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Tan pordiosero el cuerpo (esperpento)
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Tan pordiosero el cuerpo (esperpento)
Libro electrónico151 páginas1 hora

Tan pordiosero el cuerpo (esperpento)

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La primera novela de Sealtiel Alatriste, ilustrada con un retablo de estilo novohispano de Carmen Parra, cuenta los sucesos habituales de una vecindad en la ciudad de México en la década de 1950, en ella conviven los personajes y las costumbres de los barrios típicos de la época: la brujería popular, los puestos de antojitos, la fiesta de vecindad, la beatería y el danzón. Los enredos en apariencia simples se van urdiendo para tejer una trama de profundidad artística y filosófica que toma elementos prestados de la pintura y la música.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 mar 2016
ISBN9786071636225
Tan pordiosero el cuerpo (esperpento)

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    Tan pordiosero el cuerpo (esperpento) - Sealtiel Alatriste

    SIEMPRE EN SU CASA PRESENTE ESTÁ, EL BODEGUERO Y EL CHA CHA CHÁ. CON LA FLAUTA EN LA BOCA, EL VIEJO SEBASTIÁN —FLACO, MORENO, CAPRINO— marca las entradas de cada frase. Más allá, en el patio, donde improvisaron una pista de baile, las parejas empiezan a juntarse. Quiebre de caderas, manos enlazadas, los tres pasitos de rigor, un dos tres, cha cha cha, una vuelta bajo el brazo, los ojos en las nalgas, y la flauta, siempre la flauta de la danzonera, imponiendo el ritmo. Bodeguero, ¿qué sucede?, ¿por qué tan contento estás? Yo creo que es consecuencia de lo que en moda está. De música la obediencia, de sabor empalagoso la mirada dirigida a Sebastián, pues él, ¿quién lo dijera?, había traído la danzonera y mandaba sobre los vientres rumorosos, el zangoloteo de los hombros, los golpes al aire de las rodillas y los codos. Parecían, en el tumulto de la lluvia de serpentinas, una masa atolondrada de manos en lo alto, de máscaras dibujadas por una luz que en sus blancos —toscos, encendidos, chillones— despierta la sugerencia de las llamas. Las parejas, en la convulsión de sus sombras, son un garabato de condenados escapando del martirio, purgatorio de demonios enarbolando gritos de lujuria. Un dos tres, cha cha cha, ¡sabooor! Pero a no dudarlo, ahí estaban divirtiéndose, él y todos los demás, subrepticiamente. A mansalva, pensó Sebastián, porque su voluntad habría de renunciar (si en algo cabe la expresión) a cualquier forma de placer.

    —¿Quién lo hubiera imaginado, no les parece? —murmuró María Elena, en el rincón de los puestos, agitando la olla de ponche mientras vaciaba una botella de aguardiente—. Sebastián con una danzonera. ¡Todavía no me recupero del sorpresón!

    —Y no lo hace mal, ¿eh? —respondió doña Lucre, con quiebro y zandunga en el ademán de la mano.

    —A mí —intervino, acorujada, Paty, la hija de María Elena— no me extrañó nadita. Siempre creí que Sebastián era un viejo cachondo que algo se traía entre manos.

    María Elena —apicarada la cara, gracia crepuscular y manola, como de Sarita Montiel en El último cuplé— se volvió dando voces a su hija:

    —No seas mensa, si todos sabemos lo que es Sebastián.

    Cuando empezó a organizarse la pachanga, ni quién sospechara que el viejo Sebastián tenía una danzonera, para todos no era más que el anciano que mataba el tiempo pintando retablos, que la gente, vecinos o no, le pedía por encargo para dar gracias por algún favor. Agradezco a santa Mónica que me haya curado los juanetes. Gracias a san Martín de Porres porque tuve fiesta de quince años. Recuerdo de la caminata de rodillas a la Villa para agradecerle a la virgencita de Guadalupe la curación de mi marido. Sebastián, como nadie, sabía representar las intenciones de cada quien: el marido, en el lecho, con la mirada turulata; la Guadalupana, como una aparición, a la cabecera de la cama, y la esposa —contrita, llorosa, con las rodillas ensangrentadas— camino de una difusa basílica que hace contrapunto con la virgen. Todos en un solo plano, sin perspectiva, sujetos al encuentro del mal agüero o la fortuna; todos sobre una tablita que Sebastián barnizaba, una y otra vez, con clara de huevo. Y que en esto era un maestro cualquiera lo sabía. Pero lo de la danzonera sí les había quitado el habla, en serio. Cómo no, si se les presentó en el departamento de doña Lucre, la del tres, y dijo, yo traigo la danzonera, no se preocupen, no vamos a cobrar nada. Se quedaron lelos. ¿Qué danzonera, Sebastián?, le preguntó Chino, que representaba a los jóvenes en esa reunión. La mía, la que yo tengo, somos de mucho ambiente, ya verán, nos sabemos todas las piezas que están de moda y vamos a organizar un bailazo de poca. Ya nadie se atrevió a preguntar nada, nadie a pedirle a la Moza que prestara su consola, nadie a organizar la recolección de discos, ¿para qué? Sebastián —barnizado de suspiros, chuscas las pupilas— empezó a sentir que lo miraban distinto, que ya no sería nada más el milagrero, el pintorcito. Sintió, curándose en salud, que esas miradas presagiaban la desazón de sus caderas, sus risas y sudores; que su flauta, al son de un ritmo cadencioso, alcahuetearía sus propios deseos escondidos. ¿Se habrán dado cuenta, por su risa socarrona, lo que sus visajes escondían? En la bodega se baila así, entre frijoles, papa y ají, el nuevo ritmo del cha cha cha.

    Al fondo del patio, sobre la escalera, apareció tapándose los ojos, como poniendo un toque teatral a su timidez, la señorita Rita. Bajo las ondas de papel maché que adornaban esa puerta; bajo el altar de san Judas Tadeo que señoreaba el patio, su aparición tiene un poco el carácter cursilón de un tedeum de fiesta de quince años. Vestía, como siempre, uno de esos vestidos de jovencita con los que quería, todavía, apresar su ingenuidad; pidiéndole imposibles a un cuerpo que a pesar del cinturón, los olanes y los bordados, daba a entender la panza, el seno fláccido. El cuello, ajustado hasta el cogote, era un trueque de elegancias por papada. Sebastián la miró sintiendo que los compases se le enredaban en el bajo vientre. Fue incapaz de contener un alud de imágenes encontradas, contradictorias, desajustadas entre sí, pues mal podían amaridarse todas en un altar como ofrecía el cuerpo de Rita. Sin embargo, ahí estaban: arracimada su ambición en la mirada; expuesta su lascivia en la forma de sujetar la flauta; contenido el odio en la tiesura de las zancas. La miró, y ella, con disimulo, trató de corresponder a sus deseos. La imaginó como una beata —ceceña, rizosa, pizpireta— en un retablo pintado por él: arrodillada frente a san Cipriano; fingiendo piedad en la mirada con que pretende entregarse a la santidad; exhibiendo, para premiar deseos de su muerte, lujuria en la mano que, morosa, se desliza por su costado, desde la cadera hasta los senos. San Cipriano sin duda tendría el báculo al revés, signo inevitable de peligros por indecisión, ausencia de amor, soledad, onanismo o vejez espiritual. El retablo en su conjunto estaría envuelto en una elevada espiritualidad que, no por ello, ocultaría que la beata está deseosa, aún en la cercanía de un confesionario, de entregarse a quién sabe qué manifestaciones lúbricas de la pasión que su mano esconde. En la bodega se baila así, entre frijoles, papa y ají. Sebastián siguió —agatado, sin sombra de recato— mirándola con la sospecha de que su flauta era, a su vez, su propio báculo invertido.

    ¿Era tan fuerte lo que había nacido en él? ¿Tan intenso como para que a su edad buscara una sensualidad que creía muerta? ¿Tan poderoso como para jugar su vida en la mano de la Santa Muerte? ¿Tan violento como para descubrirle a todos su dualidad de músico y milagrero? Las preguntas, por ociosas, quedaron sin respuesta, remitiéndolo a la sensación de que la vida le había pasado de lado haciéndole guiños, enseñándole vericuetos que él había visto sin pasión, visitado sin entrega. Y ahora resultaba una alucinación, ¿qué otra cosa?, haber sufrido durante años sus carencias, consagrado solamente a descubrir las sombras de su alma que, por repetidas, le empezaban a parecer ajenas. Alucinación, también, ver nacer en los pliegues de esa misma alma, un deseo, una filiación con la muerte, que crecía con desproporción en la medida que el pasado no la alentaba.

    La señorita Rita, al fondo, con un jarro de ponche entre las manos —ruborizada, agacelada, furtiva— le sonríe y le increpa con unos ojos que parecen sobrevivir a la inclemencia. Toma chocolate, paga lo que debes. Toma chocolate, paga lo que debes.

    SERÍAN CERCA DE LAS SEIS cuando llegó, no lo recuerda bien. La puerta estaba abierta y supuso que la sirvienta habría salido un rato a descolgar la ropa, a comprar el pan, A NOVIAR A LA ESQUINA. No tocó, se metió así nada más. El departamento, en su mirada, le rindió todos sus secretos: le abrió la cocina con sus cucharones, la vajilla sobre el escurridor, las especias en frascos de porcelana multicolor; le abrió la sala con sus muebles de terciopelo cubiertos por mantillas y carpetas; las mesitas y los jugueteros atiborrados de figuras de cristal y de marfil; los cuadros familiares; el candil que, como araña invertida, casi tocaba el suelo; le abrió el comedor con su mesa de ébano, insinuada bajo el largo mantel de hilasa; le abrió el pasillo con el reloj imponente, atento, contrahaciendo al sol, fingiendo al día; se le rindió el aire con su tufillo a incienso; las paredes todas, que alimentaban, llorosas de salitre, la neblina que parecía respetar su intrusión. Todo limpio, limpísimo, huyendo de la vida arrebatado, como cada año, para celebrar el aniversario de la muerte de don Mario Talavera. Todo,

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