Los ojos del desierto: Recreación sobre tradiciones populares mendocinas
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La zona formó parte de un dilatado humedal, hoy constituida por monte ralo de algarrobos y otras especies xerófilas, lo mismo que por una variedad de pájaros, roedores, serpientes, lagartos, arácnidos y mamíferos de la especie de los zorros y los pumas. Sufrió una intensa desertización provocada por factores climáticos y por la depredación humana que propició la tala de gran cantidad de árboles autóctonos entre fines del XIX y la primera mitad del XX para el carbón de las locomotoras y la comercialización de la madera, más la interrupción del caudal del Río Mendoza que alimentaba el humedal, para diques colectores que nutrieron el riego artificial del oasis vitivinícola en las zonas altas de la provincia de Mendoza.
El llamado "desierto" mendocino está impregnado y atravesado por un sinnúmero de historias donde se alternan y se fusionan las creencias ancestrales del pueblo originario con los ritos impuestos por la religión católica y las prácticas de la sabiduría folklórica de la convivencia con la aridez: almas en pena que no encuentran la paz del descanso eterno, la Salamanca donde se reúnen el Demonio y las brujas a celebrar sus pactos, animales domésticos que nacen deformes, prácticamente mitológicos, como anuncio de buena fortuna o de castigo, héroes populares con muertes injustas que siguen protegiendo desde el más allá a los pobres y sin voz…
Durante el proyecto de alfabetización de los pobladores adultos que desarrolló la autora en el lugar desde el 2000 al 2004, recopiló varias de estas historias, algunas de las que son recreadas aquí recreadas en forma de cuentos hilvanados por la comunidad de personajes y espacio. Muchos de los diálogos están escritos a modo de reproducción mimética de los fonetismos del habla lugareña.
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Los ojos del desierto - Bettina Ballarini
Antes que nada, quiero aclarar que desde niña me sedujo el desierto y que no puedo dar un porqué razonable si a alguien se le ocurriera pedírmelo. Pero sí puedo reconstruir el origen del enamoramiento.
Tenía cerca de diez años y me habían regalado una de esas cámaras fotográficas de las que se obtenían fotos absolutamente cuadradas. Isabel, vecina y amiga de la familia, aquel octubre nos llevó a mí, a mi camarita, a mis pertrechos de niña exploradora y a la precavida provisión de frutas y agua que había hecho mi mamá, rumbo a la Fiesta de las Lagunas del Rosario.
Aquí, donde he nacido y vivo aún, la provincia de Mendoza en la Argentina al pie de la Cordillera de los Andes, la ciudad es un oasis. Entre rural y urbano, entre conservador y tres tonos liberal, el oasis fue levantado sobre la arena y las piedras, a fuerza de que la mano del hombre distribuyó el agua de los ríos de montaña en cursos artificiales que humedecieron de vida el erial. Pero en contraste, en el noreste de la provincia, donde habitaban los pueblos originarios, los huarpes –descendientes de los incas– junto a una dilatada laguna poblada de peces y un sinnúmero de aves lacustres y guanacos, desde hace ya un siglo hay una inmensa extensión de médanos y tierra cuarteada. Una de las responsabilidades de esta desertización corre por cuenta de la construcción del oasis de arriba
.
El camino me resultó tan largo y polvoriento como si hubiéramos viajado propiamente por el Sinaí para cruzar a El Cairo. Hasta esperaba ver la Esfinge con la nariz partida y, un poco más allá, la punta de la pirámide de Kefrén señalándome nuestro objetivo. Por aquel tiempo, mi imaginación estaba llena tanto de películas sobre el Antiguo Egipto como de novelas de Julio Verne y de Emilio Salgari que me leía mi hermano, y –esto no lo sabe nadie– del Nippur de Lagash que subrepticiamente le hurtaba a mi padre cuando, a la siesta, se quedaba dormido con la revista abierta sobre su cara. Durante aquellos días, quería ser arqueóloga o algo parecido para encontrar tesoros ocultos bajo la tierra. Y esa tierra y esos tesoros obviamente tenían que ver con sitios y fastuosidades de otra cultura que no era la mía latinoamericana.
Por supuesto, documenté con fotos todo el camino y cada imagen que me sorprendía los ojos. Recuerdo que lo que más me impactó del trayecto fue que el micro donde viajábamos corcoveaba y oscilaba a uno y otro lado por una brecha –que llaman picada– abierta en la arena y que algunas personas aparecían de la nada de esos médanos y se subían al vehículo cargados con bolsos, niños en brazos, comida. Adelantábamos a otros montados sobre caballos muy coloridamente aperados y que nos saludaban con la mano o el sombrero en alto. Ni caravanas de camellos. Ni embozados beduinos al acecho.
Yo preguntaba dónde estaban las casas, porque no veía ninguna construcción en la que pudiera ser posible la vida humana conforme a mi corta experiencia habitacional. Solo arena, guadal, arbustos y algarrobos moteados en el paisaje, de los que colgaban extraños y abigarrados nidos que luego supe que eran de catas. Hasta que me señalaron una casa típica del desierto y casi se me fue un rollo de fotos. Paredes y techo tramados con ramas de arbustos, chicoteadas con barro para formar una estructura compacta y flexible, la quincha. Y la ramada, un techo de cañas formando una galería externa, que daba la necesaria sombra a la entrada, el espacio de reunión. Para mis ojos infantiles, lo más parecido a una choza de paja y barro, solo me faltaba conocer los indios
. También recuerdo que, desde aquella primera vez, siempre he visto muy azul el cielo de mi desierto.
Al fin de la picada por la que íbamos, sinuosa como una gran serpiente que galopaba y producía mucho polvo blanquecino igual que el humo, divisé la punta no de Kefrén sino de la iglesia muy blanca y de barro. La Catedral del Desierto, la de la Virgen del Rosario, capilla colonial encalada y con puertas de algarrobo talladas a cuchillo por los mismos huarpes evangelizados, según palabras del guía de la excursión.
El colectivo se acercó un tramo más y a los pies de la capilla apareció multitud de cruces de hierro forjado y de madera, todas adornadas con claveles de papel crepé –descolorido en manchas por el intenso sol– y con botellas colgadas, llenas de agua en distintos niveles que tintineaban al son del soplido bajo y permanente del viento. Ni túmulos ni fastuosas cámaras funerarias ni momias que tentaran por siglos los saqueos de todo tipo. Para los muertos, flores de papel que no se marchita y un xilofón de botellas en manos del viento caliente y áspero de arena.
Mi imaginación de literatura y cine de otras latitudes resistía. Cuando el colectivo se detuvo y el guía anunció la llegada, bajé de un salto con la camarita colgada al cuello, buscando los