Las fauces del abismo
Por Ignacio Padilla
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Ignacio Padilla
Ignacio Padilla is the author of several award-winning novels and short story collections, and is currently the cultural attache at the Mexican Embassy in London.
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Las fauces del abismo - Ignacio Padilla
Dream
ANIMALIA DE ESPEJOS
ESPADA, TALISMÁN, ESPEJO
El monstruo que aquí veis representado adornaba un talismán que se halló junto al cadáver de Luca del Briati, arconte de la Orden de la Luz, muerto por revelar a los franceses el secreto de los espejos cristalinos. El talismán lo hizo dibujar micer Pietro Guareschi, alguacil de esclusas y canales, cuya fama está lo bastante extendida en Venecia como para requerir otra alabanza. Él mismo me contó que un gitano que mendigaba en la ciudad le había dicho una mañana que resonaban gritos espantosos bajo la iglesia de Santa María. Venía el rufián muy asustado, las ropas sucias de lodo, y juraba haber visto también un tumulto de fantasmas muy principales abandonar las cloacas cerca de la esclusa que se abre hacia el puerto maestro.
Acudió pues el alguacil. Removió la losa en el atrio de San Juan y penetró en el dédalo de inmundicia en compañía de dos criados. Juntos rodearon la cisterna vieja de los frailes, que les recordó una tumba romana; cegados por la enormidad del laberinto, encendieron sus antorchas, perturbaron ríos de ratas y acabaron de perderse en riberas de arena oscura. Amanecía cuando encontraron una bóveda grandísima. Ahí un criado sintió miedo y quiso regresar sobre sus pasos. Tal era la peste en el lugar, que el otro criado tuvo náuseas y cerca estuvo de desvanecerse. Luego el alguacil encendió su última antorcha y halló esto: al arconte Luca del Briati degollado junto al fétido torrente, los brazos doblados sobre el pecho y, en las manos, su temblorosa espada, con la que decía haber matado a quince turcos en Mesina; a sus pies, roto y sangrante, un espejo de dama y un muñeco de alfeñique y el talismán monstruoso que ya he dicho, también roto.
Guareschi bocetó allí mismo el muñeco, la espada, el talismán y el espejo; después los pasó a un criado para que los hiciese trasladar por un artista de Ferrara, quien los dibujó con muestras de paciencia y gran talento. De esas ilustraciones nos queda sólo la del talismán, entintada en el libro famoso de Juan Gonçalvez, De los delitos en la ciudad de Murano. De ahí tomo yo la representación del monstruo que, como podéis ver, es semejante a una tortuga: sobre la caparazón dos líneas trazan la cruz de San Marcos, y en cada extremo de éstas hay un ojo, de modo que se da a entender que el animal ve por cuatro rumbos, aunque no tiene sino una sola boca y un solo vientre.
Éste hará diez años que yo mismo pregunté al alguacil Guareschi qué se hizo del talismán; pero el buen viejo no supo darme noticia de su suerte. Apenas alcanzó a decirme que la joya fue cedida, junto con el espejo y el muñeco, al dux de Venecia, de donde era natural la familia del acuchillado arconte.
Ψ
Esto otro que aquí veis es el retrato de una de las tres bestias de cantera que adornan el marchito palacio que fue de la familia de los Polo, Refrendarios de la Orden de la Luz, notables venecianos y bisabuelos del arconte del Briati. He tomado la imagen de Corrozet, en la adenda de sus Blasons des animaux contenant les maisons de voyageurs célebres. Notaréis que el retrato muestra un animal parecido a una tortuga, con la cruz de San Marcos tundida en la caparazón. Las otras bestias en el frontis de la numerosa casa de los Polo son el Toro de Mitra y un pelícano.
Del toro y del pelícano se conoce que fueron armas de linajes azulados de Venecia, y que el uno significa gallardía y el otro el sacrificio de Nuestro Redentor. De la tortuga cruzada, en cambio, se sabe poco y se explica menos en comentos y blasonerías. Así, hay que tenerla por más interesante que las otras porque, según dicen algunos estudiosos, en Venecia esa emblemática tortuga la ostentaban sólo los varones que eran miembros de la Ordo Lucem Orientis, espejeros todos ellos nobilísimos de Murano.
Esa orden y tales espejos fueron, hasta la muerte del arconte del Briati, los más hablados de la cristiandad. Cuenta por ejemplo Lazari que en el palacio de Isfahán, en Persia, hay un salón con lunas venecianas de ocho pies, y que en el fuerte de Lahore las estancias reales están rebujadas de oro con lucíferos espejos de Murano colgados a la altura de los ojos.
La gran fama de estos espejos, también llamados cristalinos, acabó un día por sembrar envidia en el rey Luis de Francia, quien ordenó a un caballero de nombre Coulbert alzar una fábrica de vidrios que eclipsaran a los de Murano. Para cumplir con el real mandato Coulbert aprendió las técnicas de Flandes y Bohemia; y quiso asimismo estudiar a los espejeros venecianos, pero el dux le negó la entrada en su república. Por su parte, avisados de las negras intenciones del rey Luis, los ungidos de la Ordo Lucem amenazaron con castigar a aquellos artesanos que conviniesen trabajar con los franceses o revelarles el secreto de los disputados cristalinos.
No desistió Coulbert; antes buscó ayuda en el obispo de Berziers, florentino renegado y chapucero que era por entonces embajador de Francia en Venecia. Consta en el Archivio di Stato Inquisitori in Francia que ese mismo obispo persuadió con sus malas mañas a algunos vidrieros, y los contrabandeó a Francia para que levantasen allá sus burbujeantes hornos, sus retortas y sus redomas. Ya en París, Coulbert untó a aquellos judas con mujeres y dinero, dejándoles trabajar puertas adentro en compañía sola de otros venecianos como ellos. De este arranque francés de la Real Fábrica de Vidrios y Espejos vienen los paneles que todavía engalanan los prolongados salones de Versalles.
Mas no bien comenzaron su aventura los franceses, la Ordo Lucem se encargó de echar por tierra los sueños del rey Luis. En menos de dos semanas ocurrieron convenientes desgracias en la Real Fábrica de Vidrios y Espejos: un veneciano que sabía pulir metal murió de fiebres bubosas; luego un soplador de vidrio, también veneciano, sudó el alma entre agudos dolores; otros dos vidrieros de Murano, que huían por Alemania, fueron muertos en desigual trifulca de dagas y garrotes mientras tascaban en las barriadas de Fráncfort. Junto a los cuerpos de todos ellos fueron halladas algunas de las cosas que después se encontrarían junto al cadáver del arconte del Briati, a saber: un espejo de dama y un talismán bruñido con la efigie de una especie de tortuga que tenía la cruz de San Marcos delineada muy al vivo en la caparazón.
PULVIS ES ET IN PULVEREM REVERTERIS
Conviene ahora saber cuál es el secreto que con tal enjundia celaban los venecianos. En su Piazza Universale, Garzoni de Bagnacavali da dos razones para el apogeo de los espejos cristalinos de Murano: la salinidad del agua del Adriático y la inmediata claridad de la llama, esta última debida al leño que se usa en el chamuscado. Tales componentes, sumados a la pericia de los vidrieros venecianos, explicarían la calidad de sus espejos por encima de los otros.
En la misma epístola escribe Bagnacavali que desde tiempos del papa Inocencio se refugiaron en Murano muchos fabricantes de abalorios que deseaban apartar sus secretos de las miradas indiscretas. Tal secreto, según este autor, no era otro que la proporción justa de sal y soda que debía añadirse al agua del Mar Adriático. Para preservar ese equilibrio misterioso de substancias, la guilda de espejeros habría fundado en Murano la Ordo Lucem Orientis, abrigada por los grandes señores venecianos.
Me parece que anda errado ese Bagnacavali en sostener que el secreto de esa guilda de espejeros se reduce a las precisas sumatorias de sal y soda o a la bondad del agua adriática. Para rebatirlo diré sólo que Fioravanti, alquimista revelado y autor exacto del Miroir des arts et des sciences, escribió: En el horneado del cristalino forman los artesanos una pelota de vidrio, y la aplanan en paletas del tamaño que les place; al secarse las paletas dispersan sobre ellas un polvo menudo y rico en manganeso que extraen de las harinas del kaní, animalito del Catai que sólo ellos conocen y que traen para criarlo en las cloacas de Murano. Los vidrieros agregan a cada parte de esa harina de kaní una onza de arsénico y media onza de antimonio de plata; de ello obtienen un vidrio fundido muy blanco que al secarse es un espejo divinamente puro e incorruptible. Este proceso, aunque parece milagroso, es natural.
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