Alicia, la piñata y una serie de problemas
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Como los adultos se lo toman muy a la ligera, Alicia tendrá que cuidar hasta el último detalle de su fiesta de cumpleaños.
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Alicia, la piñata y una serie de problemas - Juana Inés Dehesa
Dehesa, Juana Inés
Alicia, la piñata y una serie de problemas / Juana Inés Dehesa; ilustraciones de Mariana Villanueva Segovia. - México: Ediciones SM, 2018
Formato digital - (El Barco de vapor. Naranja)
ISBN: 978-607-24-3177-5
1. Literatura mexicana. 2. Humor - Literatura infantil 3. Fiestas infantiles – Literatura infantil
Dewey 863 D44
1
MI PROBLEMA es que me tomo muy en serio mis cumpleaños.
Todo empezó cuando cumplí tres y mi mamá me llevó a escoger mi piñata y mi pastel. Había tantas opciones que se me hizo injusto escoger una sola cosa de cada una. Lo que había que hacer era una fiesta diferente cada día: así cada piñata y cada pastel tendrían su oportunidad. Era muy buena idea, pero, como suele pasar con mis grandes ideas, mis papás no estuvieron de acuerdo: dijeron que con una fiesta al año era más que suficiente.
—¡Claro que no es suficiente! —les expliqué—. ¿Cómo en una sola fiesta voy a tener todos los pasteles y todos los brincolines y todos los dulces y todo? ¡No hay modo de que escoja solo uno de cada uno!
Me contestaron que sí había modo, que lo pensara bien.
Y yo, que soy muy obediente, me dediqué a pensarlo bien. Lo pensaba bien todo el día, casi a todas horas. Si me invitaban a una fiesta, yo ya pensaba bien en la siguiente.
Hasta que unos años después, la maestra mandó llamar a mi mamá; todo porque en la mitad de la ceremonia cívica dejé de cantar el himno y me salí de mi lugar en la fila para irle a preguntar a Sandrita, mi mejor amiga, si pensaba que todos los betunes azules te dejaban la lengua pintada de morado o nomás el del pastel de Sanborns.
De nada sirvió que yo dijera que de todas maneras cantamos el himno cada lunes de cada semana de cada año, que por un lunes que me distrajera no iba a pasar nada. Mi mamá decidió que, a mi edad, yo ya tenía un problema de fiestitis, y que para que ya no pasaran esas cosas, íbamos a llegar a un acuerdo: nada de platicar de la fiesta antes del Día de Reyes. Como mi cumpleaños es el diez de marzo, dijo, teníamos dos meses para planear todo y que la fiesta fuera un éxito. Yo no estaba tan segura, pero no me estaba preguntando.
Desde entonces, cada vez que mamá me recogía de una fiesta y yo empezaba a decir algo como: no quiero que en mi fiesta haya chicles, porque a Rodrigo le gusta pegárselos en el pelo a las niñas, me tenía que quedar callada; si no, mamá levantaba su dedito y decía: No, no, no: hasta Reyes
.
Por eso el 6 de enero era mi día favorito. No solo porque venían los Reyes, me traían regalos y partía la rosca con mis papás y la abuela, sino porque aprovechaba para decirles todo lo que quería hacer en mi fiesta. Ellos ponían caras muy serias y lo discutíamos todo: el color de las servilletas, la lista de invitados, el sabor del pastel… Era increíble.
Pero el año en que cumplí diez todo fue distinto.
El Día de Reyes antes de mi fiesta de diez estábamos esperando a la abuela para partir la rosca, como siempre. Mamá preparaba el chocolate en la cocina y yo le ayudaba a poner la mesa. Puse un plato en cada lugar, menos en el de papá. Él no iba a venir. Me había llamado en la mañana para decirme que no podía. Yo ya no le quise decir que era el día de planear mi fiesta. Tal vez ya le aburría, tal vez creía que yo ya estaba grande para esas cosas.
Y sí, ya estaba grande: los Reyes me habían traído una bicicleta sin rueditas. Iba a cumplir diez años. Pero de todas maneras quería que fuera como siempre, que discutiéramos por qué tenía que invitar a mi primo Toby y de qué sabor iba a ser la gelatina. Quería que todos volviéramos a estar de buenas, que se nos quitara lo tristes.
Estaba pensando en todo eso mientras doblaba las servilletas y las ponía debajo de cada tenedor. De pronto oí que un coche se estacionaba enfrente de la casa y se bajaba alguien con unos tacones que hacían mucho ruido. ¡La abuela! Corrí a abrirle la puerta.
—¡Hola, mi reina! ¿Cómo estás? —Traía en las manos una pila de cajas: una era de la rosca, y los demás eran unos paquetes que tenía que sostener con la barbilla. Detrás de los lentes se le veían unos ojos verdes, como los míos, pero más grandotes—. ¿Me ayudas con esto?
Me dio los paquetes. El de arriba tenía una estampa con un camello, un caballo y un elefante que decía Para Alicia, de Melchor, Gaspar y Baltazar
.
—Ese te lo dejaron los Reyes en mi casa, al rato lo abres. —A la abuela no se le iba una.
Entramos a la sala y dejamos todo. Pusimos la rosca en un platón y ayudamos a mi mamá a servir el chocolate. Antes de sentarnos, la abuela nos pasó nuestros regalos. Yo abrí el mío rapidísimo. Era una libreta color rosa clarito y unas plumas de muchos colores. Se me hizo aburridísimo. Era muy aburrido que los Reyes me trajeran cosas para la escuela, pero como mi mamá y la abuela me estaban viendo, tuve que poner cara de emoción.
—Gracias, abuela —dije, la muy hipócrita.
—De nada, mi reina. Pero ábrela.
La abrí y vi que no era una libreta como las de la escuela: tenía hojas de muchos colores. En la primera página decía, con la letra parejita de la abuela: Fiesta de 10 de Alicia Cuesta
.
—Tiene hojas de diferentes colores para que vayas apuntando cada cosa: el lugar, los invitados y sus teléfonos, el sabor del pastel y la dirección de la panadería… Es una libreta de profesional, ¿viste?
Pasé las hojas con cuidado. Una decía Invitados; otra, Pastel; otra, Piñata, y así. Me dieron ganas de empezar a llenarla en ese instante, pero mi mamá me dijo que la dejara, que se iba a llenar de chocolate.
Luego le tocó abrir su regalo a mi mamá. No le fue tan bien: le trajeron un libro. Lo desenvolvió, y luego, luego lo volvió a tapar con el papel. Alcancé a leer que decía algo de los divorcios. Su Gracias fue todavía más hipócrita que el mío. Se le pusieron los ojos brillantes y la boca chiquita.
Cada quien partió su pedazo de rosca sin muchas fiestas y nos quedamos calladas, como si de pronto hubiera llegado una nubecita negra sobre nosotras. Me empecé a sentir nerviosa, así que me puse a hablar como loca. Les conté que mi amiga Laura el otro día leyó en una revista que una señora le había puesto a su hijo Andrea.
—¡Qué mensa! —dije mientras le quitaba a mi pedazo de rosca las cositas verdes. Me chocan.
La abuela se rio.
—No, mi reina. Debió de ser Carolina de Mónaco. Ella tiene un hijo que se llama Andrea, pero en su país ese es nombre de hombre. Como Andrés.
—Pues no sé si sea la misma, pero