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Adiós a Ruibarbo
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Libro electrónico113 páginas1 hora

Adiós a Ruibarbo

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Este libro es un conjunto de cuentos cuyos personajes son principalmente niños que crecen y se ven enfrentados a la vida complicada del mundo adulto. "Adiós a Ruibarbo", cuento que da el titulo al libro, trata sobre un niño que vive en un ambiente rural junto a su caballo.
IdiomaEspañol
EditorialZig-Zag
Fecha de lanzamiento11 nov 2015
ISBN9789561221369
Adiós a Ruibarbo

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    Adiós a Ruibarbo - Guillermo Blanco

    Diego

    Palabras Preliminales

    Retrato hablado de Guillermo Blanco

    Vio un aviso en el periódico: se anunciaba la apertura de una Escuela de Periodismo en la Universidad Católica.

    Decidió matricularse.

    Antes que las horas le permitieran concretarlo, recibió una llamada telefónica. La voz del director de esa nueva Escuela le ofrecía la cátedra de Redacción.

    ¿Pero yo...?, musitó Guillermo Blanco. ¡Yo... quiero ser alumno!

    Con el letrero de su pero prendido en la solapa, en la chaqueta, en la espalda, entró como profesor a la única aula, el primer día de clases en el edificio de calle San Isidro. Le molestaban sus redondos ojos negros y trataba de interrogar el suelo, el infinito o un torpedo cuidadosamente redactado y convenientemente subrayado, que colocó en el pupitre.

    Tenía que esquematizar, coordinar, sintetizar algo que él, sin saber por qué, poseía. Porque al escribir uno siente en palabras de igual manera que otros sienten en música, en formas, en silencio.

    Han transcurrido doce años desde ese día. Hoy ese hombre ha regresado a hacer clases en aquella Escuela. Pero ya no sale arrancando cuando el contenido del torpedo se acaba, ya no escribe lo que dirá en clase. Ha publicado un ensayo sobre La redacción periodística. El cabello, que usaba muy corto, lo tiene más largo y menos negro; enciende su pipa con parsimonia, sin sonrojarse.

    Ahora es don Guillermo Blanco, Miembro de Número de la Academia Chilena de la Lengua, Miembro Correspondiente de la Real Academia Española, Director General en la Vicerrectoría de Comunicaciones de la Universidad Católica. Es el autor de Gracia y el Forastero y de dos novelas más; ha publicado cuatro ensayos y tres libros de cuentos. Algunos de esos cuentos han sido incluidos en diez antologías nacionales y en seis extranjeras.

    Sin embargo, el miedo todavía se le mete en el cuerpo cuando tiene en prensa una obra. Las ideas que cruzan por su mente chocan y producen en su organismo distintos desequilibrios. Por una parte, está contento con lo que escribió, sabe que lo quiso así y que no lo habría hecho de otra manera. Pero, ¿se entenderá? Su interlocutor, ¿podrá vibrar con él? También siente pudor: es algo suyo que deja de ser íntimo, propio.

    Por eso, quizás, nunca llegará a ser el honorable caballero que, con experiencia y autoridad, dictamine en la Academia. Seguirá siendo el maestro que se pone la camiseta del alumno y, sin que este se dé cuenta, le irá enseñando los distintos pases, jugando ambos en la misma cancha, bajo el mismo sol, sobre el mismo césped, respetándose el uno al otro.

    Si se sorprendió con el nombramiento de profesor, más se turbó con el de académico. Y cuando, por primera vez, le pidieron una obra suya para publicarla, le costó varios días salir del asombro.

    Hasta ese momento, en el año 1956, escribía lo que en el diálogo no podía expresar. Y lo hacía en hojas delgadísimas, de copia, convenientemente encuadernadas, con una letra diminuta para que cada página incluyera el máximo de texto y así poder ver errores y repeticiones. Y eran tan emocionantes sus deseos de ver esas letras en molde, que diseñó un libro y lo elaboró él mismo: le hizo tapas y transcribió a máquina el texto, cuadrando cada línea.

    ¡La Editorial del Pacífico se interesaba en publicar sus cuentos!

    Guillermo Blanco llevó los originales y... vinieron los meses sin traerle comentario al respecto. Su orgullo –el amor propio, que tengo bastante cultivado– tampoco le permitía ir a averiguar por el destino de aquello que para él era como un tesoro. Hasta que en la esquina de Moneda y Ahumada alguien le dijo al pasar, dentro de otra conversación: Tu libro va….

    El libro va.... ¡El libro va!, se repitió una y otra vez mientras avanzaba por Moneda... ¿Ahumada? ¡Eso qué importaba!

    Volvió a la Alameda, a la Alameda de Talca, donde se perdía...

    Tenía pocos años: cuatro, cinco. Era uno de esos niños con olor a brasero y a cariño. Único hijo, único nieto, único sobrino; viviendo con sus padres, con su abuela viuda y con dos tías solteras, en una casa con patio, con galería y con faroles; donde era fascinante sentir llover, porque había fuego, calor, cuentos y sopaipillas.

    Los abuelos, españoles, se habían traído a sus esposas de España. Y al muchachito le legaron con cada apellido una personalidad. Blanco le transmitió el carácter ingenuo, la transparencia para mirar y los estallidos de furia; Martínez, el vértigo por dar vuelta y vuelta a una idea, aproblemándose con algo o con la nada; también le legó la reflexión y el deseo de ahondar, de profundizar; Medina, la hosquedad traicionada con oportunos refranes y garabatos; y Martín, el carácter extravertido y la facilidad para hacerse de amigos. A veces me descubro que estoy actuando como Martín y otras me río al verme tan Medina.

    La abuela Martín lo mimaba, le contaba cuentos: era la abuelita Susana. La otra –la abuelita Cruz– le pegaba un bastonazo si él oponía resistencia a recibir un regalo o, pacientemente, dejaba que mezclara los porotos con los garbanzos, las lentejas con el arroz, en el almacén que ella atendía.

    Pero su padre no encontró oro en las montañas de Talca y la pequeña familia se desprendió del familión. Los tres vivieron en pensiones de la capital por varios años. En una de ellas, Guillermo Blanco escribió una poesía. Tenía nueve años.

    Después se acostumbró a hacerlo, como lo hace hoy, sentado frente a la mesa que está pegada a una ventana. Veía pasar una chiquilla y le escribía algo. La ventana de hoy da al jardín. La de ayer miraba a la calle Lastarria. ¡Cuando sea rico trataré de comprar esa casa, está contigua a la Parroquia de la Vera-Cruz!

    Pero le prometió a su novia que nunca sería rico, porque no voy a querer, ni me va a importar. (Igual declaración le hizo el Forastero a Gracia, junto al mar). Desde entonces, Lucía Cristi lo sabe; por eso es ella quien administra el patrimonio y ella fue quien encontró la casa estilo español que él quería; donde, en el escritorio, se podía afirmar una mesa a la ventana.

    Ella podría intranquilizarse cuando a él le ofrecen un nuevo trabajo, y en ocasiones, se cambia; y vuelve a mudarse. Apenas le pregunta:

    –Allí, ¿qué vas a hacer?

    –Me gusta mucho más. Estaré más feliz.

    Entonces, no se detiene a pensar en el monto del sueldo ni en las proyecciones que el trabajo de su esposo pueda tener. Ella trata de no intranquilizarlo con los problemas económicos, y él disimuladamente le deja, sobre una mesa, el primer ejemplar de esa obra que ella nunca ha leído.

    A Guillermo Blanco le gusta sorprender: le divierte; le entretiene. Todas las semanas pretende conseguirlo en la última página de la revista Ercilla. También lo hacen algunos de sus personajes. ¿Son un poco él mismo? Es cierto que los protagonistas son ‘hijos del autor’. Pero es cierto hasta sus últimas consecuencias: una vez nacidos, se mueven de acuerdo con una lógica propia, con sus propias maneras de ser. Y se desarrollan y crecen, igual que los hijos, o igual que los hijos pueden diferir del padre.

    Como los seres mitológicos, que eran mitad de una especie y mitad de otra, ve a sus personajes. No siempre son fruto de la realidad; tal vez descubre después alguna semejanza. ¡Y ellos me terminan la historia!

    "Al escritor no le queda sino respetar la libertad de sus

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