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El desencuentro
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Libro electrónico153 páginas2 horas

El desencuentro

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Ángel y Américo Iglesias son los dueños de un aserradero próspero en un pueblo de provincia y tienen a su cargo a una hermana menor, obesa y enferma, por la que sienten adoración. Cuando los médicos le diagnostican que va a morir en un par de años, sienten que no es justo que ella se vaya de la tierra sin haber conocido el amor y deciden contratarle un novio. Elijen a Enrique Villanueva, un joven que trabaja como empleado de la empresa, hijo de una antigua maestra, relativamente culto y confiable. Celebran un contrato y durante las visitas cotidianas surge algo inesperado, maravilloso y trágico a la vez.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2020
ISBN9789875993556
El desencuentro

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    El desencuentro - Eduardo Álvarez Tuñón

    Eduardo Álvarez Tuñón

    El desencuentro

    Imagen de tapa: Eugenia Martínez Vallejo, vestida, de Juan Carreño de Miranda, 1680, Museo del Prado.

    ©Libros del Zorzal, 2010

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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    A mi hija Lucía, porque será

    el gran amor de la vida de alguien.

    Índice

    I | 7

    II | 17

    III | 27

    IV | 35

    V | 52

    VI | 60

    VII | 72

    VIII | 90

    IX | 103

    X | 115

    XI | 128

    XII | 138

    XIII | 149

    "...Deshojaba noches esperando en vano

    que le diera un beso,

    pero yo soñaba con

    el beso grande de la tierra en celo.

    Flor de lino,

    qué raro destino,

    truncaba un camino de linos en flor..."

    Flor de lino, vals de Homero Expósito y C. Stamponi (en la voz de Horacio Molina).

    ...Présente, je vous fuis; absente, je vous trouve...

    Racine; Phedre; II, 2, 543.

    I

    Aquella tarde, como tantas otras, Enrique Villanueva tuvo que optar entre la pena y la indiferencia y, una vez más, eligió la pena. No sospechó que aquel hombre bueno, dueño de una carpintería, podía ser, como en la historia de la humanidad, la causa remota de una crucifixión. Sintió una extraña tristeza cuando Américo Iglesias, en la oficina vidriada de los Aserraderos 9 de Julio, besó su frente y le deseó suerte, como si fuese a partir hacia una peligrosa cruzada. Ese gesto místico de ternura, inusual hacia un empleado, y las palabras con las que describió la forma en que debía acercarse a su hermana, lo conmovieron más allá de lo previsible y se dijo a sí mismo que debía celebrar la tristeza, porque era el estado de ánimo ideal para simular ante Celia Beatriz Iglesias, la emoción de aquel amor distante y antiguo, que debía mentir. Pensó que este último verbo no era el adecuado y, tal vez, hubiese sido más justo reemplazarlo por representar porque, en definitiva, la realidad lo había convertido en el actor de una obra piadosa e improvisada, nacida de la vida misma y que tenía por público al pueblo entero y por escenario a esas mismas calles, que ahora recorría con la emoción trágica de todos los principios.

    La había visto de lejos, al volver de su trabajo, detrás de la ventana de rejas, en la oscuridad de la sala, en la quietud del atardecer y esa mujer parecía mirar, absorta, la descomposición de la luz, lo que nadie podría ver, los secretos efectos del paso del tiempo en el día que, irremediablemente, se tornaba en pasado sin que ningún ser, salvo ella, lo advirtiera. La había visto en las sombras, detrás de las cortinas de encaje, como si no necesitara de la claridad, quizás observando de qué manera las horas, en una suerte de danza, teñían de amarillo los tules. La había visto, al finalizar noviembre, con un ramo de los primeros jazmines en la mano y parecía gozar, no ya con el perfume, sino con la proximidad de lo marchito. Había intuido su presencia detrás de los postigos, al oír, en los acordes del piano, una y otra vez, el primer movimiento de la sonatina N° 1 de Clementi, que ella ejercitaba con fervor, como si se tratara de un himno alegre y necesario, que bendecía el caer de la tarde y la ayudaba a llegar al otro día. La había visto surgir, por último, de las palabras de los hermanos Iglesias, que la evocaban a diario en el aserradero, que la sabían efímera pese a su obesidad y comprometían su existencia para lograr que la dicha, aún ficticia, fuera el paisaje final del viaje hacia la nada.

    Enrique Villanueva no pudo presentir que, con el correr de los días, estaría destinado a añorar esos instantes vividos y que, invadido por la desesperación y huésped del llanto, pasaría las noches tratando de reconstruir con precisión esa tarde esencial en su vida, de convocar, una a una, las imágenes de Celia que poseía en su memoria antes de que se iniciara esa representación, como si en ellas estuviera la clave, el origen de ese sentimiento de salvación y condena que, aun en la situación límite, no dudó en juzgar sagrado. Fue recién entonces cuando comprendió que lo trascendente pasa siempre desapercibido y que nada es tan invisible como las puertas del infierno y del paraíso.

    Pero lo cierto es que atravesó el centro de Villa María sin dudas ni reparos, persuadido, tal vez, de que la brevedad signaría aquella obra que ahora mismo se llevaría a cabo, que sólo exigía discreción y ascetismo y le sería retribuida con la generosidad habitual con que los hermanos Iglesias trataban a su empleado de confianza, a ese ayudante de contabilidad que les permitía desentenderse de las tareas administrativas de una empresa familiar que había adquirido dimensiones, y que ya era tradicional en el pueblo.

    Caminó lentamente y de pronto advirtió que sólo había recorrido calles desiertas y que, pese a ello, se había sentido observado, como si todo el pueblo supiese su destino y se hubiera ocultado para no participar de esa suerte de farsa. Al llegar a la casa, sintió que la pena puede ser, a veces, la forma sutil del miedo. Una tenue noción de pecado cayó sobre él, frente a esa puerta, ante esas ventanas que estaban cerradas y que parecían expresar, en el lenguaje de las cosas inanimadas, un mensaje a su existencia, que no estaba llamado a descifrar completamente y en el que se mezclaban la belleza y la desdicha. Se dijo a sí mismo que la suerte ya estaba echada y pensó que había creído demasiado en las metáforas. El pacto exigía profesionalismo y, para que la historia no incidiera en su vida, debía tener bien en claro lo que ponía en juego, en especial su relación con los Iglesias y el dinero que podría cobrar, no sólo por esta actividad suplementaria, sino también por el agradecimiento eterno al que sería acreedor de lograr que la hermana se sintiera amada antes de morir y se llevase de la Tierra una idea distinta de aquella que la divinidad le había deparado. Pensó, entonces, que, más allá de todo, la finalidad de aquella confabulación alejaría la posibilidad de un reproche y bañaría de bondad a todos aquellos actos que tenían, por principio, a un hombre joven frente a una casa, tratando de engañar a los dioses.

    El antiguo llamador de bronce simulaba una perfecta mano de mujer. Enrique Villanueva se vio atraído por esa forma y la acarició lentamente, deteniéndose con sensualidad en esos dedos alargados que el tiempo no podía ultrajar y que, sin embargo, le parecían bellos. En aquel momento comenzó a sonar el piano y él supo que ella aguardaba, en secreto, una presencia, aunque nada sospechase, porque la sonatina de Clementi había dejado de ser ese repetido estudio, esa obsesiva melodía de las tardes y ahora fluía y se elevaba en su ingenua alegría y cada nota encerraba una efímera celebración. Sintió que golpear la puerta hubiese sido como interrumpir un rezo y el final de la música lo halló en la quietud del zaguán, acariciando esa fría mano de metal. Se dijo que, quizás, lo vivido fuera la imagen de su destino inmediato porque tal vez lo esperasen días de silencio en esa misma casa, y tuviera que refugiarse en aquellos acordes para sentirse conmovido al rozar otra mano, tan fría y lejana como aquella, pero vecina de la muerte y capaz de engendrar una melodía que ahora, y ya en el recuerdo, le parecía sublime.

    Ángel Iglesias, el otro hermano, abrió la puerta con miedo y también fue enternecedor ver cómo ese hombre, partícipe de la trama, simulaba esperarlo por razones de trabajo y lo recibía mintiendo un resfrío que lo obligaba a no salir, y le agradecía el haber venido, con una mirada y un leve movimiento de cabeza, que sugería una secreta complicidad y que fue respondida por Enrique Villanueva con una leve sonrisa.

    —Me va a tener que esperar un rato, porque todavía no controlé las facturas —fingió utilizando un tono de voz artificioso y dirigido a que se lo escuchara—. Pero, si no le molesta, puede pasar al living. Discúlpeme, voy a tratar de no demorarme. Américo me dijo que usted vendría después de cerrar el negocio.

    —Me desocupé antes y el señor Américo me pidió que volviera con las planillas, porque tiene que preparar el balance que vamos a presentar mañana —dijo Villanueva con naturalidad.

    —No hay ningún problema, pase, pase —agregó Ángel y lo invitó a entrar en una sala contigua—. ¿Conoce a mi hermana, verdad?

    Enrique supo, entonces, que todo iba a ser más difícil de lo esperado y comprendió en qué medida la ventana y la reja mejoraban la imagen de aquella mujer joven, que ahora lo recibía sentada en las sombras, al lado del piano, en una suerte de escenografía hecha a su imagen y semejanza. Sabía de su obesidad, que le dificultaba la marcha, de su diabetes, de la debilidad cardíaca que la afectaba, de sus veintitrés años diferentes, en un pueblo al que casi no conocía, y de la devoción de sus hermanos, que procuraban que no saliera a la calle, persuadidos de que la fragilidad había elegido en ella la forma engañosa de la gordura. Pero no pudo imaginar la desproporción de ese cuerpo a la luz de una lámpara antigua que, a su vez, la reflejaba en la vitrina, multiplicándola entre cristales y porcelanas, que también era necesario preservar.

    —Sí, aunque ella no sabe quién soy; la veo todas las tardes cuando se asoma a la ventana y también he escuchado el piano. Esa música hace que esta cuadra sea diferente —respondió Enrique con lentitud y le extendió su mano. Y no fingió la excitación cuando tocó su piel y ella sonrió, extrañada, quizás, de que alguien pudiera haber reparado en su existencia y feliz de haber sido reconocida por la armonía de los sonidos y no por esa presencia física, a un mismo tiempo vana e imponente.

    —Bueno, los dejo. Celia, tratámelo bien que Enrique es un pilar de la empresa —dijo Ángel, palmeándole la espalda y salió furtivamente, como si hubiese deseado no haberlos presentado nunca y que se hubieran conocido en un baile, como aquellos del Ateneo Popular de Villa María, que él mismo añoraba y a los que había dejado de concurrir por la tristeza de saber que ese humilde paraíso también le estaría vedado a su hermana.

    Tal como lo había previsto Villanueva, el silencio los inundó. Él pidió que volviese a tocar esa pieza y le contó que hacía unos segundos, mientras se acercaba a la casa, la música lo había transportado a otro hemisferio y que no había podido golpear la puerta sino después de concluida esa melodía que, realmente, parecía dictada por Dios. Presentía que la admiración inicial le iba a permitir romper el hielo y dar comienzo a un diálogo distinto del que podrían llegar a tener un empleado administrativo con la hermana de su patrón. Ella asintió y le pidió que la ayudase a levantarse. Él la tomó del brazo; atravesaron con dificultad el breve espacio que los separaba del piano y fue el primer paseo que hicieron juntos, sin que nadie los viera, como si ensayaran futuras caminatas. Ella se sentó en un taburete grande, que los hermanos habían hecho especialmente en el aserradero cuando quiso estudiar piano y ellos advirtieron que aquel asiento circular de madera de cerezo, venido de Alemania con el instrumento, no soportaría tanto peso. De pie, Enrique recorrió a esa mujer con la mirada, mientras escuchaba, una y otra vez, aquella sonata que, poco a poco, se iría convirtiendo en una costumbre de la tarde. Fue entonces cuando reparó en la belleza de sus manos pequeñas y en la blancura de su piel, que parecía humillar al marfil de las teclas y pensó que Celia era el resultado de una distracción de Dios, al que imaginó creándola desde la nada, comenzando por esa piel y esas manos, en las que quedó su sello, y olvidándola luego, atraído por el resplandor del universo, sin advertir que, inacabada, ya la había destinado a

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