El resfrío del Yeti y otros cuentos que aterran de risa
Por Fabián Sevilla
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El resfrío del Yeti y otros cuentos que aterran de risa - Fabián Sevilla
El resfrío del Yeti
y otros cuentos que aterran de risa
Fabián Sevilla
Ilustraciones:
Juan Chavetta
Índice de contenido
El resfrío del Yeti y otros cuentos que aterran de risa
Portada
El resfrío del Yeti
Un fantasma como yo
La trampaparagatospesadillascomohumo
¡Feliz día, señorita!
Molusquitis aguda
¡El vampiro tiene noviaaa... el vampiro tiene noviaaa!
Menos aburrido que una momia
Zanahorias especialisérrimas
Verdaderos amigos invisibles
La dueña de la moneda
La vegetaliscomecarnus o piraña de jardín
¿Mi casa está embrujada?
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
El resfrío del Yeti
—¡Atchííísss!
El estornudo retumba por los 2.400 kilómetros de largo y los 400 kilómetros de ancho que tiene el Himalaya.
Además del ruido espantoso, produce terribles avalanchas y desprendimientos de glaciares.
Quien acaba de estornudar es ni más ni menos que el Abominable Hombre de las Nieves, para los amigos: Yeti.
Lógico: luego de siglos de vivir expuesto a las bajísimas temperaturas que reinan a más de 8.000 metros de altura, el pobre se ha resfriado. Además, está podrido de tener frío. Y eso que lo que sobran en su corpachón son pelos, pelos, pelos...
Ahora, después de limpiarse la mocarrera, Yeti busca sacarse la gelidez jugando.
En la batalla del calentamiento
había que ver la lucha del jinete.
¡Jinete, al ataque!
Canturrea en su idioma y el eco que habita esa cordillera hace que se lo escuche desde Bután a la India.
Una mano, otra mano,
un pie, otro pie,
la cabeza, media vuelta
y un saltito.
¿Un saltito? ¡Un saltazo! Su jueguito produce sismos que derriban cúspides y hace rodar tremendas piedras laderas abajo.
Intenta entrar en calorcito preparándose una sopa. Le resulta dificilongo, pero, finalmente, consigue verdurita para echar en la olla. Sin embargo, a 30º bajo cero, el agua jamás hierve. Encima, cuando de la bolsa del supermercado, Yeti saca las papas, los camotes, las zanahorias, los choclos, el puerro y el pedacito de osobuco, ¡están convertidos en cubos de hielo!
De algún modo, consigue unas ramitas y tronquitos secos. Va a hacer un fueguito para volver más confortable su morada: una cueva natural abierta en el hielo. Le cuesta un triunfo que los vientos huracanados que entran hasta ahí no le apaguen el único fósforo que tenía en el bolsillo.
Las llamitas, tímidas y tenues, encienden las ramas y, luego, los troncos. Él salta en una patota y, luego, en otra, causando más sismos, al ver que finalmente una fogata calienta su hogar. Pero también comienza a derretirlo. Primero, se deshacen las paredes y, luego, el techo descongelado se le viene encima. Apenas queda en pie una tapia, pero…
—¡Atchíííísss!
Y termina de derribar lo que quedaba de su querida cueva.
Llora Yeti, gruesas y dolidas lágrimas, que antes de tocar el suelo se convierten en estalactitas de hielo.
¡No aguanta más! Pone sus pocas ropas y el par de pantuflas de osito en una valija: se mudará, tal vez, a una isla tropical o a algún lugar donde las estufas no descongelen paredes y techos.
Pero en ese momento ve que algo atraviesa las nubes allá arriba.
¿Qué será?, se pregunta cuando nota que tiene forma de caparazón y que, sujeto a unas cuerdas, viene alguien colgando.
Cuando aterriza, el visitante se le acerca.
Está tan abrigado que parece un almohadón con brazos y patas.
Se saca el pasamontañas, las antiparras y… ¡es una viejita! Arrugada, de pelo canoso y de vivaces celestes ojos.
—Buenas tardes, señor Abominable Hombre de las Nieves –lo saluda con voz temblorosa, pero tierna y amable.
Yeti, en su idioma, le responde el saludo.
—Me llamo Filomena y soy miembro de un grupo de abuelas aburridas porque sus nietos no les dan ni la hora –prosigue la viejita mientras se libera de los gordinflones guantes–. Por eso, nos dedicamos a ir por el mundo ofreciendo nuestro curso de tejido.