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Cuentos De Mis Abuelos
Cuentos De Mis Abuelos
Cuentos De Mis Abuelos
Libro electrónico364 páginas5 horas

Cuentos De Mis Abuelos

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Cuentos de mis abuelos es la compilación de nueve cuentos de espantos surgidos de las leyendas costumbristas y del folclor colombiano, más específicamente del departamento de Antioquia y sus alrededores. En cada cuento se relata la historia de un personaje fantasmagórico tradicional con el estilo de narrativa típico de nuestros ancestros, que nos hacían poner la piel de gallina y nos perseguían hasta el sueño, y al mismo tiempo se referencian eventos acontecidos durante en marco históricos en que se desarrollaron de cada una de las historias. La Madre monte, El Duende, La Patasola, El Ánima sola, La Llorona, El Coco, El Muan, La bruja y La Muerte son los
“Cuentos de mis abuelos”, que lo cautivaran mágicamente de principio a fin.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento10 ago 2020
ISBN9781506533315
Cuentos De Mis Abuelos
Autor

Mauricio Restrepo

Mauricio Restrepo es un autor colombiano, nacido un 27 de noviembre de 1962 en la ciudad de Medellín, quien desde su adolescencia ha residido en Miami, Estados Unidos y que en el presente pertenece a la facultad de Florida National University en el área odontológica. Aunque la escritura no es su profesión, ésta siempre ha sido su pasatiempo más preciado, habiendo escrito varios ensayos dentro del ámbito de la educación, la odontología, cuentos cortos y publicado con esta, cinco novelas. Mauricio Restrepo presenta en su quinto proyecto literario “Cuentos de mis abuelos”, una compilación de nueve cuentos costumbristas de fantasmas, como el bien lo manifiesta, heredados de sus abuelos, demostrando con esta obra su habilidad natural como relator de historias y su gran afición por este género.

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    Cuentos De Mis Abuelos - Mauricio Restrepo

    Copyright © 2020 por Mauricio Restrepo.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 14/07/2020

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    ÍNDICE

    Dedicatoria

    Introducción

    La Madre Monte

    El duende

    La Patasola

    El ánima en pena

    (El ánima sola)

    La Llorona

    El Coco

    El Muan (Mohán)

    La Bruja

    La muerte

    Cuentos de mis abuelos

    Referencias

    Agradecimientos

    DEDICATORIA

    Doy gracias a Dios por darme el privilegio y la responsabilidad

    de perpetuar los cuentos de mis abuelos y dedico este libro a

    mi esposa, a mis hijos y a toda mi familia que ponderadamente

    han escuchado mis historias por toda una vida.

    INTRODUCCIÓN

    L os cuentos y leyendas de fantasmas, o espantos como solíamos llamarlos en los tiempos de mi niñez, han existido por siempre en todos los rincones de la tierra y han sido parte de los tesoros culturales de todas las civilizaciones.

    El fantasma o espanto ha estado presente en grandes obras literarias. En América Latina, los cuentos de fantasmas se han convertido en parte de nuestro folclore, los recibimos de nuestros ancestros y los enseñamos a nuestra descendencia. Y así, una y otra vez, los fantasmas y sus cuentos pasan la barrera del tiempo y la tecnología casi intactos, cambiando nombres o lugares, porque al final los espantos viven en cualquier lugar y momento de la historia.

    Recuerdo que cuando yo tenía unos tres o cuatro años, fuera de ser el menor de cuatro hermanos, tres hermanas mayores que yo, también era el menor de una muy numerosa familia, conformada por los abuelos maternos, paternos, tíos, tías, un sinnúmero de primos y allegados. Éramos todo un batallón cuando estábamos reunidos y el lugar predilecto por todos era una casa de campo localizada a unos 60 kilómetros al sureste de Medellín, en el municipio de Río negro, en la vereda de la Mosquita. Era una pequeña casa finca al estilo rústico antioqueño, con techo de tejas de barro, paredes de bahareque pintadas con cal blanca y columnas, ventanas y portones rojos, amplios balcones y pasillos exteriores en madera que circundaban la casona, con hamacas de colores colgando de las vigas y sillas mecedoras a todo el rededor.

    Aunque estaba en clima frío, estaba rodeada de jardines de flores coloridas, sembrados de moras, papas y otras hortalizas que crecen en esa zona y tenía una pequeña lechería, que surtía a los trabajadores de la finca y a la familia de su propietario, el tío Octavio, esposo de la mayor de mis tías paternas Oliva Restrepo de Macías.

    La extensión del terreno era mayormente llano en la falda de una cadena de colinas, cercada de forma natural por un bosque de pinos y una quebrada cristalina dividía la propiedad entre la zona de actividades vacacionales y la de labores de la pequeña finca.

    Su nombre era La Trinidad también apodada "Finca moras icho pepo (la finca de moras de Mauricio Restrepo) nombre que yo en algún momento le di. La propiedad estaba bajo el cuidado de Adán, el capataz, que servía de vigilante y comandaba a los peones en las labores de la tierra y la lechería, y de su madre, Antolina, una campesina muy anciana, que trabajaba de mucama y cocinera cuando iban los patrones.

    Cuando llegaba la noche, unos minutos después de la cena, la planta eléctrica cesaba de funcionar y los candiles y velas se encargaban de combatir la penumbra. La abuela Candelaria, una mujer de no más de un metro y 55 centímetros de estatura, pero con un carácter y una actitud matronal del tamaño de las colinas que nos rodeaban, reunía a todo mundo, niños, jóvenes y grandes, sin excepción, a rezar el rosario. Después de llevar a cabo esta actividad con una gran seriedad y solemnidad, se sentaba en una mecedora y encendía un cigarrillo mientras miraba hacia el paisaje en tinieblas, iluminado tan solo por los cocuyos y la luna que apenas se dejaba ver con timidez entre las nubes.

    Ya de una diminuta colilla, inhalaba una última bocanada de humo de su cigarrillo y luego lo dejaba extinguiese en un cenicero. Yo que era el más chico de todos, corría entonces hacía ella, me sentaba en su regazo y ella me recibía amorosa con un beso y un abrazo.

    Los adultos se divertían jugando parqués, una partida de dominó o un juego de naipes. Los más jóvenes entonces se sentaban alrededor de la abuela y le insistían que les narrara por enésima vez, sus cuentos de espantos. Comenzaba siempre por los ancestrales: el duende, las brujas, la llorona, la patasola y el coco. Su narrativa tan descriptiva y los efectos especiales que le daba a sus relatos, nos cautivaban, haciéndose dueña de toda nuestra atención. Continuaba entonces con los cuentos de aquellos espantos cuyas manifestaciones de una forma u otra a familiares, tuvieron algo que ver con amigos y/o a conocidos. Ya en ese momento, una bandada de muchachos estaban amontonados a su rededor, y la luz tenue de una vela dejaba enfocaba el rostro anciano de la abuela y de entre las sombras los ojos perplejos de su audiencia, que a pesar de estarse comiendo las uñas, sentir los escalofríos fueteando sus cuerpos engarrotados por el susto., no quitaban sus ojos de ella ni un segundo, ni siquiera para responder al llamado urgente de sus vejigas.

    Estábamos rodeados de formidables narradores de cuentos, cuando no era la abuela Candelaria, que definitivamente era la mejor, intervenía la abuela Rosa o el abuelo Eugenio, y si no, la vieja Antolina. Y siempre hubo un espacio para que un familiar venido de lejos o un invitado, contara su propia historia de espantos.

    Fueron momentos muy felices para todos aquellos que tuvimos el privilegio de vivirlos y que, por esas cosas del destino, de un momento a otro, nunca ocurrieron más. Sin embargo, estoy seguro de que cada uno de esos cuentos y relatos, quedaron por siempre en nuestras memorias, tal y como quedaron en la mía, que hoy, a mis cincuenta y cinco años, me propongo a volverles a dar vida y perpetuarlas poniéndolas en tinta, letra y papel.

    LA MADRE MONTE

    E n 1920, en tiempos del mandato presidencial de Marco Fidel Suárez, el municipio de Bello, ubicado a unos catorce kilómetros de la ciudad de Medellín, fue testigo de una huelga obrera sin precedentes, en la que las costureras de una importante empresa textilera se fueron a la huelga; exigiendo no solo mejoras salariales y jornadas de trabajo más justas, sino que se quejaban de discriminación de género, como también de los abusos físicos y psicológicos a que eran sujetas las mujeres a manos de los supervisores y capataces.

    Este evento llamó la atención de dos de los recién fundados periódicos del País, el local, de afiliación conservadora y el de la capital del país declarado como liberal. El primero, fue un crítico y opositor del paro, dándole, a pesar de la cercanía, muy poca cobertura.

    Desde el periódico de Bogotá, fueron enviados dos reporteros novatos que habían recién llegado de París, en donde habían recibido sus títulos universitarios en periodismo. La leyenda recuerda a los protagonistas por sus nombres, mas no por sus apellidos. Ella era Eugenia de origen Antioqueño y él, era Emilio, nacido en el Valle del Cauca. Eran un par de jóvenes de costumbres burguesas, aunque muy impetuosos y rebeldes, que habían llegado por separado a la universidad de la Sorbona, a cursar sus estudios, pero prontamente fueron unidos por el amor y sus ideales.

    Tan pronto supieron de los sucesos acontecidos en Bello, se ofrecieron voluntariamente para cubrir la noticia y prepararon viaje hacia el departamento de Antioquia.

    El viaje resultó ser todo un tormento. Tanto la navegación por el rio Magdalena, como la travesía por vía terrestre, fueron obstaculizadas por el mal tiempo y las malas condiciones de las carreteras, que prolongaron el tiempo del trayecto. Cuando finalmente llegaron al municipio de Bello, ya todo era historia. Después de veintiún días de huelga, las obreras textiles habían vuelto a sus posiciones de trabajo, luego de un supuesto acuerdo laboral con sus patrones.

    A pesar de que pudieron entrevistar a algunas de las mujeres que tuvieron una participación protagónica y que escribieron una crónica de este suceso histórico; el hecho de no haber podido ser testigos de este, le restó importancia a su gestión, dejándolos sumidos en un profundo inconformismo y con un sabor a fracaso en su primera misión.

    Cuando se alistaban para regresar a la capital, un líder obrero les comentó sobre un creciente problema que se estaba suscitando en el occidente medio del departamento, en los municipios limítrofes con el Chocó, en donde el desarrollo vial y ferroviario, la minería, la explotación descontrolada y el tráfico ilegal de los recursos madereros y de la fauna, daban origen a un muy grave perjuicio al ecosistema de la región; todo esto perpetrado por compañías nacionales y extranjeras, con la complicidad del gobierno local y nacional.

    Los pobladores de estas regiones, campesinos criollos, comunidades indígenas y negros descendientes de africanos veían con incredulidad e impotencia como sus tierras, sus bosques, sus ríos y el paisaje natural eran devastados, sin que nadie pudiese hacer absolutamente nada para detener esta maquinaria de destrucción.

    Emilio era un periodista de raza, que veía al mundo mucho más claro a través del lente de su cámara y sentía que proyectaba la noticia con más eficiencia a través de sus imágenes. Durante sus años como universitario había sido todo un aventurero, muy osado y temerario, y vio en esta situación, la oportunidad perfecta para reivindicarse con su periódico y con todos sus lectores.

    Eugenia, era una escritora de una pluma y una redacción excelsa que, aunque prefería la comodidad de su escritorio y su máquina de mecanografía, había aceptado este reto periodístico, a sabiendas que tendrían que internarse en territorios difíciles, largos viajes, en canoas y barcazas por el río, a lomo de caballo y en carruaje, excursiones a pie, por caminos con relieves escarpados en el monte, selvas, etc.… Condiciones y ambientes muy complicados para ella como mujer y en los que nunca habían estado expuesta. A todo lo anterior podría sumársele el antagonismo que podría presentárseles de parte de aquellos, cuyos intereses afectarían con la difusión de la información que ellos planeaban obtener de ese lugar. En adición a lo anterior, sabía que cuando a Emilio se le metía algo en su cabeza, no había forma posible de hacerlo desistir, así que, solamente le pidió que hiciera un análisis y una planeación exhaustiva de la misión y que ella, como de costumbre, lo secundaría de principio a fin.

    Se programó una travesía desde Medellín hasta los municipios de Dabeiba y Frontino, y desde allí a la zona limítrofe con el Chocó. Contrataron a un conductor y a un guía, los cuales los acompañarían durante el trayecto. La mayoría de este se efectuaría en coche arrastrado por caballos, y si fuese necesario, continuarían el curso de la ruta en bestias (mulas o caballos).

    Emilio en sus años de estudiante universitario, había sido un muchacho osado y valiente, que no se doblegaba ante nada ni nadie para cumplir sus propósitos, pero que, al ingresar al mundo real, en donde tuvo que desarrollarse como profesional, se convirtió en un hombre cauto, muy sereno y calculador; para quien todo en la vida tenía un precio. Eugenia era una hermosa mujer que, a pesar de su gran atractivo y feminidad, se convertía en un soldado más una vez se vestía con su traje de campaña. Ambos se entendían a la perfección y su amor por la profesión los unía y los hacía llegar hasta los linderos de lo razonable.

    La travesía fue peor de lo esperado. El mal tiempo y el terrible estado de los caminos obstaculizó el rodar del carruaje, obligándolos a cabalgar por largas horas a lomo de bestia.

    Todo ello sumado al calor intenso, los insectos y el cansancio, convirtieron un trayecto corto de unos 200 kilómetros en toda una odisea y tardaron más de diez días en llegar.

    A pesar que solo conocían esa región por referencias y en los mapas, de inmediato pudieron percibir un tirante estado de anarquía que primaba en ese lugar.

    Llegaron a una posada que les había sugerido el chofer, quien se había quedado en el camino con su vehículo. El dependiente los saludó con cortesía y estuvo a punto de ofrecerles alojamiento, pero tan pronto Emilio le presentó sus credenciales de periodistas, este les negó la estancia, aduciendo que no había habitaciones vacantes. Eugenia que estaba ansiosa o más bien, desesperada por tomar un baño, le insistió al dependiente que le proveyera albergue a cualquier costo, pero este se mantuvo en su palabra y terminó llamando a un par de guardias para que los retirara de la recepción; por la fuerza, si fuese necesario. Emilio entonces, con una actitud más sosegada y pacificadora, la tomó por el brazo y se retiraron del lugar.

    — ¡Ese desgraciado está mintiendo! ¡Si tienen habitaciones vacantes!

    Replicó Eugenia muy alterada. Emilio entonces le dijo:

    —Cálmate. Ya encontraremos otro lugar en donde quedarnos o sencillamente acamparemos.

    Eugenia, que durante la ruta hacia ese lugar había mostrado arrepentimiento por haber aceptado esa misión, le dijo a su compañero de campaña:

    —Presiento que el hombre que me amaba con locura y que no escatimaba ningún esfuerzo por hacer posibles mis deseos y hasta mis caprichos, se quedó en parís. No puedo negar que seas un buen hombre y que tal vez me ames de alguna forma, pero hoy día sólo piensas en ti.

    En ese momento escucharon la voz del guía que los llamaba y luego de alcanzarles les dijo:

    —Llevé a los caballos a un establo, a un par de cuadras de aquí, para darles agua, alimento y descanso, y me encontré con tres pobladores de esta región, que se quejan de haber sido desplazados de sus tierras en donde se dedicaban a la agricultura. Después de escuchar una breve plática entre ellos, les hablé de ustedes y les dije que, si ellos estuvieran dispuestos a hablar con ustedes y llevarlos a enseñarles los daños causados a la naturaleza por los invasores, tal vez ustedes podrían contarle al mundo lo que está aconteciendo por estos lados.

    — ¡Excelente!

    Exclamó Emilio y fueron de inmediato a encontrarse con esa gente. Cuando llegaron al establo, se encontraron con los hombres, que esperaban por ellos. Uno de ellos era un hombre negro, de unos sesenta y cinco años, que vestía un overol de labriego, una camisa blanca hasta los codos y botas. Los otros dos eran un indígena de unos setenta años y su sobrino como de veinte, vestían camisas y pantalones de hilo, gorros de mola bordados y alpargatas. El guía los presentó y les sugirió que entraran al establo para hablar más en privado y para huirle al sol que quemaba a esa hora. En ese preciso instante, el dueño del establo, un hombre mestizo, muy corpulento y de barba y bigote abundante, pero muy descuidado, pasó por el lado de ellos e imaginándose el tema de la conversación, se dirigió al joven indígena y al negro para darles un consejo:

    —Pelusa, preguntále a tu tío que si no ha tenido suficiente con los miembros de su resguardo que han desaparecido. Jovencitas y muchachos de quien nadie ha vuelto a saber nada cada vez que él arma una escaramuza en contra de los invasores.

    Y agregó mirando al otro hombre:

    — ¿Y vos Carabalí? La misma vaina, ¿No tenés con la matada tan terrible que le pegaron a tu hijo por estar de aspaventoso con los capataces de los gringos?

    — ¡Alemanes!

    Aclaró carabalí y el dueño del establo le respondió acalorado:

    — ¡Gringos, alemanes, todos esos monos (rubios) son la misma vaina!

    Y continuó dirigiéndose a los jóvenes periodistas:

    —Esto es un lugar sin Dios, ni ley. Y tanto este indio como este negro ya huelen a muerto, y si siguen con la lengua suelta, van a aparecer con la boca llena de moscas en cualquier momento. Así que les aconsejo que, si vienen a meterse con esa gente, es mejor que se regresen por donde vinieron y no se metan en problemas.

    Y habiéndoles dicho eso se marchó. Todos omitieron respuesta o comentario alguno, con la excepción de Carabalí que les dijo al respecto:

    — No se preocupen por Abel, pues no es un hombre malo a pesar de su apariencia ruda. El simplemente se acostumbró a todo esto, pues siempre ha vivido aquí en el pueblo y no en el campo, así que nunca ha sido afectado. Pero si nos ponemos a pensar, sus consejos y sus sugerencias son válidos, así que aún están a tiempo para que se vayan de regreso a Medellín, antes que se vean metidos en este embrollo.

    Nadie dio un paso atrás y, por el contrario, se acomodaron sobre los bloques de paja y fue el indio viejo quien tomó la palabra en su lenguaje aborigen y le pidió a su sobrino para que les tradujese lo que tenía para contarles:

    —Nuestra gente ha habitado estas tierras desde antes de la venida de los españoles, vivíamos en paz y convivencia con la naturaleza y con otros como nosotros que, como buenos vecinos, ocupaban las regiones cerca del mar, del valle, de la serranía y hasta de la cordillera. Cada uno atendía sus propios asuntos, sin intervenir por ningún motivo en los de los otros. Sin embargo, un día, los supuestos conquistadores aparecieron y todo cambió dramáticamente. Trataron de ocupar nuestras tierras y trajeron consigo al hombre negro, quienes eran sus esclavos. Luchamos contra ellos sin cuartel, pero sus armas de fuego y sus de hierro eran más fuertes que las nuestras y estuvimos a punto de caer vencidos y convertirnos, igual que los hombres negros, en sus esclavos. Sin embargo, la naturaleza vino a nuestro auxilio, las epidemias, el clima y el aislamiento obligaron a los españoles a marcharse, al menos los que se salvaron y pudieron irse. Sus esclavos permanecieron en estas tierras como hombres libres, ocupando las orillas de los ríos y en los valles...

    Hizo una pausa y dijo con humor:

    —Y prontamente se proliferaron como liebres. Volvimos a vivir en paz, nosotros en lo alto de la serranía y ellos en el valle.

    Carabalí entonces acotó:

    —Mi abuelo luchó al lado del libertador Bolívar y del general Mosquera. Mi padre nació un hombre libre y me mandó a la escuela en Medellín y me hice un bachiller, para darle a mi pueblo una educación y un futuro promisorio, en esta tierra tan rica en recursos naturales y como decía el jefe indio, que es el hogar de varios asentamientos indígenas y de descendientes de esclavos africanos que a pesar de vivir por mucho tiempo olvidados y abandonados por el gobierno, dicho aislamiento del resto del país nos mantuvo a salvo de los invasores que ahora nos oprimen, se roban nuestros recursos y destruyen nuestra tierra.

    Y entre los dos hombres les contaron del desastre que estaba sucediendo y las consecuencias que estaban por venir:

    —La llegada de los foráneos sucedió gradualmente, primero un grupo de mineros aventureros, uno que otro comerciante, un puñado de cazadores, pero hasta ahí. A fines de la década del 1915, cuando se regó la información de hallazgos de yacimientos inagotables de oro y platino, inversionistas extranjeros y antioqueños, que durante mucho tiempo habían estado involucrados en este negocio en otros sectores de Colombia, recurrieron también a la extracción de oro y platino en esta región. Y fue así como un día vimos como llegaban los camiones transportando todo un batallón de hombres, divididos en cuadrillas de trabajadores profesionales, obreros y otros que venían armados hasta los dientes, como si fuesen a iniciar una guerra. Detrás de ellos llegaron unos enormes furgones, cargados con carruajes de caballos, maquinaria pesada, tractores, escarbadoras, automotores, lanchas, alimentos, medicinas y hasta casas prefabricadas que hacían ver nuestras viviendas como chozas para menesterosos. Lo peor de todo fue ver como los encargados de impartir la ley y el orden en nuestra región, recibieron y se le entregaron de piernas abiertas como prostitutas a los invasores. Aunque no sólo fueron ellos, muchos de nuestros pobladores se sintieron atraídos por la oportunidad de obtener empleos que les aseguraran un mejor porvenir para ellos y sus familias, y abandonaron sus redes de pesca o sus sembrados para volver a convertirse en esclavos, tratados como bueyes, sin las condiciones mínimas para laborar y bajo la amenaza de las repercusiones que podrían recibir sus familiares, si no cumplían con las ordenes de sus patronos.

    En tan solo un par de años se comenzó a ver las consecuencias de la presencia de los invasores. El paisaje cambió totalmente y tanto los trabajadores de las minas, como los de los aserraderos y los aldeanos; especialmente los niños, comenzaron a enfermarse por exposición a gases y químicos nocivos para la salud, y a la contaminación de las aguas. Para nadie era un secreto la causa de estas enfermedades, pero… nadie hizo nada para remediar este mal.

    La minería era el foco de este gran negocio, pero esta industria no solo era excelentemente productiva, sino que traía de la mano el tráfico de madera, como aprovechamiento de la tala descontrolada de árboles. Para acabar de ajustar, otros dos flagelos que en su momento fueron vistos como de un detrimento menor, tales como la caza y el tráfico de fauna silvestre y la deforestación de miles y miles de hectáreas, con el fin de establecer fincas obtenidas a muy bajo costo, que comenzaron a trasladarse desde otros lugares de Antioquia a esta región, implantando sistemas de latifundios dedicados a la cría de ganado bovino, ovino, porcino y equino.

    Desde un comienzo y hasta el día de hoy, todo aquel que se resistió a entregarles sus tierras a los invasores y aceptar una relocalización absurda o se ha interpuesto de alguna manera al régimen que han establecido en la zona, ha simplemente desaparecido o ha resultado muertos.

    Nos sentimos huérfanos y completamente perdidos, pues no hay una sola señal de que el gobierno esté haciendo algo en lo absoluto para controlar esta debacle ambiental, este régimen anárquico y el matoneo.

    Los detalles de lo que estaba aconteciendo en ese lugar, no podían ser más deprimentes y perturbadores, especialmente para Eugenia que era una ecologista y humanista declarada, se había mantenido atenta y en silencio escuchando los testimonios de estos hombres, pero ya cundida por la consternación ante lo que estaba sucediendo, reaccionó diciendo:

    —Esta es una historia que se ha repetido una y otra vez. Sucedió en El Congo tan sólo a la vuelta del siglo, bajo la tiranía del rey Leopoldo II de Holanda, quien, con una mentalidad genocida, explotó a su antojo los recursos naturales de esa nación. En el Brasil, más expresamente en la Amazonía, en el presente, mueren diariamente decenas de indígenas, víctimas de los explotadores del caucho, que venden su producción a los gringos y a los británicos, no solo a costa de las muertes que ocurren a manos de los invasores, sino también de la deforestación y el daño a la flora y fauna.

    En eso intervino Emilio:

    —Lo que sí es claro es que vivimos en una democracia muy frágil y el progreso tiene sus consecuencias. Lo que, si no está claro, es si toda está destrucción está sucediendo en pos del progreso o es para el beneficio de un sector privado. Nuestra misión como periodistas es contarle al público la noticia, todo aquello que acontece y el lector no está allí como testigo ocular para ver. La noticia se cuenta sin favoritismo, sin opiniones e imparcialmente. En casos como estos, la fotografía como soporte para un buen reporte es una herramienta muy útil. Al fin y al cabo, Una imagen dice más que mil palabras.

    Yo entiendo el dolor por el que está pasando su pueblo y sus gentes. Comprendo el sentimiento de abandono e impotencia en sus corazones, pero reitero que estamos aquí para darle cobertura a una noticia y una noticia que podría tener un efecto impactante en el desarrollo de esta situación. No obstante, debe ser la noticia la que cree este fenómeno cambiante, no nuestra opinión o nuestros sentimientos con respecto a lo que esté sucediendo. Sintetizando y no quiero que mis palabras sean motivo de decepción o desilusión para ustedes. Nosotros vinimos aquí para ver e irnos una vez que veamos... no para ser la solución a un problema y mucho menos para iniciar una revolución.

    Y concluyó diciendo:

    ¿Estamos claros en ese respecto?

    — ¡Cómo el agua!

    Respondió Carabalí con el ceño apretado.

    El jefe indígena le respondió con severidad en su lenguaje y su sobrino se lo tradujo:

    —Eso lo hemos sabido siempre del hombre blanco. Ustedes nunca han venido a traernos absolutamente nada bueno, positivo o fructífero. Por el contrario... todos han venido a llevarse algo, algo para su propio provecho y ustedes no han de ser la excepción.

    Y agregó:

    —Así que, si vinieron a ver, pues vayan a ver. Y lleven esa caja mágica con que ustedes los hombres blancos capturan las imágenes del alma, para que le muestren al mundo de allá afuera, lo que ocurre en esta tierra olvidada hasta por los dioses.

    —Creo que se refiere a tu cámara fotográfica.

    Le dijo Eugenia a Emilio.

    Este entonces les respondió:

    — ¡Bueno, pienso que solo nos resta ver y fotografiar los diferentes escenarios de esta historia y tener una idea propia de cómo son las cosas y sumarla a lo que ustedes nos narraron!

    Así que, si alguno de ustedes nos indica cómo llegar a estos lugares, nosotros nos encargaremos de hacer nuestro trabajo.

    —El joven indígena al que el dueño del establo llamaba Pelusa, alzó su mano y les dijo:

    —Yo los conduciré por el monte y los llevaré a la mina, también los llevaré hasta el bosque trasquilado y al rio de los peces muertos.

    Y continuó:

    —Tendremos que ir por un camino secreto, entre túneles y trochas. Los guardias de los invasores no les permitirían acercarse a menos de medio kilómetro del campamento o del sector que ellos ocupan.

    Los periodistas asintieron ir con el joven aborigen, a ver los daños causados por la minería.

    Eran conscientes que, si fueran sorprendidos por los guardias, podrían tener que afrontar una situación muy complicada y peligrosa. A Emilio se le veía cauteloso y hasta temeroso, contrario a Eugenia que se le veía muy emprendedora y decidida, habiendo tomado esta tarea como toda una misión.

    —Podrías quedarte en el pueblo y el guía y yo iremos con el indio al campamento minero.

    Le dijo Emilio a Eugenia.

    —No he venido hasta el fin del mundo para sólo servirte como compañera de viaje. Quiero ser parte de esta historia y algo me dice que podría ser un papel protagónico.

    Le respondió y luego agregó:

    —Además, no olvides que soy una mujer del siglo veinte y ya pudiste ver en Bello los logros de mujeres valientes y con mucha autoestima.

    El indio entonces intervino:

    —El caballero tiene razón, señorita. Es un territorio muy difícil y complicado. No sólo es un trayecto por plena selva y por caminos difíciles, sino que también hay víboras y otros animales peligrosos. Todo ello sumado a los guardias que son los hombres blancos más rudos y despiadados que yo haya jamás visto.

    Ella se puso las manos en la cintura y suspiró irritada.

    —No soy una estúpida, ni una niña inútil,

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