El lobero y otros cuentos de Chiloé
Por Beatriz Concha
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El lobero y otros cuentos de Chiloé - Beatriz Concha
ISBN Edición Impresa: 978-956-12-1852-9.
4ª edición: octubre de 2012.
Obras Escogidas
ISBN Edición Impresa: 978-956-12-1851-2.
5ª edición: octubre de 2012.
ISBN Edición Digital: 978-956-12-2994-5.
Gerente editorial: José Manuel Zañartu.
Editora: Alejandra Schmidt Urzúa.
Asistente editorial: Camila Domínguez Ureta.
Director de arte: Juan Manuel Neira.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
© 2006 por Beatriz Concha Cosani.
Inscripción Nº 156.880. Santiago de Chile.
© 2014 de la presente edición por
Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Inscripción Nº 238.923. Santiago de Chile.
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sin la autorización de su editor.
ÍNDICE
lineaEL LOBERO
LAS CUATRO HIJAS DEL BARRACHEL
REMIGIO
LOS TRES HERMANOS
PANFRÍO
EL LOBERO
linea1
Sentado frente a una mesita ocupada casi enteramente por la fuente con comida, Pedro saboreaba cada humeante trozo de cordero asado y milcao que se llevaba a la boca. Entre mascada y mascada, alternaba con largos tragos de vino tinto, el mejor mosto traído especialmente para él. Un ruido de pasos y de llaves se acercaba por el corredor y se detuvo frente a su puerta. Cuando ésta se abrió, Pedro siguió comiendo sin mirar a quien entraba. Podía percibir, por el rabillo del ojo, la negra figura que lo observaba en silencio detenida a cierta distancia. Y... ¡que mirara! Él no iba a interrumpir su festín por alguien a quien no había llamado.
Tomándose todo su tiempo, terminó de comer con el último trago de vino que quedaba en la botella. Satisfecho eruptó y se palmeó despacito el vientre. Ésa era una buena comida. Con gusto habría pedido otra botella, pero quería mantenerse lúcido. Situaciones como ésa se viven sólo una vez, y sería un desperdicio hundirse en una borrachera. Recién entonces miró al visitante.
–¿En qué puedo servirlo?
–He venido para acompañarte, si tú quieres...
Un destello de dorada ferocidad iluminó sus oblicuos ojos de puma.
–A ver, a ver... ¡Párese un momentito! Primero: aunque usté lleve polleras, no me parece hermanita de la caridad. Y segundo, no hemos compartido cama para que me tutée.
Ambos se contemplaron un instante y de pronto Pedro se largó a reír. Era una risa alegre, contagiosa; una risa que expresaba lo absurdo de la situación, relajándolos. Pedro se acercó a la puerta y llamó:
–¡Hey, tráiganse otra silla para el curita! –y volviéndose al visitante continuó–: ¿ésta será la quinta vez que vienes?
–Y la primera que consigo verte, pero... ya ves. Tanto va el cántaro al agua...
–Y si no fuera porque pareces jote mojado... La lluvia zapatea con ganas y tenemos tiempo de sobra para conversar. ¿Sabes? No converso con un cura desde que era cabro chico, cuando me preparaba para la primera comunión, allá en Queilén. Recuerdo que me regalaba santitos después del catecismo. Era bueno el viejito. Las estampitas de la Virgen eran las que más me gustaban; claro que no eran nada de santas las ideas que se me pasaban por la cabeza cuando las miraba. Demasiado linda la virgencita. Oye... no, no, no; guárdate esos paramentos. Si lo que vamos a conversar es eso nomás: conversación. ¿Es que me ves cara de agonizante?
–Perdona que te tutée, Pedro; pero he venido en calidad de sacerdote y por eso te trato como a un hijo. Dices que hiciste la primera comunión. Eso quiere decir que también fuiste bautizado, por lo tanto eres cristiano.
–No soy cristiano; soy hombre. Y te voy a decir más: como hombre he pasado por el cielo, la tierra y el infierno, igual que Cristo; no creo que tú puedas decir lo mismo. En brazos de una mujer tuve el cielo, en la tierra he luchado como hombre, y bajé al infierno para rescatar un alma perdida (o quizás por rescatarla fue que salvé la mía). ¿Te interesa conocer esa historia? Olvídate, entonces, de que eres cura y escúchala. O si no, ándate. Aquí traen la otra silla. ¿Qué me dices... ?
–Blasfemas, Pedro, pero te voy a escuchar.
–¡Eso me gusta! Ya verás que vale la pena, curita. Además, estoy en vena para contar historias. Tú sabes ya, seguramente, quién soy.
–Y por eso he venido.
–A decir verdad, son hartos los muertos que tengo a mi haber. No sé cuántos. En todo caso, más de los noventa y nueve que me cuelgan, si tomamos en cuenta todos los cholos que maté durante la guerra; pero da lo mismo. Me acusan de asesinato, cuando matar peleando de igual a igual no es asesinato, que yo sepa. Lo que sí reconozco es haber asesinado lobos de mar, y eso me duele, porque asesiné por plata. Me gustaba la plata, lo que da la plata, y harto la disfruté. Y cuando pase para el otro lado, me llevaré conmigo ese dolor. No, no trates de endilgarme sermones. La cosa es así y así se queda; pero hay dentro de uno mismo una balanza. Una balanza en la que pesamos lo mejor y lo peor que hemos hecho. Lo peor, en mi caso, es lo que acabo de decir: los lobos que mataba a palos para no dañarles la piel. Y lo mejor... bueno; esa es la historia que voy a contarte. Y si te tuteo, es para hablarte como a un hermano, porque con un padrecito... ¡ni a misa!
2
Ocurrió hace dos años. Yo estaba en Puduhuapi, preparándome para salir a lobear, cuando llamaron a la puerta. Por prudencia apagué el chonchón antes de abrir, porque uno nunca sabe quién puede estar golpeando, y miré por la ventana. Como no estaba muy oscuro todavía, vi que era una mujer. Vieja la mujer. Era raro, porque en esa isla no había ni un caserío. Se habrá perdido
, pensé, y como llovía fuerte, no era cosa de dejar afuera a la pobre vieja. Miré bien para todos lados. No había nada sospechoso, así es que le abrí.
–¿Diga...?
––¿Don Pedro Ñancupel? –me preguntó, y ahí sí que me puse nervioso; porque, ¿cómo podía saber la vieja mi nombre?
–No, señora, aquí no vive ningún Pedro Ñancupel –me negué, igualito que San Pedro. Entonces la vieja me miró de un modo, arrugando los ojitos, como si me leyera en la frente la mentira.
–Es una pena. Quiere decir entonces que la Clorindita me mintió. Y ¿qué voy a hacer ahora? Con este tiempo que anuncia temporal, y que ya es casi de noche... ¿Cómo voy a regresar a Peñohué?
Yo paré la oreja cuando mencionó a la Clorinda. Si mi hermana, que era la única que conocía mis escondites, le había dicho dónde yo estaba, tenía que ser por algo importante. ¿Me estaría mandando un mensaje?
–Pase, para que no se siga mojando. Pedro Ñancupel no ha venido por aquí, así es que me pidió que le embreara la lancha; pero yo puedo darle su mensaje cuando lo vea. ¿Es urgente? Porque me espera en Mechuque de aquí a tres días...
–He esperado veinte años... bien puedo esperar tres días más.
Esas últimas palabras me tranquilizaron, pero también me picaron la curiosidad. Volví a encender el chonchón y le arrimé un pisito junto a la cocina.
–No es mucho lo que le puedo ofrecer, señora; apenas un mate, pero puede pasar aquí la noche. ¿Cómo llegó hasta aquí?
–Remando pues, m’hijito –me respondió.
–¿Usté sola?
–¿Y qué tiene de raro? Desde que enviudé, hace treinta años, manejo yo sola la lancha.
Cada vez me parecía más raro todo el asunto, así es que le hice la pregunta de sopetón:
–¿Y qué recado tiene para Pedro Ñancupel desde hace veinte años? Hace veinte años el Pedro era un cabrito apenas...
–Hace veinte años que yo espero a un hombre con las agallas de Pedro Ñancupel, y recién vine a saber de él ahora. Fue uno de los pocos chilotes que regresaron de la guerra, y ya tiene fama.
Comencé a entender. Algo quería la vieja; alguna venganza o algo así.
–Mire señora, le advierto que Pedro Ñancupel no hace trabajos por encargo –le dije–. Trabaja por cuenta propia y por cuenta propia arriesga el pellejo.
–Eso lo sé de sobra, m’hijito, y por eso fue que la Clorindita me dijo que hablara con él. Ella me conoce y sabe mi historia.
A punto de llorar parecía y más me picaba la curiosidad. Si sabía la Clorinda los puntos que yo calzo, ¿por qué me había recomendado, entonces?
–Oiga señora –le dije, aburrido con tanto recoveco–, ¿no sería mejor que diga de una vez de qué se trata? Así yo puedo tenerle una respuesta después de darle su recado al Pedro.
Me volvió a mirar bien fijo y, con tanta súplica, que llegué a sentirme incómodo. Por último, soltó despacito:
–Quiero pedirle que encuentre a mi hijo.
Era lo que menos se me habría pasado por la cabeza. Estaba loca la Clorinda. Miren que... andar recomendándome a mí, un pirata lobero, el trabajo de los policiales. Cuando menos pensaba que yo lo había matado. ¿Por qué mandarme entonces a la vieja?
–¿Y qué edad tiene su hijo? –le pregunté.
–Diez años tenía cuando desapareció. Ahora... ya debe andar en los treinta.
–Quiere decir, entonces, que el cabro se mandó cambiar; y si no ha vuelto es porque no quiere, pues. Averigüe con la justicia. A lo mejor se enroló en algún regimiento de línea para la guerra. ¿Se le ocurre que voy a andar buscando a un hombre para decirle: vuelve donde tu mamita?
Sin darme cuenta, se me había salido el voy a andar
y la vieja lo agarró al vuelo. Esta vez me miró de manera muy distinta. Desafiante, diría yo.
–Ya sabía que era usté, don Pedro. Su hermana no me habría engañado porque ella, como madre, comprende mi angustia. A mi hijo me lo robaron, y aquí tengo conmigo la prueba.
Se sacó de entre los refajos una bolsa negra de cuero, pesada. Bonita la bolsa, bien trabajada. La abrió y la vació sobre el suelo. Ahí me quede boquiabierto. Por lo menos cien monedas de oro, si no más, de esas antiguas, se desparramaron formando un montoncito, y sobre ellas cayó un papel viejo, medio arrugado.
–Lea este papel –me dijo, y yo lo leí; a duras penas, porque estaba escrito con muy mala letra: Entréguese en pago a la viuda Mallea, por su hijo
. No tenía firma sino que un dibujito raro, como una cruz al revés o algo así. El asunto se iba aclarando. Normalmente, cuando se secuestra a una persona es para pedir plata por ella y no al revés. Esta vez fui yo el que miró fijo a la vieja. Así es que esa era la famosa viuda Mallea. Mucho se hablaba de ella en las islas. Algunos decían que estaba loca; otros, que era avara porque tenía una fortuna y vivía pobremente.
–¿Y qué quiere usté que yo haga?
–Que me lo encuentre. Es lo único que le pido. Que lo encuentre y me lo devuelva. No sé si eso será posible; pero quiero que él sepa que nunca lo olvidé ni lo di por perdido. Sé que está vivo,