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La Balada de Krülgh
La Balada de Krülgh
La Balada de Krülgh
Libro electrónico491 páginas5 horas

La Balada de Krülgh

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Galardonada con el sello Talento, La Balada de Krülgh, es una novela fascinante de lectura imprescindible que consagra a José Manuel González como una de las voces contemporáneas más ricas e innovadoras del género. Las legiones de lectores amantes de la fantasía épica están de enhorabuena.

Krülgh, Protector Legítimo del Norte del Reino de Ishërg, se enfrenta a una batalla decisiva para el destino de su linaje. Herido de muerte y mantenido con vida gracias a un hechizo, guiará a un ejército de bravos guerreros a través de las Tierras de Haggrüyeth: las Oscuras Tierras de la Hechicería. Allí espera hallar Los Pilares de Shystard y Las Puertas de Ohzrhïn, que comunican el mundo de los vivos con El Reino de los Espíritus. Tan descabellada odisea entraña un solo objetivo: intentar salvar a su único hijo, víctima de la posesión de un demonio legendario.

Amparado por un sentimiento que supera a cuanto pudiera expresarse conpalabras, José Manuel González, ha escrito una aventura cautivadora. Una historia mágica en la que amistad, amor, honor, valor y coraje afloran como nunca antes se había contado. Un fascinante viaje a tiempos remotos, donde los hijos del hombre coexisten en armonía y conflicto con fascinantes seres sobrenaturales e increíbles dioses fantásticos.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788418152870
La Balada de Krülgh
Autor

José Manuel González

José Manuel González (Solsona, 1975) es un apasionado de lo inverosímil y lo fantástico, consumado amante de la creatividad y músico aficionado. Su amor por el lenguaje y la escritura lo ha llevado a crear un mundo propio de inenarrable belleza. Una historia cautivadora desarrollada con maestría y tenacidad, sobre la que se cierne un velo de emotividad que se extiende más allá de lo indecible. En honor a la verdad, La Balada de Krülgh es una obra maravillosa y digna de reclamar la atención del consumado lector más exigente.

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    La Balada de Krülgh - José Manuel González

    Nota del autor

    Mi padre trabajó como empleado en una serrería. Este hecho le brindó la oportunidad de valerse de su maquinaria para crearnos unas espléndidas espadas de madera a mi hermano y a mí, con las que librábamos imaginarias luchas cruentas y encarnizadas en los añorados parajes de mi infancia.

    Por aquel entonces yo era un niño enamorado de los cómics de Conan el Bárbaro, Kull el Conquistador, El Capitán Trueno, El Corsario de Hierro y El Jabato. Sí, los leía, releía y ojeaba hasta la saciedad y, sin duda, sus maravillosas viñetas fueron las raíces que nutrieron mi pasión por la fantasía épica. De hecho, La Balada de Krülgh, el libro que se encuentra ahora entre sus manos, es el resultado de la fascinación que dicho género fantástico despertó en mi consciencia.

    Por uno de esos extraños caprichos del destino, en el ocaso de su vida, mi padre se dejó cautivar por algunos capítulos de mi primer borrador sobre La Balada de Krülgh. Y, pese a que su debilitado organismo no se demoró en retrasar lo inevitable, conseguí contagiarle mi febril entusiasmo por tan ambiciosa y compleja trama épica.

    La Balada de Krülgh iba a ser mi primer —y soñado— trabajo literario. Pero tras la muerte de mi padre, dejé de trabajar en el manuscrito por una sencilla razón: suscitaba en mi consciencia sentimientos de indecible pesar. Por lo tanto, decidí guardar a buen recaudo sus páginas, escudándome así de los inefables sentimientos de pesar que albergaban. Esto me llevó a escribir La senda de los cautivos, una novela de estilo sencillo sobre la que se cierne el género de misterio y terror. Su cometido: satisfacer mis ansias por publicar. Y no negaré que, en ese aspecto, cumplió. Es más, gracias a una acogida satisfactoria por parte de amigos, familiares y resto de gente maravillosa que, de un modo u otro, se aproximaron a mí para regocijarme con sus inestimables comentarios al respecto, logré armarme de valor y coraje y levantar el manto de duelo que se cernía sobre La Balada de Krülgh, mi preciado manuscrito.

    Así pues, inicié un paciente, constante y arduo proceso de reescritura hasta lograr asestarle la extenuante estocada definitiva. Huelga decir que han sido incontables los autores que me han inspirado en los detalles que dan vida al texto. De hecho, la lista sería tan tediosa de elaborar como el propio manuscrito. No obstante, me veo en la gustosa obligación de rendir pleitesía e inclinar la cabeza ante nombres intemporales del oficio como Robert E. Howard, Víctor Mora, J. R. R. Tolkien o George R. R. Martin.

    Finalmente, desearía manifestar que este libro está escrito con el corazón y con humildad. Lo he ido trabajando poco a poco para que sus páginas transmitan una historia inolvidable a quienes se inclinen por concederle una oportunidad. No ha sido fácil, en absoluto, pero mi voluntad se aferró a una emoción: sentía que se lo debía a mi padre tanto como a mí mismo.

    JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ

    Solsona,

    29 de noviembre de 2019

    Prólogo

    Cuenta la leyenda que el dios Idhöras, uno de los Nueve Inmortales que custodiaban el Arca que encierra las Siete Corrientes que mueven el Tiempo, se enamoró de una humana de inefable belleza que respondía al nombre de Zelderea. Fruto de tan insólito romance nació una hija: la semidiosa Ezequirys, sobre la que se cernía un aciago destino que daría comienzo siete años después con la muerte de su adorada madre mortal; una de las tantas víctimas que se cobró la espantosa epidemia de Lepra Roja que, en los días del rey Akroll, diezmó la población de los Nueve Reinos.

    El dios Idhöras, conmovido por la aflicción que la muerte de su amada Zelderea había despertado en la consciencia de su hija, recurrió a sus inconmensurables poderes para crear los Pilares de Shystard. Estos sostenían entre sí las Puertas de Ohzrhïn, que comunicaban el mundo de los vivos con el Reino de los Espíritus. De esta manera le concedía a la semidiosa Ezequirys la posibilidad de traspasar a voluntad el umbral que delimita ambos mundos, para así poder reencontrarse con su fallecida y añorada madre siempre que lo deseara.

    Idhöras erigió su ambiciosa creación en las lejanas Tierras de Haggrüyeth —las Oscuras Tierras de la Hechicería—. Este lugar era el único existente en el mundo de los hijos del hombre que albergaba las condiciones propicias para establecer un portal mágico que comunicara con el Reino de los Espíritus. Sin embargo, era consciente de que las Puertas de Ohzrhïn atraerían a las viles y cuantiosas razas de demonios que habitaban en el Vasto Inframundo, pues todo demonio que se precie no desaprovecharía la ocasión de internarse en el Reino de los Espíritus y conseguir aumentar sus poderes a base de devorar almas. Y semejante hecho originaría un nefasto desequilibrio de fuerzas en el universo, hasta el extremo de desencadenar una sombría amenaza incluso para los mismísimos dioses.

    Por lo tanto, para evitarlo, para impedir que ni una sola de las cuantiosas razas de demonios que habitaban en el Vasto Inframundo intentara acceder al Reino de los Espíritus y devorar almas a plena voluntad, con el consecuente resultado de que sus ya de por sí temibles poderes aumentaran hasta originar un nefasto desequilibrio de fuerzas en el universo, el dios Idhöras marcó los Pilares de Shystard y las Puertas de Ohzrhïn con ancestrales símbolos rúnicos de una poderosa magia blanca muy antigua que impediría a las viles razas de demonios acercarse al lugar sin morir en el intento.

    Sí, el dios Idhöras tomó todas las medidas que consideró oportunas para que únicamente su amada hija tuviera el privilegio de hacer uso de las Puertas de Ohzrhïn. Ah, pero lo que jamás hubiese previsto era que, en el primer y único encuentro entre madre e hija en el Reino de los Espíritus, su añorada Zelderea, lejos de ser la adorable mujer humana que había sido en vida —y convertida ahora en un ser oscuro y ominoso—, mataría a la semidiosa Ezequirys. Así es. Y que, en consecuencia, el espíritu de su hija quedaría condenado a vagar eternamente entre el plano sobrenatural y el terrenal; el mundo de los vivos y el de los muertos.

    El dios Idhöras, preso de un pesar inenarrable y del despertar de una ira ciega —pues estaba convencido de que las muertes de Zelderea y Ezequirys eran fruto de una vil conspiración llevada a cabo por ominosas deidades, contrarias a que dioses y humanos crearan vínculos carnales entre sí—, juró venganza. Sí, se juró a sí mismo que daría con los responsables de su desdicha, aunque para ello tuviera que pasar por encima de quienes habían dado vida a los mismísimos dioses. Y luego les haría sufrir la más espantosa de las muertes. Pero antes debía actuar en consecuencia y destruir sin demora su macabra creación. Sin embargo, se vio invadido por un súbito acceso de miedo al comprobar que los Pilares de Shystard y las Puertas de Ohzrhïn habían quedado tan estrechamente vinculados con el Reino de los Espíritus que sus esfuerzos por destruirlos resultaban baldíos.

    Idhöras, más afligido que nunca, decidió que lo único que podía hacer para enmendar su imperdonable error era que un guardián custodiara su creación. Eso impediría que ningún ser, demonio o no, intentara internarse en el Reino de los Espíritus a través de las Puertas de Ohzrhïn. Y, por añadidura, evitaría que nadie profanara con su presencia los yermos territorios por los que el espíritu errante de su adorada hija vagaría eternamente, a mitad de camino entre el plano sobrenatural y el terrenal.

    Y así fue como dio vida a Soteroth: el Guardián Eterno. Un ser de aspecto humano, poseedor de la sabiduría de los dioses y dotado de increíbles poderes sobrenaturales. Además, decidió armar a su guardián con su propia espada, Ligrïrgh, que en el dialecto de los antiguos dioses viene a significar ‘la que brilla con luz de las estrellas’. Forjada con el fuego de los primeros soles que iluminaron el antiguo universo y templada con la sangre del último unicornio de hielo —los fabulosos y poderosos seres sapientísimos que gobernaban el vasto infinito antes de la primera era de los dioses—, Ligrïrgh era un arma extraordinaria con la que el dios Idhöras había librado sus más gloriosas batallas y conquistado mundos infinitamente remotos; lugares habitados por seres extraños cuyo inimaginable aspecto haría enloquecer al más bravo guerrero de entre los hombres.

    Por si fuera poco su esmero, cubrió el esbelto cuerpo de su guardián con una armadura de escamas de dragón negro, material prácticamente indestructible y capaz de repeler incluso los conjuros más poderosos. Asimismo, lo hizo poseedor de un dorado yelmo alado que protegía y ocultaba su rostro por completo. El mito dice que Soteroth tan solo se desprendía de su yelmo para dar muerte a sus más dignos oponentes, los cuales, al contemplar la sin igual belleza y delicada tersura del hermoso rostro del Guardián de los Pilares de Shystard y las Puertas de Ohzrhïn, se sentían extrañamente redimidos de todos su pecados y se abandonaban a los gélidos brazos de la muerte sin temor alguno.

    La leyenda también cuenta que los Pilares y las Puertas guardan tesoros maravillosos e inimaginables de infinita riqueza, entre ellos el legendario elixir de la inmortalidad. Tesoros que el dios Idhöras abandonó allí, pues su interés por ellos decayó, junto con su dicha, tras la muerte de su hija.

    En el inexorable curso de los siglos esta parte de la leyenda ha comportado que incontables cazadores de mitos y tesoros —aventureros de toda índole, más bien— se hayan adentrado en las lejanas Tierras de Haggrüyeth en busca de los Pilares de Shystard y las Puertas de Ohzrhïn, soñando con conseguir riquezas y gloria. De la mayoría, jamás se ha vuelto a saber. Y de aquellos desdichados que por algún extraño capricho de los dioses han logrado regresar, se conoce que lo han hecho presos de una infructuosa búsqueda y convertidos en meras sombras asustadizas de quienes fueron antes de adentrarse en las Oscuras Tierras de la Hechicería.

    Sayirthz, apodado el Intrépido Cazador, por su valor ante la caza del temible lobo de los Altos Páramos, fue uno de estos desdichados. A su regreso de las Tierras de Haggrüyeth se fue derecho a la pequeña aldea de chozas donde vivía para, una vez allí, matar a su mujer y a sus cinco hijos. Tras confesar su horrible crimen, fue ahorcado. Luego, fieles a las viejas costumbres, las mujeres y niños de la aldea lapidaron su cadáver mientras se balanceaba en la soga a merced de un viento afilado, con el cuello roto y la ennegrecida lengua asomando de manera grotesca.

    Pero antes, mientras le ataban las manos a la espalda y le cernían la gruesa soga al cuello, Sayirthz se dirigió a los presentes. Y con tono visceral, casi amenazador, dijo: «Sé lo que he visto en esas tierras malditas, sí. Y os puedo asegurar que mi familia y yo estaremos mejor muertos que viviendo a la sombra de tan oscura amenaza».

    Como pálidos espectros a la luz del ocaso, algunos habitantes de la aldea —los más supersticiosos— se retiraron cabizbajos hacia sus chozas. Temían que una maldición se cerniera sobre ellos si veían morir al hombre de rostro vacío e inexpresivo que, a su regreso de las lejanas Tierras de Haggrüyeth, había asesinado a su amada familia.

    Uno

    Los Naghzdua

    I

    La tarde iba dando paso al preludio del crepúsculo invernal cuando Krülgh, Protector Legítimo del Norte del Reino de Ishërg, tiró de las riendas para detener su cabalgadura en la infinita llanura. Volvió la vista atrás y respiró hondo, intentando mitigar su creciente pesar mientras contemplaba cuán lejos iban quedando sus vastos dominios. Amaba aquellas tierras salpicadas por escarpadas montañas, frondosos bosques de coníferas cubiertos por gélidos mantos de eternas nieves, costas heladas, gigantescos glaciales y majestuosos acantilados elevándose esplendorosos hacia el plomizo cielo, como osando desafiar con su magnificencia a los mismísimos dioses.

    Hacía seis días que, encabezando a un centenar de guerreros —pequeño ejército, dirían algunos, pero de hombres muy capaces y valerosos—, había emprendido un largo y peligroso viaje a las Tierras de Haggrüyeth —las Oscuras Tierras de la Hechicería—.

    —Jamás regresaré a mi hogar… —musitó con un hilo de voz mientras las sombras invernales se alargaban y se hacían más oscuras en derredor, como una señal que acentuaba el súbito giro macabro que había dado su vida. Una sensación de vaciedad lo abrumaba.

    La luz del atardecer caía oblicua sobre una gélida bruma que descendía desde las cumbres de las montañas. El frío era tan crudo que su aliento se condensaba delante de él. Un viento gélido y lacerante, que arrastraba consigo el olor terroso de la hojarasca, removía sus largos cabellos y agitaba la gruesa capa confeccionada con piel de lobo de los Altos Páramos que colgaba a sus espaldas, por encima de sus hombros. Su bravo y fiel corcel de guerra, ataviado con una gualdrapa de cuero envejecido que contrastaba con su tupido pelaje negro, parecía compartir el pesar de su jinete. Ambos habían salido airosos de infinidad de campos de batalla, y su destino parecía estar unido hasta la mismísima muerte.

    Sin dejar de escrutar el lejano horizonte, donde se hallaban su mundo de hielo y nieve y su amada Sherilya —la esposa a la que jamás volvería a ver—, Krülgh echó mano a su bota de cuero y dio cuenta de un generoso trago de hidromiel. Un reguero del preciado líquido se deslizó sobre su barba cerrada y el dorso de su mano lo barrió con aspereza.

    El Protector Legítimo del Norte del Reino de Ishërg contaba ya treinta y tres inviernos a su belicosa vida. Era alto, robusto, de piel curtida y ojos grises, capaces de helar el corazón de sus más bravos enemigos en el campo de batalla. Su mejilla izquierda estaba surcada por una vieja cicatriz que se perdía en la parte posterior de su cuello hasta quedar oculta bajo una larga cabellera oscura que ya había empezado a encanecer. Esa señal en su rostro era uno de los muchos recuerdos que aún conservaba de Urshajan, el riguroso maestro de armas que lo adiestró de niño en el arte de la guerra y que era como un padre para él.

    Se cuentan historias increíbles sobre reinos lejanos en los que las flechas de los grandes arqueros podían llegar a volar distancias increíbles antes de alcanzar su objetivo. De la maestría de Krülgh con el arco se decía que era capaz de alcanzar en pleno vuelo a un halcón dorado de las altas y desoladas estepas en un día ventoso y nublado. Y su destreza con la espada, la lanza y la lucha cuerpo a cuerpo era igual de sorprendente. Prueba de ello era que, tras media vida enfrentándose a toda clase de feroces adversarios en incontables campos de batalla, él, a diferencia de sus enemigos, seguía vivo.

    Una fina cota de malla cubría su recio torso, y de su cintura pendía una bella espada: Ventisca, poseedora de una magnífica empuñadura tallada con hueso de dragón. Su afilada hoja había sido forjada con un material tan resistente como el acero, proveniente de una extraña piedra caída del cielo mucho tiempo atrás. Tan fabulosa espada le había sido legada por su viejo y querido maestro de armas, yaciendo este agonizante en su lecho de muerte. Y es que, como no podía ser menos, Urshajan había sentido tanta estima por Krülgh como por los seis hijos que había perdido en la legendaria batalla del Bosque Hechizado. Estos murieron la vez que, encabezados por el mismísimo rey Erthzjan, el antecesor del rey Ehdirn, intentaban detener, unidos a un ejército de mil hombres, el implacable avance de huestes de orcos moviéndose a lomos de jirtras —enormes criaturas con cabeza de toro y cuerpo de centauro, cuyos orígenes son inciertos—. Los orcos pretendían conquistar, saquear y reducir a cenizas el Reino de Ishërg, arrasando con todo a su paso. Resultó una lucha feroz que, por fortuna —muchísima, dirían algunos—, se decantó finalmente por las huestes del rey.

    Un jinete se acercó al galope, sacando a Krülgh de sus ensoñaciones. Era Zeriél: mano derecha de Krülgh, hombre de temple, general de su ejército e íntimo amigo desde la infancia, tiempos en los que, cuando no estaban ejercitándose en el manejo de las armas, se dedicaban a ganarse unos azotes gastando endiabladas travesuras a todo el que se cruzaba en su camino.

    Zeriél no destacaba por tener una estatura imponente como la de Krülgh, no; de hecho, aquellos que no lo conocían solían confundirlo con un enano de la comarca de Enihzerd. Era fornido, de amplio pecho y anchas espaldas, robustas piernas y brazos fuertes, con los que manejaba la alabarda con una maestría envidiable. Su pelo rojizo, recogido en una larga trenza, le caía por la espalda. Un largo y puntiagudo bigote destacaba en su curtido rostro de tez oscura. Lucía un aro dorado en ambas orejas, en contraste con el color ambarino de sus ojos rasgados. A su juicio, la cota de malla restaba velocidad y agilidad al guerrero y, por lo tanto, su único atuendo para la batalla era una simple túnica acolchada de piel. Adentrado en la treintena, las mujeres lo consideraban un hombre apuesto.

    —Se aproxima una tormenta, Krülgh —dijo hablando por encima del siseo del viento, que soplaba entre las hojas muertas arreciando su furia por momentos.

    —Cierto.

    —Deberíamos disponer el campamento sin demora, al pie de aquella escarpada formación rocosa. —La respuesta llegó acompañada por un gesto de cabeza que señalaba unos riscos, a unos trescientos pasos hacia el suroeste.

    —Como siempre, mi buen amigo, tus consejos son sabios. —La voz de Krülgh era deliberadamente afable—. Pasaremos allí la noche.

    —Bien.

    Y, recordando un suceso acaecido poco rato antes, Krülgh preguntó:

    —¿Qué se le ofrecía al anciano que se acercó a los hombres a lomos de un asno?

    —Llegó jactándose de que todavía conservaba la suficiente vista como para reconocer tu estandarte ondeando en la distancia.

    —¿Y qué quería?

    El rostro de Zeriél se ensombreció, tanto como las primeras nubes amenazadoras que ya se cernían sobre ellos.

    —Asegura que los osos merodean por su aldea desenterrando cadáveres. Ayer, sin ir más lejos, devoraron y desperdigaron los restos de una pobre niña enterrada tres días antes. Los padres están apenados. Y furiosos.

    —A nadie le divierte que un animal escarbe con sus garras la tumba de sus muertos.

    —Deberíamos hacer algo al respecto, Krülgh.

    —Se hará, a nuestro regreso —aseguró el Protector Legítimo del Norte del Reino de Ishërg, pero su mirada se vio súbitamente turbada por una inmensa sensación de vacío. Y es que, una vez más, le asaltó la certeza de que aquel viaje representaba para él una ida sin retorno posible.

    Zeriél sintió que la tristeza embargaba a su amigo. Un repentino escalofrío le sobrecogió, pues sabía a qué se debía el velo de pesar que oscurecía la mirada de Krülgh. Palpó con sus dedos el amuleto que pendía de su cuello —un sol de ámbar amarillo sobre una base octogonal confeccionada con hueso de ballena—, y dijo:

    —No tienes buen aspecto.

    —Estoy bien.

    —Precisas descansar. Ordenaré que dispongan tu tienda de inmediato.

    —Deberías dejar de preocuparte por mí como una anciana madre —le respondió Krülgh, confiando en que su voz sonara despreocupada, pero era consciente de que su rostro reflejaba la palidez de la muerte.

    Una bandada de grajos les sobrevoló en esos momentos con sus funestos graznidos. Zeriél, con gesto lánguido, los observó alejarse bajo las oscuras nubes que ensombrecían el cielo. La inminente tormenta amenazaba surcando el horizonte próximo, tal como había anticipado, con sus centelleantes relámpagos y el retumbar de los truenos.

    —Los dioses te son propicios, Krülgh —suspiró—. De ser yo tu madre, te azotaría ese rostro afeminado para que aprendieras modales.

    Un atisbo de sonrisa refulgió en la comisura de los labios de ambos hombres. Zeriél, que sujetaba el estandarte de Krülgh ondeando al viento —un lobo plateado hundiendo sus colmillos en las escamas de un dragón dorado sobre un campo negro—, clavó los talones en las ijadas de su montura y trotó hasta dar alcance a la vanguardia del centenar de guerreros que cabalgaban seguidos por tres carros. Dos de estos acarreaban víveres para los hombres: pescado y carne en salazón, queso grueso y duro, verduras secas, cebollas, sacos de pan y de harina, barriles de agua y forraje para las monturas.

    El tercer carro, que viajaba en retaguardia tirado por seis robustos mulos, acarreaba una jaula de gruesos barrotes de acero. En dicha jaula, encerrado y encadenado como una bestia salvaje, viajaba Dorian, el hijo de Krülgh.

    II

    Krülgh y su ejército se dirigían a las Tierras de Haggrüyeth —las Oscuras Tierras de la Hechicería— en busca de los Pilares de Shystard y las Puertas de Ohzrhïn. Pero a diferencia de tantos otros, su motivo para tan largo y peligroso viaje nada tenía que ver con los tesoros y riquezas que, según la leyenda, allí yacían. No. Krülgh cabalgaba en busca de los Pilares y las Puertas porque Dorian, su único hijo, estaba poseído por un poderoso demonio. Uno perteneciente a la raza de los demonios naghzdua.

    Así es, y el Protector Legítimo del Norte del Reino de Ishërg se aferraba a la esperanza de que, si lograban hallar los Pilares de Shystard y las Puertas de Ohzrhïn, el demonio que moraba en el interior de su hijo se vería obligado a tener que abandonar su cuerpo. Y lo haría por temor a ser destruido por la poderosa magia blanca que emanaba de los ancestrales símbolos rúnicos con los que, según la leyenda, el dios Idhöras había marcado a su creación para impedir que ni una sola de las cuantiosas razas de demonios que habitaban en el Vasto Inframundo intentara acceder al Reino de los Espíritus y devorar almas a plena voluntad, con el consecuente resultado de que sus ya de por sí temibles poderes aumentaran hasta originar un nefasto desequilibrio de fuerzas en el universo y desencadenar una sombría amenaza incluso para los mismísimos dioses.

    Los naghzdua eran una antigua y temida raza de demonios en eterno conflicto con el hombre. El motivo de que fueran tan temidos era que utilizaban su poderosa magia para poseer el cuerpo de los bebés humanos. Y lo hacían en el preciso instante en que estos abandonaban el útero materno e inhalaban su primer aliento de vida. Debido a esta terrible realidad, una antigua ley establecía que, cuando las esposas de los Protectores Legítimos del Reino de Ishërg estuvieran próximas al parto, magos y hechiceros debían acudir desde cualquier rincón del reino con el objetivo de alzar una barrera mágica en derredor del nacimiento y proteger así a los futuros vástagos de la espantosa amenaza que suponían los demonios naghzdua.

    Krülgh incluso fue un paso más allá. Estando su esposa próxima al parto, solicitó la presencia de los poderosos Hechiceros del Valle de la Niebla para que ayudaran a reforzar la barrera mágica que protegería el parto contra la amenaza de los temidos naghzdua. Pero dichos hechiceros eran gente arrogante y orgullosa, y conscientes de que pocos eran los que les podían presentar batalla, no solían acatar la antigua ley. Pero Krülgh contaba con que los Hechiceros del Valle de la Niebla tenían contraída una vieja deuda con su difunto abuelo Tohrëym, también conocido como Ojo de Lobo. Por lo tanto, exigió a Ikunhea Naweha —el anciano líder de los hechiceros, un malhumorado viejo encorvado y decrépito— que saldara esa deuda ayudando a reforzar el poder de la barrera mágica que se alzaría para proteger el nacimiento de su hijo contra la sombría amenaza que representaban los demonios naghzdua.

    En un principio, Ikunhea Naweha se negó a ayudar a Krülgh. Alegó que dicha deuda había muerto con su abuelo, Ojo de Lobo. Y tras su negativa prorrumpió en tales carcajadas que tosió sangre. Luego se atrevió a insultar a Krülgh, llamándolo «Neihjna Duhata Oruhäz», que, en una de las muchas lenguas muertas que todavía hablaban los Hechiceros del Valle de la Niebla, venía a significar algo así como ‘insignificante y apestosa larva de gusano carroñero’.

    Antes de marcharse tan silencioso como había llegado, Krülgh clavó su fría mirada en los ojos de Ikunhea Naweha que, lejos de amedrentarse, se la sostuvo, manteniendo en alto un arrugado mentón con dos feas verrugas que segregaban un líquido turbio y sanguinolento.

    Dos días después, en un gélido amanecer, uno de los centinelas apostados en las almenas del Castillo de los Acantilados daba la voz de alarma avisando de que se acercaba un jinete a galope tendido, fustigando a su cabalgadura como si le persiguiera un ejército de cíclopes escupiendo fuego. Cabalgaba sin silla, veloz como el viento y agarrado tan solo a las crines del caballo. He aquí que el anciano líder de los Hechiceros del Valle de la Niebla enviaba a uno de los suyos para fortalecer con sus poderosos conjuros la barrera mágica que protegería el parto de Sherilya, la amada esposa de Krülgh. Ikunhea Naweha daba así por saldada la vieja deuda contraída tiempo atrás con Ojo de Lobo, el difunto abuelo de Krülgh.

    Ah, pero pese a todo ese extraordinario poder desplegado en derredor del parto de la esposa de Krülgh, un demonio naghzdua, valiéndose del don de la invisibilidad, logró atravesar con sigilo la barrera mágica y poseer el cuerpo del recién nacido. Pero es que, el demonio que logró la inusitada proeza de burlar el poder de cuatro magos y seis hechiceros, uniendo sus poderes para alzar una barrera mágica en derredor del parto de Sherilya, resultó no ser un naghzdua cualquiera, no: era el temible y astuto Caínht, uno de los más poderosos y respetados demonios de los Nueve Negros Abismos que se extienden a lo largo y ancho del Vasto Inframundo.

    III

    Caínht odiaba a Krülgh con todo su negro ser por la valentía legendaria que lo precedía. Y no solo entre los hombres, pues también eran muchos los demonios que relataban sus hazañas y lo respetaban por ser uno de los humanos que, en los largos siglos de enfrentamiento entre ambas especies, más seres del inframundo había hecho pasar por el filo de su espada. Por lo tanto, cuando Caínht supo que la esposa de Krülgh estaba gestando un vástago en sus entrañas, tuvo la certeza absoluta de que esa sería su soñada oportunidad para lograr asestarle un golpe maestro a uno de sus más odiados enemigos entre los hombres. Sí, había anhelado ese momento durante muchísimo tiempo, y no tenía ninguna intención de desaprovechar la ocasión que el tan caprichoso destino le brindaba.

    Y no lo hizo.

    Con todo, tras lograr poseer al hijo de Krülgh, Caínht supo ser paciente y saboreó su triunfo permaneciendo latente durante dieciséis largos años en las entrañas de Dorian sin que el muchacho manifestara el menor indicio de posesión. En ese tiempo, el poderoso demonio naghzdua se dedicó a estudiar el comportamiento humano mediante los ojos de Dorian. De hecho —aunque muy a su pesar—, llegó a la conclusión de que ambas especies tenían más aspectos en común de lo que él jamás hubiese imaginado.

    Así es. El odio, la rabia, la envidia, la codicia, la ira… Todos esos sentimientos mundanos de ofuscación afectaban a hombres y demonios de todas las razas por igual, incluido el amor. Oh, sí; de hecho, para algunas razas de demonios —las más patéticas y detestables, a juicio de Caínht— amar representaba su razón de ser. Con todo, su manera de hacerlo distaba de asemejarse a la de los hombres. Y es que dichas razas mantenían idilios amorosos formados por un mínimo de tres demonios hembra y seis machos. Directamente, pasaban a formar una familia en la que sus miembros se apareaban entre sí sin descanso. Además, el incesto era algo de lo más normal. En lo tocante a la descendencia, tan solo podía gestar la hembra más poderosa. Así es. Y si cualquiera de las hembras restantes quedaba preñada, cosa frecuente, se consideraba que su prole resultaría débil e indigna de preservar su raza. Por lo tanto, tras el periodo de gestación —nueve días, indistinto de una raza u otra—, procedían sacrificando al ser o a los seres nacidos. Lejos de sentirse apenados los miembros de tan peculiar idilio amoroso, celebraban un festín, practicando el canibalismo con los pequeños cuerpos sacrificados.

    Lo dicho: Caínht detestaba a los demonios románticos…

    En los dieciséis años que permaneció sin manifestarse en el cuerpo del hijo de Krülgh, no necesitó alimentarse. Y la razón responde al simple hecho de que la suya, la raza de los demonios naghzdua, no necesitaba alimento para vivir. Así es, su naturaleza los excluía de esa necesidad. Tan solo devoraban almas para que sus poderes aumentasen, y las veces que se alimentaban de carne humana lo hacían sin sentir más necesidad que la de aterrar la conciencia de los

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