EL CIELO DE LOS CAÍDOS: EL DESPERTAR
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Santiago Alberto Serna Caicedo
Escritor bogotano. Egresado del TEUC, Taller de escritores de la Universidad central dirigido por Isaías Peña. Ganador con el guion para historieta “Suspiros de vida” para Nahualli Comics (2012). Primer puesto con “El paso de la marabunta” en el I Concurso de Poesía y Cuento Internauta Internacional (2012), dirigido por el escritor venezolano Laab Akaakad. Ha publicado una serie de microrrelatos en su libro “Suspiros de vida y otros escombros “de Ambidiestro taller editorial (2012). También ha publicado varios relatos en España, en antologías como “Pluma, Papel y Tinta”, “Historias del dragón” y “Mundo de fantasías”. Y en Colombia ha publicado varios textos en fanzines y medios digitales, como “Etcétera, arte, letras y otras hierbas”, “Ficciorama”, “Revista el muro”. Además es su blog http://plumasycolmillos.bligoo.cl publica un nuevo Microrrelato cada viernes.
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EL CIELO DE LOS CAÍDOS - Santiago Alberto Serna Caicedo
Dedicatoria
…a Martha.
Uno de los consejos de Stephen King para escribir es:
Seguir casado, estar sano y vivir una buena vida.
Desde que llegaste a mi vida, tú has sido el ancla
que necesitaba para convertirme en un cuenta historias.
Por ende, era obvio que la primera novela fuera dedicada a ti…
Y deseo que no sea la única.
Al final ustedes son más humanos que los normales.
Un demonio devorando el corazón de un ángel.
PRELUDIO - UNA NOCHE EN BOGOTÁ
Ese martes, a las diez de la noche, el reloj se detiene por un instante. Después de seis largos segundos inmóviles, vuelve a su marcha implacable para marcar el fin de una metrópoli condenada. Es la ciudad en la que se tejen las alegrías y tristezas de miles de seres que serán castigados con la furia de un Dios. La urbe empieza a quedarse vacía; las personas continúan con sus vidas, ignorando que están malditos a causa del ego del hombre mismo.
Algunos vendedores ambulantes aún siguen en la calle, buscando el peso extra que les completará el diario del día siguiente. Los indigentes corren a revisar las bolsas de basura antes de que el camión devore los desperdicios de la ciudad que está lista para irse a dormir. Los estudiantes huyen de la llovizna, saltando charcos hediondos, tratando de forma inútil mantener sus medias secas; se suben a un bus lleno de seres cansados y un ladrón que espera el momento exacto para actuar. Algunos novios se besan y se manosean contra alguna esquina, mientras la policía requisa a un hombre por el hecho de llevar el pelo largo y vestir de negro. Enfurecido piensa: —¡Malditos cretinos!—, al verlos hojear los folios de sus escritos. Aprieta la maleta y se aleja de los tombos. Ve pasar un par de viejos: la anciana, con gran coraje, arrastra a su esposo borracho, aguantando el discurso que ella conoce de memoria de lo bien que estaba el país en los tiempos del general Rojas Pinilla.
Bogotá… una metrópolis gigantesca, monstruosa y grotesca. Una ciudad construida a medias porque manos ágiles se han apropiado de sus recursos. Implacable, que te hace sentir miedo, rabia y frustración. Una urbe que esconde individuos que, entre sus callejones, buscan la forma de sobrevivir. Bogotá, la capital, como una puta, tiene sus puertas abiertas para todas las personas que buscan refugio… como aquellos seres que viven ocultos entre las sombras. Bogotá es una perra; te promete esperanza, pero si no eres fuerte te asfixiará hasta hacerte desaparecer.
La lluvia arrecia al tiempo que el reloj marca las once de la noche. Algunos paraguas rotos y descoloridos se abren, creando una horrorosa melodía cuando el agua los toca. Un viejo gasta el último billete de su sueldo en una prostituta de diecisiete años. Una joven le pega una cachetada a su mejor amiga cuando le dice que solo había sido sexo cuando se acostó con su novio. A la rubia falsa, de prominentes tetas, le roban el celular. La policía se ensaña contra una vendedora de tintos que no quiere darles la cuota para que la dejen trabajar esa noche.
En la calle 19 con carrera 4, en la azotea de uno de los edificios, una silueta con el rostro fijo en el Cielo, es golpeada por la embravecida lluvia. Las lágrimas que corren por sus mejillas son de rabia y dolor. La agonía de perderlo todo en un instante. No se mueve de su lugar, no le importa que la ropa se le pegue al cuerpo; era como si estuviera esperando una respuesta del Cielo. Su chaqueta cae al suelo dando paso a dos enormes alas blancas que brotan de su espalda. Estas se tiñen de negro, un color tan oscuro como la noche que enmarca su caída de Edén.
Camina torpemente, mareado, zigzagueando por el andén; ebrio, sin entender qué pasa. Su última dosis de sangre de ángel fue diferente. Desde que había clavado la aguja en sus polvorientas venas se sentía borracho, ¡y por Lucifer, él no podía emborracharse! Con el cerebro dándole vueltas y con las manos temblorosas, caminaba por la carrera dieciséis entre las putas y los travestis del barrio Santa Fe. Empuja al tipo que le ofrece bareta. La respiración se le dificultaba, sus rodillas se doblan y cae al suelo. Pierde el conocimiento mientras repite:
—Debo encontrar un lugar donde esconderme, el día está por llegar.
Una mujer de unos cuarenta años, o eso es lo que hacía pensar la costra de mugre que la cubre, deja escapar un ¡Jesús!
y sigue hablando con eso seres invisibles que la siguen. Se arrodilla junto a él, lo acuna sobre las piernas, lo rodea con los brazos y decide vigilar su sueño, bajo la lluvia que impregnaba sus cansados cuerpos.
El aullido de la sirena rompe el silencio en aquel barrio enclavado al sur de la ciudad. En la ambulancia una joven médica trata de mantener despierta a una mujer que había tratado de llamar a la muerte, tragándose un frasco completo de tranquilizantes. La escritora estaba asqueada de la vida, maldecía su suerte. Hace un año lo había perdido todo. Su esposo y sus hijos desaparecieron cuando las voces llegaron; solo le quedaba refugiarse en la escritura que no tenía sentido, era una sarta de palabras encadenadas una tras otra, sin orden, sin explicación. Hoy no hubo palabras, no hubo voces, no hubo visiones, su mente se había quedado en blanco. Por eso, en un ataque de locura, se atiborró con un frasco de valium pasado que encontró en la ropa interior de su compañera de apartamento. Ella le repetía a la doctora que la dejara morir. El chofer corría entre los autos, con el acelerador y el pito hundidos al máximo. La doctora le lee unos apartes de algún libro malo para mantenerla despierta. A la escritora esto le parece más cruel que el despertar de la muerte.
Javier Rangel ríe a carcajada suelta al tomar el libro entre sus manos. La cubierta de cuero le produce un cosquilleo en la piel. El olor a muerte demuestra su gran poder; había sido escrito en hojas fabricadas con piel humana. Puede sentir el odio y la oscuridad que el manuscrito emana; la siente como su propia rabia, refuerza la furia que él siente por todo lo que le rodea. Aprieta con fuerza el libro; a pesar que parece quemar su epidermis, sigue riendo con demencia. Al fin tiene la forma de limpiar esta ciudad malvada, criminal y bestial. Escupe el rostro del joven arqueólogo que yace muerto a sus pies. Fiel a la premisa antigua, había matado al mensajero. El joven se había adentrado en las profundidades del Amazonas, en un territorio cerca a la frontera con el Brasil. Encontró el libro protegido por una tribu indígena que aún no había sido contaminada por nuestra llamada civilización. Llevó y entregó el libro, sin imaginar la recompensa que le tenía su señor.
Un hombre de unos cincuenta años, descalzo y con el pelo blanco que cae sobre sus hombros, huye de la clínica de reposo donde había estado por casi quince años. Hoy se negó a tomar las pastillas que no le permiten soñar, que lo mantienen dormido, porque de algún modo sabe que un nuevo juego ha empezado. Corre por varias calles, bajo la lluvia, y cuando se cree a salvo de sus posibles perseguidores, se detiene. Retira el cabello de su rostro, dibuja una sonrisa y exclama:
—Otra vez estamos en tus manos, padre.
El viejo escritor de libros para niños cierra los ojos por un momento y recuerda unos viejos versos. No entiende por qué diantres vienen a su memoria ahora: "Serán tres, tres extraños,