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Encuentro con la Gran Ciudad
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Libro electrónico100 páginas58 minutos

Encuentro con la Gran Ciudad

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Información de este libro electrónico

Ixtlahuamilli ansía poder salir a cazar. Coincide que su primer día de cacería, se encuentra con una batalla en la que un jefe guerrero cae herido. Tras salvarle la vida, el niño viajará con él a la Gran Ciudad donde le esperan grandes aventuras.

Esta obra fue ganadora del Premio el Barco de Vapor 2009 en México.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento15 sept 2015
ISBN9786072410268
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    Me gusto muchísimo como redactaron el libro, y se podría decir que la historia también me gustó.

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Encuentro con la Gran Ciudad - Teresa Domínguez Pacheco

nombres.

Ixtlahuamilli

IXTLAHUAMILLI regresaba con su atado de leña a la espalda, esperando cruzarse con su papá, Tiamu Katamba, en el camino. Así fue. Al verlo de lejos, apresuró el paso para alcanzarlo hasta que logró caminar a su lado. El hombre lo saludó con un ligero golpe en la espalda. Anduvieron callados un rato. Había problemas en el pueblo y el niño sabía que su taati estaba pensando en ellos. Hacía una semana habían llegado noticias de los pueblos vecinos sojuzgados al Imperio. Habría nuevos tributos, ante lo cual parecía haber solo dos posibilidades: pagarlos, aunque eso supusiera la miseria para los productores y el riesgo de que los cobradores no satisfechos volvieran por más, o no pagarlos, con la consecuente invasión, destrucción de casas y venta de los sobrevivientes como esclavos. Como dirigente de la comunidad, Tiamu Katamba se veía en la necesidad de tomar una decisión para presentarla al Consejo de Ancianos; después debía responsabilizarse de sus efectos.

Recorrían un sendero trazado y conservado por el paso de los caminantes; la brecha servía para marcar los linderos entre unas milpas y otras. Como cada año, el trabajo en esta estación era tranquilo: lo fuerte empezaría al momento de la siembra, cuando llegaran las lluvias. Ixtlahuamilli esperaba con ilusión esa época, pues para entonces habría cumplido los siete años, edad en la que iría a trabajar en el campo con su papá, quien por primera vez lo dejaría ayudar en la preparación de la tierra para la siembra.

Se acercaban a casa: una construcción de ladrillos de adobe encalada por fuera, con una pequeña cavidad rectangular en el frente por donde entraban sus habitantes; esta era la única abertura por donde podía filtrarse la luz. La puerta era una cortina de manta tejida por su madre, bordada con motivos de colores. El interior era oscuro y fresco. Una vez habituada la vista a la escasez de luz, podían distinguirse unos pocos enseres de uso doméstico, los comunes en las casas de la zona. En un rincón estaba el petate de sus padres, trenzado de palma, con sus mantas encima; en el otro, el de él y el de sus hermanas, bien enrollados para no ocupar espacio. Fuera, desde lejos, el sol se reflejaba en las paredes de cal de la casa, haciéndola parecer como un espejo iluminado.

El niño dejó el haz de leña en su sitio mientras asentía a un gesto de su mamá, que lo enviaba por agua. Era una mujer morena como barro cocido, ancha, acogedora; llevaba su lacio pelo negro peinado en dos gruesas trenzas que le colgaban en la espalda, unidas en las puntas: a Ixtlahuamilli le gustaba verla cuando, en ocasiones festivas, se lo trenzaba con anchos hilos de colores. Cuando los hombres llegaron, estaba recogiendo la última ropa tendida al sol, vestida con su huipil con unos cuantos bordados como todo adorno. Era el del trabajo diario. Sus hermanitas, con vestidos semejantes, le ayudaban en el quehacer. Tanto ellas como Ixtlahuamilli y su taati iban descalzos.

Al niño le gustaba pasar ratos con su mamá, porque durante el trabajo ella hablaba y hablaba, enseñándole cosas nuevas. Le había explicado que el hombre era fruto del esfuerzo de los dioses, quienes no habían cejado en su empeño hasta lograr formarlo bien haciéndolo de maíz; del respeto debido a su preeminencia, así como del valor de cada ser en la naturaleza. También había aprendido de ella cosas prácticas, como lo necesario para hacer o combatir los buenos o malos agüeros, para interpretar las estrellas y hacer augurios sencillos, rechazar hechizos o sortilegios, a la par que a tejer el mimbre o manejar el barro. En cambio, su papá, a quien acompañaba al campo desde muy pequeño, le enseñaba cosas propias de hombres: elaborar una lanza de caña o una sonda para la caza menor, hacer y tender trampas en los campos con el fin de cazar conejos u otros animales menores para la comida o de exterminar las ratas voraces de grano, tallar una punta de lanza de obsidiana o seguir un rastro en el campo.

Ixtlahuamilli decidió llevar a cabo su plan esa noche. Hacía días había decidido ir solo al valle a tratar de cazar un venado. Con atención había escuchado los comentarios de los mayores para aprender lo necesario; ahora iba a probar si podía hacerlo. Se acostó temprano para levantarse y llegar al arroyo cuando todavía estuviera oscuro. Mientras se dormía escuchaba las voces de los hombres hablando sobre la guerra.

La cacería del venado

SE DESPERTÓ de madrugada muy emocionado: ese día quería cazar un venado él solo. Salió de su casa sin hacer ruido, cogió los bártulos preparados con cuidado y anticipación, se amarró su manto de algodón sobre el hombro izquierdo después de haberlo pasado por debajo del brazo derecho, y empezó a andar. Al llegar al arroyo se escondió detrás de un arbusto localizado días antes y se dispuso a esperar con paciencia.

Pasado un rato empezó a percibir movimiento: había ruidos sigilosos por ahí cerca. Puso atención. Poco a poco fue escuchándolos con mayor claridad: eran pasos de muchos hombres que se movían con cautela a la vera del río. Previendo que, de continuar el camino que llevaban, podrían distinguirlo al pasar a su lado, se internó entre los arbustos. Desde ahí los vio: debían de ser guerreros, pues todos iban armados, con los cuerpos pintados y luciendo plumas de colores; esto le permitió distinguir pronto al jefe. Era un hombre fuerte, seguro en su andar, vestido con un tlahuiztli decorado por su pámitl; usaba collares de piedras de colores y un tocado de plumas como Ixtlahuamilli no había visto en su vida, en vez del típico cuatepoztli decorado con grabados o plumas, propios de los guerreros. En ese momento lo decidió: de grande sería guerrero.

Cuando lo dejaron atrás, se aseguró de que no quedaban más guerreros por pasar y los siguió furtivamente. Llegaron al valle poco antes del amanecer. Como conocía

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