Somos así
Por Olga Drennen y Ana Sanfelippo
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Somos así - Olga Drennen
Índice de contenido
Somos así
Portada
Casi muero
Dolor de oídos
Los tres gritos de Corina
El plato con las hojas de alcauciles
Flores de madera
Justo en ese momento
Pelos de alambre
Verde, blanco, naranja
No por mucho madrugar
Grande, chia, chica grande
Las cosas del crecer
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
Somos así
Olga Drennen
Ilustraciones:
Ana Sanfelippo
Casi me muero
En cuanto Mariela me dijo que Ramiro estaba en el hotel Amarilis, casi me muero. Casi me muero. La verdad es que yo, el año pasado, no me tomaba el amor así.
Cuando mamá me pidió que ordenara mi ropa porque nos íbamos a Córdoba de vacaciones, casi me muero.
¿Qué iba a hacer yo ahí? Aburrirme. Pero después me enteré de que Mariela y su familia también tenían pensado ir al Amarilis. Nada más que ellos viajaban unos días antes. Yo, casi me muero, pero de alegría. Porque eso de irme y dejar a Mariela, sola en el barrio con Ramiro, no me gustaba para nada.
El lío había empezado en el invierno.
—¿Sabés? –había dicho Mariela que era mi mejor amiga–, me gusta un chico.
—¡Ay, nena, por favor, no me hagas hacer mala sangre! A mí también me gusta un chico –le dije.
Le había dicho que no me hiciera hacer mala sangre porque, ¡ahhh!, Ramiro, el chico del que yo estaba enamorada, no me miraba ni por casualidad. Y que no me mirara ni por casualidad me ponía loca, por eso no le había contado a Mariela que gustaba de él, nada más que por eso, porque ella y yo siempre nos contábamos todo.
Las dos vivíamos en el mismo barrio, Villa del Parque y, además, en la misma manzana. Él era el más nuevo de los tres; en cambio, nosotras habíamos nacido allí. Yo, en la calle José Pedro Varela; mi amiga en Campana y, ¡ahhh!, Ramiro, en Simbrón.
¡Me gustaba tanto! Con esas cejas gruesas que tenía y esos dientes grandes…
Pero él ni me miraba. Estaba enojado conmigo porque una vez, cuando éramos chicos, lo llevé por delante con mi bicicleta. ¡Qué rencoroso! ¡Total! No era para tanto, porque para un chico, ¿qué es una caída más? Nada, un par de moretones en las piernas. Nada, ya dije. Pero también le pedí perdón. Y él me había contestado que sí, que me disculpaba, que no le dolía
nada, que esto, que lo otro y, ¿para qué? Si me di cuenta de que muchas veces se hacía el distraído como si no me hubiera visto en su vida y ni me miraba.
Por eso le dije a Mariela que no me hiciera hacer mala sangre. Porque estaba enamorada y no le veía ningún buen futuro a lo que sentía.
—¿¿¿Y??? ¿No me preguntas cómo se llama el chico del que gusto? –dijo Mariela.
La verdad es que tenía razón, mi mejor amiga me contaba cosas importantes para ella y yo ahí como una idiota, pensando en Ramiro.
—Bueno…, perdoname, no me di cuenta. ¡Dale! Decime cómo se llama.
A Mariela se le dieron vuelta los ojos y suspiró. Le tuve envidia, pero una envidia buena porque la vi tan linda con esa naricita levantada para arriba, tan simpática, tan..., ¡qué sé yo! La vi tan bonita, que pensé que a ella no iba a pasarle lo mismo que a mí; seguro, seguro, que el chico que ella quería, la quería a ella también.
—Ramiro. Gusto de Ramiro –dijo Mariela como si nada.
De Ramiro, había dicho ¡de Ramiro! Casi me muero.
—¿Y él? –le pregunté con cara de Blancanieves.
En ese momento, ella dijo las palabras mágicas.
—No sé. Nunca me dijo nada.
¡No me lo vas a sacar! pensé primero enojada y después, con ganas de llorar.
—Bueno –le dije sin mirarla a la cara–, así son las cosas. A mí me pasa lo mismo.
Como tenía que ser, Mariela me preguntó por el chico que me gustaba; entonces, yo volví a hacerme la tonta.
—Es u-uno q-que vive cerca de la casa de mi a-abuela –contesté sin poder levantar la cabeza.
Por suerte, mi abuela vivía como a treinta cuadras. Pero no iba a ser tan fácil salir del paso porque Mariela no dejaba de preguntar y preguntar por cómo se llamaba el chico, por el pelo, por la edad…Parecía una máquina.
—¡Julieta!, ¿cómo se llama? –insistió.
—Diego –le solté el primer nombre que se me ocurrió y enseguida empecé a pensar en Maradona–. Tiene rulitos –agregué–, y juega a la pelota que es un rey.
Mariela me miró y me preguntó si la estaba cargando. Que no, le dije, que de ninguna manera y mientras tanto, cruzaba los dedos a escondidas para cortar la mentira. Ella volvió a clavarme los ojos, pero esa vez, logré sostenerle la mirada.
Al final, pensé, no es tan linda porque con esa nariz para arriba que tiene, parece un chanchito.
Como a la semana fue el cumpleaños de Ramiro. Ella le compró una tarjeta boba de esas empalagosas con angelitos, corazones cruzados y cosas escritas por quién sabe quién.
Fue el cumpleaños de Ramiro y yo, ni enterada. Quedé mal, claro. Bueno, ¿qué me importaba a mí lo de la tarjeta? Eso, ¿qué me importaba? Si al final, él le dio las gracias y después se fue como si nada.
Y así pasé el invierno con Mariela que