El hombre que fue un mapa
Por Ignacio Padilla
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Ignacio Padilla
Ignacio Padilla (Ciudad de México, 1968) ha sido estudiante en Edimburgo, editor en México, cervantista en Salamanca, diplomático en Londres y reo de muerte en Tanzania. Su obra narrativa ha cosechado una docena de premios nacionales e internacionales, y ha sido traducida a más dequince idiomas. Entre sus libros sobresalen las colección de relatos Subterráneos (1990) y Las antípodas y el siglo (2001); las novelas Si volviesen Sus Majestades (1996), Amphitryon (Premio Primavera de Novela 2000) y Espiral de artillería (2003). Es también autor de varias novelas para niños y del ensayo El diablo y Cervantes (2005). Ha sido becario de la John Simon Guggenheim Foundation y es miembro del Sistema Nacional de Creadores.
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El hombre que fue un mapa - Ignacio Padilla
El único ojo de Hipotálamo de Quimera
En tiempos del Gran Microbio Peritoneo, Emperador de Todos los Guapos del Mundo, vivió un guerrero llamado Hipotálamo. El pobre hombre había perdido un ojo en la histórica batalla de Siracusa, de modo que lo apodaron Hipotálamo el Tuerto. Luego perdió una pierna en una escaramuza contra unos bandidos tracios, y comenzaron a llamarlo Hipotálamo el Cojituerto. Finalmente perdió una mano mientras pelaba zanahorias en casa de sus primos griegos. Entonces sus camaradas ya no supieron qué apodo ponerle, pues en aquellos tiempos las palabras eran pocas y muy nuevas, así que prefirieron llamarlo nuevamente Hipotálamo a secas. También decidieron sacarlo de la guerra porque no les pareció que en un ejército de guapos luchase alguien tan feo y con tan mala suerte.
Un día, los jefes de Hipotálamo le informaron que ya no había espacio en la guerra para alguien como él. Le agradecieron sus servicios y lo despidieron con tres monedas de plata y una medalla de bronce que tenía grabada el rostro del guapísimo emperador Microbio. Con esa medalla, Hipotálamo se compró un pan que devoró esa misma noche. En cambio, las tres monedas le alcanzaron para comprarse un perro amarillo, una barca mediana y una casa pequeña en un pueblo de pescadores llamado Quimera.
La verdad es que la vida en aquel humilde pueblo no estaba nada mal. Aunque no era muy amplia, la casa de Hipotálamo era cómoda y el paisaje era bastante agradable. Por un lado estaba el mar y, por el otro, una montaña altísima donde anidaban águilas reales. En primavera, la cumbre se poblaba de aguiluchos, el mar rebosaba de peces brillantes y en las macetas revoloteaban mariposas diminutas de mil colores.
Durante un tiempo, Hipotálamo usó su barca para explorar las islas y las costas que bañaba aquel inmenso mar. En compañía de su perro amarillo visitó algunos lugares interesantes y otros aburridos. Nunca llegó muy lejos: le cansaba mucho remar con una sola mano y su perro se mareaba fácilmente en altamar.
Cierta mañana, mientras bordeaba las costas de la isla de Sicilia, Hipotálamo vio que un barco de la flota imperial se había quedado varado en la playa. Por más que lo intentaban, los marineros no conseguían desencallarlo. Hipotálamo los vio romper cuerdas, palos y poleas sin que el barco se moviera un milímetro de su prisión de arena. De pronto alguien recordó que por allí cerca vivía Arquímedes, quien al parecer era muy ducho en solucionar los problemas más complicados. El capitán del navío ordenó que lo trajeran de inmediato.
Arquímedes llegó una hora más tarde. Venía en una litera cubierta de telas preciosas y cargada por siete esclavos. La multitud lo recibió con aplausos, como si ha hubiese desatorado ya todos los barcos de la flota imperial con la sola fuerza de su fama.
El gran Arquímedes asomó apenas su gran nariz y sus pequeños ojos entre las cortinas de oro, olfateó el barco como si se tratara de un bicho apestoso y volvió al interior de su litera. Después de unos segundos, que a Hipotálamo le parecieron larguísimos, el sabio bajó de su litera y se inclinó para trazar en la arena operaciones matemáticas que a Hipotálamo le parecieron complicadísimas. Por fin, Arquímedes se alzó la túnica, entró en el agua armado con un bastón, lo encajó bajo la quilla del barco y dio un ligero empujón. El barco entonces se deslizó suavemente y comenzó a flotar como un pez dichoso que acababa de salvarse el pellejo.
En cuanto vieron que el barco estaba libre, los marineros y los curiosos gritaron un millón de vivas para Arquímedes. Hipotálamo no pudo gritar porque se había quedado mudo de asombro. Si hubiese tenido ambas manos, de seguro habría aplaudido hasta ampollarse los dedos. Pero lo único que consiguió fue abrir su único ojo tan grande como pudo: quería verlo todo, deseaba registrar en su cabeza cada gesto del gran Arquímedes y cada segundo
