Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Las enviadas del final
Las enviadas del final
Las enviadas del final
Libro electrónico228 páginas3 horas

Las enviadas del final

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

"Me gustan los relatos de Eduardo Álvarez Tuñón. En Latinoamérica no abundan los escritores con ironía poética. No me extraña que haya nacido en la Argentina. Me gustan sus historias porque se pueden contar, porque no son "posmodernas" y porque están escritas con signos de puntuación, en castellano, mi idioma, nuestro idioma."
Guillermo Cabrera Infante


Un violinista célebre, un artista plástico de renombre, un viejo jefe de redacción y un joven que se inicia en el periodismo –y que cree descubrir una conspiración de adolescentes– entrecruzan sus caminos en torno de una misión extraña que sorprenderá al lector.
Escrita con profundidad y humor, esta novela contiene una parábola sobre el paso del tiempo, el arte, la vida y la muerte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2020
ISBN9789875993990
Las enviadas del final

Lee más de Eduardo álvarez Tuñón

Relacionado con Las enviadas del final

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Las enviadas del final

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Las enviadas del final - Eduardo Álvarez Tuñón

    Eduardo Álvarez Tuñón

    Las enviadas

    del final

    Imagen de tapa: Mujer fría, de Lucía Carreré, perteneciente al banco de imágenes de la Escuela de Fotografía Creativa de Andy Goldstein.

    ©Libros del Zorzal, 2009

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

    Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro,

    escríbanos a:

    Asimismo, puede consultar nuestra página web:

    Índice

    I | 6

    II | 24

    III | 31

    IV | 46

    V | 61

    VI | 67

    VII | 83

    VIII | 98

    IX | 107

    X | 128

    XI | 143

    XII | 162

    XIII | 179

    XIV | 201

    El frío y la noche cubrirían la Tierra

    y el alma se hundiría en el abismo,

    si los buenos dioses no enviaran, cerca del final,

    a esas adolescentes,

    para rejuvenecer la marchita vida de los hombres.

    Hölderlin, La muerte de Empédocles

    I

    Frente a la puerta de aquella casa, rodeado por una música sutil que se había iniciado con su llegada, Eduardo Albornoz sintió que no había pecado más grande sobre la Tierra que interrumpir un solo de violín para mentirle a un hombre.

    Miró los postigos cerrados y tuvo miedo. Pensó en que no existía pared alguna en el universo que aquella melodía no pudiese atravesar. Tal vez esas notas, que se alejaban con el viento para volver con más fuerza, supieran por qué motivo inconfesable estaba allí, de pie, sin atreverse a tocar el timbre. Intuyó que iba a ser descubierto aun antes de comenzar la tarea extraña que le habían encomendado y esbozó, para darse ánimo, una tenue justificación: Después de todo, sólo se trataba de un trabajo como cualquier otro, una labor necesaria que, con el tiempo, sería beneficiosa para Marcos Ruiz, ese hombre talentoso, al que no conocía, pero estaba llamado a traicionar.

    La música cesó de pronto y creyó, con cierta ingenuidad, que el silencio era la demostración cabal de que había sido absuelto. La cita era a las seis. No debía esperar más. Buscó en vano el timbre y advirtió que la casa sólo tenía un llamador de bronce, que imitaba una antigua lira romana. No pudo resistirse al juego de acariciarla, con la esperanza de que surgiera, al menos, un sonido lejano. Sintió la frialdad de lo eterno. Si alguna vez, después de muchos años, le era dado volver a aquel lugar, los muros despintados estarían más cerca de los escombros, los postigos habrían retornado a la tierra por obra del agua o del fuego y sólo aquella figura, pasada de moda, seguiría igual, en la soledad de lo que sobrevive. Le tuvo pena y pensó en que, quizás, no haya tristeza más grande sobre la Tierra que la de permanecer cuando todo ha partido. Se dijo, con secreta ironía, que lo mortal era lo único que justificaba la singular tarea que debía llevar a cabo. Iba a golpear a la puerta y se detuvo porque comenzó a oír la misma música, que se repetía lentamente, una y otra vez, en diferentes tonos, por momentos con esfuerzo, como si le costara nacer, para luego avanzar y elevarse, única en su belleza.

    Marcos Ruiz, tal vez el violinista más grande de la Argentina, había empezado a ensayar. La música ahora estaba hecha sólo de unos algunos compases, que no llegaban a su fin, y se habían convertido en la apasionada obsesión de un hombre, que parecía amarlos más allá del modo en que sonaran, tanto en la dicha como en la adversidad, y que daba su vida para ejecutarlos, bajo todas las formas, en busca de una perfección que, quizás, no existiera. Eduardo percibió que los sonidos eran cada vez más sublimes. Poco a poco se iba borrando la huella humana. La música ya formaba parte de un mundo deshabitado y evocó, de una manera imprecisa y borrosa, la primera tarde de la Tierra, cuando el agua corría escondida en la sombra, antes de que existiera la sed. Se preguntó cómo serían las manos de Marcos Ruiz, que en algunos instantes iba a estrechar, y las vio, en la niebla de los sueños, desaparecer en un encaje de notas graves y agudas, que huían sólo para poder retornar. Pensó, entonces, en el goce pequeño de lo que se repite. Comprendió que el privilegio del intérprete está en el ensayo. Llegar siempre decepciona y aprender es morir.

    Ahora la brisa traía el olvidado aroma de los paraísos y Eduardo creyó ver en las estaciones un ensayo del universo, que busca la perfección de un verano perdido. Todo le hacía sentir que su misión era menor. Tuvo vergüenza y decidió partir. Prefería buscar por otros medios los datos necesarios para poder escribir aquellas líneas que, tal vez, tardarían en publicarse y cuyas imprecisiones pasarían inadvertidas porque, después de todo, existía una sola certeza: Marcos Ruiz jamás las podría leer.

    Iba a retomar su camino cuando se abrió la puerta y se enfrentó con una mujer de ojos claros, muy joven, casi adolescente, vestida de jeans, que salía con un estuche de violín en la mano. Lo saludó con una breve sonrisa y le dijo que podía entrar, ya había terminado su clase, y el maestro lo esperaba; desde allí podría verlo, estaba ensayando en la habitación del fondo. Eduardo ya no tuvo tiempo para la fuga. Ni siquiera llegó a responderle, porque fue ella la que partió de pronto y él la siguió con la mirada, hasta que la vio perderse, a lo lejos, disuelta en la luz de la tarde. La música era la misma, pero ahora la atravesaba una rara e inexplicable tristeza, como si las notas sufrieran el fracaso de no haber podido retenerla y aquellos compases, creados para celebrar una existencia, asumieran la forma de una elegía.

    El maestro ya no tocaba y Eduardo sintió la pobreza del silencio y la pena de ver partir una imagen común y, al mismo tiempo, misteriosa. Se preguntó si esa mujer no sería un espejismo nacido de la música, la materialización de un sonido perfecto. Pensó, entonces, en el extraño destino de Marcos Ruiz: en su virtud estaba su tragedia, a la genialidad de crear se unía la imposibilidad de hacer perdurar lo creado.

    Lo sedujo esa idea y trató de que se grabara en su memoria para poder escribirla luego. La utilizaría como resumen de la verdadera existencia de aquel hombre, prescindiendo de los pequeños hechos que componen una vida lineal, perceptible para los otros. Su primer artículo para el diario La Voz, la despedida de Marcos Ruiz, sería la traducción de esa metáfora al lenguaje vulgar de las gacetillas de prensa. Procuró recordar la melodía que el maestro ensayaba, todo lo que parecía eterno y se tornaba fugaz. Miró a su alrededor para no olvidar ningún elemento de los que componían esa tarde, que se había convertido en una suerte de escenario desde el cual había descubierto, quizás, lo único que era necesario saber de aquel músico. La calle estaba invadida por una rara quietud y sólo parecía aguardar la llegada de otra tarde; por hoy ya había terminado su función: sólo existía para que esa mujer pudiera alejarse. Algo le dijo que su conclusión era falsa: la desdicha de no poder retener lo creado no era exclusiva de ese músico. Tendría que seguir trabajando, descubrir aquello que iba a morir con ese violinista y contarlo en una página que la gente leería para el olvido. Advirtió, entonces, que su destino, tan superficial como inconfesable, tenía algo en común con el de Marcos Ruiz: los dos intentaban poseer lo que estaba llamado a perderse.

    –Adelante, pase y cierre la puerta, aquí estoy.

    Marcos Ruiz era ese hombre de pelo blanco, de unos setenta años, que le indicaba el camino a seguir con el arco del violín y una sonrisa cómplice, como si se hubiera dado cuenta de que algo los unía, aunque fuese incomprensible y vano.

    –Mucho gusto. Soy Eduardo Albornoz. Discúlpeme por el retraso. Créame que estoy en la puerta desde hace un largo rato. Fue un placer escucharlo ensayar y no me atrevía a golpear. Si no hubiera salido su alumna y usted hubiese dejado de tocar, yo todavía estaría afuera.

    El estudio estaba ubicado al fondo de un largo pasillo que Marcos recorrió con natural indiferencia, mientras Eduardo lo seguía con pasos más lentos, tratando de descifrar aquello que una casa puede decir de un hombre. A través de una puerta entreabierta vio la oscuridad de un comedor antiguo: un espejo que el tiempo había empañado duplicaba una fuente de plata ya sin brillo y la resignada tristeza de una cortina de terciopelo que había sido rojo. Supo, entonces, que Marcos Ruiz vivía solo. Ocupaba dos habitaciones y había abandonado los otros cuartos para que el tiempo los transformara lentamente. Le sobraba lugar, pero mudarse habría sido algo más que el quiebre de una rutina: habría significado un exilio, la necesidad de adaptarse a nuevos aromas y, sobre todo, a los nuevos ecos, los sonidos inexplicables que habitan en las casas y turban el silencio, en especial, cuando se vive en función de la música. De tarde en tarde, sobre todo cuando terminaba de tocar algún adagio, Marcos Ruiz entraba en los cuartos deshabitados, quizás en busca del violinista joven que había sido, o para ver envejecer los escenarios en los que había transcurrido su vida. Tenía cierta gratitud hacia los objetos; se quedaba largo rato en silencio y sentía que a ellos los consolaba percibir que él también había cambiado: los años humillaban, sin diferenciar, a los hombres y a las cosas: sólo la música permanecía igual a sí misma.

    –Siéntese donde quiera. Llegó en un instante muy especial. ¿Así que la vio cuando se iba?

    La pregunta no sorprendió a Eduardo porque, al entrar en el estudio, supo que era el ámbito en el cual Marcos vivía en un estado de máxima libertad: había llegado al centro secreto de su universo.

    Una cama transformada en sillón, dos atriles frágiles de metal, una silla de madera y una vitrina que dejaba entrever un violín, que ocupaba una suerte de sitial sagrado, eran toda la escenografía de esa habitación, que parecía haber soportado de pie la más extraña de las tormentas, la que no quiebra las ramas de los árboles ni humedece la tierra: sólo cubre el suelo de partituras, mezcla los pentagramas y transforma en caos lo que fue armonía.

    –Sí, la vi. Ya le dije, yo estaba en la puerta escuchándolo tocar cuando ella salió. ¿Quién es? Una alumna, ¿no es cierto?

    Eduardo intuyó que el maestro prefería hablar de esa mujer antes que de su trayectoria y juzgó que era lícito preguntar, porque, en definitiva, su misión no sólo consistía en la infaltable reseña de los conciertos, de las más importantes grabaciones y de los premios, sino también en la evocación de alguna anécdota vital, para que esas líneas que debía escribir se diferenciaran de un mero catálogo y tuviesen, al menos, un poco de calidez y generaran, en el lector, cierta nostalgia por lo jamás vivido.

    –No lo sé. Créame que no lo sé. En realidad, yo nunca fui profesor. Soy nada más que un músico. Siempre me resistí a la docencia. En el arte, lo único que merece ser aprendido es precisamente lo que no puede ser enseñado. Pero con ella ocurrió algo extraño. Me la recomendó el director de la Orquesta de La Plata, un viejo amigo, al que hace mucho tiempo que no veo. La verdad es que me llamó por teléfono y sólo me pidió que la recibiera y la escuchase tocar.

    Marcos hablaba con un fervor que dejaba entrever la existencia de algo más conmovedor que el reconocimiento de un talento temprano.

    –¿Toca bien?

    Eduardo se sintió atraído por la sinceridad de aquellas palabras. Ahora se daba cuenta de que a él también lo había inquietado esa presencia extraña y eligió una pregunta simple, para que Marcos siguiera hablando de ella.

    –¿Cómo juzgarla? Al principio, cuando era joven y recién empezaba a tocar el violín, yo participaba de la creencia vulgar que todo lo reduce al talento, al estudio y al ensayo. Con los años me di cuenta de que ser intérprete tiene algo de destino trágico. Es una forma de la espera. ¿Cómo explicarlo? Los intérpretes estamos en el centro del universo con el instrumento que nos fue dado, aguardando que la música, que tal vez ni siquiera los dioses controlan, descienda sobre nosotros. A veces ella nos elige y logramos una interpretación sublime y de pronto nos abandona, y aquello que debía sonar maravilloso desde el abismo se convierte en algo tan olvidable como el ruido que produce un objeto al caer. Hay algo injusto en que nos atribuyan los méritos de una gran interpretación o los fracasos de un concierto.

    –¿Cuál habría sido, para usted, entonces, ese descenso más perfecto de la música?

    Eduardo sacó de su bolsillo una libreta y una lapicera y se dispuso a tomar apuntes. Sentía que el encuentro, poco a poco, comenzaba a transitar por el cauce normal y esperado y se disipaba su obsesión de principiante. Había encontrado, por fin, el camino de lo trivial. Con el mismo lenguaje que usaba el maestro lograba interrogarlo acerca de su trayectoria. Marcos no advertiría la singularidad de una entrevista que no estaba destinada a un suplemento, ni a un homenaje, sino a reunir datos que permitieran dar un contexto adecuado a la noticia de su muerte, elaborar frases útiles para describir la importancia que tuvo para los hombres y la pena por lo que se ha perdido.

    –¿Me pregunta por mi mejor actuación? Le costará creerlo y no le servirá para su artículo. No tuvo lugar ni en el Colón, ni en el Teatro Liceo de Barcelona, ni siquiera en el Lincoln Center de Nueva York y tal vez resuma lo terrible y maravilloso de mi destino de intérprete. Fue la víspera del día en que ella vino por primera vez. Por eso me gusta recordarlo como el concierto de las vísperas. Toqué Mozart durante más de dos horas sin parar. Improvisé variaciones, descifré cada nota. Tuve la certeza de que el universo había sido creado, no ya por el verbo, sino por el roce de un arco en una cuerda. Sentí que todo lo que había vivido se justificaba: el temor a la oscuridad cuando era chico, la felicidad que da el agua cuando se tiene sed, las dichas pequeñas, como el viento en el rostro, los instantes que preceden al sueño, el amor, todo. Hasta se justificaban las horas de encierro que pasé en el conservatorio entre partituras amarillas, mientras afuera latía el universo; incluso la cárcel invisible que es el ensayo, el dolor físico. Todo eso, absolutamente todo, había sido necesario para que yo pudiera llegar a la más sublime de mis interpretaciones. Nunca antes había logrado que el violín sonara como esa noche. ¿Se imagina por qué dije que mi destino era terrible? Porque fue en esta casa, entre estas cuatro paredes, y yo estaba solo.

    A Eduardo le pareció que Marcos sospechaba cuál era su objetivo y por eso se negaba, con una envidiable sutileza, a darle una información precisa, que pudiera ser útil. Tal vez había sido un error, debido a la inexperiencia, el exhibir su libreta de apuntes y ahora el maestro comenzaba a defenderse hablando de su carrera y de sus logros sin mencionar datos, fechas y lugares, para que él tuviera que retornar al diario vencido: jamás podría publicar que Marcos Ruiz vivió para esperar que la música lo eligiera y que su mejor actuación no la presenció nadie. Volvió a sentir miedo y vergüenza. Pensó que aquel hombre lo había descubierto y le daba el lugar de un emisario que anuncia la partida final.

    –Después, como comprenderá, quedé conmovido y no pude dormir hasta la madrugada. Trataba de recordar todo lo que había hecho ese día para ver si podía descubrir dónde estaba esa puerta invisible que había atravesado para poder llegar a tocar de esa manera. Por un momento pensé, con ingenuidad de alumno de catecismo, que tal vez yo hubiera participado, sin darme cuenta, de una buena acción diaria y secreta que me había sido gratificada bajo la forma de una interpretación magnífica. Luego pensé en que, quizás, se acercaba algo doloroso y extraño para mí, parecido al infierno y que Dios me recompensaba por anticipado. ¿Qué edad tiene usted?

    –Veintisiete años. ¿Por qué me lo pregunta?

    Eduardo aceptó su derrota y guardó la libreta como para dar una señal clara de que participaría del diálogo y había abandonado la búsqueda vana de esa información que jamás le sería dada. En todo caso, si Marcos decía algo que pudiera serle útil, procuraría retenerlo en la memoria.

    –Porque ella tiene veintitrés y quizás pueda ayudarme a entenderla. Yo no me acordaba que la había citado esa misma mañana y estaba, todavía, bajo el influjo del concierto de las vísperas. Llegó con un violín, como era de esperar. La recibí con cierta indiferencia. No estaba con ánimo para evaluar a alguien que recién comenzaba a estudiar y me arrepentí de haber aceptado ese compromiso. Como ya le dije, jamás ejercí la docencia, ni me interesó tener discípulos –la voz de Marcos había asumido el tono propio de toda confesión–. Estuvimos un rato en silencio, aquí, en este mismo lugar y ella sacó el violín del estuche y se quedó parada frente a mí. En ese momento me di cuenta de que era extremadamente joven y pude percibir, créame, la rapidez de ese viaje que la transformaba a cada instante y que ya le había hecho dejar atrás la niñez y la adolescencia. ¿Vio alguna vez una mujer muy joven con un violín en la mano?

    –No, nunca. Bueno, en realidad la vi a ella salir recién y lo llevaba en el estuche.

    Eduardo había comenzado a fascinarse por la conversación de Marcos y ahora dudaba de que tuviera una estrategia defensiva. Era un extraño privilegio ver cómo lo embargaba la pasión y se sorprendió por el destino paradójico de ese hombre, que parecía vivir con más intensidad que nunca, mientras en el diario, con frialdad, le habían encargado que preparara su nota necrológica.

    –No es lo mismo. Pero no sé para qué se lo pregunto si yo, que he vivido entre músicos y rodeado de instrumentos, recién esa mañana, por primera vez, pude contemplar ese sutil contraste. El violín tiene una forma eterna, que casi no ha cambiado con el tiempo, es como si esa forma se la hubiera dado la música y es perfecta como la música misma. Me cuesta imaginar cómo fue el mundo siglos antes de que yo naciera, cómo sería la noche en las ciudades, pero la única

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1