Mutantes en el techo y otros rivales
Por José Luis Zárate
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Mutantes en el techo y otros rivales - José Luis Zárate
Zárate Herrera, José Luis
Mutantes en el techo y otros rivales / José Luis Zárate Herrera -
México : SM, 2019
Edición digital – El barco de Vapor Roja
ISBN: 978-607-24-3958-0
1. Literatura fantástica 2. Monstruos – Cuentos infantiles
Dewey 863 Z37
A Luis, a Ernestina,
que me ayudan a combatir las sombras
Hay otros mundos, pero están en éste.
Paul Éluard
●KELVIN-KELVIN
El lápiz tembló un instante y se desplazó no más de un milímetro.
—¿Es Kelvin?
—Ni siquiera hemos hecho la invocación.
—A lo mejor cree que ya la hicimos.
—Sólo se movió una pizquita, sin que lo tocáramos.
—O estás respirando muy fuerte cerca del lápiz.
—Tal vez fue el camión que…
—¿Y si lo llamamos de una vez?
Entonces se estremecieron de miedo, de expectación, de misterio.
Habían trazado una cuadrícula y puesto un par de lápices en equilibrio. Bastaba que unieran sus manos y dijeran Kelvin-Kelvin tres veces para que apareciera un niño muerto.
Así de sencillo.
Así de terrible.
Parecía una buena idea en esa tarde gris, en ese momento en que las sombras avanzaban y aún no encendían las luces suficientes para ocultar la noche que se acercaba.
Que sólo necesitaran papel y un par de lápices ayudó a que se decidieran a hacerlo.
Sin embargo, ya no.
No en esos minutos en que dejó de ser un juego tonto para llenar una tarde aburrida y podía convertirse en una posibilidad.
—No quiero hacerlo —declaró Elías.
—¡Dijiste que sí! —reclamaron los demás.
—Pero no quiero.
—¡Vendrá un niño muerto! —agregó Roberto como razón suficiente, como quien no entiende que alguien ignore semejante maravilla.
Todos recordaban el video de YouTube donde una cuadrícula había sido marcada con sí-sí-no-no
y los lápices puestos uno sobre otro para formar una equis temblorosa. Era cuestión de hacer una pregunta y uno de los lápices se desplazaría para marcar la respuesta.
—¿Voy a morir hoy? —preguntó quien grababa todo con su teléfono.
Se oían risas y burlas mientras la toma se desplazaba por una sala común y corriente, con amigos comunes y corrientes que reían arrojándole palomitas al que había hecho la estúpida pregunta.
Era un lugar agradable, de camaradería y juegos.
—Idiota, ¡deberías preguntarle si me gustas! —coqueteó una chica hermosa, con los dedos naranjas por culpa de los Cheetos que se estaba comiendo, y que de pronto se quedó inmóvil, con la boca abierta y naranja.
Se le quedaron mirando, extrañados, hasta que señaló la mesa que todos habían olvidado.
—¡Miren!
Uno de los lápices se movía, inquieto, no en un desplazamiento suave y continuo, sino rápido y nervioso, extrañamente orgánico. Uno recordaba, nadie sabía bien por qué, ese temblor furioso de los perros que ladran, feroces, antes de atacar.
SÍ-NO-SÍ-NO-SÍ-NO-SÍ-NO-SÍ-NO-SÍ-NO-SÍ-NO.
El pulso de quien grababa se alteró, haciendo que la toma entera vibrara, de modo que el cuarto mismo pareció perder su estabilidad por completo.
Los rostros llenos de miedo de quienes rodearon la mesa hacían que todo pareciera aún más caótico.
—¿Quién la está moviendo? ¿Quién la está moviendo? —preguntaba alguien, desesperado.
No había respuesta, porque estaba muy claro: nadie.
El lápiz dudaba entre respuestas, vivo y feroz.
Entre las exclamaciones de susto, alguien pedía calma.
—¿Qué hacemos?
Al parecer, alguien decidió que lo mejor era repetir la pregunta.
—¿Voy a morir hoy?
El lápiz se movió y marcó la respuesta en la cuadrícula. Todas esas mayúsculas eran como un grito:
SÍ.
Luego el lápiz se partió en dos.
Se hizo un silencio sepulcral.
Se miraron unos a otros; alguien lloraba, quedito, y eso era más horrible que cualquier grito.
Alguien barrió de un golpe la mesa, arrojando a un lado lápiz y papel, ese terrible SÍ
.
—No es más que un estúpido juego.
Y entonces… gritos.
Todos empezaron a gritar, entre ellos la chica de los Cheetos, con un miedo atroz, terrible, aferrándose el rostro con las manos. Y las manchas de fritura —naranjas y continuas— no se veían tontas ni ridículas: parecían terribles en ese rostro dominado por el terror.
Miraba algo que la obligaba a gritar.
La toma dejó de enfocar el rostro de la chica y se desplazó, rauda, nerviosa, temerosa, hacia el rincón a donde ella miraba.
Una silueta negra se encontraba allí.
Una figura que no parecía tener nada que ver con una casa normal, una sala llena de amigos.
Esa silueta llevaba su propia oscuridad y su propio entorno.
—SÍ —dijo con una voz infantil, enferma y densa, como si las palabras fueran una flema sanguinolenta—: vas a morir hoy.
Con un movimiento inesperado, la silueta saltó hacia la cámara, demasiado rápido para ser algo humano, algo real. No hubo tiempo más que