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La máscara del dios murciélago: Una aventura del detective Damián Diosdado
La máscara del dios murciélago: Una aventura del detective Damián Diosdado
La máscara del dios murciélago: Una aventura del detective Damián Diosdado
Libro electrónico144 páginas2 horas

La máscara del dios murciélago: Una aventura del detective Damián Diosdado

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Información de este libro electrónico

Por la pandemia que azota el mundo, el joven Demián Diosdado debe pausar su prometedora carrera como detective de tesoros y trabajar como guía de museo.
Pero una petición inusual, vinculada con el robo de una máscara de murciélago, lo conducirá a su caso más importante y arriesgado: resolver la misteriosa muerte de su madre, la arqueóloga María Moctezuma, en un accidente aéreo hace una década.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento1 dic 2021
ISBN9786072443167
La máscara del dios murciélago: Una aventura del detective Damián Diosdado

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    La máscara del dios murciélago - Enrique Escalona

    Escalona, Enrique.

    La máscara del dios murciélago / Enrique Escalona. – México : SM, 2021

    Primera edición digital – Gran Angular

    ISBN: 978-607-24-4316-7

    1. Novela mexicana 2. Misterio – Novela juvenil 3. Detectives – Literatura juvenil

    Dewey 863 E83

    Para las murciélagas

    que amamantan a sus bebés,

    siempre amorosas en reinos tenebrosos

    Llevaba su vara en las manos, vara hermosa, dorada, que aduerme a los hombres los ojos si él lo quiere o los saca del sueño. Despiertas por ella se llevaba sus almas, que daban agudos chillidos detrás de él, cual murciélagos dentro de un antro asombroso.

    HOMERO, La Odisea, Canto XXIV

    1

    UN CRIMEN DE LA EDAD DE PIEDRA

    —Llamémosla Ixtli. Su nombre significa rostro, ojos, mirada; es perfecto, porque a través de ella miraremos el pasado. Hace trece mil años, Ixtli era una cazadora que vivía en una cueva por los rumbos de Tultepec, al norte de la actual Ciudad de México. Una tarde, afilaba su pedernal; tallaba roca contra roca para obtener el filo suficiente como para atravesar el caparazón de un gliptodonte. Esta vez no deseaba cazar a uno de esos armadillos gigantes de carne dura y correosa. Quería comer algo más sabroso y, sobre todo, blando, porque había perdido la mitad de sus dientes en una pelea con otra tribu y, desde entonces, su comida preferida era la suave lengua de mamut.

    "Mammuthus columbi, ése era el nombre científico del paquidermo de cuatro metros de alto y diez toneladas de peso que recorría América de cabo a rabo. Ixtli ya había cazado varios, uno por cada piedra engastada en el pectoral que usaba como adorno. Ella misma lo había confeccionado con las rocas más hermosas que había encontrado o conseguido en trueque. Piedrecillas de río, piedras pómez ligeras, trocitos de jade verde, ópalos con varios tonos de azul y obsidianas negras lustrosas. Ixtli sonrió al imaginar que ya cargaba entre sus brazos la enorme, escurridiza y viscosa lengua de mamut. Se alejaría para hacer una fogata y la comería despacio, trozo por trozo. Enmangó bien el pedernal en su lanza y la levantó. Estaba lista.

    "El sol se ocultó detrás de las montañas que rodeaban el valle y la tribu se reunió. Eran una veintena y habían pasado varios días cavando una trampa que cubrieron con palos y hojas. A Ixtli le tocó unirse al grupo que marchó a buscar la presa. Encontraron una manada de mamuts a orillas del lago. Los más grandes rodearon a las crías en cuanto cayó la noche. Se echaron a correr alrededor de las bestias, azuzándolas con gritos y agitando sus lanzas. Un macho joven de colmillos retorcidos barritó, amenazante, y comenzó a perseguir a esos molestos humanos. Ixtli sintió que la alcanzaba, que la tierra retumbaba demasiado cerca, y temió caer y acabar pisoteada. Apenas consiguió brincar para salvar la trampa. El mamut intentó frenar, pero era demasiado tarde. Demasiado tarde. El peso le ganó y se fue de trompa. Quedó cabeza abajo y le saltaron encima. Ixtli comprobó que su lanza tenía un filo excepcional y la enterró varias veces en el mamut atrapado hasta que dejó de moverse.

    "Los cazadores dejaron pasar al chamán de la tribu. Antes de destazar y repartir la presa, había que agradecerle. Emplearon un idioma desaparecido para disculparse con el animal y explicarle que lo necesitaban para sobrevivir. Ya había rituales entre los primeros humanos y una conciencia de sus actos, pero también existía la traición. Debajo de la banda lechosa de estrellas de la Vía Láctea, aparecieron las siluetas de los cazadores de otra tribu. Estaban ahí para robar el mamut. Ixtli se defendió y persiguió a un cazador enemigo hasta una ciénaga lodosa. Estaba por ganar la pelea y enterrarle su lanza cuando un mazazo la golpeó en la nuca. Una cazadora de la tribu contraria la atacó. Ixtli quedó hincada, moribunda; la remataron con un macanazo en la barbilla que le rompió la quijada y los dientes que le quedaban. Los asesinos se miraron, complacidos, y robaron el pectoral a su víctima.

    "Ixtli ya no tendría su lengua de mamut. Quedó tendida de espaldas, con la boca y los ojos abiertos. Unas nubes mudas ocultaron el brillo del cielo. Por un momento, no se oyó ni un ruido. Silencio casi absoluto. Los aleteos lejanos de unas bestias voladoras se escucharon y cientos de murciélagos oscurecieron más la noche. Eran de la especie Desmodus draculae, el murciélago vampiro más grande que haya existido sobre la Tierra.

    "Imaginen la escena. Las nubes se abren, reaparece la luna llena y los murciélagos vampiro extienden sus alas de medio metro, aguzan sus ojillos, lanzan chillidos, asoman sus colmillos y sobrevuelan sobre Ixtli, quien parece mirarlos con sus ojos sin vida. El cielo truena; una lluvia o, mejor dicho, un diluvio, comienza a caer y...

    Un carraspeo interrumpe mi narración.

    —Damián Diosdado, ¿puedes venir un momento?

    A mi jefe, el señor Ordóñez, no le gusta cómo doy la visita guiada y ya se molestó.

    —¿Qué son esas historias de cazadoras prehistóricas que les cuentas a los visitantes? Limítate a leer las fichas y a repetir las fechas. Nada de asesinatos entre cavernícolas o murciélagos gigantes.

    —Pero, señor Ordóñez, lo que cuento pudo ser posible. ¿Ha examinado el esqueleto en exhibición? Perteneció a una mujer que fue encontrada en Tultepec junto a su lanza, muy cerca de una trampa para cazar mamuts. Perdió los dientes a una edad muy temprana y falleció por dos golpes consecutivos, uno en la frente y otro en la barbilla. Nadie puede pegarse de esa forma por accidente: fue asesinada con dos armas distintas.

    —No me importa. Ésta es la sala del Poblamiento de América del Museo Nacional de Antropología, no una clase de ciencia forense. Además, las mujeres no cazaban.

    —Claro que sí: las investigaciones más recientes demuestran que ellas también salían a cazar.

    —Observa las maquetas. ¿Dónde ves a mujeres cazando? Las figuritas femeninas cuidan a los niños y cocinan. Las de hombres son las que cazan.

    —Sí, pero esas maquetas son de los años setenta y ya deben actualizarse, justo porque ahora conocemos más...

    —Cállate y deja de contradecirme. No sé quién pensó que podías ser guía de museos. Limítate a repetir fichas y fechas. ¿Quién te crees para contar esas historias?

    No insisto. El señor Ordóñez se ve más enojado que la escultura de Xipe Tótec, el desollado, y no quiero perder mi único empleo.

    —Termina de dar tu visita guiada y recuerda: fichas y fechas, fichas y fechas. Los estudiantes se conforman con apuntar cualquier cosa en sus cuadernos.

    Regreso. Los visitantes me preguntan qué pasó con Ixtli y si esos murciélagos gigantes realmente existieron. No puedo continuar con eso; el señor Ordóñez me vigila.

    —Les suplico que se olviden de Ixtli. Esos murciélagos vampiro gigantes sí existieron, pero ya están extintos. Pasemos a esta vitrina. Se trata de un esqueleto femenino paleoamericano de trece mil años de antigüedad. Y ésa de allá es una colección de puntas de proyectil de distintos calibres. Éstos son los restos óseos de un mamut del Paleolítico superior y esto ha sido todo por mi parte.

    Dejo atrás el mundo prehistórico y salgo de la sala. Hace calor. Es una tarde de sábado de mediados de mayo y me dejo salpicar por la brisa de la fuente monumental que adorna la explanada. Antes de irme, visito la sala de las Culturas de Oaxaca para saludar al dios murciélago. Es una famosa máscara de jade, descubierta en una tumba zapoteca. Mi mamá me explicó que fue hecha como decoración para un pectoral y que no se sabe a ciencia cierta si representa a un dios o a las fuerzas de la noche. Como sea, es mi pieza prehispánica preferida. Me deslumbran su expresividad y la calidad de su manufactura. Además, es muy especial para mí porque me recuerda a mi mamá... Ella fue la arqueóloga encargada de restaurarla y de ensamblar las ochenta y un piezas de jade, pizarra y conchas marinas que la conforman. Siempre me da gusto verla, observar sus ojos de caracol marino y contemplar la boca apretada, que parece a punto de sonreír.

    —Aquí estoy de nuevo, dios murciélago. ¿Algún día revelarás quién eres?

    La máscara me lanza una mirada que guarda dos mil años de silencio. Al otro lado de la vitrina, veo pasar al señor Ordóñez. Finge que no me ve. Es un viejo alto, fuerte, cuyo corte de pelo lo hace ver como un anticuado príncipe valiente. Siempre va vestido con un traje negro; lleva un radio en las manos y un llavero en la cintura. Su trabajo es supervisar el buen funcionamiento del museo.

    —El señor Ordóñez piensa que no sirvo como guía —me quejo con la máscara como si pudiera escucharme—. Sin embargo, tú sí que me conoces. Sabes que en realidad soy un detective de tesoros capaz de recuperar obras de arte perdidas, arqueología saqueada y cualquier otro objeto valioso. Sí, lo sé; hace tiempo que no tengo ningún caso, pero sigo siendo el detective Damián Diosdado.

    Veo mi rostro reflejado en la vitrina que protege al dios murciélago y me muevo para que ambos coincidan. Me encantaría probarme esa máscara algún día.

    2

    EL MONTE DE PIEDAD

    La gente camina por la calle de Donceles y, aunque seguimos siendo muchos, tengo la impresión de que antes éramos más. Antes: así se suele llamar a esos tiempos previos a la pandemia que nos azotó, cuando era bien visto darnos la mano, abrazarnos y hasta saludarnos de beso. Antes, cuando podíamos perdernos entre la multitud sin otra preocupación que proteger la cartera y el celular.

    Cuando yo pienso en el mundo de antes,

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