Un viejo gato gris mirando por la ventana
Por Antonio Malpica
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Antonio Malpica
Antonio Malpica es músico, dramaturgo y novelista, además es ingeniero en sistemas. Cuando ya había terminado la carrera de ingeniero, descubrió que le divertía más contar historias. Así que empezó a hacer teatro con su hermano Javier y, luego, a escribir novelas. Hoy tiene publicados más de veinte libros. En Océano El lado oscuro ha publicado: Siete esqueletos decapitados, Nocturno Belfegor, El llamado de la estirpe y El destino y la espada. Ha ganado, entre otros, los premios Barco de vapor y Gran Angular convocados por SM, México; Novela Breve Rosario Castellanos, y el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Castillo de la Lectura. Antonio Malpica se convirtió, en 2015, en el primer autor mexicano en obtener el Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil.
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Comentarios para Un viejo gato gris mirando por la ventana
4 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5me gusto el libro muy buen concepto y me gusto el final gracias
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Un viejo gato gris mirando por la ventana - Antonio Malpica
Primera parte
Habría que decir, antes que nada, que si de algo me precio en esta vida —si se le puede llamar así, claro— es de mi renovada sensibilidad ante este tipo de cosas. ¿Por qué? Por una muy sencilla razón: porque son mágicas.
Porque ocurren muy de vez en cuando.
Y porque, para ser sinceros, son del tipo de magia que, en mi opinión, más vale la pena apreciar.
Nada que ver con hadas y duendes.
Ni con dragones o unicornios.
Estoy hablando del tipo de magia que verdaderamente hace que el mundo se vuelva distinto. Se transforme. Sea otro.
Y tiene que ver con cosas que, no por sencillas, son poco prodigiosas.
Un atardecer justo.
Un roce fortuito.
La imagen de uno mismo capturada en una gota de lluvia…
—¿Por qué demonios sonríe tanto, señor?
Eran las quince horas con veintidós minutos. Hacía un día soleado como pocos. Y Mario simplemente no pudo soportarlo más.
—Voy a bajar —le anunció el muchacho a Torreblanca.
—¿Qué? —dijo apenas el atribulado chofer.
La verdad es que no le dio tiempo de decir más. El muchacho ya estaba frente al auto, con uniforme escolar y todo, confrontando al hombre de la goma y el jabón.
—¿Cómo? —respondió, asombrado, el limpiaparabrisas.
—¿Que por qué, si se puede saber, siempre está sonriendo?
—Este… no te entiendo.
La luz verde ya se había encendido en el semáforo. Los autos comenzaron su concierto de bocinas. Torreblanca sintió la obligación de bajarse del auto a ver qué pasaba.
—¿Tiene una especie de problema con la quijada y por eso no puede dejar de sonreír?
—¿Qué?
Hay que decir que en ese momento el limpiaparabrisas ya no sonreía. Estaba muy confundido como para sonreír. Y no hay que olvidar el escándalo de coches que les servía como telón de fondo.
La luz roja se había puesto en la calle transversal hacía varios segundos, y el hombre de la goma y el jabón se dio cuenta de que estaba perdiendo el tiempo en una plática que, de todos modos, ni avanzaba ni entendía. Forzó una mueca como de excusa y salió corriendo hacia allá, a seguir limpiando vidrios.
—Mario… ¿nos vamos? —intervino Torreblanca, igualmente confundido, mirando de soslayo a los autos que, al rodear el suyo, no dejaban de manifestar su descontento a claxonazos.
Y Mario, molesto como pocas veces, acalorado como pocas veces, subió enfurruñado al carro.
Cuando Torreblanca estuvo de nuevo frente al volante, ya se ponía la luz amarilla en el semáforo, pero por alguna razón sintió que era su obligación pasársela.
Y así lo hizo.
Ya enfilaba hacia la casa de los Balaustrada y, justo a los cinco minutos con cuarenta y cuatro segundos después del incidente, Torreblanca no pudo evitar preguntar:
—¿Se puede saber por qué hiciste eso?
Mario, por respuesta, lo miró con ojos fulminantes a través del espejo retrovisor, gesto con el que le hizo recordar que tenían una deuda pendiente.
Ocurrió apenas hace unos meses, en la Ciudad de México. Se los puedo asegurar porque yo lo atestigüé todo. Desde ese primer día soleado de mediados de septiembre hasta el último, de lluvia torrencial, en que todo terminó, a finales de octubre.
Para más señas, soy el abuelo paterno de Mario, Humberto Balaustrada.
Y para aún más señas, fallecí en la carretera México-Cuernavaca cuando él tenía apenas seis meses.
Y para aún más innecesarias señas, vivo —es solamente una expresión, claro— en la misma casa que él, mi otra nieta, mi hijo y mi nuera. Decidí irme a vivir con ellos el mismo día en que me encontré, sin saber qué rumbo tomar, junto a un auto hecho añicos y unos paramédicos que luchaban en vano, en el acotamiento de la autopista, por reanimar mi exánime corazón.
Me mudé a la habitación de Mario cuando descubrí que, de todos los Balaustrada, era el único con el que me podía entender, aunque no pudiéramos conversar.
Esto fue mucho antes de que mi nieto pudiera hablar.
Lo supe por el modo en que el pequeño podía mirar el viento agitar las ramas de los árboles desde su ventana.
Lo supe por el modo en que podía escuchar el cuarto volumen de The Great American Songbook, de Rod Stewart.
Lo supe por la forma en que intentaba tolerar un hielo en la boca por el mayor tiempo posible.
Y tenía apenas dos años recién cumplidos.
A la semana siguiente, Torreblanca ya estaba advertido. Y, muy a su pesar, tuvo que consentir.
Vale aclarar que no era ninguna insignificancia la deuda que tenía con Mario.
Hacía seis meses y trece días que la había contraído.
Y tampoco era nada como para ser menospreciado.
Aquella vez, Torreblanca había tomado whisky toda la noche por una decepción amorosa. Y cuando amaneció, cuando tuvo que subirse al auto para llevar al niño a la escuela, aún estaba bajo los influjos del alcohol. Pero prefirió correr ese estúpido riesgo que confesarle a su patrón que no estaba en condiciones de manejar.
Fue Mario quien lo notó, apenas a dos cuadras de su casa.
Entre ambos tomaron la decisión de aparcar el coche, tomar