Kid Pantera
Por Hernán Del Solar
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Kid Pantera - Hernán Del Solar
e I.S.B.N.: 978-956-12-2886-3.
1ª edición: marzo de 2016.
Gerente Editorial: Alejandra Schmidt Urzúa.
Editora: Camila Domínguez Ureta.
Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
© 1994 por sucesión de Hernán del Solar Aspillaga.
Inscripción Nº 91.113. Santiago de Chile.
Derechos exclusivos de edición reservados por
Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Editado por Empresa Editora Zig–Zag, S.A.
Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.
Teléfono (56–2) 2810 7400. Fax (56–2) 2810 7455.
E–mail: zigzag@zigzag.cl / www.zigzag.cl
www.editorialzigzag.blogspot.com
Santiago de Chile.
El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.
Una jirafa, un plátano y una estufa
Sentado al fondo de su jaula, el mono Mimbo parecía pensar en cosas muy serias. Cabizbajo, no se movía. De vez en cuando, como para darse cuenta de que estaba vivo, agitaba levemente la cola. Después la dejaba quieta y seguía recordando. En realidad, sentía rencor y amargura. Le había ocurrido algo que no lograba explicarse. Una mañana oyó pasos en el corredor y vio venir a Cristóbal. Con su delantal blanco, su sonrisa de buen amigo, sus palabras alegres, daba la sensación de ser un hombre bondadoso. Mimbo lo quería y siempre estaba dispuesto a demostrárselo. De un salto se ponía junto a la puerta de la jaula y abría la boca con ánimo de sonreírle. Cristóbal le acariciaba la cabeza y le hablaba. Además, le traía algún sabroso plátano, alguna nuez, una galleta. Sabía manifestarle su amistad. La vida no era del todo mala, a pesar del cautiverio.
Pero esa mañana ocurrió algo que resultaba inexplicable. En vano Mimbo lo pensaba cien veces, descansaba un rato, y lo pensaba otras mil, sin interrupción. Cristóbal se acercó a la jaula, abrió la puerta y cogió a Mimbo como si deseara darle un abrazo. El mono cerró los ojos agradecido, y permaneció quieto sobre las rodillas de Cristóbal. ¡Qué buen hombre era! Le estaba rascando la espalda con una suavidad incomparable. Y le hablaba como de costumbre, alegre, dichoso. Después tomó un frasco, mojó una esponja en un líquido amarillo, y comenzó a sobarle el lomo. Mimbo sintió frío, abrió los ojos y quiso hablar. Pero su lenguaje no era el de Cristóbal. Inútilmente dijo el mono:
–Por favor, mi querido amigo, no me mojes más la espalda, que me está dando un frío de todos los diablos.
–¡Quieto! –murmuró Cristóbal, y continuó sobándole con la esponja empapada.
Cuando terminó, de nuevo le metió en la jaula y se fue silbando. Mimbo se dio, entonces, desesperadamente, cuenta muy exacta de su situación. Le habían afeitado el lomo. Estaba pelado. Y como si esto fuera poco, le habían dejado más húmedo que a una rata que sale de una alcantarilla.
Aulló tristemente. Brincó en su jaula para calentarse. Gritó pidiendo que no le dejaran así, porque tiritaba de frío. Pero Cristóbal no vino a verle. Era un hombre sin entrañas. La vida era terrible. Ser mono significaba la peor de las desgracias, en un mundo evidentemente despiadado.
Desde entonces, Cristóbal acudió todas las mañanas y todas las tardes con la maldita esponja y le mojó el lomo con el líquido amarillo. A medida que el tiempo pasaba parecía más preocupado. Esto no era difícil advertirlo, pues le sobaba con fuerza, sin miramiento alguno. Y a veces decía palabras que, por su brusco sonido, herían como latigazos.
¿Qué mal le he hecho –pensaba Mimbo– para que me castigue afeitándome el lomo y cada día me lo empape con la esponja maloliente? Porque la verdad es que el condenado líquido tiene un olor insoportable. Me hace estornudar durante horas. Me está enfermando hasta de los nervios. Ya no soy el mono de antes, tranquilo, confiado. Ahora me paso tardes enteras meditando en mi triste suerte y soy la más infeliz de las criaturas nacidas y por nacer.
De pronto, Mimbo oyó los pasos de Cristóbal. Levantó la cabeza y mostró los colmillos, gruñendo. Sin duda, venía otra vez a martirizarle. Pero, ¿no se cansaba nunca ese hombre