La libertad de los parques
Por Javier Peñalosa y Carlos Vélez
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Una historia que nos enseña que el mundo sería mejor si la gente no tuviera miedo de soñarlo diferente.
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La libertad de los parques - Javier Peñalosa
Peñalosa M., Javier
La liberación de los parques / La liberación de los parques / Javier Peñalosa ; Iustraciones de Carlos Vélez. – México : SM, 2021
Primera edición digital – El Barco de Vapor. Serie Naranja
ISBN : 978-607-24-4315-0
1. Novela mexicana – Cuenos infantiles 2. Utopías – Literatura infantil 3. Imaginación – Literatura infantil
Dewey M863 P46
Esta historia está dedicada a mi abuelo, Javier
Peñalosa. Y a mi papá; mi gigante Javier Peñalosa
Gracias por la vida, el amor y el oficio
J. P. M.
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EL NIÑO EQUILIBRISTA
CUANDO SE ACERCÓ A LA ORILLA, las piernas empezaron a temblarle; nunca se imaginó que el edificio fuera tan alto. Debió pensarlo dos veces antes de subirse. Ni modo, ya estaba ahí. Volteó hacia abajo y vio a las personas que caminaban por la calle como si fueran unas hormiguitas. Parecía que algunas ya apuntaban con el dedo hacia la parte más alta. ¿Qué estarían diciendo? Sin duda algo como: ¡Ese niño va a cruzar por ahí!
.
El viento soplaba muy fuerte y hacía que el fleco le revoloteara y se le metiera en los ojos. El pelo tan lacio siempre le había parecido una lata, pero éste era el peor momento para que se le pusiera justo en las narices. Se hallaba a punto de hacer algo en verdad extraordinario para un niño de su edad, algo que nadie había hecho antes.
De seguro, a la mañana siguiente, su foto saldría en la primera plana de los periódicos de la Ciudad: El increíble niño equilibrista
. Ojalá que lo vieran en la escuela.
Se quitó el fleco de los ojos, respiró profundamente y miró una vez más la cuerda que estaba muy bien amarrada a un poste de la azotea. Ésta se extendía hasta el otro edificio; iba tensa por encima de los coches y de las calles, y a la distancia parecía que se volvía delgadita delgadita, casi hasta desaparecer del otro lado.
Si Mamá se entera de que caminaré por aquí, me castigará diez años
, pensó.
Las manos empezaron a sudarle. Estaba nervioso, en realidad muy nervioso, pero no sentía nada de miedo. Una cosa son los nervios y otra muy diferente el temor; y los verdaderos equilibristas, los que caminan en la cuerda floja como él, jamás le tienen miedo a las alturas.
Con el pie derecho extendido, tocó la cuerda. Alzó los ojos otra vez: estaba tan alto que veía las nubes pasar cerca de él. En ese momento le habría gustado subirse a una y acostarse ahí. Pero primero lo primero: tenía que alcanzar su meta. Era un hecho que sus amigos ya lo esperaban en la azotea del otro edificio. Otra tarde habría tiempo para dormir en una nube. Apretó los dientes muy fuerte y luego puso el pie izquierdo en la cuerda. Ya estaba hecho. Se encontraba parado en ella, con ambos pies sobre el vacío. Las rodillas ya no le temblaban como gelatina y tenía la atención puesta en caminar derechito, sin caerse.
Si me caigo
, pensó, quedaré como una calcomanía en el piso
.
Un paso, otro, y un pasito más. Concentración. Cada vez que avanzaba un poco, le parecía que en realidad se alejaba de su objetivo. No debía mirar hacia abajo por nada del mundo: es lo peor que puede hacer un equilibrista cuando ya empezó a andar por la cuerda floja.
El viento sopló con fuerza. Otra vez el fleco le tapaba los ojos. ¡Estúpido fleco! Concentración. Tenía que concentrarse en cada paso. Distinguió a lo lejos el sonido de una ambulancia que se acercaba. ¿Sería posible que alguien ya hubiera llamado a una ambulancia? Él nunca se había caído, y esta vez no sería la primera.
Abrió los brazos para guardar el equilibrio. El Abuelo decía que los pájaros abrían las alas para volar. La sirena de la ambulancia se escuchaba cada vez más cerca. A él le habría gustado ver a un pájaro alguna vez. Ahora el sonido de la ambulancia se ubicaba a sólo unos cuantos metros. Varias dudas saltaron dentro de su cabeza: ¡Qué raro! Es como si el sonido subiera por el edificio, y las ambulancias no vienen hasta acá. Está cada vez más cerca... ¿Será una ambulancia? No, por favor, por favor, que no sea el...
.
El despertador. Eran las seis veinte de la mañana y el despertador sonaba a todo lo que daba. La mano de Bruno salió de entre las sábanas y cayó de un golpe sobre el botón de apagado. Era como si ésta se despertara un poco antes que el resto de su cuerpo, como si supiera justo dónde caer para apagar ese odioso aparato.
Resulta un poco triste pensar que, una vez más, esa maquinita chillona y burlona había impedido que se realizara una de las hazañas más grandes en la historia de la humanidad. Un niño se hallaba a punto de cruzar los dos edificios más altos de la Ciudad caminando por una delgada cuerda y, ¡zas!, el despertador lo había impedido.
No sabemos cuántos sueños, cuántas ciudades, cuántos inventos y cuántas situaciones han desaparecido de golpe y para siempre por culpa del despertador y su forma de repicar. Quien crea que lo que está en los sueños no existe, vive equivocado. De seguro el mundo en el que vivimos sería mucho mejor si las personas no tuvieran miedo de soñarlo diferente.
A Bruno le chocaba levantarse a las seis veinte de la mañana; por eso se cubrió hasta las orejas con la cobija. A lo mejor, si se concentraba mucho, volvería a soñar lo mismo y cruzaría por esa cuerda. Era como la séptima vez que lo soñaba y nunca llegaba hasta el otro edificio. Si consiguiera dormirse cinco minutos más, sólo cinco minutitos más, lo intentaría de nuevo, aunque eso no pasaría porque, como todas las mañanas, la puerta de