LOS VAMPIROS ASESINOS DE LOS ANDES
La señora Julia tomó un poco más del charque y la quínoa que le habíamos ofrecido. Le faltaban algunos dientes, pero no fue problema alguno para mascar con fruición la carne mechada, un tanto más seca por el camino largo que habíamos recorrido hasta esa aldea perdida en un escarpado rincón de los Andes. Acompañábamos la magra cena con té y charla, mucha charla. El poblacho de Takesi, una docenas de casas pequeñas con algunos techos de paja, está encajo- nado en un estrecho valle, con altos y abruptos farallones a los lados. Íbamos a pasar la noche en un chamizo de ladrillos cubiertos por una capa de cemento. La puerta estaba destrozada y hacía frío, mucho frío en ese junio austral y a casi 3.800 metros de altura, pero estaba limpio.
Allí, Gabriel y yo tendimos nuestros sacos de dormir y sacamos nuestras pequeñas provisiones para cenar. Doña Julia cobraba diez pesos (poquito más de un euro) por pasar la noche en el cobertizo. Cada cierto tiempo, esa titularidad para acoger a los peregrinos del Camino del Inca pasaba a otro vecino de Takesi. Siempre había un loco o un grupo de locos que atravesaba a pie la cordillera hasta los 4.500 metros de altura de Mina San Francisco y comenzaba la bajada hasta los desfiladeros de ceja de selva de los Yungas, muy cerca de la carretera más peligrosa del planeta.
«Saben, acá siempre hubo viajeros, incluso en los tiempos en que había mucho miedo para pasar por el valle. Mucho miedo. Un terror más viejo que las montañas », decía la señora Julia, que a sus sesenta años, aunque apa rentara setenta y su piel fuera de cuero repujado, tenía muy buena memoria del pasado
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