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La espada y el canelo
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Libro electrónico128 páginas2 horas

La espada y el canelo

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Información de este libro electrónico

Novela histórica basada en los fuertes enfrentamientos ocurridos en la época de la Conquista entre las huestes españolas y los pueblos mapuches. Un testimonio humano del conflicto entre estas dos culturas.
IdiomaEspañol
EditorialZig-Zag
Fecha de lanzamiento2 feb 2017
ISBN9789561229952
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    La espada y el canelo - Alejandro Magnet

    Viento Joven

    I.S.B.N.: 978-956-12-0993-0.

    19ª edición: febrero de 2012.

    Obras Escogidas

    I.S.B.N.: 978-956-12-1623-5.

    20ª edición: febrero de 2012.

    Dirección editorial: José Manuel Zañartu.

    Dirección de arte: Juan Manuel Neira.

    Dirección de producción: Franco Giordano.

    Ilustraciones interiores: Mariano Rawicz.

    Ilustracion de portada: Mariano Ramos.

    ISBN edición digital: 978-956-12-2995-2

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    ©1981 por Alejandro Magnet Paguéguy.

    Inscripción Nº 54.062. Santiago de Chile.

    Editado por

    Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

    Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

    Teléfono 8107400. Fax 8107455.

    www.zigzag.cl / E-mail: zigzag@zigzag.cl

    Santiago de Chile.

    El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni

    en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico,

    ni electrónico, de grabación, CD–Rom, fotocopia,

    microfilmación u otra forma de reproducción,

    sin la autorización escrita de su editor.

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Glosario

    En el otoño de 1599, en un fuerte del Reino de Chile, entre las selvas del Sur...

    Capítulo 1

    Escuche, su merced, escuche –dijo Rodrigo.

    –Nada, hijo, es el viento en la montaña, nada más.

    –No –insistió Rodrigo–: alguien dice cosas, allá lejos.

    –Si no es el viento, será el estero en la quebrada, o el río allá abajo –volvió a tranquilizarlo el viejo teniente Cabrera–. Oye lo que te venga en gana, pero no asomes todo el cuerpo. Esta muralla frente al bosque es peligrosa. Puede haber un indio detrás de cada árbol, y una sola flecha basta para un cristiano...

    Rodrigo se guareció entonces a medias tras uno de los troncos que hacían de almenas y quedóse contemplando la masa verde y sonora de los árboles, todos los sentidos anegados en una especie de vértigo iracundo. Seguía oyendo un susurro amenazante, traído de la lejanía por el viento que le zumbaba en los oídos. El viento era la respiración del bosque que ceñía el paisaje, lo hacía ajeno, hostil. Antes no era así, pero con el alzamiento de los indios todo había cambiado, hasta el rumor otrora plácido del río que se deslizaba al pie de la colina. ¿Cuánto más duraría aquello?

    ¿Cuánto tiempo podremos mantenernos, teniente Cabrera?

    Cabrera encogió los hombros huesudos:

    –Lo que Dios diga y nosotros osemos. Ya oíste a tu padre y a los demás, denantes, en la alcazaba.

    Sí... Los había oído. La luz sin color de la madrugada, quizá la inquietud, les amortecía a todos los rostros flacos y barbudos. Pero en los ojos de su padre ardía el mismo fuego reposado de siempre aunque trataba de hablar con frialdad:

    –Así no podemos seguir, señores. Llevamos más de tres meses sin socorro de ninguna especie, sin noticias de Angol, ni de Concepción, ni de Mulchén, ni de la Imperial, ni de ninguna parte. Nada sabemos del resto del reino. Tenemos que tomar una resolución. Decid vos, teniente Cabrera, ¿cómo andamos de provisiones?

    En el otro extremo de la larga mesa, don Patricio Cabrera se levantó:

    –Señor, las últimas raciones de charqui serán distribuidas esta semana y no hay sino tres arrobas de pólvora, que, a poco, no servirán más que para hacer ruido, pues ya no quedan casi balas para los arcabuces. Y eso es todo.

    –Dos caminos nos quedan, pues, por seguir –concluyó el capitán–: abandonar el fuerte con mujeres, niños y enfermos para dirigirnos a Angol, en la esperanza de que la villa aún se mantenga, o continuar resistiendo aquí hasta lo último y...

    –¡Sse... se... señor! –interrumpió el sargento Santiago de Cáceres–. ¡Sssi me permitís!...

    –Hablad de una vez, sargento Cáceres.

    –Nnno hay ppa-para qué desesperar, sseñor. Po-podemos iintentar otra salida ppa-para conseguir alimento. Laas co-cosas han cambiado. Aahora, cuando ya casi aaclaraba, volvió Lisandro Urrutia. Di-dice que a una legua de aaquí, en el Cajón de Velásquez, los indios guardan los animales que haan robado. Con un go-golpe de audacia po-podríamos apoderarnos de aalgunos. Y en la mi-misma saalida podríamos conseguir foorraje para los cccaballos. Haace diez días que los pobres estááaan a mmmedia ración.

    –En último caso, nos comemos los mismos caballos –murmuró Miguel Ramírez, el otro sargento–. Ya están buenos sólo para charqui...

    Todos los rostros se volvieron, severos, hacia Ramírez. ¡Y que él todavía lo dijese! Era el único en todo el fuerte que se mantenía, de modo casi mágico como en los buenos tiempos, cuando se mataba una vaquilla, diariamente, para la guarnición. Su sola gordura era ya un insulto a la extenuación general.

    –¿Eestáis loco? –bramó Cáceres–. Ssi matamos a los caballos, ¿qué sserá de nosotros? Sson nuestra mejor ayuda después de Dios y, sssuceda lo que ssuuceda, debemos conservarlos. Por lo que me toca yo os digo que me qqquitaré el pan de la boca para dárselo a mi caballo. Y ¡ay! del que se atreva a tocarle una ccrin de la co-cola...

    El vozarrón de Cáceres despertó los fríos ecos de la alcazaba. Los demás aprobaron, mudos, y se hizo un lento silencio.

    –No lo decía para tanto –refunfuñó Ramírez, bonachón–. Sólo que, a fin de cuentas, es mucho mejor comerse un caballo que no un cristiano. Y nadie sabe a qué podemos llegar...

    –¡Dios nos guarde! –exclamó don Jaime de Figueroa, el viejo corregidor, arropándose medrosamente–. Antes tendremos el recurso de entregarnos a los indios. Dicen que, al fin y al cabo, ese cacique Pelantaru no es tan malo y guarda consideraciones a las personas principales.

    –No lo crea vuesa merced –dijo, socarrón, don Patricio Cabrera–. A más de una persona principal y tan hijo de su padre como el más pintado he visto yo con la cabeza abierta por la maza de Pelantaru, quien es mucho mejor aún que su compadre Aganamón, que el diablo se lleve.

    –¡Basta, señores! –interrumpió el capitán–. Decidamos de una vez. ¿Resistimos aquí, sea como fuere, o nos retiramos hacia Angol o al fuerte más próximo que se mantenga todavía? ¿Qué decís vos, teniente Cabrera?

    –Yo, señor, salvo el más ilustrado parecer de su merced, creo que debemos aguantarnos aquí. El ánimo de nuestra gente no ha flaqueado, la posición del fuerte es excelente y las murallas se encuentran aún en buen estado. El pozo nos da agua abundante y no será tan difícil tentar otra salida que nos permita hacer forraje para los caballos y acarrear con unos cuantos animales de los que tienen los indios donde dijo el sargento Cáceres. Voto, pues, porque nos quedemos y se haga lo antes posible una salida.

    –¿Y vos, señor corregidor?

    El enteco don Jaime de Figueroa dejó de mirar hacia la tronera por donde se colaba un viento helado que le erizaba las barbas cenicientas. Temía a las corrientes de aire casi más que a los indios:

    –Yo, señor capitán, me iría no sólo a Angol sino a Concepción lo antes posible. Nada más que allí estaremos seguros. Y quizá... Estos indios son el mismo demonio. Mirad...

    –Ya os hemos oído, señor corregidor –lo atajó don Manuel–. Vos, sargento Cáceres.

    –¡Yo, rediez! me quedo hasta lo último donde pueda estar con su merced y de-destripar indios.

    –Vos, Ramírez.

    –Más tarde no tendremos oportunidad para retirarnos con probabilidades de buen éxito, señor.

    Las opiniones estaban balanceadas y los cuatro rostros quedaron vueltos hacia el capitán, a quien correspondería decidir. Desde su lecho en un rincón, Rodrigo miraba también a su padre y vio que los ojos de éste se detuvieron en los suyos un momento. Pero parecían mirar más lejos, a través de ellos, persiguiendo alguna imagen remota.

    Difuso y rápido, el pensamiento del capitán Fernández remontaba veinte años de combatir bajo las banderas del Rey: Flandes, cuando era apenas un paje; luego, Italia, Tierra firme, el Perú, y, finalmente, este fuerte cercado en el último rincón de las Indias. Las palabras del virrey en Lima le sonaban aún en los oídos: –Chile es el destierro para los capitanes cortesanos; para vos será campo donde cosechar laureles. Yo me encargaré de representar vuestros méritos a Su Majestad. En Arauco necesita el Rey a sus mejores soldados. Ese Chile es nuestro Flandes indiano; por eso os manda allá, capitán.

    Por eso había venido. ¡Cuán lejos del duro encanto de su tierra de Castilla, reencontrado en Concepción al fondo de los ojos, de la lenta sonrisa de su Rosario! ¿Dónde estaría ella ahora? ¿Muerta, viva, en poder de qué cacique desde los primeros días del alzamiento? Prefería creerla muerta. Un largo cansancio se le insinuaba, traicionero, desde la médula de los huesos, pero un golpe de sangre, un temblor que nadie vio, lo sacudieron por dentro.

    –Señores –dijo con voz inalterada–, el Rey necesita en Arauco a sus mejores soldados. Como tales, nos quedaremos aquí hasta lo último. Las cuarenta leguas que nos separan de Angol son mucha distancia para recorrerlas con mujeres, niños y enfermos y tan escasas fuerzas como las que tenemos. Seríamos todos muertos antes de medio camino. Por otro lado, manteniéndonos aquí, retenemos un ejército de araucanos que, si no, seguirían hacia el norte. Hoy haremos un reconocimiento y se intentará una salida a la primera ocasión favorable.

    Don Manuel Fernández se separó de la mesa indicando que la reunión había terminado.

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