A los inquisidores que desembarcaron en América no les fue difícil acusar de brujería a las mujeres sabias que aplicaban plantas y ungüentos medicinales o pretendían ingenuamente adivinar el futuro. Les bastó identificar como representaciones del diablo los ídolos exhibidos por los indígenas en sus ceremonias para continuar la “caza de brujas” que ya se había iniciado en el Viejo Continente. Ceremonias como la del Teonanacatl, o comunión de los hongos alucinógenos (ver MÁS ALLA 373), fueron duramente perseguidas por la Inquisición bajo la acusación de ser prácticas demoníacas.
Esta psicosis brujeril adquirió un mayor dramatismo en tierras peruanas, pues fue en Lima donde, en enero de 1570, se instalaría el primer tribunal de la Inquisición española –fundada casi un siglo atrás por los Reyes Católicos–. Fue una real cédula, rubricada un año antes por Felipe II (1527-1598), la que instituía en el Virreinato de Perú un tribunal del Santo Oficio para fiscalizar todos aquellos delitos que tuvieran que ver contra la fe, la moralidad o la disciplina eclesiástica.
Otros tribunales se asentarían también en México (1571) o Cartagena de Indias (1610), aunque los historiadores coinciden en señalar que la Inquisición en Perú fue la que empleó los más cruentos métodos de tortura. Bastaba el testimonio de un vecino maledicente para que la persona