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El desafío de don Pantaleón
El desafío de don Pantaleón
El desafío de don Pantaleón
Libro electrónico196 páginas2 horas

El desafío de don Pantaleón

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Información de este libro electrónico

Esta novela sucede en Molina, Chile, a fines del siglo XIX.
Está protagonizada por don Pantaleón, un profesor que
ha quedado viudo y sin hijos, y que ha perdido un poco
la cordura; abandona su profesión y decide ser poeta,
cambiando de actitud e incluso de vestimenta. En medio
de este ambiente chileno y de campo, sucede de pronto
un crimen y don Pantaleón decide trabajar arduamente
en busca del culpable. Por otra parte, llega desde Talca
Salustio Hernández, el comisionado encargado de resolver
el misterio. Cada cual intenta encontrar la solución a su
manera; el primero desde la intuición poética y el segundo
desde su intuición científica. Es un libro con mucho humor,
especialmente en las descripciones, y sus diálogos son muy
atractivos y totalmente acordes al contexto de la narración.
IdiomaEspañol
EditorialZig-Zag
Fecha de lanzamiento2 sept 2017
ISBN9789561231795
El desafío de don Pantaleón

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    El desafío de don Pantaleón - Beatriz Concha

    Ilustración de portada de la autora

    Viento Joven

    ISBN Edición Impresa: 978-956-12-2575-6

    ISBN Edición Digital: 978-956-12-3179-5

    1ª edición: julio de 2017.

    Gerente editorial: Alejandra Schmidt Urzúa.

    Editora: Camila Domínguez Ureta.

    Director de arte: Juan Manuel Neira.

    Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

    © 2013 por Beatriz Concha Cosani.

    Inscripción Nº 227.219. Santiago de Chile.

    © 2013 para la presente edición por

    Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

    Inscripción Nº 230.547. Santiago de Chile.

    Derechos reservados para todos los países.

    Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

    Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

    Teléfono +56 2 28107400. Fax +56 2 28107455.

    www.zigzag.cl | Email: zigzag@zigzag.cl

    Santiago de Chile.

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    El presente libro no puede ser reproducido

    ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por

    ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación,

    CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de

    reproducción sin la autorización de su editor.

    Índice

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    4

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    1

    Entre la muchedumbre de curiosos reunidos frente a la iglesia, se destacaba la figura de don Pantaleón Cornejo. Quienes por alguna razón no hubiesen podido asistir al evento tenían asegurada la descripción, hasta en sus más mínimos detalles, por boca del largo personaje. Porque don Pantaleón era, por así decirlo, el corresponsal de Molina.

    Distinguiendo desde lejos ese sombrero de copa, que sobresalía ocho palmos por sobre las cabezas allí reunidas, una viejecilla, que llegaba atrasada, logró abrirse paso hasta él.

    –¡Jesús, don Pantaleón, cuánta gente! Lo que corrí para alcanzar a llegar. Es que me quedé dormida esta mañana, porque anoche me desvelé con el pregón del Lechi. ¿Qué le habrá dado anoche al tonto ese por vender leche? Si dejó la ladradera’e perros. ¿Ya están adentro los novios? –preguntó empinándose, como si así su voz alcanzara mejor la oreja del aludido.

    –Aún no, misiá Leontina.

    –Y qué... ¿No era a las diez el matrimonio?

    Don Pantaleón consultó su reloj de bolsillo.

    –Efectivamente, misiá. Al parecer están atrasados...

    –¡Ay, Señor! Y tanto que me afané por nada...

    –Mejor así, misiá. Ahora podrá ver la llegada y la salida de los novios.

    –¡Ja! Fácil pa usté decirlo, mirando como mira desde allá arriba; pero una que es chica... –refunfuñó la anciana, ajustando el pañolón bajo su barbilla.

    Una ola de murmullos y movimientos hizo que don Pantaleón mirara hacia un lado.

    –Ahí llega una calesa, misiá. Debe ser el novio... No, no es el novio, es la novia...

    –¡Ay! Y yo que no alcanzo a ver... ¿Así es que los Boadiles tienen calesa?

    –No, misiá; es calesa alquilada. Su fortuna no les alcanza para tener calesa propia.

    –Y dígame..., ¿cómo se ve la Fátima?..., porque no es na muy bonita...

    –Hermosa, misiá. Hermosa como toda novia; pero..., pero, ¿qué pasa? La novia no se ha bajado y la calesa parte de nuevo... ¡Aaah...!, debe ser porque el novio todavía no llega. Seguramente van a dar algunas vueltas por ahí, para dar tiempo a que llegue.

    Durante tres días fue tema obligado de conversación en Molina: por segunda vez el novio, Eustaquio Mellado, dejaba plantada a una novia. Los boabdiles o los turcos, así llamados genéricamente en el pueblo aunque fueran de origen libanés, cerraron las puertas de su almacén, y no se les veía la nariz después de tal desaire.

    De cocina en cocina, de patio en patio, de salón en salón, era don Pantaleón Cornejo el encargado de transmitir las posibles novedades al respecto. Al cuarto día estalló la noticia: en un viñedo, junto a una acequia de riego, se descubrió el cadáver del novio.

    Llovían las preguntas que don Pantaleón, con su parsimonia habitual, respondía:

    –No, misiá; no tres. Solo una puñalada en la espalda. Y al parecer, con un gran cuchillo de esos carniceros.

    –Para el caso..., da lo mismo. Total, tres puñaladas chicas equivalen a una grande ¿no?

    –Pero no da lo mismo para la investigación, misiá. Usted comprenderá que la policía debe buscar el arma homicida.

    –Y dígame, don Panta, la señorita Angelina..., ¿se habrá enterado...?

    –Pantaleón, misiá. Pan-ta-león, aunque se demore un poco más –corrigió el hombre–. No lo sé. Nada me ha comentado la Eufrosina.

    –Es que a esa vieja..., apenas se le saca el buenos días.

    –Cierto es. Bueno, misiá Matildita; yo debo continuar mi camino. Se agradece el mate y... tenga usted un buen día.

    –Cuando guste pues, cuando guste. Usté sabe..., aquí siempre es bien recibido...

    En todas partes era bien recibido, tanto por su triste historia como por sus afanes de corresponsal.

    Pocos años atrás había sido director y maestro de la Escuela Pública de Hombres en Molina. En ese entonces figuraba entre las personalidades del pueblo, junto con el alcalde y el cura párroco. Como estos, era invitado a los almuerzos dominicales con que los patrones viñateros los agasajaban, de vez en cuando durante el año y con frecuencia en períodos electorales.

    Casado, padre de familia numerosa, una epidemia de difteria lo dejó, de la noche a la mañana, viudo y sin hijos.

    Durante tres o cuatro meses anduvo como lelo. Su alta figura se paseaba por las polvorientas calles de Molina, sin reconocer ni responder a quienes lo saludaban.

    Cierto día, su correcto atuendo cambió. El cuello alto, blanco y bien almidonado desapareció, dejando a la vista el cuello simple de la camisa. Las botas con polainas fueron reemplazadas por toscos zuecos de madera. Sus cabellos, antes negros y bien cortados, crecieron grises hasta sus hombros. Una capa negra reemplazó la levita, y el sombrero de copa, que antes usaba solo en ocasiones especiales, nunca más abandonó su cabeza; a tal punto que la gente dudaba que se lo quitara para dormir.

    Y como si estos cambios le hubieran devuelto la memoria y el don de la palabra, don Pantaleón comenzó a responder los saludos, reconociendo por su nombre a quienes lo saludaban; brilló nuevamente el azul de su mirada y su paso se hizo más ligero.

    Un maestro interino lo había reemplazado en sus funciones. Cuando el alcalde consideró que, dado el extravío de don Pantaleón, el reemplazo debía ser definitivo, fue a verlo en persona. Delicadamente le propuso recuperar el cargo y, tal como lo suponía, don Pantaleón lo rechazó:

    –Mucho le agradezco, Su Señoría; es muy gentil de su parte, pero el dolor me ha traído una gran compensación...

    –...¿?...

    –Como el ave Fénix, he renacido descubriendo que... ¡Soy poeta!

    –¡Aaah! ¿Y qué escribe usted?

    –Poesía.

    –Sí, desde luego, poesía. ¿Como qué, por ejemplo?

    –Reglas de urbanidad y proverbios. Todo rimado y en lenguaje popular, para que sea comprendido por el vulgo.

    –En eso se nota su vocación de maestro, don Pantaleón. Muy loable, muy loable. Y dígame, ¿su obra ya está avanzada? ¿Tiene algún título?

    –Comencé por el título, que me vino como un perfume campestre: El Ramal y la Penca. Luego vinieron los versos, según el caso. Así pues, en las reglas de urbanidad tengo este muy bien logrado:

    Si te toca un hueso con tútano,

    no lo agarrís con la mano.

    –Y en los proverbios, este otro más lírico:

    No creas que porque canto

    tengo el corazón alegre.

    Debajo de un limón verde,

    perro que ladra no muerde.

    Trabajo le costó al alcalde mantenerse serio. Para ello vino en su ayuda la inmensa conmiseración que le producía la locura del digno profesor.

    Revolviéndose incómodo en su sillón, buscó la manera de atacar otro tema bastante más engorroso que el del cargo: la casa que ocupaba don Pantaleón.

    Aledaña a la escuela, era asignada por el municipio al director de esta; y si don Pantaleón renunciaba al cargo, la casa debería pasar al director suplente.

    –Realmente originales, don Pantaleón. Tienen..., tienen sabor a campo. Y..., dígame usted, ¿cuándo tiene pensado mudarse?

    –El tiempo lo dirá, Su Señoría; el tiempo lo dirá.

    –Dispénseme usted; no quiero ser entrometido pero... Esta casa debe traerle dolorosos recuerdos y lo mejor para usted sería cortar con el pasado. Como esa ave Fénix que usted dice, debería buscar otro nido y dar libre curso a su nueva vida.

    –Puede que tenga usted razón. En fin, Dios dirá. Por el momento, mi creatividad no me permite preocuparme de esas cosas.

    Al vuelo tomó el alcalde la solución que el mismo don Pantaleón le ofrecía:

    –Cierto, muy cierto mi querido amigo. No debe usted distraerse en nimiedades. Si me lo permite, yo mismo me encargaré de buscar para usted un lugar apropiado, lo que para mí será un placer. Y volviendo al tema de la poesía, ¿piensa publicar su obra?

    –Desde luego; de nada sirve la creación si la guardamos egoístamente. La publicaré por medio de gacetillas, las que son económicas y cualquiera puede adquirirlas.

    –Será usted conocido como el poeta de Molina...

    –No irán con mi nombre. Eso lo dejo a la posteridad. Las publicaré bajo el seudónimo Marcos Tahuenca. Como usted ve, un seudónimo con resonancias autóctonas. De este modo, el título irá también rimado: El Ramal y la Penca por don Marcos Tahuenca.

    Rato después se despedía el alcalde, aliviado por haber salido en buena forma del molesto trance.

    De inmediato se puso a la tarea de buscar un alojamiento apropiado para don Pantaleón. No era cosa de mandarlo a una loquería después de tantos años de buen servicio; sobre todo siendo como era, un loco pasivo.

    Consiguió con don Ruperto, poderoso viñatero de la zona, darle en usufructo una casita con huerto en las afueras del pueblo, a lo cual agregó una modesta renta mensual otorgada por el municipio.

    Y, vaya uno a saber por qué, al poco tiempo don Pantaleón comenzó su deambular por las casas del pueblo. En todas era bien acogido, incluso donde la señorita Angelina Santelices.

    A diferencia de don Pantaleón, esta dama se había enclaustrado en la suya sin recibir a nadie. Y que don Pantaleón fuera el único privilegiado por tener acceso a ella lo hacía en esos momentos mucho más interesante, porque todos se preguntaban qué efecto produciría en la señorita Angelina la noticia del crimen.

    Quince años atrás, el malogrado Eustaquio había sido novio de Angelina.

    2

    Mientras Eufrosina se afanaba ordenando platos y cacerolas, don Pantaleón cavilaba junto a la cocina de leña.

    De pocas palabras, la vieja sirvienta no daba oportunidad para entablar conversación. Se limitaba a escuchar los monólogos espaciados del hombre, sirviéndole un mate cada cierto tiempo y estornudando con frecuencia.

    En el pequeño ventanuco, las cortinillas tejidas en encaje de bolillo relucían blancas, al igual que los paños de cocina y el mantel ricamente bordados. Por todas partes, bajo los tiestos con azúcar, arroz o café, sobre consolas y estanterías, se apreciaban pequeñas carpetas de encaje tejidas a crochet. A pesar de la poca luz que entraba, la cocina se veía luminosa, con las murallas encaladas y el albor de las lencerías. ¿Cómo lo hacía esa mujer para mantener tal pulcritud?

    –Muy bonito el mantel, Eufrosina, muy bonito. Es nuevo, ¿verdad?

    –Sí.

    –Lo tejió hace poco la señorita Angelina, ¿verdad?

    –Sí.

    –Tiene manos de ángel esta niña.

    –Sí.

    –Mi difunta esposa, que en paz descanse, tejía también muy bonito..., pero nunca tanto como misiá Angelina...

    –...

    –Para las mujeres, tener las manos ocupadas es fuente de provecho... Así, nunca se aburren... A no ser que lean, lo que también enaltece el espíritu... Pero lo que aquí se ve no es nada en comparación con el salón. ¡Qué cortinajes! ¡Qué mantelería! Y siempre renovándose... Misiá Angelina me hace pensar en el mito de Aracné, esa jovencita griega que tejía más bonito que Palas Atenea... ¿Conoce usted esa historia, Eufrosina?

    –No. Disculpe don Pantaleón, pero córrase un poco pa dejarme guardar estas ollas.

    –Oh, desde luego, desde luego; pase usted Eufrosina. Hoy día llegó un comisionado de Talca, para investigar el crimen.

    –¿Y...? Que llegue, puh.

    –Dígame una cosa, Eufrosina... ¿Afectó mucho a misiá Angelina la noticia?

    –No, pa na. Y bueno ha sido que ese sinvergüenza haya recibido su castigo y que ahora se chamusque en el infierno, porque al fin la señorita dejó de tejer. Si de tanto llorar en un principio y tanto tejer después, ya no le quedan ojos a la pobrecita. Y tampoco quiere ponerse las gafas que dejó su difunta madre...

    Interrumpió su diatriba la Eufrosina, dándose cuenta de que estaba hablando mucho; pero el corto discurso de la vieja fue más que suficiente para don Pantaleón. Luego de una última chupada al mate, se levantó y acomodó su capa dispuesto a despedirse:

    –Como de costumbre, muy bueno el mate, Eufrosina, bien cebadito con ruda y azúcar quemada. ¡Ah! Olvidaba comentarle. Por ahí me dijeron que el Lechi andaba vendiendo leche durante la noche...

    –Quién sabe qué le habrá pasado por la cabeza, puh. Con lo tonto que es...

    –Simple de espíritu, Eufrosina, simple de espíritu. Bienaventurados los simples de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Dele usted mis respetos a su señorita y... hasta la próxima.

    –De su parte se los daré, don Pantaleón. Váyase por la sombrita...

    –Descuide, hija, descuide. ¡Ah! Y cuídese usted ese resfrío, Eufrosina: té bien caliente con limón y una aspirina antes de dormirse es santo remedio.

    Feliz partió don Pantaleón con la nueva noticia: la señorita Angelina había dejado de tejer.

    Con ayuda del comadreo, la mitad de Molina se enteró ese día, y la otra mitad al día siguiente.

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