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Si ya está muerto, sonría: Relatos mexicanos de crueldad y humor negro
Si ya está muerto, sonría: Relatos mexicanos de crueldad y humor negro
Si ya está muerto, sonría: Relatos mexicanos de crueldad y humor negro
Libro electrónico208 páginas3 horas

Si ya está muerto, sonría: Relatos mexicanos de crueldad y humor negro

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En este libro, una decena y media de autores utiliza como recurso la cara más negra del humor mexicano para relatar anécdotas, digamos, un poco extremas: hay suicidas que se encuentran, fantasmas que deben morir, payasos combustibles, burócratas perdedores, niñas buenas que deben cometer un solo acto de relativa maldad… Pero el lector no debe temer, esos extremos solo van de lo desopilante a lo macabro. Un libro que no puedes perderte.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento15 sept 2015
ISBN9786072413511
Si ya está muerto, sonría: Relatos mexicanos de crueldad y humor negro

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    Si ya está muerto, sonría - Andrés Acosta

    MAETERLINCK

    Presentación

    ANDRÉ Breton, en un arranque de entusiasmo, dijo una vez que México era la tierra elegida por el humor negro. En su paso por nuestro país había conocido a la calavera Catrina de José Guadalupe Posada y se preguntó: ¿De qué tanto se ríe esta señora, si ya está muerta?. El mismo día lo llevaron a un mercado donde vio cientos de alegres y coloridos esqueletos de papel maché, y le leyeron los versos satíricos de algunas calaveritas que anunciaban jocosamente la muerte de amigos cercanos y de personajes famosos. Breton empezaba a comprender… Más tarde fue a una fiesta y le contaron chistes donde se hacía mofa de las víctimas que acababan de morir calcinadas en un trágico accidente de aviación. Llegado su turno, cada contador de chistes acentuaba lo negro de su versión de la catástrofe. Era una cerrada competencia. Los niveles de escarnio rayaban en la más pura crueldad, pero en vez de causar indignación, las risotadas conformaban un escandaloso coro. Eso le gustó a Breton.

    Al día siguiente lo llevaron a una actividad cultural. Se conmemoraba el natalicio de un escritor mexicano. El acto se realizó en un bello e imponente recinto de mármol blanco. Después de los agradecimientos hacia cada uno de los funcionarios públicos presentes, los escritores de moda pasaron al frente a leer, con tono solemne, largos discursos soporíferos. Cuando André Breton despertó gracias a un oportuno codazo, vio que el público aplaudía de pie a los participantes. Al finalizar había que saludar de mano a los sesudos escritores y palmearles la espalda. ¿Por qué tenía que felicitarlos? ¿Por haberlo hecho dormir plácidamente durante dos horas? Al menos, eso sí, tuvo un sueño que más tarde aprovechó para uno de sus poemas surrealistas.

    ¿Pero cómo entender semejante contradicción? Mientras que los mexicanos, en la calle y en las fiestas reían descaradamente en las narices de la muerte, cuando se trataba de cuestiones culturales y literarias se transformaban en un potente somnífero.

    André Breton regresó a Francia y en 1939 publicó una antología con la que inaugura el término humor negro, que antes se utilizaba con ambigüedad, pero no como un género literario. En el prólogo de aquella obra es donde él asegura que México es la tierra del humor negro aunque, paradójicamente, no haya un solo autor mexicano en la recopilación. El primero de su lista es el irlandés Jonathan Swift, que ya en 1729 escandalizó a sus contemporáneos con un cuento disfrazado de ensayo en el cual proponía que, para salir de la miseria, aquellos padres que no pudieran mantener a sus hijos debían engordarlos como lechones y venderlos a la gente rica para que se diera un banquete con ellos.

    Si los escritores europeos llevan siglos cultivando el sentido del humor, ¿por qué en México mantenemos un déficit humorístico dentro de la literatura, siendo nuestro carácter tan propenso al humor negro? Tal vez hemos conservado la idea de que lo solemne es sinónimo de profundo y trascendente. Ya lo decía Octavio Paz en El laberinto de la sole(mni)dad: los mexicanos le profesamos un amor tan grande a la Forma que, en la vida cotidiana, nos encantan los rebuscados rituales de la cortesía (Disculpe usted, ¿sería tan amable de hacerme el favor de indicarme qué hora es?), mientras que en la literatura adoramos las formas cerradas, precisas, como por ejemplo el soneto y la décima o el cuento breve de final sorpresa.

    Afortunadamente también hay escritores mexicanos que no toman las cosas tan en serio, que son capaces de romper con las formas, de reírse de sí mismos con inteligencia y, ¿por qué no?, de provocar en sus lectores emociones que conjugan el escarnio, la burla y la compasión al mismo tiempo. El humor negro requiere habilidad y una compleja elaboración para ir de la risa al lamento y de nuevo a la risa en un solo relato.

    Y aquí sale a relucir el pensador detrás de André Breton, que no es otro que Sigmund Freud. Él nos revela que el origen del humor negro es el llamado Galgenhumor (humor de patíbulo), y pone un ejemplo: un condenado a la horca, camino a su ejecución durante un día lunes, dice muy fresco: ¡Empieza bien la semana, ¿eh?!. Freud propone que el humor negro sirve para trasmutar un costoso gasto emocional en una risa explosiva y placentera.

    ¿Y extraer de lo terrible una sensación alegre no es acaso una trasmutación milagrosa? ¿Será que una de las funciones del humor negro es asustar la tristeza a carcajadas?, ¿exorcizar el miedo que, en el fondo, la muerte nos produce? ¿Existe algo más sabio que burlarse de las miserias de uno mismo? ¡Basta: demasiadas preguntas! No nos pongamos tan solemnes. Quizás el humor negro no sirva para nada y simplemente debamos disponernos a disfrutar de los cuentos que nos ofrecen autores posteriores a Jorge Ibargüengoitia (por excelencia, el escritor nacional con sentido del humor); escritores de distintas generaciones y con temáticas, procedimientos narrativos y matices tan diversos, como Francisco Hinojosa, Jaime Alfonso Sandoval, Armando Vega-Gil, Juana Inés Dehesa o Hilario Peña, por mencionar solo algunos de los que aquí se encuentran, hermanados gracias a su gusto de no tomarse tan en serio.

    En los últimos años han surgido escritores que ameritan ser parte de esta antología por haber rescatado uno de los rasgos que nos distinguen como mexicanos, el humor negro, y llevarlo al plano literario. La presente selección no intenta ser exhaustiva, sino un homenaje al género que nos provoca desde una mueca agridulce hasta la carcajada abierta y sonora.

    Va una última, iluminadora, reflexión de Freud: el humor negro nos otorga la oportunidad de recobrar ese paraíso perdido que significa la infancia, un estado en el cual no nos esforzábamos por reír con euforia y gozar de la vida sin prejuicio alguno.

    Seamos, pues, como niños: riamos sin culpa con los cuentos del presente volumen.

    Andrés Acosta

    Un chango de Malasia

    IVÁN FARÍAS

    Iván Farías (ciudad de México, 1976) ha publicado dos libros de cuentos y dos de ensayo. Con Entropía se hizo acreedor al Premio Beatriz Espejo de cuento en 2003 y fue considerado por el periódico Reforma como uno de los mejores de ese año. Ha sido anto- logado en El cuerpo remendado, Lados B y Bella y Brutal Urbe. Ha publicado cuentos y artículos en medios como Reforma, La Jornada, Complot, Replicante, Gótica, Generación y Playboy. Es articulista de La Jornada de Oriente y crítico de cine para el sitio playboy.com.mx. Si algo distingue a Iván como narrador es su capacidad para exagerar los rasgos de sus personajes hasta llevarlos a un extremo desternillante, como en este cuento.

    —SEÑOR presidente —le dijo el hombre con la voz trémula y llena de nervios del otro lado del teléfono.

    —¿Se volvió a escapar el Chapo? —preguntó el presidente poniéndose las gafas y sentándose en la cama para quitarse la modorra de la media noche. Su esposa soltaba baba sobre la almohada y murmuraba algo.

    —No, señor. Tenemos un problema.

    —Ay, no, por favor, no. Ahora qué, ¿una inundación?, ¿un terremoto?, ¿explotó otra plataforma petrolera? Nos declaró la guerra Argentina, ¿verdad? Dígale a la presidenta que era broma, que no quise decir que estaba loca.

    —No, señor. Sí es con otro país, pero no con Argentina. Si no actuamos rápido podemos tener problemas con España.

    —¡Mi madre! —exclamó el presidente y sintió un vahído que lo tumbó de nuevo en la cama.

    —Señor, señor —se oía al coordinador de gabinete desde el teléfono.

    La primera dama se despertó, tomó el auricular y oyó los gritos desesperados.

    —Mi amor, te hablan —dijo y puso el aparato en la cabeza de su marido.

    El presidente cambió de semblante. Vio su piyama verde olivo fabricada bajo pedido en los talleres del ejército. Vio su fotografía en la que llevaba puesta su gorra de cinco estrellas mientras disfrutaba del desfile militar del 16 de Septiembre y sintió que la energía volvía a él. Ya no era más el niño de grandes lentes que molestaban sus compañeros en los colegios maristas: era el comandante supremo y tenía el ejército a sus órdenes para resolver cualquier situación.

    —Peláez —interpeló con la voz engolada—, diga, ¿cuál es la situación?

    —Señor, me gusta que suene así de seguro. La situación es un tanto delicada. La archiduquesa de Comonfort decidió vacacionar en su isla del Caribe, pero sufrió la mordida de un animal que la infectó de una oscura enfermedad. El director del hospital Siglo XXI nos reporta que solo había visto antes un caso muy aislado, producido por un chango en Malasia.

    —Con todo respeto, Peláez, para usted y para la realeza, ¿a mí qué chingados me importa que la archiduquesa esté enferma? ¿Cómo puede eso afectarnos a nosotros? Eso más bien debería reportarlo a la redacción del Hola. Ayer fue un día de muchas inauguraciones y estoy cansado. Tuve que cantar el himno nacional diecisiete veces.

    —Señor, la archiduquesa se enfermó muy rápidamente. No alcanzaba a hacer el viaje de doce horas hasta su mansión en Canarias. Tomaron la decisión de traerla para acá, a la ciudad de México.

    —¿Es muy grave su situación? —preguntó. Trató de guardar la compostura y se puso en posición de firmes, sin dejar de ver su fotografía con su gorra de cinco estrellas en el desfile. Cuando hacía esos ademanes marciales se llenaba de energía y aplomo.

    —Pues la verdad es que la archiduquesa no se ve mal, al contrario, se ve llena de vida. Pero casi no habla: ruge, suelta mordidas y no entiende razones.

    —Así es la realeza.

    —Señor…

    —Bueno, no todos. Me visto y voy para allá. ¿En dónde está?

    —En el Centro Médico Siglo XXI.

    —Cierren todo el piso. Digan que están remodelando. En un rato más estoy allá. Háblele al general González y González.

    —Ya está hecho, señor. Aunque no hemos avisado a la familia real. Esperaba que usted en persona lo hiciera. Podemos esperar. El rey está cazando elefantes en África.

    —Y dicen que la realeza es un retroceso. Yo también podría estar cazando rinocerontes en la India y no tendría que pasar mis vacaciones al pendiente del teléfono, pidiéndole a Dios que no suceda un desastre.

    —Señor…

    —¿Sí, Peláez?

    —Esto es urgente.

    Descendió en el helicóptero y los guardias presidenciales le hicieron una valla. En la puerta de las escaleras de descenso lo esperaba un comité que incluía al siempre solícito y calvo Peláez; al enorme general González y González, de rostro adusto y piel morena; al Doctor Menéndez, director del hospital; a un nervioso secretario de Salud, que era contador de profesión pero se sentía obligado a resolver esa crisis, y a Nidia Restrepo, jefa de protocolo y relaciones públicas, que tenía la cara restirada por las cirugías y un peinado de salón imposible para esa hora del día. El viento del helicóptero le levantaba el vestido, por lo que apretaba mucho los ojos e intentaba mantener la falda en su lugar sin soltar los papeles que llevaba en la mano.

    El mandatario saludó a todos con la mayor cortesía que pudo y de inmediato el general lo puso al tanto de la situación del edificio.

    —Mandamos detener a varios comuneros del norte Puebla —dijo abriendo apenas la boca y con la mirada simiesca que lo caracterizaba—. Todos fueron detenidos sin orden de aprehensión por muchachos de la zona militar número 14.

    —Después de la crisis los soltaremos sanos y salvos —dijo Peláez para completar el informe del militar—. La intención es crear un distractor que lleve lejos de este edificio a los alborotadores de siempre. No dejamos entrar a nadie a este piso. Los teléfonos están intervenidos y hay órdenes precisas de alejar a la prensa a cualquier costo.

    —Tenemos un verdadero problema diplomático —dijo Nidia, que después de tantas cirugías se parecía a Lucía Méndez pero en zombi—. La archiduquesa es la más alta figura dentro de la realeza europea. Con decirle que si se encontraran en un pasillo muy estrecho en el palacio de Buckingham ella y la Reina Madre, óigame bien, en el mismísimo Palacio de Buckingham, la que se tendría que hacer a un lado sería la reina Victoria. Es catorce veces grande en España, doce en Italia, trece en Gales y York, once en Luxemburgo. Y tuvo algunos deslices con el emperador Hiroito. Por todo eso no se puede morir aquí.

    —De eso quería hablarle —le dijo el médico con cara compungida. El grupo caminaba aprisa por un largo pasillo resguardado con gente del CISEN y militares. El secretario de Salud tenía los brazos pegados al cuerpo, en un ademán parecido al de una mantis religiosa. Todo el personal del hospital tenía cara de desazón. Por fin llegaron a una sala con puertas dobles con dos militares que cargaban unas M16 más grandes que ellos—. Antes de que vea a la archiduquesa debe saber cuál es su estado de salud.

    El médico hizo una pausa dramática mientras elegía bien sus palabras.

    —Ya dígale, doctor, explíquele lo mismo que a mí —dijo Peláez, en un intento de sacudirse el nerviosismo.

    —Bueno, pensamos que es una rara enfermedad de la cual se ha tenido conocimiento en Malasia y que proviene de la mordedura de un chango. Hace algunos años se reportó que un homínido mordió a una señora de Nueva Zelanda y la infección se propagó rápidamente. Tuvieron que sacrificar a la totalidad de los changos infectados.

    —¿No hay cura? —dijo el Presidente, que se puso de un bonito tono blanco leche.

    —Al parecer no. Se pueden administrar calmantes y así reducir los síntomas violentos, pero hasta la fecha no sabemos con certeza de qué se trata.

    —¿Cuáles son los síntomas?

    —Una especie de rigor mortis que dificulta la motricidad, paulatina descomposición de la carne, ataques violentos de furia, deseos antropófagos y raciocinio nulo. Además, no se encuentran signos vitales. Es decir, y esto tómelo con mucha calma, la archiduquesa lleva muerta varios días.

    —¡Chingada madre! —exclamó el presidente tirando de los pocos cabellos que le quedaban en la cabeza, y con un bufido de desesperación—. ¿Cómo que muerta, doctor?

    —Se lo digo como facultativo. La paciente muestra todos los síntomas de la muerte. No hay pulso, no hay res-piración, no hay respuesta al dolor. En uno de sus ataques violentos, en su intento de atacar a uno de mis ayudantes, se clavó un escalpelo en el brazo sin siquiera sentirlo. Salió un poco de sangre coagulada. Lo que sí es que cada vez los ataques son más agresivos. Muestra evidencias de que tiene hambre, pero no ha querido comer nada de lo que le ponemos. Además, ha sido imposible conectarle el suero. No encontramos ninguna vena.

    —¿Y ahora qué le voy a decir al rey?

    —La Casa Real va estar muy enojada si su miembro más destacado muere en nuestro país por una razón desconocida —dijo la jefa de protocolo. El tono de su voz parecía de preocupación, pero una sonrisa lo desmentía.

    —Ya lo sé, ya lo sé. Inundaciones, tornados, huracanes, ejecuciones y ahora esto. Me hubiera quedado de senador a dormir y cobrar.

    —Tiene que verla —dijo Peláez recuperando el temple.

    El doctor empujó una hoja de la puerta. Amarrada a una silla de ruedas se vio a la más grande entre las grandes con el maquillaje corrido, el cabello rubio canoso alborotado, las medias rotas y el bellísimo vestido de percal verde, diseño exclusivo de Adolfo Domínguez, hecho una ruina. Junto a ella, un hombre grueso, alto y de unos sesenta años lloraba tirado en un sillón. Tres enfermeras veían a los lejos a la archiduquesa y preparaban sendas jeringas con tranquilizantes suficientes como para dormir a todos en la sala.

    —Archiduquesa, a nombre del pueblo de México, le damos la más cordial bienvenida —soltó el presidente y le tendió las manos, como si esperara un abrazo.

    La mujer le respondió con un gruñido que le recordó a las entrevistas

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