BENANDANTI LOS ENEMIGOS DE LAS BRUJAS
Yo soy benandante porque voy con los demás a combatir cuatro veces al año, o sea, en las cuatro témporas, de noche, invisible, en espíritu y dejando el cuerpo; y vamos a favor de Cristo, y los brujos, del Diablo, combatiendo unos contra otros, nosotros con las ramas de hinojo y ellos con las cañas de sorgo». Con estas palabras se explicaba –con ánimo tranquilo, pese a estar declarando ante un tribunal de la Inquisición–, el humilde pregonero Battista Moduco, vecino de la localidad italiana de Cividale, en la región de Friul, próxima a la República de Venecia. Corría el mes de junio de 1580, y su insólito testimonio era escuchado con una mezcla de asombro y desconfianza por el inquisidor fray Felice da Montefalco, mano de hierro del Santo Oficio en la región en aquellos años.
No era para menos. Durante los siglos anteriores, la Iglesia de Roma –por medio de la temida Inquisición–había investigado, documentado y perseguido con ahínco cualquier sospecha, denuncia o acusación de actos de brujería, en especial si los testigos mencionaban aquelarres, los conventículos en los que brujos y brujas –especialmente estas últimas– se reunían para abandonarse a los goces más sacrílegos, renegar de la fe en Cristo y adorar a Satanás. Otro tanto sucedía en los países de fe luterana, donde Iglesias protestantes y autoridades civiles perseguían y castigaban con idéntico o mayor celo aquella plaga brujeril que parecía no tener fin. Apenas cien años antes, en 1487, los dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger habían estampado su firma en el –también conocido como «Martillo de Brujas»–,
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