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Tiempos Lejanos, Espacios Distantes
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Libro electrónico211 páginas3 horas

Tiempos Lejanos, Espacios Distantes

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No existe lo prximo ni lo lejano, no hay mal ni hay bien, no hay otra sustancia ms que el velo blanco como extensa nube del espacio que se abre como un ocano a travs de todo el universo; all se haya la semilla, es una manera de llamarla, de los que flotan esperando un turno. Ellos son una pequea lnea o tal vez son nada ms un punto que no se suma, tiene un canal por donde se dispara en el momento justo y viaja por el conducto que lleva el secreto a la integracin con otra parte donde se mezclan ambos y quedan a la espera de zarpar del adentro hacia la frontera donde el hombre y la mujer observan lo que llega como un milagro para algunos, y para otros como un premio de Dios o de la naturaleza. Ya es espritu lo que almacena el pequeo cuerpo. La tierra es el encierro de las semanas, los meses o las dcadas en que se irn desarrollando querencias, habilidades y amores, navegando entre la mediocridad y el gran talento hasta llegar al otro mundo donde se regresa al punto de donde se vino, o visto de otra manera, donde se origin todo. Los aos marcados en el calendario de una vida, los principales, son el comienzo, el parto, y el fin el del da y la hora de la muerte; pero no se acaba nada porque el camino contina de otro modo y se estima que la frmula es giratoria. Los ciclos se repiten y se repiten aunque el alma se acelera en el ascenso hacia la cspide. Por estas pequeas razones lo que leeris de aqu en adelante se ubica en el principio de los cuarenta y an no sabemos cundo finaliza, aunque para el caso es el hoy el que determina todo. El reloj del tiempo indica las horas, los minutos y en el calendario las flechas se trasmutan y mezclan los sucesos de das perdidos con los ltimos actos y sueos de espacios distintos.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento14 feb 2013
ISBN9781463345334
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    Tiempos Lejanos, Espacios Distantes - José Manuel Osorio Echeverría

    TIEMPOS LEJANOS

    ESPACIOS

    DISTANTES

    José Manuel Osorio Echeverría

    Copyright © 2013 por José Manuel Osorio Echeverria.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2013901778

    ISBN:

       Tapa Dura               978-1-4633-4535-8

       Tapa Blanda            978-1-4633-4534-1

       Libro Electrónico    978-1-4633-4533-4

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    431594

    Prefacio a una vida anunciada

    Viaje a lo desconocido

    Neblina de Agosto Hay una cierta manera de mirar a través de la neblina de agosto que inunda las calles, ver así las quebradas de los cerros, las callejuelas del puerto, cómo la mancha blanca se queda suspendida después que la ola estalla en las rocas. José D., camina golpeando los adoquines con la suela dura de sus zapatos. Observa que todo marche bien, que cada cosa esté en su lugar, incluso las manzanas escondidas en los cajones sellados con tornillos, ocultas allí para estimular la habilidad del nieto para abrir sus cerraduras secretas. Vivió aquí en esta enorme casa por treinta y cinco años y sigue viviendo ahora como fantasma cuando lo que falta es el tiempo, el tiempo continuo. Lo que hay es un hoyo inmenso en medio de la nada. Echa de menos el sonido de las cosas, de las cucharillas en la mesa o las campanadas de los relojes. Escuchó, y eso sí lo lleva ahí dentro, los murmullos de los rezos, que ni siquiera eran frases de una boca de mujer. Se pregunta dónde andarán todos, dónde se habrán ido. Los objetos aparecen en desorden. El quisiera arreglar las cosas, como antes, pero ya no tiene fuerza para alzar los martillos ni cargar el yunque. Antes, cuando quería saber algo simplemente preguntaba, ahora en cambio, hace esfuerzos para proyectar su mirada. Hace tiempo que aprendió a controlar sus fuerzas, él simplemente debe cuidar de que todo ande bien, que todo marche como debe ser. Como hombre que ha organizado casi todo sabe perfectamente que cada pieza encaja en otra, el cuchillo en su estuche de cuero, el tornillo en la tuerca. Es un hombre simple, que no necesita mucha ciencia para existir donde sea, que le basta saber de qué lado sale el sol y de cual se esconde, eso es. Fue un poco duro cuando cumplió las normas de su tiempo, ya ni modo, no hay manera de resolver el dicho asunto.

    Él inició el camino, dio los primeros pasos. Fue peor para su padre que salió, se podría decir, de la cueva. El primer José fue matarife en Arauco, era tan duro como sus cuchillos de acero y por su oficio, la sangre era algo que carecía de importancia.

    Las manos de este José, su segundo nombre era Dámaso., en cambio, se hicieron algo más finas, un poco más sensibles. Igual era rudo, brusco con las personas, duro con los hijos. Sus manos, sin embargo, empezaron a cincelar el hierro, a refinar los huesos, a pulir el bronce. De esos brazos cortos de manos grandes surgieron sirenas de madera, mascarones de proa, animales de marfil tallados en huesos de ballena, que cuando salen de los rincones en donde se ocultan hacen recordar a este buen José D. como al artista de los bastones, perdidos ahora en las estanterías de casas abandonadas.

    Manuel piensa siempre en él, recuerda todavía su rostro como un mapa lleno de signos, que por las noches de invierno, agachado, con su cabeza casi en las rodillas, junto al bracero encendido, calaba huesos con buriles de punta fina o pintaba las finísimas estrías para dar color a junglas diminutas. Lo extrae de su memoria porque lo necesita, pues él, Manuel, trabaja con cuidado sobre telas y papeles y transporta desde su yo interior formas distintas y extrañas heredadas de deseos insatisfechos de generaciones anteriores.

    Como autor, escribiré sobre uno solo de estos José, pero que, como en la trinidad, son varios que se proyectan en líneas sucesivas. El mismo multiplicado en el tiempo, uno sólo que va habitando desde el Golfo de Arauco hasta el altiplano de México. Fue creciendo lentamente y aprendió a observar el tiempo y el espacio mirando obsesivamente la gran galaxia de Andrómeda o, fijamente, la Cruz del Sur. Náufrago frecuente, poeta que nunca escribió un solo verso, hoy, después de tres generaciones, articuló finalmente uno; además están en un salón las imágenes que alguna vez avisoró, al ver un atardecer frente a la isla Santa María. Aquí terminan unos y empiezan otros. Es la vida como es la obra de varios de estos habitantes pueblerinos. El viaje todavía no ha concluido, más bien parece prolongarse con otros nombres iguales porque la familia sigue alargándose. Las fotografías puestas una junta a la otra para comparar los rostros se confunden en las actitudes semejantes, en los gestos repetidos y el José del siglo diecinueve parece idéntico al de ahora. El primigenio, ya lo dije, era el matarife que tundía reses con abrazos de oso allá en Arauco. Talvez aquél carnicero rudo puso su fuerza de cazador en las descendencias, mientras su hijo se sublimó como artesano, garigoleando las cachas de los cuchillos de matanza y fundiendo esculturas para las cocinas que, como pequeñas catedrales góticas, están instaladas en las casas familiares. Talló las miniaturas flotantes de los barcos hundidos y reproducidos a escala, movidos por piezas de relojería adquiridas en bazares de Odessa o de Nápoles. Otro, del mismo nombre, fue adquiriendo libros viejos nada más por el gusto de poseerlos como para satisfacer un instinto, aunque no los leyera, se sentía orgulloso de su colección de incunables y facsímiles, realizada por desconocidos artesanos. En ellos vio Manolo los primeros arabescos de donde obtuvo las plecas con que ganó premios en la escuela.

    Cada época estaba tocada por creencias singulares. El primero de los José luchaba a brazo partido contra el diablo en las noches de Arauco; sin luz eléctrica, temía a un dios aunque maldecía para darse valor; el segundo no creía en nada y si bien Dios era alguien importante temía más a las presagios y se había casado con una mujer que tenía visiones y predecía las catástrofes frecuentes que asolaban al puerto. El decía no creer pero tenía la voz de Dios muy metida en su corazón, como secreto escudo contra las cosas que temía. Había noches de visiones sobrecogedoras. Bastaban unas copas para dar como ciertas las persecuciones, historias inverosímiles de caballos encabritados por el diablo corriendo sin control a través de los montes.

    El tercer José, Miguel, fue cocinero en veleros, cargueros y trasatlánticos. Odiaba el mar pero mientras navegaba, estudió cursos por correspondencia para convertirse en próspero técnico de radio y comerciante en el centro de un pueblo de mineros junto al puerto donde recalaban barcos por los cuales no sentía ninguna añoranza.

    La cuarta generación fue este José, Manuel o Manolo, que luchó por no ser marinero ni quedarse en el pueblo condenado a la mina que parecía ser la única opción para los jóvenes y aunque escapó a la vida de minero y a los oficios del mar viajó por todo el mundo y conoció lugares distantes ejerciendo oficios inimaginables. Es el cuarto, el que se extiende en el tiempo y de él nos ocuparemos aun cuando sea necesario perfilar la vida de los otros porque todos ellos viven en el último y pervivirán todavía en los siguientes que llevan el mismo nombre como una virtud o una condena.

    En el puerto no había lobos hambrientos, sólo gaviotas agresivas y alcatraces que le daban una vista especial al mar intranquilo y a las nubes en movimiento. Los barcos atracaban en los muelles por el día o por las madrugadas, los marineros se divertían en los cabarets del pueblo; bebían vino malo y a veces perdían el barco. Los navíos, generalmente de carga, zarpaban con la tripulación disminuida. A veces teníamos noticias tristes de los barcos que habían tomado la ruta de los mares del sur donde las tormentas los habían convertido en tablas, astillas y fragmentos de hierro. Sólo se habían salvado los marinos a los que el barco había dejado en puerto. El mar, cerca de la costa, mostraba ballenas flotando con banderas de las compañías. Era una violencia tranquila y aceptable. El buen maestro Coloane, su padre y él mismo, las habían cazado y se habían hecho hombres al fragor de la captura y de las tormentas. Todo transcurría de manera natural y tranquila en los Mares del Sur, con excepción de aquel otro tiempo en que ocurrió la masacre provocada por el hongo que desintegró la materia en las aldeas y que sólo dejó cenizas en el suelo de edificios, de casas, de objetos y de personas.

    Aquí, en este espacio va la luz cegadora emanada del hongo nuclear que aún cuando la veamos decenas de años después sigue produciendo un sacudimiento profundo del alma. Talvez agregaría ayes de dolor que deberán extinguirse antes de terminar en el horrible rictus de la boca de las víctimas.

    Agosto de 1945. El niño corre por las calles que desembocan en los muelles para averiguar por qué suenan al unísono las sirenas de los barcos y cuarteles de bomberos; por qué las campanas de la iglesia fueron echadas al vuelo y los vehículos callejeros tocan sus bocinas sin parar. Toda La gente corre en dirección a la playa. Se paralizan y miran hacia el cielo. Algunos se llevan las manos al rostro. Allí en ese mundo minero se sabe bien qué es una explosión. Ocurren muchas explosiones cada año. La bomba atómica fue lanzada sobre Japón, era la noticia y el motivo de toda aquella barahúnda. El chico no puede pensar en otra cosa más que en una locomotora de ferrocarril volando por los aires, cayendo y estallando en medio de una ciudad con gente a la que ni siquiera puede darle un rostro definido. Fue tal su impresión que durante casi toda su vida pensó exactamente lo mismo que aquel día de Agosto cuando se habló de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima.

    —El abuelo, bueno, dime, ¿qué ocurre?, ¿por qué tanto ruido?-el niño agitado todavía por la carrera, tiraron una bomba en Japón,y agregó atómica. El abuelo dejó el mazo sobre el yunque para secarse el sudor abundante que corría por su frente, el cuello, mojando la camiseta de franela y se lo quedó mirando como nunca a los ojos, tratando de comprender de qué diablos estaba hablando. Pasó revista rápida a los marinos para saber si sus barcos estarían a salvo, o no, en puertos de América o de la India. Se lo dijo también a su mujer que lo miraba a los ojos para tener esa respuesta que la sosegaría.

    La guerra transcurría en escenarios lejanos con muertos y heridos, apenas trazos difusos para la imaginación. Eran las imágenes libres de la radio que traía noticias de frentes que estaban del otro lado del Pacífico. Cada quien reproducía en su mente los cuadros a su manera. Los países tienen nombres y a su gente se la puede imaginar el pequeño Manuel, tomando como modelos las revistas que están pegadas a las paredes en los dormitorios de la casa de los abuelos. Eran los cuarentas y el mundo estaba lejos de ser una aldea todavía y las comunicaciones entre parientes lejanos, ciudades distantes, países de otros continentes eran asuntos complejos para las cabecitas pueblerinas. Más aún para los niños, encerrados entre montañas y bosques y sitiados por el mar. Apenas es posible imaginar una ciudad vecina, de manera que esto de la bomba atómica e Hiroshima y los millares de muertos no son más que imágenes distorsionadas de una realidad inconmensurable. La televisión apenas se estaba inventando, y en el pueblo no se pasaba más allá de oír mal la onda larga, como oleadas de sonidos que llegaban y se iban y la onda corta no traía más que misterios ruidosos desde Londres, París o Buenos Aires. Todos los días se oían los reportes de las batallas como si se contara una serie interminable de aventuras radionoveladas, en las cuales aparecen algunos héroes favoritos. Hay demasiada gente alemana en este pueblo, están muy cerca, comparten la mesa, el pan, las fiestas, hacen kuchen de manzana o de durazno para la hora de once y trabajan duro como cualquiera la tierra o el comercio.

    A veces se escuchan conversaciones entrecortadas, suspendidas cuando entran los niños, en voz baja.

    El Reporte Esso trae las novedades a cada hora. En este pueblo estamos pendientes de las noticias de la radio, de las sirenas de los barcos y de las sirenas de los bomberos. Aparte de eso, hay poco de que preocuparse."

    Las sardinas y los pejerreyes se varan en la costa empujados por las bandadas de pájaros hambrientos bajo el cielo de invierno. En este puerto no hay peste ni epidemias sólo el hedor de la carroña húmeda que arroja el mar a la playa.

    Los alemanes son de la familia, hace más de un siglo que están aquí, son chilenos descendientes de los emigrantes germanos; se han repartido por todas partes, mantienen el espíritu segregacionista. Son nacionalistas a ultranza, chauvinistas y creen que el Führer allá en Berlín está pensando en ellos, aunque había alemanes de los dos bandos, las familias estaban divididas entre partidarios y no partidarios del régimen nazi. Pero la guerra ya había sido perdida por el Führer y muchos alemanes andaban deprimidos, muy tristes, en la repartición del mundo donde ellos habían sido los repartidos. Los alemanes chilenos se cocinaban en dos salsas aunque una era más espesa que la otra.

    De quien ignorábamos todo era de los japoneses. Éstos peleaban en el Pacífico. Habían enviado kamikazes a estrellar aviones contra los barcos enemigos. La bomba no dejó impávido a nadie y en la medida que fueron llegando las noticias, todos imaginaron el escenario del horror. Pero todo ocurría lejos, muy lejos de los ojos infantiles de Manolo que ni siquiera alcanzaba a idearse la forma o el color de la gente de otras partes y todo lo que sabía era del rostro y de las manos manchadas de carboncillo de los mineros que trabajaban cientos de horas extras para mantener el abastecimiento de carbón; en los negocios las colas las hacían mujeres y niños por conseguir un cuartito de té o medio kilo de harina, ya ni se diga del azúcar o del café que se vendía por octavitos después de hacer largas filas en el almacén de don Pascual. Se tomaba café de chícharo o de trigo tostado, té de cajón, mientras se oía por la radio reportes de una batalla naval o del hundimiento sin sentido aparente de convoyes de barcos mercantes en algunos de los cuales podrían estar tíos viejos y primos jóvenes recién enrolados para llevar trigo o carbón a los territorios de la guerra. Eran los momentos en que se entraba en conflicto con los amigos y parientes alemanes y ellos guardaban silencio o justificaban mal que sus submarinos atacaran a mansalva a las convoyes. En el puerto había familias que tenían en ese preciso momento parientes en alta mar con destino al Viejo Continente. Pero ya se empezaba a hablar que los submarinos no eran un peligro.

    —¿Ycrees que Eduardo haya zarpado de Valparaíso?, preguntó la abuela sin quitar la vista del tejido que picaba con palillos de madera, jalando una hebra de lana carmelita. Sepa Dios, fue toda la respuesta del viejo que tampoco levantó la cabeza del hueso por donde avanzaba el buril de acero despejando una tupida y diminuta selva por la que empezaban a aparecer monos de dos cabezas.

    Dos meses después recibieron postal de Nueva York escrita con la letra grande y clara, caligráfica, de Eduardo; pero por esas fechas el tío estaba a la mitad del Atlántico formando parte de un convoy con abastecimiento para los aliados europeos que ya ocupaban victoriosos vastos territorios e iban desalojando a bala y fuego a los germanos.

    Si pudiera leer el fuego, es un coro de bailarines que danzan al ritmo de las crepitaciones de la leña seca, son las imágenes de las sagradas escrituras, son duendes que aparecen y desaparecen en la boca de la estufa, es la parentela que mira a través de las llamas".

    La casona de madera de José Miguel ardía por tres de los cuatro costados. Todos estaban del lado del fuego que daba a la calle y las paredes y adornos crepitaban como en el infierno. Habían olvidado a Manolo en la cama, en lo más profundo de la casa donde yacía convaleciente de una neumonía doble. Entre luces ardientes y sombras provocadas por el humo un bombero lo vio contemplar el fuego con las manos en la barbilla, fascinado con la danza de las llamas que aún no lo alcanzaban. La casa era propiedad de una partera clandestina y la barraca que también ardía era de un masón, gran maestro de la orden del puerto.

    Dios los castiga, decía la abuela,—, y mientras decía esto tiraba baldes de agua a las paredes de su propia casa, que se recalentaba con las llamas que salían de los castillos de madera, de pino insigne, peumo, álamo, alerce que se quemaban como pasto seco. ¡Trae más agua, muchacho! Le gritaba al pequeño que apenas podía alzar los baldes. Todas las compañías de bomberos, la primera, la segunda y la tercera incluidas, más otras que llegaron de pueblos

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