Detectives en chanclas
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Todavía no sabe si le va a gustar vivir allí, pero de lo que sí está segura es de que se va a pasar el verano en el agua. Aunque primero tiene que resolver el misterio de las bicis desaparecidas, si no quiere que los otros niños la miren mal...
Un montón de objetos desaparecidos, y un verano entero para descubrir al culpable. ¡Ponte las chanclas, detective!
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Detectives en chanclas - Paloma Muiña Merino
Para Ester
• 1
PIES EN LA PISCINA
–MAMÁ, ¿puedo salir al jardín?
–¿Ahora?
Cata miró a su madre, sepultada entre montañas de cajas, con los pelos revueltos, un trapo atado a la cintura y otro en la mano. Y pensó que sí, que era el momento perfecto para salir pitando.
–Hay niños jugando allí abajo, los oigo –añadió Cata poniendo su cara de pena más convincente.
–Bueno, puedes bajar un rato mientras yo termino con esto. Pero en cuanto te avise, subes volando, que hay mucho que hacer...
Cata corrió escaleras abajo, antes de que su madre cambiara de opinión. Cuando salió al portal, miro a su alrededor. Justo enfrente había un camino adoquinado de color gris que se perdía en una curva a la derecha. Por detrás del camino había un seto verde, perfectamente cortado, del que salían unos frutos rojos. Todo muy verde y muy bonito.
–Eso tengo que reconocerlo –gruñó Cata.
Se puso a seguir el camino y vio que pronto desembocaba en una escalera. Y después de la escalera, el jardín. Y en medio del jardín, la piscina, enorme y azul.
Cata pensó que si se descalzaba y metía los pies allí dentro, sería la persona más feliz del mundo.
Pero se encontró con que la piscina estaba rodeada de una valla con una puerta cerrada ¡con candado! ¿Acaso tenían miedo de que se escapara el agua?
–Eh, tú, pardilla, ¿adónde vas?
Un niño con el pelo de punta y bastante más grueso que alto la miraba con desdén. Y eso que la miraba desde abajo, porque Cata le sacaba una cabeza...
–Quería probar el agua de la piscina –contestó Cata.
Entonces, el pelo pincho se empezó a reír y un coro de risas sonó de fondo. Desde detrás de un árbol aparecieron una niña con el pelo muy negro recogido en dos trenzas apretadas y una falda larguísima, y un niño muy muy alto, al que le faltaban los dos colmillos de arriba.
–Es muy pronto. Hasta las once y media no abren la piscina –explicó la niña de trenzas colocándose las gafas sobre la nariz y enseñando unos dientes llenos de brackets de color verde fosforito–. ¿Eres nueva?
–¡Claro que es nueva! ¿No ves la pinta de pánfila que tiene? –volvió a hablar el pelo pincho.
Cata abrió mucho la boca, dispuesta a protestar, pero la niña que se le había quedado observando con mucha atención, como si estuviera mirando una pintura en un museo se le adelantó:
–No, la verdad es que a mí no me lo parece.
Entonces, el chico alto, que tenía un balón en la mano y lo botaba sobre el césped con bastante poco éxito, miró a Cata y murmuró:
–Ten cuidado con las duchas –y luego, dirigiéndose a los otros, añadió–: ¿Vamos a la cancha?
Y aunque habló bajísimo, como si estuviera afónico o pidiera perdón por existir, los otros le debieron de oír, porque echaron a andar los tres a la vez, dejando a Cata con la palabra en la boca.
Ella los observó mientras se alejaban y pensó que, como todos los niños de la urbanización fueran así de simpáticos, no lo iba a pasar muy bien en su nueva casa. Después se quedó mirando a su alrededor: no había nadie, y aquella piscina, con el agua azul bailando en los bordes, la atraía más de lo que estaba dispuesta a resistir.
Sin pensárselo dos veces, corrió hasta la valla y se encaramó a ella. La malla metálica se combó un poco, pero la barra de hierro verde en la que esta se sujetaba se mantuvo firme mientras ella colocaba los pies y saltaba al otro lado. Una vez dentro, se descalzó, se sentó al borde de la piscina y sumergió las piernas hasta las rodillas. El agua estaba muy fría y notó que le hacía cosquillas por dentro de la piel. Cerró los ojos frente al sol y suspiró.
–¿Cómo has entrado? –le preguntó una voz, despertándola.
Era un joven con una camiseta blanca en la que se leía en rojo la palabra «socorrista». Tenía el ceño fruncido y sostenía en la mano el cerrojo de la puerta, ahora abierta.
–Saltando –contestó ella incorporándose.
Una niña rubia y de piel muy blanca la miraba desde detrás del socorrista con los ojos como platos. Llevaba en el hombro una toalla verde.
–Pues que sepas que está prohibido saltar la valla. ¿Y si te hubiera pasado algo? –gruñó el socorrista.
–¿Y qué me iba a pasar? –preguntó Cata, desconcertada.
–Pues que te hubieras ahogado.
–¿Metiendo los pies?
–Te habías quedado dormida. Podrías haberte caído dentro de la piscina...
–¡Pero si sé nadar! –no es que pretendiera ser grosera, es que de verdad no entendía dónde estaba el peligro.
–¡Una persona dormida no reacciona igual que una persona despierta! ¡Podrías morir!
El socorrista estaba ahora gritando, así que Cata no creyó oportuno explicarle que no lo veía probable. Simplemente, tomó sus zapatillas en la mano y se encaminó a la salida. La niña rubia seguía mirándola con ojos asombrados.
–La próxima vez, te esperas a que yo abra, ¿entendido? –gruñó el socorrista–. Y tú, Celia, que pareces un pasmarote, quítate la camiseta. Comenzamos