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El Duende
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Libro electrónico372 páginas5 horas

El Duende

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Su alma no descansa y estar por siempre en pena, refugindose en los confines del mundo, hasta el da del juicio final. Deambula por la tierra como un espritu inquieto y misntropo en la soledad de los montes, en la obscuridad de las cuevas y en las ruinas de lo que un da fue. En las noches espanta a los testigos de su presencia

El cuento del duende, como se presenta en este libro, est basado en los relatos que nuestras abuelas nos contaban cuando ramos nios. Es una leyenda campesina, de nuestro folclor, con un lenguaje muy simple y breve, en la cual el duende, aunque era el villano, siempre resultaba siendo el victorioso. Era un personaje abominable y aterrador, que nos produca escalofros y que indirectamente serva de admonicin y correctivo a nuestro comportamiento. Sin embargo, al igual que nuestros abuelos y muchos otros tesoros de nuestras tradiciones que perdieron su vigencia con el pasar de los aos, el duende comenz a desaparecer, hasta casi quedar en el olvido.

Con este libro no solo revivo en tiempo presente a este personaje mtico de nuestra cultura hispano-americana, sino que tambin lo ubico geogrficamente en el lugar donde viv y disfrut mi niez, le doy un origen, una identidad, un lugar en la historia y una voz con su versin de los hechos. Al final, si pudisemos llamarlo as, le doy el desenlace que siempre quise para l en mis sueos, o mejor dicho, para las pesadillas en las que el duende fue protagonista en mi niez.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento20 feb 2016
ISBN9781506512570
El Duende
Autor

Mauricio Restrepo

Mauricio Restrepo es un autor colombiano, nacido un 27 de noviembre de 1962 en la ciudad de Medellín, quien desde su adolescencia ha residido en Miami, Estados Unidos y que en el presente pertenece a la facultad de Florida National University en el área odontológica. Aunque la escritura no es su profesión, ésta siempre ha sido su pasatiempo más preciado, habiendo escrito varios ensayos dentro del ámbito de la educación, la odontología, cuentos cortos y publicado con esta, cinco novelas. Mauricio Restrepo presenta en su quinto proyecto literario “Cuentos de mis abuelos”, una compilación de nueve cuentos costumbristas de fantasmas, como el bien lo manifiesta, heredados de sus abuelos, demostrando con esta obra su habilidad natural como relator de historias y su gran afición por este género.

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    El Duende - Mauricio Restrepo

    Copyright © 2016 por Mauricio Restrepo.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Las escrituras bíblicas citadas marcadas como KJV han sido tomadas de La Santa Biblia, versión de King James (version autorizada). Publicada por primera vez en 1611. Citada a partir de la Biblia KJV Clásica de Referencia, Copyright © 1983 por la Coprporación Zondervan.

    Fecha de revisión: 07/03/2016

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    CONTENTS

    Dedicatoria

    Prólogo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Epílogo

    Agradecimientos

    Referencias

    Créditos

    Nota

    Dedicatoria

    Dedico esta obra a Dios, que ha sido benigno, tolerante y protector conmigo durante toda mi vida.

    A mi Dios que me ha dado lo que he debido tener, dejado llegar hasta donde he debido llegar, siempre haciéndome ver muy claros mis alcances y con los pies firmes sobre la tierra, para así poder tener sueños que pudiesen convertirse en realidades.

    También dedico El Duende, a mi abuela Candelaria Carmona García, a quien siempre le admiraré, por el amor y el orgullo que siempre profesó por su sangre y sus orígenes. De ella heredé sus historias y Dios quiera, su gracia para contarlas.

    "La palabra y los designios del Creador son eternos,

    firmes, e inimpugnables."

    119:89

    Prólogo

    Su alma no descansa y estará por siempre en pena, refugiándose en los confines del mundo, hasta el día del juicio final. Deambula por la tierra como un espíritu inquieto y misántropo en la soledad de los montes, en la obscuridad de las cuevas y en las ruinas de lo que un día fue. En las noches espanta a los testigos de su presencia, con su cuerpo revejido, atrofiado y un rostro con una fealdad indescriptible. Durante el día ronda a los hombres, encarnándose en cuerpos ajenos que hurta de las tumbas y va errante por los caminos escondiendo su pecado temiendo ser descubierto. Su única razón de existir es la misma que la del primer día, atormentar a los hombres, acechando a sus críos. No es un demonio, nunca fue humano y nadie recuerda que un día fue un ángel. La gente simplemente lo conoce por un nombre que incita al miedo y produce escalofríos, lo llaman:

    El duende.

    Capítulo 1

    Dice la leyenda que antes de todos los tiempos, aún antes de la humanidad, el cielo era toda alegría y jolgorio. El Creador reinaba y compartía en armonía el cielo con sus ángeles, mientras planeaba la creación de la vida.

    Un día, su ángel más amado, el más hermoso, el más perfecto y a quien él había dado todo el poder y autoridad absoluta sobre todo lo creado; se llenó de soberbia y creyéndose omnipotente, se rebeló en contra suya. Su nombre era Luzbel, que seguido por cuatro de sus lugartenientes: Astarot, Eligor, Moah, Belcebu y por un tercio de todos los ángeles, se sublevó y quiso destronarlo. El Creador que era poseedor de todas las potestades del universo, pudo haberlos destruido con un abrir y cerrar de sus ojos; sin embargo en un acto de justicia e hidalguía, les permitió a los traidores luchar por su trono en el campo de batalla. Fue entonces cuando llamó a Miguel, otro ángel con el mismo brillo y jerarquía que Luzbel, para encomendarle ser la cabeza de la milicia del cielo, para combatir a los rebeldes, confiriéndole todas las armas, los poderes y las virtudes, propias para la guerra. Miguel entonces, respaldado por otros de sus fieles arcángeles: Gabriel, Rafael, Uriel, Raquel, Sariel y Remiel y el resto de los ejércitos celestiales, emprendieron la lucha en contra de la hueste del engañador. Fue una guerra sin cuartel, que duró más de un milenio, hasta que finalmente, Miguel y sus ejércitos, vencieron al dragón y a sus seguidores, quienes fueron desterrados del cielo y exiliados a los más profundos abismos de la tierra.

    Dice también la leyenda, que hubo un reducido grupo de ángeles, que siendo en su mayoría muy jóvenes, que quizás por amor, o por temor a todos en la contienda, se sintieron indecisos, no sabiendo si seguir a Luzbel o ser fieles al Creador y permanecieron neutros, limitándose a ser simples testigos de lo que acontecía.

    El Altísimo no vio dicho acto de pusilanimidad con agrado, sin embargo, ante la intercesión y el pedido de los arcángeles, les permitió permanecer en el cielo como ángeles, pero relegados al peonaje, o funciones de menor importancia en la preparación del gran evento de la creación. Su verdadero castigo fue haber sido mantenidos distantes de su presencia.

    Tiempo después llegó entonces la creación del mundo terrenal, el hombre, la mujer y todo aquello con lo que el Creador los proveyó. La armonía entre el cielo, el paraíso y sus huéspedes duró muy poco, pues nuestros primeros padres, fueron prontamente persuadidos e influenciados por la serpiente, emisaria del maligno, a violar las leyes de su Creador y cometieron el pecado original. Ello ocasionó que fuesen expulsados del paraíso y obligados a vivir en exilio, a orillas del grandioso lugar donde Dios les había dado como hogar en un inicio y teniendo que sobrevivir con sus propios esfuerzos. Pero a pesar de su gran decepción, el Rey del universo no los abandonó, les dio siempre su amparo y cuidado, y para ello les envió sus ángeles, quienes vigilarían y los protegerían del acecho del maligno, que ya una vez los había inducido a la tentación.

    La llegada de los primeros hijos paridos de la madre naturaleza, llenó de esperanza a sus padres en pos de redimir sus culpas con el Creador y obtener su perdón, pero la esencia destructiva del hombre dictó lo contrario, con el consecuente fratricidio y muerte del más joven a manos del primogénito; que dio lugar a la primer muerte (asesinato) humana de la historia.

    Luego llegó Set, el tercer hijo de los primeros padres, y después de él, le dieron a la tierra muchos más.

    En los años siguientes se desarrolló una muy fértil y prolifera descendencia de los padres y primeros hijos de la creación. Se formaron familias, aldeas y ciudades, en donde los humanos con su ingenio y creatividad se desarrollaron en busca del progreso.

    El Creador quiso que el hombre fuese autónomo en la consecución de dicho desarrollo y su progreso, pero a medida que la tierra se poblaba, el hombre era víctima de sus juicios y decisiones equivocadas, abusando del libre albedrío que se les había conferido.

    A pesar que el hombre no correspondía al amor de su Creador, este decidió tenderles su mano de una forma más directa y tangible, enviando a la tierra un colectivo de ángeles con diversas potestades, con el fin que vigilaran y procuraran un prolijo proceder de los humanos, y también para mantenerlos protegidos del acecho del dragón. Entre los que vinieron estaban aquellos que durante la guerra celestial habían pecado por omisión e indecisión, y que ahora se les daba una nueva oportunidad para enmendar su error del pasado.

    Allí pasaron todo un milenio y durante diez generaciones, vigilando cada movimiento de la evolución de la creciente especie; pero sin llegar a interferir, intervenir o involucrarse directamente en su desarrollo o avance.

    A los arcángeles Miguel y Gabriel los preocupaba el hecho que dichos ángeles que vigilaban a los humanos, una vez llegaban a la tierra, se encarnaban como hombres de singular belleza y aunque mantenían su naturaleza espiritual, muchos después de un largo tiempo de permanecer en la tierra, empezaban a experimentar o sufrir, algunas de las sensaciones propias de los humanos, tales como: Hambre, sed, cansancio, dolor, frío, calor, etc. Otros en casos extremos llegaron hasta olvidar sus orígenes, teniendo que ser devueltos al cielo, para librarse de las máculas y consecuencias de la encarnación.

    La preocupación de los arcángeles no era infundada, ya que muchos de los ángeles vigilantes o Grígori, como posteriormente fueron llamados, comenzaron a seguir a la urgencia de la carne, cuando miraron con agrado a las mujeres e hijas de los hombres, y ellas a su vez, siendo atraídas por la belleza de estos ángeles encarnados, los siguieron y se entregaron a ellos, convirtiéndose en sus concubinas y les parieron hijos. No fueron atípicos los partos de gemelos, trillizos, cuádruples, quíntuplos y hasta séxtuplos; los cuales una vez nacidos, crecían a un ritmo acelerado y alcanzaban un tamaño y físico exuberante de gigantes. Aquellos ángeles de la perdición, les enseñaron a esos hijos los secretos prohibidos por el Creador, tales como el arte de la guerra y la elaboración de armas mortales. También proveyeron a sus concubinas con armas para la protección de sus hijos y en contra de los hombres, que hasta hacia poco, habían sido sus padres, hermanos y conyugues; enseñándoles la hechicería, la magia, la alquimia de brebajes de todo tipo, la persuasión y la seducción libidinosa.

    Tan pronto como dichos gigantes llegaron a sobrepasar al número de los hombres, los tomaron como esclavos y luego paulatinamente los fueron diseminando.

    Una vez más el Creador reunió a sus arcángeles, liderados por Miguel, para mandarlos a detener a los ángeles que degeneraron la descendencia de los primeros padres y a aniquilar a los gigantes, que casi habían acabado con los hijos del hombre. Los ejércitos de los arcángeles, declararon la guerra contra los gigantes de la tierra y sus padres, los ángeles vigilantes. Por segunda vez había una guerra entre los ángeles, aunque esta vez sucedía en la tierra.

    Tal como aconteció en la guerra celestial, los ejércitos celestiales, liderados por Miguel vencieron al enemigo. Los gigantes fueron destruidos y sus padres, los Grígori, fueron enviados a los más profundos abismos de la tierra, donde permanecerían igual y al lado de los demonios de Satanás, hasta el día del juicio final. E igual como sucedió durante la guerra del cielo, aquellos ángeles que pecaron por omisión o indecisión en el pasado, volvieron hacerlo por segunda vez. A pesar que se sintieron seducidos por las mujeres y las hijas de los hombres, no se involucraron con ellas a menos que fuesen vírgenes, asegurándose de no impregnar sus vientres. Al momento que se inició el conflicto, se mantuvieron neutrales y nunca se preocuparon por siquiera mediar. Tan pronto vieron que la derrota de los gigantes y sus padres, los Grígori, era inminente, huyeron hacia los bosques, las selvas, los montes y valles desolados, escondiéndose entre las cuevas y la espesura de la manigua, lejos de los ojos del Creador.

    El Creador esta vez no los perdonó y entonces mandó a Gabriel a comunicarles su condena. Este obedeciendo los designios del Creador, subió al pico más alto de la serranía y desde allí les leyó la misiva:

    "Desde este instante las puertas del cielo estará cerradas para vosotros. Habitarais en la oscuridad y soledad de la tierra, en las selvas, en los bosques, en las cuevas y en las edificaciones abandonadas y en ruinas; con no más compañía que la de los insectos y los animales del monte. Durante la noche y hasta justo antes del amanecer, deambularais por la tierra como espíritus inquietos, misántropos y atormentados. Perderéis vuestra belleza angelical y espantarais los ojos que os vean, con vuestros cuerpos revejidos, atrofiados y sus rostros con una fealdad indescriptible. En el día rondarais a los hombres, encarnados en cuerpos ajenos, robados de las tumbas e iréis por los caminos escondiendo vuestra vergüenza, temiendo ser descubiertos. Sufriréis el acelerado deterioro de vuestros cuerpos salidos de entre los muertos y experimentarais el castigo y el llamado de la carne.

    Vuestras almas no descansarán y estarán en pena, refugiándose en los confines del mundo hasta el día del juicio final."

    Desde ese día perdieron el nombre que les había dado el Creador, nadie recordó o llegó a saber que un día fueron ángeles, ni siquiera como ángeles caídos o demonios. La gente los llamó simplemente por un nombre que inducía al miedo y tanto que preferían no mencionarlo. Desde ese día fueron llamados duendes malditos.

    Se cree que muchos de ellos ya habían emigrado de esas tierras, previo al diluvio universal, llegando hasta los lugares más recónditos del planeta.

    Capítulo 2

    A través de la historia, durante todas las generaciones y pueblos del mundo, los duendes han tenido algún tipo protagonismo en el folclor y las leyendas tribales. Aquellos ángeles infieles al Creador, que aunque no levantaron sus armas contra él, pero que pecaron por omisión y cobardía, y cuyo castigo fue el destierro y convertirse en seres abominables, se cundieron de odio, ira y maldad; que descargaron sobre los hombres, envidiando el amor y el amparo del Creador, culpándolos al mismo tiempo por su condena. También desenfrenaron el llamado de la carne, al igual que un día lo hicieron al lado de sus hermanos, codiciando y raptando las mujeres de los vivos. Se convirtieron en pequeños demonios con una fortaleza inimaginable y no siendo alados, podían volar por los aires. Se encarnaban en los muertos para infiltrarse entre los vivos cuando lo encontraban necesario, en pro de la consecución de sus propósitos, principalmente para disfrutar de los placeres de la carne y explotar su sexualidad; pues en su estado original eran eunucos. Tan pronto obtenían sus cometidos, se escabullían, temerosos de ser capturados, pues su encarnación los hacía vulnerables e indefensos, teniendo que abandonar a sus huéspedes sin dejar rastro de su verdadero ser. Eran expertos embaucadores, causando riñas y conflictos entre los humanos, envenenaban las mentes de los débiles en contra de sus padres y sus amos, engañaban a los niños, a los cuales después de alejarlos de sus padres y de servirse de su compañía como simples juguetes, los abandonaban en el monte a su suerte, convirtiéndolos en víctimas y alimento de las fieras. Atacaban al ganado, controlando a los insectos y plagas del monte, destruían los sembrados y contaminaban con impurezas los manantiales; trayendo hambruna, enfermedad y devastación.

    En la antigüedad, en muchos pueblos de Asia y África, el duende fue respetado y temido como a un demonio implacable y por otros adorados como una deidad. Cualquiera que fuese el sentimiento con que se le viera, con miedo o admiración, se les adulaba con monumentos en las edificaciones y se les halagaba con obsequios con el fin de contener la cólera del duende en contra de ellos. Dichos sacrificios podrían incluir a niños de singular hermosura y doncellas vírgenes.

    Se cree que los duendes invadieron a varios países del suroeste de Europa y Europa meridional, habiendo entrado desde Asia y África, a través de Turquía, el puente entre Asia y Europa, produciendo caos en las comarcas, obligando a poblaciones enteras a abandonar los campos. Pero la presencia de los duendes no se limitó al sector rural, sometiendo a los habitantes de las aldeas o ciudades con sus frecuentes visitas, en las que dejaban muerte y desaparición de cientos de personas a su paso; especialmente de niños y mujeres en la edad de la adolescencia.

    Entre los siglos XV y XVI, los duendes parecieron convertir a los reinos de Península Ibérica y del resto del mediterráneo en su aposento, lo que trajo consigo, la intervención del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.

    Se comenzaron a idear y emplear todos los mecanismos posibles para la captura y exterminio de estos seres, sumándose a la cacería de otros que eran culpados otros tipos de herejías que supuestamente atentaban contra la humanidad y la ley del omnipotente. Esto tuvo poco o ningún éxito suprimiendo el fenómeno de los duendes y muchos inocentes fueron acusados de ser duendes materializados, o de profesar algún tipo de idolatría hacia ellos; siendo expuestos a procesos de interrogación, mediante los más atroces e inhumanos métodos de torturas y la consecuente ejecución en la horca, hoguera, decapitación o lapidación.

    Capítulo 3

    No fue sino hasta finales del siglo XVI, que un sabio monje, cuyo nombre no aparece en las leyendas y que solo se le recuerda con el mote del monje Segoviano, cambio el curso de la historia del duende.

    Llegó en tránsito a un pequeño poblado en el talón de la región montañosa de Andalucía, proveniente del monasterio de San Francisco en Segovia, con rumbo a Sevilla, su tierra natal.

    Era un hombre de unos cuarenta y un años de edad, blanco, de ojos claros, casi verdes, cabello laceo y castaño claro, de un metro con ochenta centímetros de estatura y una complexión mediana. Tenía una voz muy varonil, quizá un poco sobre modulada y una personalidad agradable y afable. Justo al arribo del monje, notó que los parroquianos se encontraban aglomerados en la plaza en frente de la casa del alguacil y la iglesia, exigiendo la captura de un supuesto duende, al cual se le culpaba del rapto de dos doncellas y el extravío de una decena de niños, en los últimos dos años. Ya en días pasados, una mujer y su hijo, un jovenzuelo, que padecía de problemas mentales, los cuales vivían en lo más profundo del bosque, justo antes de llegar a la montaña, habían sido capturados por la guardia del pueblo, acusados de herejía. Un consejo de ciudadanos, bajo la orientación de la iglesia y el alguacil, fueron juzgados y condenados a muerte. Esto tuvo poco o ningún éxito suprimiendo el fenómeno de los duendes y por el contrario, el castigo contra los poblanos, por parte de este arreció.

    El monje, cuyo oficio era el descifrar, interpretar y traducir documentos antiguos en lenguas Antiguas al español e italiano, había leído muchas historias sobre apariciones y actividades sobrenaturales. Él de ninguna manera se consideraba un experto en el tema, pero habiendo conocido muchos de estos fenómenos, al menos en teoría, escuchó con gran atención a las quejas y testimonios de las personas. Luego que los guardias del alguacil disolvieron a la multitud, se dirigió hacia el interior de la Iglesia para presentarse ante el párroco de la iglesia, en donde planeaba pernoctar por un par de días. Una vez allí, le entregó al párroco sus credenciales y además una carta de recomendación de sus superiores en Segovia. ¡Buen día padre, bendiciones! Yo soy… El párroco que se encontraba bastante atareado, le interrumpió el saludo diciéndole: Ya sé quién sois, hijo, leí la recomendación de tus superiores. Acompañadme a la casa curial, en donde le diré a la servidumbre para que te preparen una habitación. En el camino, el monje le preguntó cuál era el motivo de lo que acontecía afuera, a lo que el párroco le contestó de una forma muy somera. El monje le comentó de su conocimiento en esta materia y le pidió permiso para prolongar su estadía en ese lugar y poder conocer más de este tema. También le ofreció su colaboración en caso que la requiriese, prometiéndole que no interferiría con las investigaciones, ni los métodos de las autoridades del pueblo. El párroco aceptó sin objeción Ay hijo, no hagáis promesas que no has de cumplir, tenemos una situación muy complicada y necesitamos toda la ayuda que podamos tener. Así que podéis quedarte todo el tiempo que encuentres necesario. Y además más le ofreció el servicio de uno de los monaguillos, para que le sirviese de guía y le asistieran en su investigación.

    Esa misma tarde, mientras el monje caminaba por la plaza del pueblo, escuchó que alguien llamaba su nombre a grito tendido: Padre, padre. Se dio la vuelta y vio que un jovenzuelo venia corriendo a su encuentro. Se trataba de un muchacho imberbe, de unos dieciséis o diecisiete años, delgado y quizás un poco bajo de estatura.

    El muchacho aun respirando agitado, se presentó ante el monje diciéndole: Buena mañana padre, su bendición.

    El monje le dio su bendición y estiró su mano para saludarle: Asumo que debéis ser mi lazarillo. El muchacho hizo un gesto afirmativo y mientras recuperaba el aliento, se presentó: Mi nombre es Carlos Miguel Rodríguez, pero me llaman Peque, por mi estatura. Agregó y luego continuó: El padre Luis, el párroco, me indicó que le colaborara y le asistiera en todo lo que usted necesitase.

    El monje lo vio un poco agitado y le pidió que se relajara antes de proseguir: ¿Hijo que os sucede, te veo un poco como falto de aire, que os sucede?

    Os pido me perdonéis padre. Se excusó el muchacho. Cuando os vi desde la iglesia, vine corriendo hasta aquí. Además, estoy un poco nerviosillo, pues nunca había estado en frente de alguien tan importante como usted.

    ¿Importante como yo? Replicó el monje.

    Si, el Párroco nos dijo que usted era uno de los mejores escribas del reino y que le colaborásemos en todo lo posible. Le explicó el muchacho, a lo que el monje le contestó con una sonrisa: ¡Ay jovenzuelo! Ahora si me habéis hecho reír. ¿Importante yo? Y se rió como con un buen chiste: Mirad mi sotana y mis sandalias. No aguantan un remiendo más. Mi trabajo para con Dios y su rebaño es lo que es importante, no yo. Miradme como a cualquier otro parroquiano de tu entorno o como a ti mismo.

    El muchacho le sonrió y el monje le pidió que le enseñara los alrededores y le hablase de la gente del pueblo. El muchacho ya sintiéndose más en confianza, lo llevó a dar un paseo por el pueblo y le contó un detallado relato de los habitantes del lugar, la historia inmediata de los sucesos relacionados con el supuesto duende, especialmente de las familias que habían sido sus víctimas. El joven monaguillo parecía conocer a cada uno de los habitantes de su pueblo, sus oficios y uno que otro de sus hábitos. Sin embargo el monje quiso conocer datos más específicos: "Hijo es muy importante hacer ciertas averiguaciones con el fin de crear un perfil, por ejemplo:

    -Hombres que visiten el pueblo con frecuencia, por los últimos dos años.

    -Hombres de la localidad que sean solteros o vivan solos sin familia, que hayan llegado al pueblo en los últimos dos años.

    -De entre estos, ver cuales no asisten a la misa, o que no toman parte de las actividades de la iglesia.

    - Aquellos que vivan dentro del pueblo y nunca sean vistos después de la caída del sol.

    - Y por último, chequear si existe algún tipo de edificación abandonada dentro de los límites del pueblo o los alrededores."

    El muchacho no tuvo respuesta para todas esas preguntas, pero le prometió que se las averiguaría con toda seguridad. El monaguillo estaba ansioso por comenzar la tarea que le habían encomendado, pero antes que se marchase, el monje le hizo una recomendación:

    "Quiero que seáis muy cauto haciendo la tarea que os he designado. No te pongáis, ni te expongáis a ningún peligro, ni confrontéis a nadie. Si te sientes amenazado, corred a lo que te den tus piernas y pedid auxilio.

    ¿Entendido?"

    El muchacho hizo un gesto afirmativo y se marchó a cumplir su misión de la misma forma que llegó.

    El monje caminó hacia la iglesia, en donde el sacristán limpiaba, en un profundo ensimismamiento una estatuilla de la Virgen a un costado del altar. Era un hombre al final de los cincuenta, alto, delgado, alopécico y con un aspecto malhumorado. Tan pronto vio al monje, se le acercó y después de hacerle una venia le dijo: Bendición padre. El monje hizo lo propio y el hombre se presentó: "Padre, yo soy José María Velásquez y Ordoñez, el sacristán de esta iglesia, a su servicio.

    Bueno, abusando de vuestro ofrecimiento y amabilidad, quisiera consultarle algunas cosillas y quizás unos encargos. El sacristán lo miró con atención y le dijo:

    Adelante padre, soy todo oídos.

    Quiero saber si es posible conseguir una soga o cordón de algodón de unas veinte cuartas, una red como esas que usan los pescadores, una mata de ortiga o cualquier otra que pudiera producir un terrible picor en la piel y por último, una imagen grande de Miguel arcángel, que en el peor de los casos no fuese un problema, si no pudiese ser devuelta.

    El sacristán se rascó la cabeza, pensando un poco dubitativo por unos segundos y luego le respondió: Bueno, el cordón de algodón… Creo que no va a ser un problema conseguirlo. La red, puedo averiguarla con uno de los vecinos, que en un tiempo lejano se dedicaba a la pesca y a la fabricación de redes. Lo de la mata podría preguntárselo a cualquiera de los labriegos que traen sus hortalizas o verduras al mercado. Pero con la imagen del santo… Si me la puso difícil. Y continuó: Voy a mirar en el sótano de la iglesia, en la bodega donde se guardan los santos, para ver si de pronto hay una, aunque lo dudo. Hizo una pausa y tuvo la idea de decirle algo y luego se retractó: Uhm, yo sé dónde… El monje le urgió continuar: ¡A ver hombre! Continuad con lo que traíais en la mente. El sacristán hizo una mueca de incertidumbre, mientras murmuraba para sí: Has metido la pata, José María. Y continuó: El señor párroco tiene una imagen del santo que usted pregunta, en su recamara de la casa curial. Según le oí decir, es un fresco muy bonito y costoso que se lo regaló un pintor hace algún tiempo cuando fue de visita a Castilla. Y terminó diciendo con nerviosismo: El Señor párroco me va a matar por boquisuelto."

    ¡No os preocupéis hombre! Buscad en la bodega a ver si encontráis una, de otra manera, yo busco la forma de pedirle al párroco la suya sin que sepa quién me lo dijo.

    El sacristán pidió permiso para retirarse y se fue refunfuñando por el pasillo a seguir con sus labores de limpieza que tenía pendiente.

    Capítulo 4

    El día siguiente, muy temprano en la mañana, el monje oraba de rodillas en frente del altar en la iglesia, cuando de momento tuvo la impresión que no estaba solo y que alguien estaba mirándolo a sus espaldas. Se dio vuelta y vio al monaguillo, que vistiendo su atuendo de oficio religioso, caminaba cabizbajo por uno de los pasillos. Por la expresión en su rostro, no parecía traer buenas noticias. El monje se persignó y se puso de pie para atender al muchacho que venía hacia él. Buenos días Carlos Miguel. ¿Qué os sucede hijo? ¡Tenéis una cara como para un funeral!

    El muchacho lo miró con rostro de aburrimiento y le respondió: Buen día padre, su bendición Y continuó: Creo que a usted le recomendaron al peor de los asistentes. Definitivamente y como dice mi padre, yo soy un bueno para nada.

    El monje se arrimó al él y lo invitó a sentarse: ¡A ver! ¿Qué os sucede chaval? Contadme.

    El muchacho suspiró y comenzó su relato: "Ayer, tan pronto como terminé de platicar con usted, me fui al poblado y visité el mercado, a los artesanos, a los comerciantes, a la fonda y hasta me atreví a entrar a la taberna.

    Indagué acerca de los hombres con las señas que usted me indicó y encontré lo siguiente: Todos los sujetos que visitan este lugar con frecuencia, son agricultores y comerciantes que vienen al mercado a ofrecer sus productos y mercaderías. Todos han estado viniendo al pueblo desde tiempo atrás, desde antes que empezaran a desaparecer los niños. Se les suma el hecho de que son conocidos como hombres de familia y cristianos practicantes. De los hombres solteros que viven en el pueblo, encontré que en su mayoría son aún mozuelos que al igual que yo, aún vivimos con nuestros padres. Otros mayores de edad, pero aún jóvenes y solteros, son conocidos por la comunidad como decentes e hijos de la tierra. Por último, supe de alguno que otro, a quien no se le conoce familia, a los cuales la gente los consideran como indeseables, por sus malas conductas, pero que no creo que podrían ser prospestos de duendes."

    El monje lo interrumpió para corregirle: ¡Prospectos! No se dice prospestos. El muchacho no le dio importancia a la corrección y continúo: "Esos mismos, como el ebrio del pueblo, los mendigos, vagabundos, los ladrones y uno que otro bandido, que pasan sus vidas entre la taberna y los calabozos. Finalmente, nadie pudo darme cuenta de ninguna edificación abandonada, sin embargo, mi padre me contó que cuando él era un niño, un hombre del pueblo encontró un antiguo mapa que marcaba la localización de una mina de oro en cercanías de la cima de la montaña. Una veintena de hombres se aprovisionaron con herramientas y alimentos, escalaron el terreno hostil y peligroso de la montaña hasta encontrar la mina. Se dice asentaron un campamento muy sólido y que luego comenzaron a escarbar la montaña

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