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Travesía infernal
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Travesía infernal

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Una novela que narra un hecho histórico sucedido en el año 1843, en las cercanías de los mares del sur de Chile. Se relatan las aventuras y travesía de marinos chilenos en altamar, la meta de apoderarse del Estrecho de Magallanes y las cartas de amor entre Horacio y su amada.
IdiomaEspañol
EditorialZig-Zag
Fecha de lanzamiento11 nov 2015
ISBN9789561221321
Travesía infernal

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    Travesía infernal - Manuel Gallegos

    Manuel.

    Capítulo primero

    A 23 días de mayo de 1843

    Mi amada chiquita:

    Le escribo desde la cubierta de la goleta¹ anclada en Balcacura, frente a nuestro querido Ancud. ¡Tan cerca y tan lejos de usted, amor! La lluvia y el fuerte viento que nos acompañaron ayer en la partida sólo hoy acaban de amainar, y de acuerdo a las órdenes de mi padre, esperamos zarpar definitivamente a mediodía.

    Toda la tarde mis ojos la buscaron en la ribera, imaginándola asomada a su ventana, despidiéndome con bellos pensamientos. Al llegar la noche vislumbré los pequeños faroles de la ciudad. ¡Parecían cientos de luciérnagas! Me entretuve adivinando cuáles serían los de su casa, y cuando los descubrí, tuve ganas de desembarcar, subir a una chalupa² que me llevara hasta la orilla, montar un caballo y galopar tras esa luz. ¡Pero aquello era una locura que mi padre no hubiera permitido! Además, usted no habría podido salir a esas horas.

    De noche, tendido en el camarote, vino a mi mente nuestra despedida. Cuando crucé frente a la catedral de San Carlos, sus campanas retumbaron en mi pecho, haciéndome apurar el paso hasta llegar a la plaza, donde el único edificio, el almacén, estaba cerrado. Entonces, me di cuenta de que las calles estaban totalmente vacías y que ni siquiera un perro vagabundeaba por ellas. Bajé bordeando el arroyo que desemboca en la bahía, donde hay unas cuantas casa de madera, y en las cuales tampoco se distinguía un alma; pero al mirar hacia el muelle descubrí a todos los habitantes, ocupando la explanada, hasta más allá de la casa del intendente, don Domingo Espiñeira.

    En el acto, como una fotografía grabada en mis ojos, recordé cuando participamos de la ceremonia de la botadura³ de la goleta al mar tirada por una yunta de bueyes. ¿Recuerda cómo nos reímos, porque los animales no querían avanzar? Debí callar y tragarme la risa ante mi padre, que al ver lo que hacía me dirigió una mirada fulminante.

    Hombres, mujeres y niños despedían a la más grande e importante embarcación construida en Chiloé. Yo sólo tenía ojos para usted. ¡Qué linda lucía con el cabello suelto y rizado sobre los hombros! La recuerdo bajo el paraguas de su padre, con su vestido de flores rojas y esos botines de niña, que tanto me gustan. Como don Carlos es tan alto, el paraguas no alcanzaba a cubrirla y la lluvia igual la mojaba. Fue en ese momento cuando la goleta comenzó a alejarse, mientras usted, en el muelle, iba haciéndose muy pequeña, hasta parecer sólo un punto en el horizonte.

    Disculpe, dulzura adorada, escucho la voz de mi padre llamándome: el mal estado de una chalupa de la Ancud lo tiene preocupado; más aún cuando escuchó a un marinero comentar que este percance significaba un mal augurio, una señal negativa. Ahora me pidió acompañarlo hasta el bergantín Huemul, a buscar la chalupa que compró en tres onzas de oro; por lo tanto, debo acudir.

    En una hora más zarparemos. Apenas pueda le enviaré esta carta desde algún puerto de la isla, pues saliendo ya de Chiloé será muy difícil hacerla llegar a sus manos.

    Sintiéndola cada instante junto a mi alma, se despide con un beso.

    Su Horacio.

    La Ancud, como llamaban cariñosamente los tripulantes a la goleta, con el velamen desplegado y la proa rumbo al canal de Chacao, emprendió su largo viaje al mediodía del 23 de mayo de 1843. Una brisa suave del noroeste la acompañó en la salida de Balcacura, el golfo de Quetalmahue, donde los españoles –durante la Colonia– habían montado un conjunto de defensas en puntos estratégicos, para evitar la entrada de barcos piratas. Así, al norte del muelle de la ciudad está el Fuerte de San Antonio, y frente a éste, en la península de Lacuy, el Fuerte Ahui.

    Veintidós eran los tripulantes abordo de la nave en pleno inicio de la travesía, un viaje que sería mucho más extenso de lo imaginado por todos: nueve marinos, ocho soldados, un naturalista, dos mujeres, el capitán y su hijo de 16 años de edad.

    Cuando el Intendente de Chiloé, don Domingo Espiñeira, convocó al capitán graduado Juan Williams, para expresarle la decisión del gobierno del Presidente Manuel Bulnes de preparar una expedición al extremo sur del país, con el objeto de tomar posesión de Magallanes, el marino comprendió que había sido llamado por el destino para realizar una gran empresa, un sueño que venía repitiéndose desde hacía mucho tiempo en la mente de algunos hombres; entre ellos, del mismo padre de la patria, Bernardo O’Higgins. Éste había manifestado repetidamente, durante sus últimos años de vida, el interés de incorporar esos territorios a la soberanía nacional. Y fue tanta su obsesión, que al morir en su hacienda en el Perú, murmuró estas últimas palabras: Magallanes, Magallanes.

    Domingo Espiñeira informó a Williams sobre la inexistencia de una nave de guerra disponible en el país, ante lo cual pensó construirla en Ancud. Esta idea bastó para encender el alma del hombre de mar, e inmediatamente se pusieron manos a la obra. Después de hacer un acabado plan, comenzaron a levantar un astillero en la playa del puerto, donde se inició la construcción de la goleta, sólo con maderas de los bosques de la isla. Para la quilla, las cuadernas⁴ , los puntales y la armazón, el roble. En los tabiques, maparos y travesaños, laurel y alerce; para los mástiles, botavara⁵ y masteleros⁶ , se utilizó el mañío.

    Días después, llegó desde Valparaíso el bergantín Intrépido, con los elementos encargados por don Domingo Espiñeira para equipar y completar la nave; se desembarcaron barriles de brea, clavos, anclas, alquitrán y otros pertrechos.

    Fue entonces cuando arribó Jorge Mabón, piloto 2° de la Armada de Chile, con una nota del Ministro del Interior, don Ramón Luis Irarrázabal. En ella urgía iniciar el viaje a fin de tomar posesión de esas tierras, establecer una colonia y apoyar el estudio de instalar una empresa de vapores traídos desde Europa. El objetivo de esta última era remolcar las naves a vela que cruzaran de un océano a otro. La nota decía, además, que si para estos objetivos era necesario buscar otra nave, debía procederse sin tardanza. Pero ya la embarcación estaba bastante avanzada: se había terminado el casco, y después de calafatearlo⁷ , lo forraron con láminas de cobre. En ello participaron todos, como en una verdadera minga, costumbre tradicional de trabajo comunitario en la isla. El capitán, el naturalista Bernardo Philippi, Jorge Mabon y Horacio tendieron grandes trozos de lonas en una explanada y las cortaron. Después, con grandes agujas, las cosieron y armaron las velas, dos cuchillas⁸ , la del palo trinquete⁹ y palo mayor¹⁰ , una vela redonda, y una auxiliar para la chalupa. Luego pintaron el casco, blanca la regala¹¹ , hasta la línea de flotación, y verde, desde esta línea hasta la quilla.

    Una vez echada al agua, armaron las jarcias¹² y las velas sobre sus dos palos.

    Más tarde, subieron a bordo las provisiones, calculadas por don Domingo Espiñerira para siete meses y, con esto, ya estuvo todo listo para zarpar. El intendente había elegido llamar Bulnes a la goleta, pero el propio Presidente de la República rechazó tal honor y determinó el nombre de Ancud, en homenaje al pueblo que la construyó y a quienes llevarían a cabo la expedición.

    Así, la goleta Ancud comenzó su larga travesía. La tripulación, preocupada de controlar todos los movimientos del navío, para asegurar una exitosa salida de la zona, no tuvo tiempo de contemplar cómo la ciudad iba desapareciendo al entrar definitivamente en el canal de Chacao. En la caña del timón iba el capitán Juan Guillermos, con su traje azul marino, adornado de doradas charreteras; a su lado, Ricardo Didimus, el timonel, y a unos pasos, afirmados en la borda¹³ , Horacio Luis Williams Rebolledo, hijo del capitán, junto a Bernardo Philippi, naturalista y geógrafo voluntario de la expedición.

    La Ancud pasó frente a pequeños caseríos y aldeas, desde donde los lugareños, informados del viaje, la despedían con banderas ondeantes y pañuelos blancos, deseándole buena suerte. Incluso, desde pequeñas caletas de pescadores se levantaban menudas manos infantiles para despedirla. A pocos minutos de responder a los saludos de los habitantes de Chacao, algunos se atrevieron a seguirla en dalcas y chalupas, para manifestar su alegría y apoyo.

    –¡Mire, capitán, unos flamencos! –Ese es Caulín, conocido por las bellas aves rosadas que anidan y viven en su ribera.

    –¡Son cientos! –exclamó Bernardo Philippi.

    Un abrupto ruido las hizo volar, cubriendo el cielo una nube rosada. Las dos mujeres se acodaron en la borda para admirar, junto a la tripulación, el bello espectáculo de los flamencos en vuelo, que acompañaron a la Ancud durante un buen trecho.

    –¡Allí está Manao, sobre esa península que separa el golfo de Hueihué! –señaló el capitán a Bernardo Philippi, mientras éste admiraba la frondosa ribera, semejante a una selva impenetrable que, de tanto en tanto, dejaba espacio para una pequeña caleta, aldea o pueblo.

    –¡Estamos en pleno golfo de Ancud! Don Bernardo: a estribor¹⁴ puede ver la entrada al seno de Reloncaví y más allá el volcán Hornopirén.

    Horacio fijó la vista en un típico cerco de delgadas ramas de arrayán, entretejidas en estacas de luma, donde distinguió a un grupo de hombres, mujeres y niños, diciéndoles adiós desde Linao. Entonces, el muchacho recordó cuando la goleta, remolcada por una chalupa, comenzó a separarse lentamente del muelle de Ancud, y la multitud, a pesar de la fuerte lluvia, gritaba una y otra vez: "¡Viva la goleta Ancud! ¡Viva Chile!" Loas, vivas y gritos se mezclaban con los sones de la escuálida banda, junto a cientos de pañuelos blancos. Horacio, ensimismado, murmuraba:

    –¿Qué me ocurre? Siento como si arrancaran parte de mi alma mientras nos alejamos…

    Ya se hacía de noche y la goleta entraba silenciosamente al canal de Quicaví.

    –¡Sobre aquel acantilado está el villorrio donde habitan los brujos! –dijo Ricardo Didimus a sus acompañantes.

    –¿Cómo? –preguntó Bernardo Philippi.

    –Tal como le digo: hay allí una cueva donde se reúnen los brujos más importantes de la isla. Poseen una asociación, una especie de logia. Eso dice la gente. Se les ve cruzar el cielo en noches oscuras, con un chaleco volador.

    –Y usted, ¿los ha visto? –preguntó Horacio, interesado.

    –¡Una vez vi volar a uno! –dijo el timonel, sonriendo.

    –¡Lo que usted no ha visto, lo inventa! ¿verdad, marinero?

    –¡Lo vi con mis propios ojos, capitán! Una

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