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Taxi
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Libro electrónico179 páginas2 horas

Taxi

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Información de este libro electrónico

«Una ola de asesinatos de taxistas conmociona a la ciudad. Las notas del asesino son descubiertas. Taxi se compone como una serie de crónicas lisérgicas, vistazos de una realidad que se licúa. La absorción de ese jugo caótico y demencial arrastra imágenes en un vértigo de palabras, como si supiera que el policial, en una ciudad como la Rosario actual, debe situarse, ya no en el investigador, la fuerza policial o la degradación social con sus involucrados, sino en el habla imprecisa y convulsa de la experiencia del ciudadano común. Es la voz enrevesada de ese ámbito de intercambios que es un taxi. Bilsky captura el presente como un revoltijo de temporalidades y lo hace estallar en un combinado lírico y barroso que retuerce las figuraciones y los alcances del decir contemporáneo. El texto adquiere la rítmica de un thriller para contar una ciudad sin lengua donde los perpetradores, al final, pueden ser las víctimas».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2020
ISBN9789874721976
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    Taxi - Pablo Bilsky

    Le Pecore Nere

    Serie Tinta Negra

    Bilsky, Pablo

    Taxi / Pablo Bilsky. - 1a ed . - Rosario: Le Pecore Nere, 2020.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga

    ISBN 978-987-47219-7-6

    1. Novelas Policiales. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

    CDD A863

    © Pablo Bilsky, 2019

    © Le Pecore Nere, 2019

    Publicado por Editorial LE PECORE NERE

    Juan Manuel de Rosas 2254 1-2000- Rosario-Argentina

    Tel.: (549) 341-353-1825

    http://www.pecorenereeditorial.com/

    Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina Prohibida al reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin permiso escrito de la editorial.

    Diseño de tapa: Mariafrancesca Capoderosa

    Corrección: Marilina Negri

    1. La declaración

    Yo me río de los que me acusan. Me río de todos ustedes, de todos los jueces, policías y periodistas que armaron este circo. Parece que vieron muchas series yanquis ustedes, de esas que están de moda ahora. Se creen especialistas en análisis conductual, se creen capaces de hacer perfiles de asesinos seriales o algo así. Pero no. No son más que ignorantes, ladrones, corruptos y asesinos. Me llaman asesino serial de taxistas. Me señalan como el psicópata que creó monstruos mezclando partes de taxistas con máquinas de coser y menudos de pollo. El psicópata narcisista que juega a ser Dios y mata gente y la resucita. El que construyó su propia Ciudad de Dios para poblarla con sus criaturas biomecánicas. Todo eso dicen de mí. Se dice de mí, como cantaba Tita Merello. El asesino de taxistas. El terror de los tacheros. El taxidermista del infierno. El descuartizador, el destripador, el embalsamador Jack. El hijo de Robledo Puch. El que reclutó a enfermos de cáncer en estado terminal para formar una milicia de asesinos suicidas. Sí, mi propio Ejército Metastásico Revolucionario. El que entrenó cuises y hámsters para convertirlos en pequeños combatientes kamikazes, portadores de chalecos con explosivos, una yihad escurridiza para cometer atentados. Se cansaron de acusarme y ponerme nombres: el asesino del asiento de atrás, Taxi Killer, Frankenstein, el Hannibal Lecter argento llegaron a decir, cuando en realidad lo que más consumo es pollo, por razones obvias. Se asustan porque anoté todo mi trabajo en forma minuciosa. El asesino perverso, dicen, el que grabó las conversaciones de los taxistas antes de matarlos, y después las transcribió, y con ese material escribió textos incomprensibles, rebuscados, asquerosos. Ustedes están obsesionados con mis notas. En el ataque a la ciudad que construí cayeron sobre mis notas como aves de rapiña, desesperados. Como bárbaros, como hunos de cuarta. Quieren hacer negocios con mis notas. Vieron el filón, el kiosquito. El show debe seguir. Pretenden venderles la historia a los yanquis. Algún vivo se quiere hacer millonario escribiendo el guión de una de esas series que por estos días causan adicción, esas que todo el mundo ve y comenta ahora, eso quieren. Mejor se buscan un trabajo digno. Aquí me tienen, payaso del circo de los medios, de los asesinos con uniforme, y de la Justicia y sus asesinos de traje. Me quieren vivo. La quevediana obsesión anal de ustedes me salvó la vida. La obsesión anal de policías, gendarmes, jueces y ministros, y de sus patrones, me salvó la vida. Eso fue. No, no fue ninguna de las mentiras que ahora balbucean ustedes en sus estrados. Por eso me niego a declarar. No voy a decirles nada. Bufa el alférez catinga, quebrada su color. Fue la obsesión anal, esa fruición por violar y vejar. Fue eso. No me mataron para poder seguir, para poder torturarme más, golpearme, vejarme. Para hacer de mí el niño proletario, como el del cuento de Osvaldo Lamborghini. Porque no soy niño, ni proletario. Y no se rasga de la misma manera la sonrisa, ni la carne rota malograda en la tortura. Vengo de la neurosis y la frustración de los que odian. La execración de los policías y los gendarmes y los jueces y los ministros y sus patrones nosotros la llevamos en la sangre. Y ese odio no es el mismo cuando la acritud y el tedio lo maceran. La execración del empresariado y lo empresarial, y de lo empresarial empresariado, nosotros la llevamos en la sangre. El empresariado, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror. Me investigaron, me persiguieron, me buscaron, y finalmente me encontraron. Jugaron a los detectives, me pusieron motes, me detuvieron. Violentaron mi ciudad, mi obra, mis escritos. Manosearon el misterio de la resurrección de los taxistas al tercer día. Me fueron a matar porque construí mi propia ciudadela, mi propio mundo subterráneo. Porque creé una sociedad igualitaria, justa, libre. Porque di vida. Porque parí seres nuevos, felices. Los creé combinando trozos de taxistas, máquinas de coser, y menudos de pollo. Pero ustedes, empresarios empresariados, me llamaron asesino. Me endilgaron los marbetes más extranjeros. Me llamaron asesino serial, me aplicaron etiquetas de yanquis acomplejaditos. Me llamaron asesino de taxistas a mí, que en realidad les regalé eternidad a los taxistas, resurrección y vida eterna en il borghetto, el mundo alternativo donde objeto y sujeto copulan en libertad. El acto de observar no es pasivo en el mundo que inventé: es un vértigo, una experiencia arrasadora. Los seres, los objetos, los paisajes, los edificios, las calles, la ciudad toda devuelve la mirada del observador. La ciudad tiene su propia mirada, que es la suma de todas las miradas de todas las cosas, los objetos y los seres que la habitan. El objeto incorpora al sujeto observador, lo hace viajar, delirar, lo traslada, lo transporta. Los objetos de il borghetto impiden que el sujeto ejerza la interpretación como asimilación, como metabolización, como incorporación de lo que le es ajeno-extraño hasta convertirlo en algo homogéneo. Los objetos, las cosas, los seres no son iguales a sí mismos, no se parecen a sí mismos. No son idénticos a sí mismos, no representan lo exterior a ellos ni se auto-representan, son una representación imperfecta, burlona, paródica de sí mismos. El observador se ve a sí mismo viendo el objeto. Y se ve a sí mismo en el objeto. Y se ve a sí mismo como objeto observado: él es el objeto. Entonces se duplica, ve dos sí mismos y se libera de la cárcel del yo, y rompe las sujeciones. Me fueron a matar, pero no, no me mataron. Prefirieron la tortura infinita. Prefirieron el escarnio de mis despojos, el escándalo, el circo para la televisión y los gritos de los gritones. Robaron mis notas. Utilizaron mi trabajo. Utilizaron mi ciudad. Convirtieron el mundo alternativo que construí en mercancía barata para los criminales más cínicos. Hicieron de mis notas una puerca chuchería muerta, boba, gastada por el ojo ñoño que intenta verla, leerla, pero no, no, sólo la gasta, sólo la embadurna con la grisura del muerto que malinterpreta su propia muerte, que no entiende su propia podredumbre agusanada. Soy su prisionero. Ganaron ustedes la batalla. Se robaron mis notas, las vendieron como ropa vieja a los monigotes. Pero no les queda bien. Se asfixian entre trapos y ofrecen tufo y puf. No, no se rasga de la misma manera la sonrisa ni la carne rota malograda en la tortura. No es como en el cuento. La materia fecal del odiador sabe esconderse apenas asoma la punta del falo. Y se va, como perrillo por tirante. Resiste al calabozo, al sudor del gendarme de color quebrado que suda y suda como un buey a mis espaldas. Busca el sudado el éxtasis entre la sangre, el lodo y las tripas de un agonizante que no es niño, ni proletario. No se rasga su carne, no, ni sonríen sus heridas en la tortura. Violan ustedes un saco seco, lleno de odio, bilis y pus. Jadean, policías y gendarmes, jadean como pobres puercos montados que no tienen nada, sólo la prepotencia guaranga de las armas torpes, temblorosas, de los cobardes. Cuando ustedes, criminales, me llaman criminal, ya estoy perdido y no me importa. Se dice de mí. Que soy chueca y que me muevo con un aire compadrón. Que parezco Leguizzamo. Mi nariz es puntiaguda. La figura no me ayuda. Y mi boca es un buzón. O sea, a la mierda con todos ustedes.

    2. Las notas

    14 de abril. 15 horas

    | Todos somos famosos en Japón

    «Soy un enamorado de nuestro Paraná. Nuestro río oculta un misterio. Dediqué unos cuántos años a investigar el tema. Vine a Rosario a estudiar a la facultad, y cuando descubrí esto no me fui más. Dejé Medicina, después me metí en Historia, pero dejé, y por mi cuenta, sin tener un título, por vocación, me dediqué a investigar este gran misterio. Siempre me gustó la investigación, las civilizaciones antiguas, esas cosas, pero nunca me recibí de nada. Me acuerdo de un profe de la facultad que decía que para dedicarse a la investigación hay que tener mucha plata o ser muy pelotudo. Así decía, pero la cuestión es que el misterio que está acá nomás me apasionó. Algo se insinúa en el libro La historia de Rosario, de Juan Álvarez. Pero sólo al pasar. Ahí se dice algo de la teoría de Gabriel Carrasco sobre la relación entre manchas solares y las crecientes del Paraná. Marcelo Conti también dice algo de eso en el libro El agua en la agricultura. Pero muy poco. Te la hago corta, la cosa está debajo del lecho del río. Allí floreció una civilización muy importante que se las ingenió para rechazar a los invasores europeos. Pedro Tuella escribió la verdad, ese sí dijo la verdad, él afirmó que Rosario fue fundada por calchaquíes, con la ayuda de esa civilización subfluvial. Sí, esos pueblos subfluviales tenían bien desarrollado los anticuerpos, las defensas para sobrevivir a las pestes europeas que en otras latitudes de América, en todo el continente, mataron a millones. Pero ellos no, ellos no sólo tenían anticuerpos sino que, además, eran los europeos los que no resistían ni un minuto los virus y las bacterias que vivían allá abajo. El ambiente, al aire de allá abajo, donde floreció y se desarrolló esta civilización, los liquidaba. Los españoles los invadieron en el 1500, llegaron a través de un túnel, una mina que habían hecho, buscando oro. Así, de casualidad, dieron con esta civilización subfluvial, pero no lograron hacer pie, para nada, no lograron avanzar, ni colonizar, ni arrasar con todo, como sí pudieron en la superficie. No pudieron allá abajo. Caían muertos como moscas, todo los infectaba y mataba. Los habitantes subfluviales no tenían más que escupirlos para liquidarlos. Así pudieron zafar de la invasión, el saqueo y el genocidio. Y también tenían anticuerpos para el cristianismo. Ellos tenían sus propias creencias, y prácticas. Era como un gran juego más que una religión lo que ellos practicaban. El cristianismo les parecía una degeneración imperdonable, nunca prendió, los escandalizaba, los ofendía. Yo creo que tener por encima de sus cabezas, como cielo, esa gran masa de agua que fluye, que se mueve, de algún modo influyó sobre sus ideas, sus costumbres, sus creencias. Sí, en realidad el cielo de ellos era marrón, de barro, y por encima del cielo estaba el río. Les llegaba siempre un sonido, un rumor permanente, como un trueno continuo. La agricultura era para ellos doble, una actividad aérea y también terrestre. Tenían plantas y árboles por arriba y por abajo, había bosques que colgaban, gigantescos árboles con las copas para abajo, colgantes. Llegaban corrientes de aire frío y caliente, había fuertes vientos. Lo que yo estudié y escribí es cómo ese cielo de barro les cambió toda la visión de las cosas. Dediqué varios años al tema y logré publicar un librito. Lo pagué yo mismo, con ayuda de algunos amigos y de otra gente. Resulta que dos años después de publicado el librito, uno de los amigos que me había ayudado, Jorge, amigo del barrio, hijo de japoneses, me cuenta que viajó a conocer Japón, por primera vez, con sus padres, y que llevó el libro para leer durante el viaje. No te imaginás cómo termina esta historia. Resulta que se lleva el libro, con la idea de leerlo y también para mostrar allá en Japón, como algo típico de acá. Lleva el librito, lo muestra, les cuenta a los japoneses de qué se trata, y no va que se topa con un investigador, profesor, y antropólogo, que se interesa mucho por el tema de la civilización subfluvial. Jorge me contó que se pasaba horas leyéndole el libro al profesor éste. Se lo leyó casi todo, y se ve que el tipo se entusiasmó, porque decía que era como un eslabón perdido o algo así. Decía que la teoría completaba otros estudios, otras investigaciones que se habían hecho en Japón. Yo al principio pensé que era todo joda. Cuando mi amigo vuelve de Japón y me dice eso pensé que me estaba cargando. No le creí, pero Jorge insistía. Él también estaba entusiasmado. Fue increíble lo que pasó. Te la hago corta, mi amigo Jorge sigue en contacto con el profesor de Japón, y después de meses de idas y vueltas, Jorge me traducía, un lío, hasta que un día viene, desencajado, enloquecido, y me dice que van a traducir el libro al japonés y que lo van a publicar allá. Un año después, un año justo desde que me dijeron, el libro se publica, y parece que le dieron mucha bola, al menos entre los especialistas. Y a los seis meses, viene Jorge y me dice que me invitan a mí a viajar allá, a presentar el libro en una universidad de antropología, con todo pago, vos te das cuenta, digo, cómo me iba a imaginar, pasaje, hotel, estadía, un traductor a mí disposición todo el tiempo, no lo podía creer. Pero era así nomás. Es gente seria, me decía mi amigo. Y así fue, cumplieron con todo, yo no lo podía creer. Todavía no lo puedo creer. Estuve allá casi veinte días, me acuerdo de cada detalle como si fuera hoy. Cuando llegamos, lo que primero me llamó la atención fueron las luces, muchas, de colores, o mejor dicho, cómo explicarlo, los colores eran luces, los colores estaban hechos de luz, de neón, colores sencillos, rojo, verde, azul, amarillo, pero fuertes. No sé cómo ellos las aguantan. Los pasos peatonales, las indicaciones de tránsito, y los semáforos están hechos con luz, rayos láser, me dijeron. Por eso no ocupan lugar en las veredas, y la gente y los autos pasan a través de los carteles y los semáforos, y hay carteles luminosos por todos lados. Leen mucho allá. Leen libros, pero más que nada leen con sus aparatos, no sólo en libros. Inventaron una cosa que hace que metan libros en las células. Me explicaban que en una molécula de adn pueden entrar todas las obras de Borges, de Shakespeare, todo eso, y

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