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Secretos Mágicos: Las Vegas Paranormal/Club 66, #1
Secretos Mágicos: Las Vegas Paranormal/Club 66, #1
Secretos Mágicos: Las Vegas Paranormal/Club 66, #1
Libro electrónico224 páginas2 horas

Secretos Mágicos: Las Vegas Paranormal/Club 66, #1

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Las Vegas, sus bares, sus criaturas sobrenaturales y sus asesinos psicópatas.

Erica St. Gilles es dueña de un bar exclusivo de criaturas sobrenaturales. Su equipo está conformado por un oso de corazón gentil, una arpía que se tiñe las plumas, un vampiro vegano y una trol un poco friki.

Erica se refugia detrás de las protecciones mágicas de su establecimiento para escapar de la venganza de su sádico ex. Pero cuando un asesino misterioso amenaza a sus empleados, Erica debe dejar de esconderse y enfrentarse a la parte más sombría de su pasado.

¿Podrá Erica vencer el miedo que dicta su vida desde hace años? Fracasar sería una condena de muerte y no solo para la señorita St. Gilles.

IdiomaEspañol
EditorialC. C. Mahon
Fecha de lanzamiento16 may 2019
ISBN9781547589159
Secretos Mágicos: Las Vegas Paranormal/Club 66, #1

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    Secretos Mágicos - Cecile Mahon

    1

    El régimen tributario de Nevada era más complejo que varios grimorios de la Edad Media, y redactados con un lenguaje más oscuro que el inglés del siglo V.

    Había abierto el Club 66 hacía unos meses apenas, y esta primera declaración de renta me estaba provocando migraña. Debería haber contratado un contador. Pero, ¿cómo iba a explicarle la pequeña fortuna que pagué al Gremio de Magos incluso antes de comenzar con los trabajos de remodelación? ¿Qué tipo de establecimiento necesita siete capas de protección mágica en todas las superficies, incluyendo los cimientos? Un club nocturno destinado a recibir criaturas sobrenaturales, cuya propietaria no tenía intención alguna de quedar metida en los conflictos locales. ¿Vampiros y metamorfos queriendo lanzarse dagas al menor vistazo? Debían dejar las dagas en la entrada. ¿Los magos enojados con los guls? Ningún problema: los sellos apostados en todas las entradas obligaban a los clientes a dejar sus poderes en el umbral, o a sufrir consecuencias desagradables si intentaban utilizarlos dentro.

    Y para las amenazas que no correspondían a lo sobrenatural, tenía a Nate, mi portero. De él, al menos, podía justificar el salario. Con más de dos metros, Nate tenía el porte de un oso. Hablando de lo cual, se transformaba en oso varias noches al mes para ir a correr al desierto. La siguiente vez que un borracho te jure haberse cruzado con un grizzli cerca de Las Vegas, no te hagas la burla: el pobre tipo se ha escapado por los pelos.

    Dos golpes secos en la puerta de mi oficina me sacaron de mis pensamientos y Nate hizo aparición. Con sus largos cabellos rubios atados en la nuca y la camisa planchada impecablemente, parecía un vikingo disfrazado para asistir a misa. Si no hubiera sido su jefa, habría podido deshacer su acto de fortachón tan meticulosamente preparado. Si no fuera su jefe y no hubiera aprendido mi lección en lo que concierne a los hombres. Créanme, Nate podía inflar el pecho y batir sus largas pestañas todo lo que quisiera, pero yo no estaba lista para echarme en sus brazos. Pero por el momento, no batía las pestañas. Tenía la frente arrugada, su expresión era casi tan sombría como su traje negro, y sus ojos marrones traicionaban su inquietud.

    —Erica, lamento molestarte. Es Agatha.

    Nate era peor que una mamá gallina: siempre se preocupaba por alguien.

    —¿Qué le pasa ahora? No me digas que volvió con el imbécil de su novio. ¿Cómo se llama? ¿Eduardo?

    —Ernesto. Él dice que no la ha visto desde hace semanas. Debería haber llegado hace dos horas para recibir el envío de licores. No puedo contactarla. Pasé por su casa, pero no hay nadie. Me encargué del repartidor y ya preparé el bar, pero es poco común de ella plantarnos así.

    Miré el reloj de pared. El club abría en treinta minutos, e incluso sin cantinero, no podíamos no recibir clientela. Agatha lo sabía tan bien como yo. Desde que la había contratado, la joven dríada nunca me había defraudado. Incluso cuando el idiota de su novio le daba una paliza, ella venía a trabajar con sus moretones.

    —Si ese chupasangre le ha tocado un solo pelo —gruñí levantándome.

    Nate sacudió la cabeza.

    —Pasé a verlo a su trabajo. Dice que no tiene nada que ver, y le creo. Luego de la tunda que le di la última vez, está cagado de miedo de acercarse a Agatha.

    —Nate, tienes la cara de un peleador y el corazón de una niña. Los tipos mugrosos como él se creen más listos que el resto de los humanos. ¿Cuánto apuestas a que le suplicó a Agatha para que le diera otra oportunidad?

    —Ya no apuesto, lo sabes.

    —Y haces bien, porque perderías de entrada. Voy a hablar con Ernesto. Tú, ve si Barbie puede venir a trabajar esta noche, y la pones en el bar.

    —Ya lo hice. Se queja de que no tiene espacio para volcarse detrás de la barra por sus alas.

    —Obviamente que se queja. ¿Qué esperabas de una arpía? No intentó dejar de fumar esta semana, ¿no? Sabes cómo se pone cuando no tiene su dosis de tabaco.

    Nate metió la mano en el bolsillo de su saco y sacó una pequeña caja de cartón: parches de nicotina.

    —Tengo controlada la situación. ¿Quieres que te acompañe a ver a Ernesto? Sé que no te gusta salir sola.

    Lo fulminé con la mirada.

    —Estoy bien, no soy una dríada. Sé defenderme.

    Y allí otra razón para no ceder al encanto de Nate: el tipo insistía en tratarme como una muñeca de porcelana, lo que inevitablemente me daba ganas de golpearlo en la cabeza. Y la violencia no tiene lugar en una relación, sea sentimental o profesional. Era justamente eso lo que iba a explicarle a esa mierda de Ernesto. Con palazos en los dientes si era necesario.

    Nate levantó las manos en gesto apaciguador y retrocedió para dejarme cruzar el umbral de la oficina.

    Cerré la puerta con dos vueltas antes de atravesar la bodega, los salones particulares y el cuarto de atrás. Sillones de terciopelo violeta, cortinas ingeniosamente dispuestas, luces tamizadas: todo estaba en orden para recibir a nuestros habituales.

    El Club 66 no era de estos bares donde la música los aturde con altos decibelios. No recibimos ningún DJ. Los turistas no venían a festejar aquí. No, había creado este club como un remanso de paz para las criaturas sobrenaturales. Un oasis de calma en medio de la ciudad más festiva de América del Norte. Porque yo había venido a perderme en el gentío y el furor de Las Vegas, pero tenía necesidad de mi rincón de calma. Un estrépito de vidrio roto me recibió en la sala principal, seguido de una sarta de juramentos.

    Detrás de la barra, Barbie levantó los brazos al cielo y giró hacia mí. Sus grandes alas rojas (ella se teñía las plumas) rozaron peligrosamente las repisas de vasos alineadas detrás del bar. Una parte de las botellas expuestas ya habían sucumbido a la presencia de la arpía.

    —Lo siento, jefa. Es muy estrecho. Está hecho para una dríada, no para mí y mis alas gruesas. ¿Y si ponemos a Gertrudis en el bar?

    —¿La trol que no conoce la diferencia entre un whiskey y un bourbon?  ¿Quieres hundir el club?

    Gertrudis era la recién llegada del equipo. Una chica amable decidida a hacer lo mejor, pero no la más astuta de la clase.

    Barbie soltó un suspiro que rompía el alma y apuntó al suelo a sus pies. Me acerqué para inclinarme sobre la barra. Seis botellas raras yacían en pedazos sobre el tapiz anti-deslizante.

    —Ordena las botellas en la bodega —le dije— y desmonta las repisas. Solo quédate con los alcoholes que se venden más, esos que están en los aparadores. Esta noche los clientes van a tener que vivir sin los cocteles exóticos. Lo pondremos todo en su lugar cuando vuelva Agatha.

    —Rómpale un diente a Ernesto de mi parte, ¿quiere? —dijo Barbie.

    —Creí que habías hecho un voto de no violencia —intervino Nate.

    —Yo, sí —respondió Barbie—. ¿Pero la patrona igual?

    Le aseguré a la arpía de mis intenciones de romperle varios dientes a Ernesto y le di algunas órdenes suplementarias a Nate. Luego salí del Club 66.

    2

    Incluso si me enojaba su aire protector, Nate tenía razón en algo: odiaba salir de mis dominios.

    Vivía encima del club, al abrigo de los muros reforzados, los sellos mágicos y la protección de mi portero. La ventaja de vivir sobre mi lugar de trabajo era que rara vez tenía necesidad de sacar la nariz. El inconveniente era que rara vez tenía la ocasión de encender mi moto: una italiana de 1000cc con un embrague caprichoso y un rugido orgásmico. Esa máquina estaba hecha para espacios amplios y rutas ondulantes, no para las calles rectilíneas de Las Vegas.

    —Un día volveremos a la carretera, tú y yo —murmuré, acariciando las curvas sensuales de la máquina—. Pero por el momento, nos conformamos con un trecho corto.

    El sol ya se había ocultado y el frío había caído sobre la ciudad. En la costa, las noches de abril son frescas, pero en pleno desierto, las noches de primavera lo son aún más. Pronto el desierto acumularía suficiente calor para que las noches de verano fueran sofocantes. Aprovecharía el frescor mientras pudiera.

    Ernesto trabajaba en las entrañas de un hotel del Strip, a unos minutos del barrio industrial donde había establecido el Club 66.

    El Strip es la arteria principal de Las Vegas, la avenida a lo largo de la cual se han instalado los casinos modernos. Para millones de turistas cada año, Las Vegas se resume al aeropuerto y al Strip. En lo que a mí concierne, evitaba esos lados tanto como podía. La multitud alcoholizada que ahí pasaba día y noche me ponía nerviosa. Una cosa más que reprocharle a Ernesto. Añadí la obligación de ir a ese barrio a la lista de cosas que tenía que hacerle pagar. Su cuenta se alargaba.

    Una barrera policial me impidió llegar al Strip. Supuse que uno de los casinos más grandes debía haber montado un nuevo espectáculo para atraer turistas, y tuve que hacer un desvío de algunos minutos en callejuelas extremadamente saturadas, antes de estacionarme en mi destino.

    Los hoteles-casinos ofrecen a sus clientes la colorida fachada de un parque de atracciones para adultos: luz y música fuerte, alfombras lujosas, promesas de riqueza —o al menos distracción. Para sus empleados, el otro lado del decorado se resume a un laberinto de pasillos sin ventanas, bajo la cruda luz de los neones. Ernesto pasaba los días empujando carritos de ropa sucia en este laberinto y la noche golpeando mujeres inocentes, con tal de sentirse poderoso. Ignoraba todo sobre lo sobrenatural, y nunca había entendido que Agatha era una dríada. Simplemente había notado que, a pesar de su naturaleza tímida, la jovencita soportaba los golpes mejor que cualquiera. Con Agatha, Ernesto podía desahogarse, hacer lo que le diera la gana sin riesgo a encontrarse con un cadáver en los brazos. Hasta hoy. Pero incluso las dríadas tienen límites. ¿Y si el imbécil había ido demasiado lejos? Esperaba inquieta, apostada en una esquina oscura del parqueo, a que un empleado abriera la puerta de servicio del hotel. El casino quizás no tenía los encantamientos protectores del Club 66, pero su sistema de seguridad era tan avanzado que se acercaba a la magia. Afortunadamente para mí, dominaba lo suficiente de magia para esta situación...

    La puerta de servicio se abrió y salió una mujer. Pequeña y rolliza, debía tener unos cincuenta años. Vi sus ropas muletón pastel y sus rasgos hispánicos mientras pasaba a unos pocos metros de mi escondite. La mujer desaseguró la puerta de su auto, subió y salió del garaje.

    Cerré los ojos para representar a la desconocida y murmuré el hechizo. Los primeros cosquilleos empezaron en la punta de mis dedos. Los alenté a extenderse a mis manos, mis antebrazos, mis brazos, y lanzarse al resto de mi cuerpo. Cuando toda mi piel, desde las uñas de los pies hasta la cima de mi cabeza, estuvo recorrida de hormigueos, supe que estaba lista.

    Desde mi punto de vista, nada había cambiado: seguía siendo una joven blanca de cabellos castaños y traje de cuero negro.

    Para el resto del mundo, ahora era la mujer hispánica con ropa deportiva rosa pálido. Al menos eso esperaba.

    Las criaturas sobrenaturales se sirven de este tipo de encanto para pasar desapercibidos en el mundo de los mortales. Es una técnica básica para aquellas que no se parecen a los humanos: las arpías, los trols, las gárgolas... Pero para mí, una simple humana sin una gota de magia en la sangre, era fruto de un largo y difícil aprendizaje. Nunca estaba totalmente segura de estar lista.

    La puerta de servicio se abrió de nuevo, esta vez para dar paso a una joven negra, lo suficientemente alta y delgada para ser modelo. Me estiré hacia ella con la mano extendida para detener la puerta.

    —Y bien, Rosita —dijo la joven—, ¿te has olvidado tus llaves?

    La lancé una sonrisa contrita como respuesta: no había oído la voz de Rosita y, de todas formas, era una pésima imitadora.

    La joven soltó una risa amable y me sostuvo la puerta sin hacer más preguntas, antes de alejarse hacia su propio vehículo.

    Dejé que la puerta batiente se cerrara detrás de mí y que el encanto se disipara. Era la única técnica mágica que era capaz de realizar, y nunca había podido mantener la ilusión por más de unos minutos a la vez. Igual resultaba bastante práctico.

    No era la primera vez que iba a hablar con Ernesto a su lugar de trabajo. Tenía una buena idea de dónde podía encontrarlo. Me dirigí a la tintorería, el enorme servicio donde las cortinas y toallas sucias eran centralizadas antes de ser cargadas a los camiones de una empresa de lavandería. Sin mucha sorpresa, encontré a Ernesto en un rincón del muelle de carga, con un cigarrillo en los labios, en compañía de otro empleado. Un fajo de billetes cambió de manos y el otro empleado se alejó contoneándose.

    —Parece que el casino tiene más de mil cámaras de seguridad —dije—, ¿e incluso así no han notado tu negocio de apuestas ilegales?

    Ernesto se sobresaltó al escuchar mi voz. Luego me reconoció y palideció.

    —¡Ya le dije a su gorila que no he visto a Agatha! ¡No sé dónde está!

    Retrocedió dos pasos hasta que la pared lo detuvo. Me planté delante de él.

    —Sé lo que dijiste. Lo que me interesa es qué hiciste.

    —¡No he hecho nada! —farfulló él—. ¡Nada!

    —No digas tonterías. Sabes tan bien como yo que te es imposible mantener el perfil bajo. Tienes necesidad de golpear a alguien para sentirte hombre, y como tienes la fuerza de un camarón y la valentía de una calabaza, te la tomas con chicas gentiles como Agatha.

    Agitó las manos delante de sí como para espantar mis acusaciones. Atrapé sus dedos al paso, los torcí en un sentido poco natural, y giré a Ernesto como una tortilla para aplastarle la nariz contra la pared. Comenzó a llorar.

    —Sabes lo que te prometí —le dije— si debía volver a verte. ¿Recuerdas? Dímelo.

    —Que me rompería todos los huesos y me abandonaría de noche en el desierto —balbuceó entre dos sollozos—. Pero no tiene derecho.

    —Sabes lo que dicen: mejor pedir perdón que permiso. Y cuando los coyotes hayan terminado con tu cuerpo, no habrá nada que lleve a la policía hacia mí.

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