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Santa Maria del Caribe
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Libro electrónico489 páginas7 horas

Santa Maria del Caribe

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Guaraira, un indio anciano, enano y pelirrojo, pasa revista a su larga vida con la ayuda de un álbum de fotos.
Y lo hace a dos voces, porque en su pequeño cuerpo conviven dos personalidades. Una cree firmemente en la magia. La otra es absolutamente escéptica.
Pese a sus radicales diferencias, deben ponerse de acuerdo y elegir las fotos de los momentos más felices de su vida. Para volver a ellos (junto a Santita, la mejor actriz del mundo), gracias al hechizo de las velas encendidas durante la noche de San Juan por su padre el Mago, René Sain Germain.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 sept 2012
ISBN9781301420568
Santa Maria del Caribe
Autor

Dimitry Kashkaroff

Dimitry Kashkaroff. Nacionalidad española, nacido en Venezuela de padres rusos. Habla ruso, español e inglés. Se ha casado dos veces, con dos mujeres fascinantes. Doctor en Periodismo, probablemente haya perdido el tiempo estudiando Matemáticas, Ingeniería, Periodismo, Filosofía, Sicología, Dirección de Cine, Sicoanálisis, Sofrología y Magia Cabalística. Dirigió la revista "Gente Joven", produjo un programa de radio sobre música clásica jazzificada, "Arabescos"; Ha trabajado como Director Creativo en agencias de Madrid, Caracas, San Francisco y Bogotá. Ha volado en "ala delta", saltado en "bungee" y volado en ultraligero. Ha nadado en el Orinoco, ha subido al Roraima y ha sobrevolado el Salto Ángell. Ha buceado en arrecifes coralinos en el Caribe. Ha hecho camping en toda Europa. Y ha hecho el Camino de Santiago. Conoce los museos Metropolitano y Moma, los Guggenheim de New York y Bilbao, el Museo Vaticano, el Prado, el Thyssen, el Reina Sofía, el British Museum, el Louvre, el Palazzo d'Uffizi, el museo Rodin, el Hermitage, la Galería Tretiakov, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas y las catedrales de toda Europa. Ha visto bailar a Nureyev, a Plitetskaya, a Alicia Alonso, a Bocca, a Barishnikov y a las mulatas del Copacabana. Se ha extasiado con Pau Casals, Plácido Domingo, Antonio Mairena, los Rolling Stones, Police, Paco de Lucía, Alfredo Kraus, Carreras, Al Di Meola, Santana, Pavarotti, Yo-Yo Ma, John McLaughlin y Montserrat Caballé. Ha entrevistado a Borges, García Márquez, Vargas Llosa y Frederick Forsith. Ha tenido el placer de discutir acaloradamente con Margaret Mead. Presume de haber conocido personalmente al Dalai Lama. Ha escrito las tres novelas que encontrarás en ”Barnes & Noble” y está escribiendo otra, "Juego de rol".

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    Santa Maria del Caribe - Dimitry Kashkaroff

    Y hace tres días que no llueve.

    –Tres días con sus noches llevan esperando el milagro que usted, tan imprudente como siempre, ha prometido en nombre de La Santa. ¿No le da vergüenza, Guaraira?

    Tres días con sus noches, casi sin moverse, sentados en el suelo en torno a nuestro galpón, con sus pequeños ojos como rendijas clavados en nuestras ventanas... ¡Mírelos, mírelos, si ya son miles! Hombres, mujeres y niños, jóvenes y ancianos... Y todos tan callados. Esperando que un indio enano y loco cumpla su palabra.

    Un indio que somos dos, Guaraira, pero ellos no lo saben y fue usted el de la promesa.

    Mírelos bien, Guaraira. Aquella anciana ni siquiera tiene un sombrero para escudarse de los puñales del sol. Ni aquel otro viejo, probablemente mucho más joven que nosotros, ni aquel grupo de adolescentes... apenas un pañuelo y una idea fija en la cabeza.

    Esperan un milagro, insensatos, mayor que el de sobrevivir a cuarenta y cinco grados sobre este espejo de sal. Mayor que el de resistir durante incontables generaciones en el desierto blanco de Santa María de las Salinas.

    Y hace tres años que no llueve.

    Mírelos, mi genial, mi imprudente alter ego. ¡Si están llegando de todas partes del país y del continente, incluso algunos urbanitas de Santa María del Caribe y otras grandes capitales! Y aquellos negritos de Santa María de la Costa, vea usted. Ellos, al menos, están acostumbrados al calor y, a poco que nos descuidemos, sacan las tumbadoras¹ y nos arman una fiesta. Pero fíjese en aquellos otros, inconfundiblemente andinos, con sus ropajes pesados y oscuros, con mantas y sombrero pero sin provisiones ni costumbre. Y están cansados, llevan cansados toda la vida, pero seguirán esperando las horas y los días que hagan falta para ver y para poder contarle a sus nietos como la Santa María Konstantínovna Turguéniev salía flotando por la ventana de un galpón donde solía vivir con un enano pelirrojo y ascendía a los cielos, libre al fin de toda atadura terrenal, como usted ha tenido la osadía de creer y prometerles.

    Mírelos, mírelos con cuidado. A muchos les sorprendió el milenio sin enterarse de media docena de revoluciones, desde la rusa a la tecnológica pasando por la francesa. Trabajan como mulas, acarreando sal de sol a sol toda su vida y, en materia de milagros, a falta de antibióticos e Internet, no conocen nada mejor que nuestras barajitas de la Santa.

    No, no debe extrañarnos su paciencia. Pero tampoco esperarán para siempre Guaraira.

    ¿Qué vamos a decirles cuando nada pase?

    ¿O realmente espera que nos refugiemos en una de sus fotos?

    No joda, Guaraira.

    Foto 1. El Mago y su Aprendiz.

    El Mago, cuando se hizo tomar esa foto, debía rondar ya los cincuenta y largos veranos porque todos los años eran de estío en Caribe. O acaso muchos más, quién sabe. Nunca fue fácil calcular su edad. Dotado de piernas y brazos largos como las patas de una enorme araña, parecía estar construido sólo con huesos, nervios, tendones y piel, de suyo oscura, curtida por el sol de los trópicos, por el tiempo y por las aventuras.

    El pelo muy negro, liso y engominado, pegado a la pequeña cabecita. Las mejillas magras, casi lampiñas y cuidadosamente rasuradas. Los ojos pequeños, muy indios y muy negros, extremadamente hundidos, que parecían brillar desde el fondo de un pozo. Y la sonrisa zamarra, ladina, insinuaba la posesión de un secreto del todo inasequible para el común de los mortales y confirmaba con descaro, incluso con un tanto así de orgullo, las inevitables especulaciones y sospechas que despertaba en cualquier espectador la vista de los instrumentos de su oficio.

    «Sí, señor, lo ha adivinado. La magia es mi profesión, mi modus vivendi ».

    Así lo proclamaba el sombrero de copa acharolado, un tanto desgastado como cualquier cliché. Y una varita mágica mientras no se demuestre lo contrario que asomaba como con desgano del bolsillo del viejo chaqué brillante en los codos. Y el gran escarabajo verde esmeralda consagrado a Ochún² prendido al turbante blanco, sujetando una pluma dorada que el Mago siempre afirmó había pertenecido al propio Paracelso. Y, por supuesto, la pequeña maleta de madera taraceada, ornada con conjuros bastante egipcios, cruces eventualmente gamadas y muchos otros signos a todas luces cabalísticos. Abierta, revelando algunos de sus tesoros –veíanse varias cajas laqueadas, un parabán enrollable, una bolsita con ikines³, una gruesa soga de esparto, una serpiente disecada y los mangos de tres grandes puñales–, estaba colocada sobre una pequeña y desvencijada mesita plegable colocada a la izquierda del mago.

    Aferrado con fuerza a su mano derecha, haciendo palidecer los minúsculos nudillos, se encontraba su hijo, un niño de seis años. Y me permito aventurar su edad porque conozco su historia, no porque fuera –de tal palo, tal astilla; de tal mago, tal aprendiz– tarea fácil calcularla. Su tamaño era engañoso, porque su cuerpo era el de un gnomo joven. Pequeño, minúsculo incluso, estaba sin embargo extremadamente bien conformado, proporcionado como un adolescente querido por los dioses. Con la cabeza incendiada de bucles rojos pese a la tez cobriza y las facciones indiscutiblemente aindiadas, sus ojitos negros miraban al mundo con extrema desconfianza. Pero con la firme decisión de afrontarlo.

    Vestía un chaleco de seda, bordado con estrellas, que caía hasta sus tobillos como una insólita bata sin mangas y lo identificaba, sin lugar a dudas, como un legítimo sucesor y asistente del hombre de magia. Debajo del chaleco, una camisita blanca metida en unos pantalones cortos de caqui. Y en los pies de juguete, un par de alpargatas⁴.

    –El asustado era usted, Guaraira, pobrecito. ¡Qué duda cabe ahora, conociéndonos como nos conocemos! Porque a mí –no puede negarlo–, nunca me costó mucho mantener la calma, aunque haya terminado perdiendo la cordura.

    Se lo he contado –se lo hemos contado– tantas veces, María Konstantínovna. Y aunque yo –usted lo sabe– no creo ni mucho menos en la Segunda Oportunidad… como no creo que vaya usted a ascender al cielo de un minuto a otro por mucho que lo juren los peregrinos que nos esperan fuera… tampoco creo que perdamos nada al seguirle el juego a Guaraira. Él cree que es importante que usted vuelva a juzgar las fotos; una vez más o las que hagan falta. Y a entender. Y a elegir. Porque esta decisión nos afecta a los tres. Por eso, claro, no es justo dejársela a Guaraira Saint Germain Cisneros. Por muchos hombres que seamos.

    Pero no nos apresuremos a criticar a Guaraira por sus miedos, María Konstantínovna. No sería del todo justo. Porque más allá de nuestras diferencias temperamentales, déjeme decirle: no me sorprende su carita de susto en la foto ni debería sorprender a nadie. Para empezar, apenas llevábamos un año viajando con el Viejo y, además, le aseguro que no solíamos aparecer ante los ojos de nuestros conciudadanos ataviados de este modo. Estos elegantísimos atuendos, Masha, son de Feria de Ciudad Grande y Día de Fiesta. Y el Viejo quiso inmortalizarlos sacándose una foto con nosotros, usando uno de esos velones encantados cuyo secreto nos legó. Oh, sí, puede creerme: no es fácil acostumbrarse al milagro itinerante. Y es que la gente suele imaginarse cosas, sabe usted, sobre la vida con un Mago. Que si hechizos abracadabrantes... que si maravillas de cuento de hadas... Suponen, y suponen mal, me consta, que está llena de hechizos y maravillas, pletórica de visiones fantásticas y deseos satisfechos sin el duro ritual del trabajo, pero le juro, María Konstantínovna, que no fue fácil.

    Mucho te agradezco, Musiú⁵, tu generosa comprensión de mis debilidades. Estaba un poco atemorizado, sí, ¿y qué?, a todos nos pasa, incluso a ti, aunque tus temores sean de otra índole. Ya hablaremos de ellos, ya llegará el momento. Pero de momento, no confundas a Santita, Saint Germain, hazme el favor. Siempre fui algo tímido –eso te consta– y nunca fue fácil para mí enfrentarme a desconocidos. Mucho menos a aquellos equipados con una de esas cámaras que muy pronto llegué a amar y depender de ellas pero que no eran entonces más que una enorme caja capaz de capturar un instante como a una mariposa y conservarlo para siempre en un papel. Y no estaba muy seguro yo de cómo fuese a hacerlo el gringo⁶ aquel sin quitarnos –sin quitarme a mí al menos– aunque sea un poquito de mi realidad y me aferraba del dedo de René por aferrarme a ella. Lo puedes ver en la foto: no es el gesto de un niño asustado por su acompañante. Yo, al menos, no lo estaba. No, Musiú. No confundas a Santita con la historia de tus penalidades y el inventario de carencias y dificultades de la vida itinerante. Esa historia y ese inventario obvian, dejan de lado, algo esencial para entendernos. ¡Fuimos felices, Musiú, recuerda, haz un esfuerzo de fidelidad a la memoria! María, Santita, mira a este niño a los ojos y dime si puedes que no está feliz, que no está orgulloso de su kaftán de estrellas y, sobre todo, dime que no confía plena, ciegamente, en el hombre cuya mano aferra con tanta ferocidad. Mira sus ojos, Santita o, si lo prefieres, mira los ojos del nuestro padre el Mago y dime si escogerías otro hombre mejor para padre de cualquier hijo.

    –Guaraira es necio, María Konstantínovna, no deje que le confunda.

    Por supuesto que el Viejo fue un buen hombre y un buen padre para nosotros. ¿Cómo podría negarlo? ¿Cómo podría estar algo menos que eternamente agradecido? Después de la desaparición de nuestra madre, en circunstancias que no podemos calificar menos que de comprometedoras, lo más prudente era desaparecer y cualquiera sabe era mucho más sencillo hacerlo solo. Pero el Viejo no dudó un instante en llevarnos consigo e incorporarnos sin reservas a su vida itinerante. Éramos sus hijos, pero supongo que no debió haber sido fácil, no. Y no puedo permitirme ser condescendiente, Guaraira. Según usted, estamos eligiendo una vida, ¿no? Escogiendo un lugar para quedarnos y eso debería ser algo muy serio, permítanme decirles. Por eso mismo, deberíamos reconocer que la vida a su lado nunca fue, difícilmente pudo haber sido, fácil. René Saint Germain –¡menudo personaje nuestro padre!– era un buen hombre. Absolutamente incapaz, estoy seguro, de haberle echado aquella vaina⁷ al corso, con magia o sin ella, Guaraira. Nunca creí que fuese culpable.

    Era un buen hombre, pero uno al que su origen, su temperamento, una que otra mala broma del destino, desde luego, pero también cierto talento embaucatorio que usted siempre se empeñó en llamar poder, Guaraira– le negaron otra vida y otra posibilidad de sobrevivencia que la de trabajar como mago itinerante en primera instancia y curandero siempre que pudiera e hiciera falta, durante seis años, en pueblos y caseríos, en ferias donde y cuando las hubiese, a lo largo y a lo ancho de toda la geografía de Caribe.

    Y en la Ciudad de vez en cuando, cuando habíamos ahorrado lo suficiente para vivir unos meses, con la intención de reponer aliento y fuerzas. Y alimentar, personalmente, la leyenda que ya tejían en torno a su nombre en la más que relativa tranquilidad de Santa María capital, en el Mercado de Los Cerros.

    Hasta que supo su futuro y se dejó alcanzar por la fama y el éxito y se convirtió en Gran Maestro y Shamán. ¿Recuerda usted, Guaraira?

    Durante seis largos años, María Konstantínovna, de plaza en plaza y de feria en feria, recorrimos todos y cada uno de los míseros pueblitos de la Costa y aprendimos a conversar con sus dioses negros en el milenario idioma de sus tambores y su pobreza mientras padre se aplicaba en aprender sus artes y sus ciencias seculares y aprendía también la magia de su ron, su sol y la de sus mujeres calientes y reilonas. Oh, por supuesto, más de un conjuro de incalculable poder curativo… –¡pero explíquenme entonces, si tanta magia sabían, por qué se empeñaban en afincarse en su miseria, ay Viejo, Viejo!–. Sí, más de un conjuro decía haber aprendido en Santa María de la Costa, la vieja capital, mientras realizaba sus curaciones o aprendía nuevos remedios o asombraba a sus habitantes con su asombroso conocimiento del porvenir y con la magia elemental de los prestidigitadores.

    Y yo esperando el momento de entender, Masha. Entre el ron, los machetes, la magia y los tambores. Y Guaraira esperando el momento de abandonar sus miedos. Entre el ron, los machetes, la magia y los tambores. No es una infancia fácil, créame señora, la de los acólitos del mago. Sobre todo cuando son dos y no lo saben.

    Y así también, María Konstantínovna, practicando un día sí y otro también la antiquísima ars mágica de la supervivencia, embaucando a unos y divirtiendo a otros, recorrimos los caminos y senderos de la Cordillera. Y créame usted: poco tenía que ver aquel mundo en las alturas con el verdiazul milagro de la costa. Aunque ambos sean parte de Caribe.

    Ahí, en la montaña, como conjuradas por un taumaturgo un millón y una vez más poderoso que nuestro padre el Mago, las ciclópeas, monumentales olas de un mar atormentado se tornaron roca y las simas abisales, evidenciado su voracidad, se abrieron en impúdicos abismos frente al viajero. Los frailejones sustituyeron a las palmeras y el sol tomó distancia y hasta el azul del cielo cambió, mudando su tenue, ligera alegría costeña por la densidad y severidad de tono de quien se sabe o se cree en las alturas.

    –Pero a todas éstas, las mayores diferencias no son las del paisaje, no señor.

    ¿Sabe usted, Masha? La gente, creo, todos nosotros, extraemos directamente del paisaje nuestro carácter, nuestro ánimo, nuestra manera de caminar hacia el mercado, hablar de los muertos, honrar a los padres, hacer el amor, celebrar los chistes y hasta la forma de morir y prepararnos para mirar de frente a los ojos del Creador y darle las gracias o reprocharle sus mezquindades. Y los habitantes de la cordillera –incluso los muy sofisticados pobladores de Santa María del Páramo, metrópoli hoy día bien equipada de divorcios, sociedades anónimas y autopistas de la información y ya entonces capital con ínfulas de modernidad, pero sobre todo los moradores de los pequeños pueblitos del Páramo–, todos, absolutamente todos, son afectados por la vecindad, por la cotidiana convivencia con esa sobrecogedora tempestad de piedra.

    Y es que la inmensidad del océano, sin ser menor –nos lo explicó el Viejo, ¿recuerda Guaraira?– se encuentra a nuestra propia altura. Y sus olas, cuando está de buen humor, incluso condescienden a cantarnos, a susurrarnos, nos invitan a la buena vecindad, a la pacífica coexistencia.

    La Montaña, por el contrario –Los Andes, porque no existen otras montañas, Guaraira–, es altiva, prepotente. Se alza sobre nosotros, nos minimiza, nos hace cobrar conciencia de nuestra pequeñez. Y sobre todo, calla. Calla casi siempre. Se niega a conversar con nosotros. Y cuando se decide a hacerlo, su único lenguaje es el de la avalancha.

    Y sin embargo, Masha –inexplicable paradoja– pese a todas esas diferencias entre la cordillera y la costa –y a muchas otras que podría explicarle si no urgiese tanto nuestra decisión–, se trata de un mundo tan Caribe como el otro. Y no dejamos de visitar ni uno solo de sus pueblos y caseríos.

    A todos, a todos ellos, les llevamos nuestra quincalla de trucos y efectos especiales. En todos ellos Padre leyó las cartas, las cenizas, los ikines, la bola de cristal y cuanto instrumento oracular presumiese de ofrecernos un mensaje de los dioses. En todos hizo desaparecer monederos y aparecer sonrisas, multiplicar las cartas y los aplausos. Un poco más en unas que en otras, en todas aprendimos a entender con pocas palabras y a callar cuando hace falta.

    Y en todos y cada uno de esos pueblos, pobres y primitivos, nuestro padre se dedicó a estudiar sus secretos, sus hierbas, encantamientos, hechizos y sortilegios porque ya era mago pero él quería serlo con mayúsculas y presentía su destino de shamán y babalao.

    Y si bien no siempre aprendió algo útil, al menos bebió su aguardiente, se acostó con sus mujeres, quizás incluso se atrevió a amar a alguna y terminó ileso, Guaraira.

    Lo cual de alguna forma le da la razón. Algo de mago tenía que tener, sin duda alguna.

    Y a todas éstas, María Konstantínovna, yo esperaba el momento de entender. Y Guaraira el momento de abandonar sus miedos. Pero debíamos hacerlo sin conocernos el uno al otro, entre la chicha⁸ y los conjuros, el eco y el silencio y las letanías y el frío de los páramos y las avalanchas… Mientras procurábamos entender nuestra propia y compleja naturaleza dual. ¿Le parece fácil, Masha, nuestra vida con el Mago?

    Así, pasando hambre, sacándonos conejos de la manga, engatusando al prójimo y coleccionando misterios, nos caminamos todo Caribe, María Konstantínovna. Nos lo pateamos de un extremo a otro. Con una que otra vacación para los pies, sí, en la parte de atrás de algún camión. Entre gallinas, melones, cauchos de repuesto, muchachos mocosos, la maleta del Mago y las bolsas de lona con nuestras propias y escasas pertenencias.

    Pero no había muchos camiones en la Selva, tupida, húmeda, caliente y peligrosa.

    Hermosa y mágica, suele decirnos Guaraira, sí. Ajá. Pero violenta muchas veces y peligrosa casi siempre. Y además, eso de mágica no es más que una palabra acuñada para designar todo aquello que no entendemos en absoluto. Como las visiones de Guaraira, como su levitación, mi querida amiga, como la Segunda Oportunidad prometida por las fotos. El triunfo de la entropía. El fin de la era de la razón.

    Y aquella pesadilla verde no lo entendía ni Dios, Masha. Poblada de bichos venenosos y alimañas varias, muchas de las cuales hablaban un más o menos correcto castellano. Y nosotros no podíamos permitirnos el lujo de obviar o esquivar a nadie, no señor. No se puede ser demasiado exigente con el público en la Selva.

    Y así, visitamos a los mineros –a los legales y a los otros– en sus sórdidos barracones de tablas y hojalata, calcinados por el sol, barridos por el viento y anegados por los torrenciales aguaceros. Las paredes de aquellas barracas estaban tapizadas de fotos y recortes, con diversos grados de decoloración, de playas paradisíacas y mujeres extremadamente terrenales. Y no había más mobiliario que el de sus catres infestados de piojos ni otro lujo que una enorme radio de transistores.

    A todos ellos –y a sus putas, que los seguían con la intención de compartir su oro pero terminaban compartiendo sus fiebres, sus enfermedades y sus muertes– les ofrecimos trucos, pócimas e imposiciones de manos, oraciones, remedios milagrosos y unas pocas ilusiones de futuro.

    A falta de penicilina, supongo que aquello era lo que mejor que podíamos ofrecerles. Esa era la idea, ¿no?

    Y hasta participamos en calidad de socios en uno que otro show para turistas, en muy jolivudenses churuatas con inmensos ventiladores de abanico en el techo para disipar los calores de aquel infierno. ¡Venga y disfrute de una semana en íntimo contacto con la naturaleza, virgen, prístina e inmaculada! Sin renunciar, claro está, al scotch de doce años y a la promesa vaga, jamás cumplida, de eliminar culebras, mosquitos, lagartijas, arañas y otros bichos molestos.

    Y visitamos a los indios, extinguiéndose lentamente, casi sin darse cuenta, arrollados por la civilización, envenenados por el alcohol y la televisión, embrutecidos por la política y otras formas de prostitución, cazados como fieras por los hacendados criollos, defendiéndose con yopo y liturgias y mitos acaso pintorescos pero ya insuficientes para explicar el mundo que estallaba sobre ellos. Padre insistía, sin embargo, en su obligación de aprender sus valiosísimos secretos antes de que estos desaparecieran con su raza. No en balde teníamos, los Saint Germain, una princesa caquetía entre nuestros ancestros.

    Y aún así, descubrimos que la verdadera barbarie no habitaba en medio de selva, sino en su capital, en Santa María de La Selva.

    Porque la barbarie viajaba en vehículos todo terreno y sobornaba a las autoridades y compraba las conciencias, explotaba y mataba a los indios, devastaba la selva y el país y el futuro e imagínate que ahí teníamos que aprender a entender y a calmar los miedos, entre serpientes y hechiceros, venenos y arañas monas, oro y garimpeiros y solo nos faltó el Desierto, quizás porque Padre sabía –y eso parece una explicación de las tuyas, Guaraira– que estábamos condenados a calcinarnos durante quince largos años en Santa María de las Salinas. Ojalá lloviera de una vez por todas: tres años son demasiados sí señor.

    Por supuesto, Musiú. Por supuesto. La selva es peligrosa, el desierto caliente, la montaña ominosa y la costa más o menos húmeda, ¿no es así? Y como si fuera poco, la gente es violenta, supersticiosa, borracha y vocinglera. Y además, casi nadie te entiende, pobrecito.

    Claro que pudimos haberle exigido a nuestro padre que emigremos, ¿no es verdad? Que nos lleve al extranjero. A la Quinta Avenida o a algún chalecito en la Costa Azul. ¿Ah? O, mejor aún, hemos debido decirle: Oye, Padre, ¿por qué no cambias de oficio, eh? Es que a nosotros dos, –¿entiendes?– no nos gustan los embaucadores de feria y nos haría mucha ilusión un padre banquero o neuro–cirujano.

    Pero no eres justo, franchute. Porque no sólo se trata de que lo hayamos pasado más o menos bien. Yo debo reconocer que me divertí bastante. Lo cierto es que nunca nos faltó apoyo, risas ni comida. Y además –pese a tus cínicos comentarios sobre el tema– más de una prueba nos dio nuestro padre el Mago de sus poderes. Y siempre los utilizó para el bien.

    Y no era raro que los tuviese, –todos esos poderes, quiero decir– si recordamos su origen y su formación. Nos contó estas cosas muchas veces, con lujo de detalles, Santita, para que supiéramos valorar la importancia de su linaje. De nuestro linaje. Nos las contó una y otra vez cuando éramos pequeños y escuchábamos arrobados sus palabras, acurrucados al calor de alguna fogata. Nos las contó también cuando estábamos aburridos o cuando él estaba triste o cuando no había que comer o cuando la comida había sido espléndida y siempre, siempre, las contaba como si fuera la primera vez y nunca hicimos nada para convencerlo de lo contrario.

    Nuestro apellido, Santita, no era propiamente caribeño, claro. Aunque coincide con el de uno de los Grandes Iniciados, brillante alquimista y gran maestro del pensamiento esotérico, la verdad que nuestro padre el Mago nunca presumió de parentesco alguno con el celebérrimo Conde. Nunca jamás. Aunque en más de una ocasión tembló su voz al evocar el nombre de aquel Maestro homónimo.

    Foto 2. La Santa y el descendiente del pirata.

    Los ojos de la mujer, azules, inmensos, festoneados por una tupida malla de minúsculas arrugas, serían sin duda hermosos si mostrasen vida. Y aunque los que la conocieron joven atribuían a su mirada la mitad de su talento histriónico, por su capacidad de reflejar con absolutas convicción y exactitud toda la gama de sentimientos humanos, una sonrisa hierática confería ahora a su rostro una expresión a mitad de camino entre la santidad y la bobaliconería.

    Su piel era muy pálida y del todo refractaria al bronceado, como si fuera de mármol. Su cabello, largo hasta su cintura, lacio y brillante gracias a los cuidados del gnomo pelirrojo, que lo cepillaba mil veces cada día mientras le contaba historias, se negaba a reconocer el paso de los años y seguía negro como el ala de un cuervo. Ataviada con un holgado vestido blanco a mitad de camino entre una bata guajira y un sari hindú, levitaba sobre media docena de cojines apilados al lado de una cama enorme y rústica cubierta por una colcha de retazos de fabricación casera.

    A su lado, un pelirrojo duendecillo con facciones indias miraba a la santa con devoción que se adivinaba muy poco religiosa. Su aún hirsuta cabellera de fuego y nieve y su descuidada barba, aunadas a su figura un tanto regordeta y a su atuendo – jeans y camisa hindú de algodón– le hacían parecer un gnomo hippie.

    Y detrás del gnomo, un enorme mesón de madera oscurecida y pulida por los años, cubierto por media docena de libros –una enciclopedia sin tapas, un viejo atlas que describía con precisión la geografía de países ya inexistentes, una Biblia, un poemario de Benedetti, Remedio para la melancolía de Bradbury y el Sidharta de Hesse– y un montón de fotos dispersas en torno a un gran álbum despojado de sus tesoros, forrado en imitación de cuero.

    –No está del todo mal para tratarse del primer ensayo. Ahora, sólo tenemos que sacarnos una igual frente a la foto que elijamos para viajar a ella. Y ya está. ¿No es así la vaina, Guaraira? Viajaremos juntos nosotros dos o tres o como le salga a usted la cuenta: una vieja actriz que se refugió en la santidad porque la juventud no era para siempre y un viejo idiota que se cree dos, hijo de un mago y descendiente de un pirata del que no heredó sino el color del pelo.

    Louis Saint Germain, el muy pelirrojo tatara–tatarabuelo de nuestro padre o algo parecido –ve a sacar la cuenta, porque estamos hablando del comienzos del siglo XVIII–, era un joven sacamuelas francés –contaba diecinueve años y su oficio lo había aprendido de su padre y éste del suyo, como Dios manda y la gente hacía– quien, terriblemente borracho por causa de un desaire amoroso, cometió el error de pregonar sus habilidades profesionales en una miserable taberna en el puerto de Marsella. Francia.

    Al despertar, comprendió la magnitud de su error. Y no tanto por el dolor de cabeza que, con ser fuerte, no excedía demasiado lo que cabría esperar como consecuencia natural y justa de sus excesos etílicos. No. Louis Saint Germain comprendió que había metido la pata al descubrirse con la cabeza vendada y barba de dos días, de un rojo tan encendido como el de su cabellera, arrojado en una sucia y maloliente bodega. Eso, el terrible mareo, el olor a mar y el rítmico vaivén que mecía la bodega le hicieron comprender que se encontraba a bordo de un barco pirata.

    Efectivamente, Louis Saint Germain había sido secuestrado por los corsarios –el mismísimo Roger Lafayette capitaneaba los destinos del barco y los de sus tripulantes– y tuvo que devenir uno de ellos, obligado a ejercer no sólo de sacamuelas, sino también de médico y hasta de cirujano en uno de los más temibles galeones que jamás surcara los mares. La Diosa Roja, se llamaba y el nombre se lo había ganado a pulso. Y eso que la nave había sido echada al agua con el nombre de Diosa Negra, simbolizada por el gigantesco mascarón de proa, tallado en ébano, representando a la sanguinaria diosa Kali en medio de un ataque de cólera. Era, quizás, el capricho premonitorio de un armador inesperadamente versado en mitologías orientales. Pero la nave fue sido rebautizada de color años después, por toda la sangre derramada a su paso.

    Es muy probable que haya halagado un poco la vanidad de nuestro antepasado el enterarse de que la única razón por la que recalaron en aguas europeas fue la necesidad de reclutar un matasanos. Y efectivamente, una vez que lo hubieron hecho, sin más preámbulos, pusieron proa hacia el mar Caribe.

    Durante seis años, seis meses y veintiocho días, Louis Saint Germain navegó por éstas aguas y sobrevivió tormentas, ciclones y huracanes. Durante seis años, seis meses y veintiocho días presenció hazañas y barbaridades increíbles, sin abandonar jamás el recuerdo de su plácida existencia de sacamuelas provinciano ni la esperanza de recuperar el ritmo sosegado y tranquilo que le negaba su condición de pirata. Vivió combates con barcos españoles. Asaltos a fortificaciones y aldeas de pescadores. Raptos de doncellas, indias, españolas, portuguesas… Duelos, violaciones, ejecuciones sumarias. Paseos sobre la tabla, que concluían siempre con un banquete de tiburones.

    Las desventuras y penalidades de aquel primer Saint Germain, sin embargo, eran directamente proporcionales al éxito del muy pirata de Lafayette. Porque todas aquellas calamidades y muchas otras eran, por supuesto, el resultado de una larga racha de éxitos en la carrera depredadora del corsario. Y no pasaban sin beneficio de su prestigio entre toda la piratería del Caribe. Su fama había crecido y su nombre era pronunciado con temor reverente desde Jamaica hasta Maracaibo pasando por la Tortuga y en todos los muelles, bares y burdeles de las Antillas.

    Además, como resultado de sus escaramuzas con los españoles, algunos sorpresivos y exitosos ataques a puertos de cierta importancia y, sobre todo, de los frecuentes y encarnizados combates con otros piratas –que de eso también había, porque si bien algunos actuaban con patentes de corso de la corona británica, otros lo hacían en nombre de la francesa y muchos otros trabajaban por libre, sin rendirles cuentas de sus actos más que a Lucifer– había capturado varios barcos. Contaba el Mago que le contó su abuelo como Louis había presenciado al menos una docena de abordajes en alta mar, en los que vio a los piratas tejer una telaraña de cables de abordaje sobre el buque adversario y apoderarse de él.

    Dado su prestigio –y la falta de oportunidades de empleos menos arriesgados en la zona, por supuesto–, no resultó difícil reclutar la marinería y así, en pocos años, aquel pirata terrible pudo equiparse con una pequeña flotilla.

    Hasta que un buen día –nos contó el Mago que le había contado su abuelo– Lafayette se sintió tan poderoso o tan afortunado o tan querido por sus oscuros dioses que decidió incursionar en aguas mayores. Su plan era ambicioso. Comenzaría con el saqueo sistemático de todos los puertos, grandes y pequeños, de las costas occidentales de Caribe. Para sembrar el terror, obtener riquezas, capturar barcos, reclutar piratas y, sobre todo, para privar de líneas de abastecimiento, pertrechos y refuerzos al objetivo final de su plan. Porque aquella incursión estaba destinada a ser coronada con un ataque frontal y el consecuente saqueo y conquista de la amurallada, bien guarnecida y protegida por más de cien cañones Santa María de la Costa. En aquel entonces, la ciudad más importante –y sin duda, la más hermosa– de Caribe.

    Y así, con la capital bajo su control, con una verdadera armada bajo sus órdenes y todo el oro de Caribe en sus arcas, podría –¿por qué no?– coronarse Rey del Caribe y Emperador de las Antillas y esperar la respuesta de los potencias europeas. Que con algo de suerte no llegaría nunca. Al fin y al cabo –se dijo Lafayette–, eran justamente las grandes dificultades que tenían las coronas del Viejo Continente para enviar flotas regulares a América las que habían forzado la concesión de patentes de corso como la suya, ¿no?

    El saqueo de la costa occidental se realizó sin tropiezos para la flota corsaria. A sangre y fuego fueron arrasados puertos, pueblos, villas y haciendas. Tesoros sin cuento engrosaron las arcas del pirata y más de cuarenta barcos de muy diverso calado navegaban ya a sus órdenes, habiendo dejado a su paso una horrible estela de sangre.

    Pero no contaron con la portentosa velocidad del rumor.

    Porque la noticia de que los piratas estaban arrasando con todo y con todos llegó a Santa María de la Costa semanas antes que los saqueadores.

    Cuando éstos terminaron de saquear el último poblado, a muy pocos kilómetros de Santa María de la Costa (cabe señalar que encontraron vacío el poblado en cuestión, pero no supieron sacar las casi ineludibles conclusiones), empezaron los preparativos finales para el asalto de la capital costera.

    Louis Saint Germain, por supuesto, pacifista por formación y convicción pese a los años transcurridos entre los piratas, contaba con permanecer a bordo de la Diosa Roja, el barco insignia o, a lo sumo, en el lugar del desembarco, donde habría de ocuparse de aquellos heridos cuya condición y gravedad ameritara que los atendieran. No olvidemos que, en aquel entonces, muchos heridos de sable o arcabuz eran rematados ahí mismo. Era lo más misericordioso que podía hacerse por ellos.

    Cuál no sería su sorpresa cuando se le encomendó acompañar a un grupo de exploradores que, anticipándose al desembarco, tenían la misión de estudiar los emplazamientos de los cañones, guarniciones, depósitos de armas, atalayas y todas las defensas de la ciudad. Y, si aquello resultaba posible, neutralizar algunas de ellas. La flota pirata, entre tanto –cinco barcos armados hasta los dientes–, esperaría a buen recaudo, en una pequeña cala separada de la ciudad por un promontorio rocoso de muy respetables dimensiones.

    Una media hora antes del amanecer, tres botes cargados de exploradores fueron lanzados al agua. Como grandes sombras predadoras, en absoluto silencio, las embarcaciones cruzaron la breve distancia que los separaba de la costa y, nada más desembarcar, sin cruzar una palabra entre ellos porque todo estaba previamente convenido, los piratas –y Louis Saint Germain entre ellos– escalaron el promontorio para acercarse por detrás a la primera y más importante de las defensas enemigas: un fortín emplazado al pie de la cara occidental de aquella formación rocosa. Un fortín que, según informaciones recabadas en los pueblos saqueados, estaba literalmente erizado de cañones.

    Louis Saint Germain estaba asustado, muy asustado.

    Para empezar porque, a diferencia del resto de la tripulación, sabía mucho más del noble arte de cerrar heridas que del antiquísimo de abrirlas. Solo por ello –porfiaba– Lafayette y la Diosa Roja habían cruzado el mar. Para reclutarlo.

    Pero le habían explicado –sin mediar diplomacia alguna: no era aquella una especialidad de los filibusteros– que ya no era, ni mucho menos, el único matasanos de la flota. Tres más se habían sumado a sus filas; dos de ellos, voluntariamente. Pero sí era –le dijeron– el más experimentado, lo cual lo convertía en el candidato idóneo para acompañar al grupo explorador.

    Nuestro tatara –tatarabuelo Saint Germain, por supuesto, no estaba de acuerdo. No veía la necesidad de un médico entre los exploradores porque, dada la velocidad y el sigilo con los cuales debía llevarse a cabo la operación, no habría tiempo para auxiliar a los heridos. Y mucho menos, sobre el terreno.

    Tampoco, ya puestos a considerar velocidades y sigilos, tendrían tiempo para protegerlo a él. Y nunca destacó en el manejo de la pistola y mucho menos de la gigantesca cimitarra –vaya usted a saber cómo vino a parar ésta a bordo de la Diosa– con que lo habían equipado.

    Pero tenía miedo, sobre todo, porque tenía un mal presentimiento. Porque la mar –según pudo apreciar mientras escalaba las escarpadas laderas del promontorio– había amanecido encrespada y la línea del horizonte había sido borrada por la bruma y las gaviotas eran más vocingleras de lo que dictaba la costumbre y porque una de ellas –para colmo de males– ensució con sus excrementos la gorra preferida de aquel corsario sin vocación.

    Aquellos, desde luego, eran malos augurios.

    Por eso, Louis Saint Germain fue el único en no asombrarse cuando el grupo de exploradores alcanzó la cima del acantilado. Todos los malos presentimientos se confirmaron al descubrir que el fortín se encontraba desierto y que todos sus cañones –que debían ser muchos, a juzgar por el número de torres y de troneras– habían sido retirados y sustituidos por troncos de cocoteros. ¡Les habían tendido una trampa y los cañones, sin duda alguna, habían sido cambiados de emplazamiento!

    Los piratas, de inmediato, vociferando maldiciones en más idiomas de los que pueda llegar a necesitar un diplomático bien calificado, se dispusieron a desandar camino y avisar a la flota sobre la diabólica estratagema. Pero ya era tarde. Los cañones rugieron su posición y los exploradores comprendieron que habían sido llevados a la cala y que la flota, anclada a poca distancia de la costa, había sido cogida por sorpresa y se enfrentaba a un verdadero infierno de fuego y plomo.

    Y como si aquello no fuera suficiente, minutos después de terminar el descenso y mientras corrían hacia la playa en un vano, quizás heroico, intento de auxiliar a sus compañeros de saqueos y tropelías, el grupo de exploradores fue atacado por dos patrullas de españoles que, emboscados detrás de unas rocas, los esperaban henchidos de furia justiciera.

    A punto estuvo Saint Germain de ser defenestrado por una de esas patrullas, pero lo salvó su natural pacífico o su ausencia de coraje, elige tú, Santita. Porque corriendo hacia la playa con sus compañeros, pero con menos convicción que cualquiera de ellos, se encontraba entre los últimos del grupo cuando fueron atacados. Y, desprendiéndose del pistolón y la cimitarra, se escondió entre unas redes providencialmente abandonadas por los pescadores.

    Ahí, acurrucado entre las atarrayas⁹, temblando, oyó los gritos de odio y los gritos del miedo y los resuellos y los insultos y las súplicas y los golpes y los tajos y los gorgoteos, sin osar asomarse ni falta que le hacía porque la imaginación le suministraba un cuadro más que suficientemente explícito de lo que estaba ocurriendo.

    Ahí, acurrucado entre las atarrayas, temblando, escuchó a los soldados españoles y a los pacíficos pescadores y a los indios de Santa María de la Costa, hermanados con los blancos en el proyecto común de la supervivencia, rematar a los heridos y buscar piratas entre las rocas para acabar de una vez por todas con su especie maldita.

    Y ahí mismo, acurrucado entre las atarrayas, temblando, lo encontró una india. La más hermosa que Saint Germain había visto en su vida y la última que jamás vería llegó a pensar al levantar la mirada y encontrarse con la suya. Pero ella simuló no verlo quizás porque estaba harta de tanta sangre o quizás sintió su miedo de morir y su inocencia y su desamparo o quizás no le pareció ni tan pirata ni tan terrible. La india dejó caer la punta de la red que había levantado y gritó aquí no hay nadie a sus compañeros y corrió hacia ellos.

    Y un par de horas después, cuando la patrulla se hubo retirado y el pueblo hubo festejado la victoria emborrachándose hasta la inconsciencia y fueron decapitados los piratas y ensartadas sus cabezas en astas de bandera colocadas sobre el fortín para escarmiento de sus colegas, ella volvió. Y Saint Germain seguía ahí, entre las redes, porque no tenía donde ir y porque sabía que ella iba a volver. O eso juró hasta el día de su muerte.

    Y ella le creyó, porque quería creerle.

    Aquella india, Santita, tan antepasada nuestra como el muy europeo sacamuelas, se presentó ante éste como Yanara, princesa caquetía, y le contó que había perdido a su hombre en una escaramuza con piratas y le dijo que, en su opinión, le debían uno. Y Saint Germain, aunque no pudo dejar de preguntarse a quién creía Yanara estar cobrándole la deuda, estuvo de acuerdo. ¡Oh, por supuesto que no dejó de explicarle el carácter nada voluntario de su militancia bucanera! Pero estuvo de acuerdo en acompañar a Yanara por el resto de sus días y abandonar a sus secuestradores y aliados, quedarse en Santa María de la Costa, cosa que no resultó nada difícil porque ellos se habían anticipado a sus deseos y, diezmados por el fuego español, se hicieron a la mar y abandonaron a su cirujano, dándolo por muerto.

    Se despidió entonces Louis de su profesión de filibustero y, después de discutirlo con la buena moza de Yanara –que amén de guapa, era lista como el hambre que siempre logró evadir con estilo–, comprendió que lo único que sabía hacer en la vida era arrancar muelas y coser heridas y decidió abrazar el oficio de mago. Para lo cual –después de contraer

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