sino para comprender el presente; no dirigen ni determinan nuestras vidas, sino que las iluminan, dándoles un sentido de acción, ¿te das cuenta? El padre Kirchero fue atrapado por las aspas de un molino y apenas sufrió algunos raspones.

    La cara impasible del indígena con rastros evidentes de haber sobrevivido las viruelas, un mozo que comenzaba a mudar la voz y a abarbar, uno de ojos pequeños y oscuros, despertó dudas en el discernimiento de Sigüenza, quien había nacido en estas tierras 25 años atrás como pudo haber nacido en Madrid, se había topado desde siempre con sus naturales, como el Serafín Ocelote que tenía al lado, cosa que no hubiera podido suceder allá, y a veces creía que venían de otro mundo, tanto ellos como él. No sé si cuando se confiessa, se enderessa, pensó mientras seguía mirando a Serafín Ocelote, quien pasaba por castizo y, sin embargo, sus padres habían pagado tributo, igual que los otros indios; no vestía pantalones y camisas de manta de algodón o alguna tilma que le sirviera de traje y cobija, sino que usaba medias, zapatos y cuellos como los castilteca. En pocas palabras, era un ladino.

    Dejó de pensar en ello, no había que holgarse del mal ajeno. El asistente le contó su visión cuando pasó junto a los franciscanos antes de llegar. Luego sacó de su morral un idolillo de barro.

    —¿De dónde te sale todo eso, muchacho aturdido?

    —Del viejo buzo, padre, él me ha contado y me deja tocar las cosas…

    —¿Qué cosas?

    —Las que su abuelo rescató de una lancha perdida en el lago de Tezcuco, papeles y libros de un conquistador, de allá por 1569…

    —¿Qué viejo? ¡Ahora recibo lección del que apenas lee! Así que dime, ¿a quién has estado visitando en las últimas semanas?

    —Al viejo buzo que le digo.

    —¡Ca, niño! ¿Y qué insensateces profieres? —agregó Sigüenza—. Nadie se encuentra semejantes archivos en medio de la nada, los habrá hurtado…

    Ningún gesto salió del rostro de Serafín Ocelote.

    —¿Quién es? —insistió Sigüenza.

    —Villadiego, hijo de Calaínos, sobrino de fray Jarro, Pedro por demás, Juan de buen alma, se lo aseguro, padre.

    Sigüenza se le quedó viendo y sólo movió la cabeza. Remató:

    —La próxima vez que vayas a verlo, me llevas.

    —Como vuesa merced ordene.

    —Anda, anota en el libro la hora y posición de la estrella que dejamos de observar por causa de tu delirio. Y guarda ese telescopio. ¡Valiente manera de comenzar a mirar la bóveda celeste! Y hay que enviar esas inspecciones al padre Hyeronimus, quien en La Haya también sabe leer el cielo.

    Sigüenza prefirió cambiar de tema y siguió hablándole del padre Alexander Favián, al que calificó de atleta del Olimpo. Éste se carteaba con Atanasio Kirchero (lo llamó noble Colón del Cielo), incluso había recibido algunos autómatas de regalo por parte del jesuita alemán, desarmados para mayor desafío, pero al jesuita mexicano no se le quebró el hilo ni el ánimo, ni le quebró a otro los dientes sino que armó los ingenios mecánicos como si hubiesen salido de su propia cabeza.

    —¿No le asustan estos bodrios, padre?

    —¿Por qué habrían de hacerlo? Piensa bien, son fiestas de la naturaleza y herramientas útiles para vivir mejor. Producto de consonancias graves y números suaves, de eso no dudes un instante. Hay mucho conato, mucho trabajo y esmero en ello.

    Serafín Ocelote no estuvo tan seguro de haber comprendido pero mantuvo cerrada la lengua parladera.

    —Y deja de decirme padre, pues bien sabes que aún no lo soy.

    —Pero pronto lo va a ser.

    —Sábete que de la mano a la boca se pierde la sopa.

    —Está bueno, don Carlos.

    El sol ya se asomaba por el horizonte, de manera que resultó imposible seguir observando estrellas. Las campanas de la Catedral de México-Tenochtitlan, que se hallaba a escasos 200 pasos en dirección noreste, llamaron a la primera misa del nuevo día. Sigüenza volvió a su habitación. Encendió un candil, tomó papel, tinta y un manguillo de punta aguda. Empezó a escribir:

    ¿Adivinar en agua?, ¿adivinar por signos o por sueños? ¿Afirmar con atrevimiento y porfía? Dime qué almanaque y pronóstico consultas y te diré quién eres. Y cuando me pongo mis quevedos, empiezo a ver las cosas de distinta manera, no sé si más claras. Lo que sé es que quedarán los discretos más, y los necios, aunque no dejen de serlo, enmendados en algo quedarán. Pero si consultáis el almanaque de este siervo de Dios, do no sacan y no pon, hijo de don Sayón, presto llegarás al hondón. Y si leen en Enero mis pronósticos y lunarios el rey Perico, Harbalias, Chisgaravís y Perogrullo, seguro ganarán dinero. Y si el Otro, Perico de los Palotes, Calaínos y la dueña Quintañona en Marzo llegaran a consultarlo, pronto hallarán mucho cuarzo. Don Diego de Noche, Doña Fáfula, Mari-Zápalos, Pedro de Urdemalas y Garibay vendrán a la primera voz cuando miren que malas artes no hay, mientras que el Bobo de Coria, Villadiego, Vargas, Pateta, Marirrabadilla, Revivido, Trochimochi, Vázquez y Cochitervite correrán a conocer su triste suerte pues no estarán invitados al convite. Entonces me daré por bien servido.

    Sigüenza dejó la pluma bronceada cuando escuchó la voz de Serafín Ocelote llamándolo a almorzar. Después de un plato de olla podrida, pan de trigo y una jarra de agua mineral saborizada con rodajas de naranja, fue a tomar la siesta que nunca se perdona en su catre de madera. Entrada la noche se levantó con determinación pero el cielo nuboso volvió a hacer de las suyas. Poco antes de amanecer la cortina se abrió. Una puerta de mizquitl azuloso dividía su habitación del estudio, en el que Serafín Ocelote había tenido la precaución de montar el telescopio y tenía lista la libreta para que él iniciara sus registros como astrónomo aficionado.

    Mientras echaba una larga mirada, Sigüenza le confesó:

    —Estoy escribiendo un almanaque y lo someteré a la Santa Inquisición en los próximos días. Pero antes necesito acabar de hacer estos cálculos, ¿me entiendes?, los números son las articulaciones de los sucesos estelares, en particular aquellos que atañen a la agricultura y la salud de los hombres.

    ¿Entendía y comprendía Serafín Ocelote los pensamientos de Sigüenza? ¡Gloria vana! Hay que volver lo de adentro afuera y lo de arriba abajo, hay que convertirlo en una cosa larga y que cuelgue. Había que cerrar con llave de palo antes que de hierro. La paciencia no había sido una de sus virtudes, se lo recordaba todo el tiempo desde hace tres años, cuando había mandado a volar a los padres jesuitas del colegio junto con sus evangelios abreviados. Aprende a cerrar la boca, Sigüenza, se repetía a sí mismo en la hora Prima, en la Tercia, en la Sexta y en la Nona. Sus desplantes le habían costado caro, la eterna gloria, ni más ni menos. Ahora tenía que hacer penitencia. Blanda cosa ganarse el cielo de esta manera, el espanto como costumbre de vida para evitar el infierno, estar dispuesto y aparejado para enseñar al cabeza dura. Empero, con rabadillas de ave también se puede aderezar un buen caldo. Los augurios son palomas sin hiel y Sigüenza habría de beber de los vientos, pues adivinar el futuro le resultaba juegos de niños mientras que entender el pasado, su pasado, se volvía una mancha incuestionable. Entender por qué estaba aquí y no allá era quitar la tranca de la puerta, sacarse los grillos, guarnecer la fortaleza, cardar, desgranar semillas menudas, caer en el negocio, no venir en vano a ofrecerle sacrificio a Dios. Entonces, ¿quién era Carlos de Sigüenza y Góngora?

    Desde muy pequeño su padre le había contado la majestuosidad con que se desplazaba la flota del nuevo virrey, Diego López Pacheco, duque de Escalona, marqués de Villena, conde de Xiquena y grande de España cuando zarpó de Cádiz el 8 de abril de 1640. En varias ocasiones le había referido acerca del viaje no exento de incomodidades y mareos, hasta que la mañana del 24 de junio, al cabo de 77 días, divisaron tierra. Enseguida la flota enfiló hacia la fortaleza de San Juan de Ulúa, frente al puerto de la Vera Cruz Nueva, donde los habitantes locales esperaban expectantes, pues habían aparecido libelos pegados en las paredes de tabernas y tendajones que le daban la bienvenida:

    Viene de España por el mar salobre

    A nuestro mexicano domicilio

    Un hombre tosco, sin algún auxilio,

    De salud falto y de dinero pobre.

    En pocas palabras, aducían los anónimos, el nuevo virrey era un pecador grande dado que había contratado personal en demasía. Y si bien las cosas al otro lado del mar se habían puesto en un punto crudo, no era para tanto el mitote. Afirmaban que, dada su condición nobiliaria, la Casa de Contratación le había autorizado un séquito de más 100 criados y esclavos, muchos de los cuales también cargaban con su prole. Y eso sin contar las docenas de polizones con sus respectivas chinches. En cambio a los ojos de los criollos y todos aquellos que se sentían con derecho a acercarse, se trataba de un regalo tener como mandatario a tan insigne personaje.

    Destacaban tres caballeros entre quienes formaban la comitiva del marqués de Villena. Los tres influyeron en grande cosa durante la vida de Sigüenza. El más lejano fue el flamante obispo de Puebla, visitador y juez de residencia, Juan de Palafox. El segundo acompañó sus primeras fantasías de aventura y acción; era un tipo al que el resto de los pasajeros recuerdan porque gastó todo jugando cartas mientras cruzaban el charco y lo que ganó fue el escarpín de un tobillo, de nombre Guillén de Lampart, William Lamport o Guillén Lombardo, enamoradizo hasta el muro de enfrente. Y el tercero, el más cercano, el madrileño Carlos Sigüenza y Benito, conocido por haber sido maestro del serenísimo (y malogrado) príncipe don Baltasar Carlos, hijo de Felipe IV, aunque su muerte sobrevino seis años después de su decisión de embarcarse al Nuevo Mundo.

    ¿Por qué quiso Sigüenza y Benito venir a estas tierras? Cuando su hijo Carlos le preguntó, la respuesta fue lacónica: una premonición que lo obligó a salir de Madrid, por demás una ciudad pestilente y donde Dios estaba lejos de sus habitantes. Las fortunas habían menguado, escaseaban quienes podían pagar ahora un tutor de su clase. Y, por si fuera poco, de otra manera nunca hubiera conocido a Dionisia Suárez de Figueroa, una joven sevillana emparentada con el príncipe de los poetas, Luis de Góngora y Argote, por cierto, su madre.

    A los pocos días del matrimonio de Sigüenza y Benito con Dionisia el obispo Juan de Palafox se trasladó a la Ciudad de México a fin de tomar posesión del arzobispado sin descubrir su verdadera intención: apresar al virrey bajo sospechas de sedición e infidencia, pues, entre otras razones, se sabía de su parentesco con Juan IV de Portugal, monarca enemigo de España, por lo que tal vez favorecería la causa de la dinastía de los Braganzas luego de la rebelión lusitana que en 1640 llevó al trono al octavo duque de dicha casa.

    A principios de junio el flamante arzobispo entró al Palacio de los Virreyes a media noche, luego de una reunión con los oidores. Uno de éstos se encargó de irrumpir en la recámara del virrey, quien salió de manera subrepticia y fue llevado al Convento de Descalzos de Churubusco. A fines de ese año, 1642, se embarcó en San Juan de Ulúa de regreso a España a responder de los cargos que se le imputaban, de los cuales saldría bien librado pero nunca regresaría al Nuevo Mundo.

    Guillén Lombardo cayó poco más tarde no sólo por sus enamoramientos sino por sus ideas. Hay quienes afirman que quiso convertirse en adiestrador de ciegos y, así, obtener los favores de las mujeres e hijas novohispanas.

    En cambio el padre de Sigüenza salvó el pellejo en medio de diabólica cosa, pues era un modesto escribano público que aprendió algunas de las mañas del obispo Palafox, por tanto su sí era un no, pregonaba vino y vendía vinagre, en suma, se adiestró en el arte de dar gato por liebre. Cuando sus hijos crecieron, les enseñó a no estar quietos en la paz para estar siempre preparando la guerra, y no porque fuera amigo de pendencias.

    Los libelos más populares en las calles de la Nueva España acusaban al obispo de pretender cumplir bien el oficio de visitador y ser, a la par, virrey, porque imitaba el arroyo que tenía como lema: Crezca yo aunque barra muladares. Peninsulares, criollos, mestizos, indios, coyotes, mulatos, saltapatrás, todos pensaban que era avaro so capa de austeridad, pero sobre todo era un redomado hipócrita.

    —Ora obispo, ora visitador, ora virrey, ora arzobispo —dijo una señora que pasaba por esos lares—; hoy parece tierno mancebo y luego león; una vez fiero jabalí y otra serpiente temida de todos.

    —Y los cuernos lo hacen toro —agregó otra, que llevaba cubetas de leche en las manos—, tiene todas las amigas sucias y feas, para con eso aparecer moza.

    —Lo que dicen sus amigos albañales y canales de aguas sucias es mentira —replicó la primera—, no son sino arcaduces por donde corre lo que el obispo tiene de inmundo y asqueroso.

    A pesar de la virulencia en las bocas de la gente todos seguían haciendo lo suyo, no menos que los demás, Guillén Lombardo. Cuando se fugó de la cárcel de la Santa Inquisición de México, en 1650, Sigüenza tenía cinco años de edad. El día que fue ejecutado, Sigüenza era un adolescente imberbe. Aun así recordaba las leyendas que se contaban en las aulas del Colegio jesuita de San Francisco Xavier en Tepotzotlán sobre el personaje famoso por su rebeldía y suerte con las damas. Había caminado entre las calles con la mirada baja, vestido con una túnica blanca y un bonete azul, el hábito de la Concepción que le prometía indulgencias celestiales una vez ahorcado. Desde que ingresó ahí, en mayo de 1660, venía a la memoria de Sigüenza sobre todo el tono amargo que despedía aquel que nunca había recibido el perdón por sus faltas. Volvió a verse reflejado en el insolente Guillén Lombardo, como en aquellos días mozos, y sintió que un hilo de púas le recorría la espalda.

    El olor de pescado con hojas de colorín, tacos de jumiles y cacomite que Serafín Ocelote había traído del mercado para celebrar su cumpleaños con amigos y familiares despertaron más recuerdos fugaces, en esta ocasión de cuando hubo fiesta en su casa luego de haber sido llevado al Sagrario Metropolitano de México para su bautismo. Un vago recuerdo de lo que su madre le contaba una y otra vez cuando era muy pequeño: el órgano de la iglesia a tono, la piedra para aplicar el sacramento, el agua fría derramada por el asistente con licencia del cura semanero en su diminuta cabeza, mientras pronunciaba su nombre y el de su abuela, doña Inés de Medina y Pantoja, que hizo las veces de madrina.

    En los idus de abril de 1650, cuando ya no le cantaban Duérmase mi niño pero aún jugaba a naranja dulce, limón partido, se detuvo en el camino de regreso a casa mientras su padre y su hermana mayor Ana continuaron sin voltear; se hacía tarde. El pequeño Sigüenza había notado que era posible ver la Luna mientras el Sol aún estaba presente. Quiso saber por qué pero nadie le pudo explicar… y corría prisa, se apresuró para alcanzarlos.

    Su padre había logrado incrustarse en la burocracia virreinal, de manera que la zozobra de los primeros años amainó. Gracias a que ciudades antiguas importantes como Zempoala, Tlaxcala, Tezcuco, Pátzcuaro y Cholula sobrevivieron, funcionarios como el padre de Sigüenza consiguieron crear un mundo singular para sus vástagos. Tres mil mulas entraban diariamente a la capital de la Nueva España cargadas de trigo, maíz, azúcar y otros productos. Miles de novillos provenientes de territorios chichimecas se alojaban en Tepotzotlán, esperando su turno hacia el matadero de la ciudad. La gente estaba bien dispuesta, antes alta que baja. Todos eran de color trigueño, como pardos, de buenas facciones y gesto. A los ojos de Sigüenza, casi todos resultaban muy diestros, robustos e infatigables, y al mismo tiempo la gente más parca que se conoce, como lo había verificado en su trato con el mismo Serafín Ocelote. Eran belicosos, con la mayor resolución y por el menor asunto se exponían a la muerte. Los peces y los pájaros acuáticos que rondaban los lagos del valle los habían hecho fuertes.

    Ahora, al cumplir 25 años de edad, su memoria volvía a los cuentos de su padre sobre la corte en Madrid, las descripciones de lienzos de pintores famosos donde se veía al pequeño príncipe Baltasar Carlos montando a caballo, las charlas de su padre con el artista Diego Rodrigo de Silva y Velázquez, las lecciones en el palacio real, todo formaba parte de un mundo roto que había quedado al otro lado del mar. No lo extrañaba, nunca lo había conocido más que por los relatos de su progenitor, pero tuvo la sensación, pasajera e intrusa, de que su padre había surcado el océano para conducirlo al desengaño, al pesimismo que lo inunda todo.

    Caminaba por donde se construía la Catedral de México-Tenochtitlan y percibía en las personas desconfianza, como si su existencia se hubiese convertido en una lucha feroz que les suponía vivir al acecho. A pesar de que las columnas salomónicas, las linternillas, la chiluca y el tezontle iban franqueando el paso a la cúpula y al tambor ochavado, el mundo aparecía confuso y sus amigos artistas como José Juárez y Villalpando lo representaban como un laberinto subterráneo. Ya no había tenebrismo y claroscuros, pero lo exultante y luminoso sudaban amargura.

    Sigüenza empezó a creer que su labor consistía en elevar a

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