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El pasado que vendrá
El pasado que vendrá
El pasado que vendrá
Libro electrónico342 páginas6 horas

El pasado que vendrá

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Septiembre de 1943. Cinco personajes de la España de posguerra se encuentran en la encrucijada de sus vidas. El anciano Jordi, afinador de pianos; su joven nieta María, de 22 años; el novio de ella, Pere, que trabaja como doblador de películas; Jaume, que regresa clandestinamente a Barcelona como miembro activo del FNC (Frente Nacional de Cataluña); y Neus, su antigua novia, que va a casarse con un hombre mayor para salir de la pobreza. El afinador de pianos tiene que dar clases al hijo de un poderoso falangista para subsistir y Pere ve cómo las oportunidades son cada vez menores para él. La vuelta del rebelde Jaume, dispuesto a tomar las armas, les cambiará la vida a todos y les sumergirá en una espiral de amor y violencia de la que no podrán escapar.

               Una novela de trasfondo histórico dura, contundente, que refleja de manera fiel y minuciosa los acontecimientos sucedidos en España entre septiembre y noviembre de 1943, momento en que la Segunda Guerra Mundial empezaba a perderse por parte de los nazis y España se enfrentaba a su soledad en el nuevo mundo.

IdiomaEspañol
EditorialCatedral
Fecha de lanzamiento4 may 2023
ISBN9788418800801
El pasado que vendrá
Autor

JORDI SIERRA FABRA

Jordi Sierra i Fabra nació en Barcelona el año 1947. Su primer libro lo publicó en 1972. Ha escrito más de quinientas obras, muchas de ellas bestsellers, ha ganado casi 50 premios literarios y ha sido traducido a 30 lenguas. En 2006, 2010, 2020 y 2022 ha sido candidato al Nobel Juvenil, el premio Hans Christian Andersen. En 2007 recibió el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura, en 2013 el Premio Iberoamericano por el conjunto de su obra, en 2017 la Medalla de Oro de las Bellas Artes y la Creu de Sant Jordi en 2018. En 2004 creó la Fundación Jordi Sierra i Fabra en Barcelona, España, y la Fundación Taller de Letras Jordi Sierra i Fabra en Medellín, Colombia, como la culminación de toda una carrera y de su compromiso ético y social. Desde entonces cada año otorga el premio que lleva su nombre a un joven escritor menor de dieciocho años. Más información en la web oficial del autor, www.sierraifabra.com

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    El pasado que vendrá - JORDI SIERRA FABRA

    PRIMERA PARTE

    Septiembre de 1943

    Capítulo 1

    Jordi

    En el Ensanche, la mayoría de las casas parecían nobles. Algunas más que otras. Aquella, por ejemplo, tenía la pátina de la edad impresa en la fachada y la de la clase en los detalles de buen gusto: balcones, ventanas, el trabajo ornamental y el amplio vestíbulo de entrada rematado por la autoritaria presencia de un conserje, no de una simple portera.

    —¿Puedo ayudarle en algo?

    —Señores Sandoval.

    —El principal.

    —Gracias.

    Tomó el ascensor. Más por curiosidad que por otra cosa. La madera brillaba tanto como los remates cromados. Mientras subía a través del entresuelo hasta el principal, el espejo le devolvió su imagen gastada. Eso le hizo sentirse extraño: una imagen gastada en un espejo posiblemente más viejo que él y sin embargo perfectamente limpio y cuidado. El viaje fue lento, casi perezoso. La cabina se detuvo haciendo un leve chasquido. Abrió las puertas y se encontró en el rellano.

    No había más puerta que aquella a la que iba a llamar.

    Tomó aire.

    Sostuvo la bolsita de las herramientas con la mano izquierda y pulsó el timbre con la derecha.

    El tintineo se esparció por el interior como una música suave. No tuvo que esperar mucho. Una criada de uniforme apareció en el quicio. Era bonita, agradable pese a su seriedad. Tendría unos veintipocos años y era menuda. Tanto que el uniforme le venía incluso algo grande.

    —La señora Sandoval me está esperando —dijo.

    —¿De parte?

    —Jordi Jofresa.

    —Un momento, por favor.

    Lo dejó en el recibidor, tan amplio como su propia habitación. Los tonos eran severos, el papel de la pared, oscuro, los muebles de calidad. Frente a él, un enorme crucifijo le mostraba el dolor de un Jesucristo agonizante.

    No era ni mucho menos una entrada alegre.

    Intentó no mirarlo.

    Lo malo era que Jesucristo lo miraba a él.

    Reapareció la criada.

    —¿Quiere acompañarme, por favor?

    Lo hizo. De la alfombra de la entrada a las alfombras del pasillo. Le pareció extraño que ya en septiembre las hubieran puesto por toda la casa. Los pasos fueron silenciosos hasta que se encontró en una sala enormemente espaciosa, con libros en las estanterías y pinturas por las paredes. Todas de caza.

    Ella estaba allí.

    —¿Señor Jofresa? —Le tendió una mano flácida que él apenas si se atrevió a tomar.

    —Encantado, señora. —Se dejó escrutar mientras intentaba no hacer lo mismo con la dueña de la casa.

    —Me han dicho que es bueno en lo suyo —dijo la mujer.

    —Tengo mi reputación, sí. —Trató de no parecer pretencioso.

    —Un curioso oficio, afinar pianos.

    —Pero muy hermoso, se lo aseguro.

    —¿Trabaja mucho?

    —Últimamente no. —Evitó agregar que llevaba meses sin acercarse a un piano—. Pero la práctica no se pierde. Y la experiencia es un grado.

    —¿Y por qué últimamente no?

    —No son buenos tiempos para los pianos, señora —se atrevió a decir.

    —Qué tontería. —Estiró un poco el cuello con suficiencia—. Dos de mis mejores amigas tienen pianos en sus casas.

    —¿Y los tocan?

    —No, pero… Hay que reconocer que son bonitos.

    —Mucho, aunque con la guerra…

    —La Cruzada —lo detuvo.

    —¿Perdón?

    —La Cruzada —se lo repitió ella.

    —¡Oh, desde luego, lo siento! —intentó reencauzar la conversación para no ponerla en su contra de buenas a primeras—. ¿Puedo preguntarle una cosa?

    —Desde luego.

    —¿Quién le ha hablado de mí para que venga a afinarles el piano?

    —La persona que nos lo vendió.

    —¿Recuerda el nombre?

    —No. Eso fue cosa de mi marido. De hecho el piano está en bastante mal estado. Imagino que no solo será afinarlo. También tendrá que reponer cuerdas… Bueno, no sé. Eso es cosa suya.

    —Haré lo que pueda. —Se temió lo peor.

    —¿Cuánto tardará?

    —Tres días, una semana, un mes… Depende del estado. ¿Va a tocarlo usted?

    —No. Mi hijo. Quiero que aprenda de una vez.

    —¿Qué edad tiene su hijo?

    —Doce años.

    —¡Oh!

    —¿Algún problema?

    —No, ninguno. Ha dicho «de una vez».

    —Ha recibido unas pocas lecciones —soltó un profundo suspiro—. No pretendo que llegue a concertista, aunque me gustaría, claro. Me conformo con que sepa tocar un poco bien, ya sabe. Creo que es un signo de distinción.

    La palabra flotó ingrávida en mitad de la sala.

    «Distinción».

    Todo cuanto le rodeaba tenía el sello de la distinción, desde la gravedad de la mujer hasta los cuadros con escenas de caza, los libros o los recargados adornos que apenas si dejaban espacios libres para uno más.

    Se sintió pequeño.

    Pequeño y casi desnudo.

    ¿En qué momento del camino casi llegó a perder la dignidad?

    —¿Puedo ver el piano?

    —¿No quiere hablar de los emolumentos antes?

    Pagaría por volver a sentir lo que siempre había sentido al tocar o afinar un piano.

    No se lo dijo.

    —Llegaremos a un acuerdo, no se preocupe. Pero sin ver el piano y su estado, saber el tiempo que puedo tardar…

    —Venga conmigo, por favor.

    Salieron de la sala y, con ella precediéndole, enfilaron un pasillo saturado de más y más cuadros y muebles a ambos lados. La siguiente sala en la que entraron era como un museo presidido por el señero retrato de un hombre gravemente serio y con uniforme de falangista. Jordi tragó saliva. El hombre del retrato también aparecía en varias fotografías repartidas por las estanterías de un mueble. Con Franco, con Millán Astray, con Queipo de Llano, con obispos, con más y más hombres uniformados.

    El peso de las imágenes y los nuevos crucifijos le hizo estremecer.

    Lo empequeñeció, lo aplastó.

    De momento, ni siquiera reparó en el piano.

    —Costó mucho meterlo por el balcón. —Oyó la voz de la mujer como si fuera un eco distante.

    Tuvo que sobreponerse.

    Entonces sí, miró el piano.

    Y los ojos acabaron llenándosele de lágrimas.

    La señora Sandoval notó el azoramiento.

    —¿Le sucede algo? —Frunció el ceño.

    Tuvo que mentir.

    —No, no. Es la emoción —dijo él.

    —¿Qué le parece? —Ella pasó una mano por la madera—. ¿Es bueno?

    Jordi tragó saliva.

    —Sí, muy buen piano, sí. —Hizo lo posible para sobreponerse.

    —¿No está muy viejo?

    Se acercó a él y dejó la bolsita con las herramientas sobre una mesita. Cada paso le aproximó al pasado más que al presente. A fin de cuentas lo habría reconocido entre un millón.

    —A veces la edad es lo que da sonoridad a un instrumento. —Lo acarició como si fuese un recién nacido, conteniendo de nuevo las lágrimas al sentir el contacto—. Toda la música sigue aquí dentro, ¿sabe?

    La mujer se apartó.

    Jordi tocó una tecla. Otra. Las dos notas se esparcieron por la sala como solitarias gotas de lluvia sonora. Luego levantó la tapa para examinar las cuerdas. Faltaban algunas, y también algunos martillos para nada difíciles de encontrar pese a la precariedad del momento.

    Seguía pareciéndole asombroso.

    Se detuvo al ver el orificio en la parte de atrás, en la pata.

    —Un disparo —le informó ella—. Nos lo dijo el anterior propietario.

    Un disparo.

    Cerró los ojos, de espaldas a la dueña de la casa.

    Ella siguió hablando ajena a todo.

    —Es francés, ¿verdad?

    —Bueno, aunque se fabriquen aquí, tienen nombres foráneos, sí. —Intentó no parecer inquieto—. Este es un Chassaigne Frères de media cola. Un piano excelente. También están los Orpheus y los Cusso & Sfha como más populares. Entre 1890 y 1920 había veintitrés fábricas de pianos en Barcelona.

    —¿Tantas?

    —Barcelona siempre ha sido una ciudad musical y erudita —se atrevió a decir.

    —Sí, lástima que cayera en manos de la horda roja —chasqueó las palabras con desagrado, como si le quemaran en los labios, antes de volver a lo que más le interesaba—. Bueno, ¿puede arreglarlo y afinarlo?

    —Sí, claro. Y lo ha dicho usted muy bien: primero hay que repararlo. Por suerte, hay recambios. Lo que tarde en encontrarlos… No puedo darle una fecha, pero descuide, que le quedará como nuevo. Se lo dejaré a 440.

    —¿440?

    —Es lo ideal, y también lo normal, aunque eso va a gustos. Se trata de la medida estándar de referencia para afinar las cuerdas de los pianos.

    El rostro de la señora Sandoval era inexpresivo.

    —Mire, a mí esa jerga… Mientras suene bien, me vale. ¿Luego cada cuánto habrá que afinarlo?

    —Depende de muchas cosas, de quién lo toque, de la humedad…

    —Ya le he dicho que lo hará mi hijo.

    —Un niño que aprende suele aporrear las teclas. Eso requiere más cuidados. Pero no se preocupe. A veces nosotros somos demasiado puntillosos. La mayoría de las personas no tiene tanta sensibilidad auditiva. —Empezaba a recuperarse del shock, de vuelta a su terreno—. Mire, yo de entrada le sugeriría que lo cambiara de sitio y lo pusiera a este lado.

    —¿Por qué? —se extrañó ella.

    —Está demasiado cerca del balcón. Como le he dicho, los cambios de humedad les afectan mucho, tanto como el sol si les da directamente o si están cerca de una fuente de calor, la calefacción, un brasero… Y ahora que llegará pronto el invierno la propensión a que se desafinen es mayor.

    —Vaya, ya veo que tenía que haberle comprado un violín —rezongó la mujer.

    —Solo son consejos, tranquila.

    —¿Cómo se hizo afinador de pianos?

    —Es un oficio que suele pasar de padres a hijos. No sabría decirle.

    —¿Usted toca?

    —Sí, claro.

    —¿Y enseña?

    —Podría hacerlo, aunque nunca me lo he planteado. Para dar lecciones, enseñar… hay que haber dado varios años de piano y de solfeo, y eso, por lo menos, yo lo he hecho.

    La conversación parecía llegar a su fin. La señora Sandoval le echó un vistazo a su reloj de pulsera. Era toda una dama, y se le notaba en gestos aparentemente insignificantes como aquel. Una dama de envergadura casada con un falangista de relumbrón. Posiblemente un alto cargo de la Falange.

    A Jordi le crujió el estómago.

    «La necesidad obliga», se dijo.

    —Si le parece bien, puedo empezar ahora mismo, ver lo que necesito, tratar de afinar las cuerdas que estén bien para comprobar su estado general…

    —Hágalo, sí. —Volvió a mirar el reloj—. Pero solo tiene un par de horas, hasta la comida. Somos muy puntuales.

    —Muy bien, señora.

    —Si necesita algo…

    —Un vaso de agua.

    —¿Para la afinación?

    —No, no. Para mí. Tengo sed.

    —Le digo a la chica que se lo traiga.

    La mujer dio media vuelta y lo dejó finalmente solo.

    Solo con el piano.

    Solo en aquella sala cargada de signos victoriosos.

    Solo con el peso de su derrota.

    Acarició el piano.

    —Por Dios, Enric… —exhaló algo más parecido a un gemido que a un suspiro.

    Iba a coger su bolsita, con las llaves, las cuñas y las pinzas, cuando apareció la criada con una bandejita de plata y el vaso de agua. Estaba muy seria.

    —Gracias. —Se lo cogió de la bandejita.

    —No hay de qué, señor. —Ella apartó la vista.

    —¿Cómo te llamas?

    —Amparo, para servirle a Dios y a usted.

    Bien enseñada.

    Digna de la nueva España.

    —¿Llevas mucho aquí, Amparo?

    —Poco más de tres meses, señor.

    A lo lejos se oyó la voz firme y rígida de la dueña de la casa.

    —¡Niña!

    —He de irme, señor. —Reaccionó rápida y con un gesto asustadizo.

    Se fue con la bandejita, dejándolo con el vaso de agua en la mano.

    Jordi Jofresa lo apuró de golpe, en tres largos tragos.

    Llevaba una hora trabajando, contando los martillos que faltaban y las cuerdas que habían desaparecido, anotándolo todo de manera minuciosa, cuando apareció él.

    Doce años, sí.

    Doce años de infancia en una posguerra que para un niño de su nivel y posición social debía de ser tan normal como una bendición. Faltaba saber si había vivido la contienda en un lugar tranquilo o si había sufrido hambre y frío, el fragor de los disparos, el pavor a los bombardeos.

    Jordi imaginó que no.

    Pura intuición.

    —Hola. —Se detuvo a su lado.

    —Hola —le correspondió él sin dejar de trabajar.

    Era relativamente bajo, como si aún le faltase un buen tramo de desarrollo. Cabello corto y peinado con determinación, brillante y con la raya a un lado. Pantalón corto, calcetines largos, zapatos impecables, camisa blanca y chaquetilla a juego con los pantalones, gris marengo. Tenía la cara redonda, los labios delgados, la nariz en punta, la frente amplia.

    Y los ojos, inquietos.

    —¿Tú eres el que va a tocarlo? —preguntó Jordi ante su silencio.

    El niño se encogió de hombros.

    Parecía más hastiado que indiferente.

    —Es un buen piano —dijo Jordi.

    —Es un trasto viejo de segunda mano —dijo el niño.

    —Ahí te equivocas —intentó ser contemporizador—. Este piano tiene historia.

    —¿Usted sabe mucho de pianos?

    —Lo suficiente.

    —¿Cómo sabe que tiene historia?

    Prefirió ser cauto.

    —Lo deduzco —dijo.

    —Era de un rojo —apostilló el niño.

    Jordi se tensó un poco. Lo superó.

    —Los pianos no tienen color —repuso despacio.

    El chico siguió impertérrito, a su lado, mirándole desapasionadamente.

    «No es más que un niño», se dijo Jordi.

    —No pareces muy contento —se atrevió a decirle.

    —Qué más me da —suspiró—. Mi madre quiere que toque el piano.

    —¿A ti no te gusta?

    —No mucho.

    —Entonces ¿por qué lo haces?

    —Porque ella me obliga. Dice que eso da clase.

    —Es una pena. —Jordi dejó de trabajar—. ¿Por qué no te gusta?

    —Es aburrido.

    —Al principio, cuando se aprende. Pero luego…

    —Es lento y pesado —insistió el niño—. Siempre te equivocas en una nota. Hagas lo que hagas, la fastidias.

    —¿Has recibido muchas lecciones?

    —Unas pocas.

    —¿Quién es tu maestro? Igual lo conozco.

    —Murió. Por eso me han comprado el piano. Antes iba a su casa y ahora vendrá uno nuevo a darme lecciones aquí. Ni siquiera sé su nombre.

    —Ya.

    —¿Usted sabe tocar?

    —Sí.

    —Creía que solo los afinaba.

    —Ya ves que sé hacer las dos cosas.

    El chico miró el interior del piano. Puso cara de no entender nada.

    —Esto son los martillos, lo que golpea las cuerdas —le informó Jordi.

    —¿Por qué las cuerdas van de tres en tres?

    —Porque cada nota tiene tres cuerdas, y han de sonar las tres igual. De ahí la importancia de afinarlas bien todas. ¿Cómo te llamas?

    —Jesús.

    —Yo soy Jordi.

    —Jorge —le rectificó.

    —No, Jordi. —Trató de mantenerse firme.

    —Ya no hay nombres catalanes. No puede llamarse Jordi. ¿Quiere ir a la cárcel?

    —Toda la vida he sido Jordi.

    La mirada de Jesús fue críptica.

    —¿Luchó en el Alzamiento? —le preguntó.

    —No.

    —¿Por qué?

    —Era mayor.

    Se hizo el silencio. Esta vez, incómodo.

    Lo rompió de nuevo el chico.

    —Yo quiero ser militar —dijo—. General.

    Jordi sintió un ramalazo de frío.

    —¿General? Vaya.

    —Por eso no quiero tocar el piano. Los soldados no tocan el piano.

    —Te equivocas. Muchos sí saben. Y son los mejores.

    —¿Por qué?

    —Porque la música te hace mejor persona, así de simple.

    —¡Qué tontería!

    Jordi captó el desprecio, la profunda rabia.

    Incluso la ira.

    En el fondo tuvo suerte de que, en ese momento, apareciera la señora Sandoval, en visita de inspección.

    No le gustó encontrar a su hijo allí.

    —¡Jesús! —le reprendió—. ¿Quieres dejar trabajar al señor?

    No hubo más palabras.

    El niño dio media vuelta y fue tras su madre.

    Jordi Jofresa continuó en soledad, bajo el peso del retrato, los crucifijos y las fotografías del dueño de la casa, intentando abstraerse de ellas para concentrarse en el piano.

    El piano.

    La señora Sandoval le había dicho que la comida era puntual, así que le quedaban apenas quince o veinte minutos de trabajo antes de irse. Empezó a ver qué cuerdas estaban en mal estado a pesar de mantenerse tensas. Usó la llave con la boca del número 2 y movió las clavijas.

    Volvió a enfrascarse en lo suyo.

    Hasta que escuchó el carraspeo.

    Al levantar la vista y darse la vuelta se encontró con el uniforme.

    Rígido.

    Y tras el uniforme, el hombre.

    Marcial aun estando en su casa.

    —Siga, siga —lo invitó el falangista.

    —Perdone, no le había oído entrar —se excusó.

    —Sentía curiosidad. —Hizo un gesto vago—. A mí estos trastos…

    —Es cuestión de paciencia.

    —Hay que tener oído, ¿no?

    —Y sensibilidad, gusto… La voz de un piano es como su alma. Nosotros hacemos lo posible para que esa voz sea pura y suene bien.

    —Habla del piano como del espíritu de la nueva España. —Hinchó el pecho—. Nosotros somos los que hacemos posible que su voz suene firme y vigorosa, clara y llena de esperanza, de futuro. Me gusta su símil.

    No supo qué decir.

    Intentó continuar, aunque ahora le temblaban un poco las manos.

    —Me ha dicho mi esposa que quería saber quién nos había vendido el piano.

    —Ya no es necesario.

    —¿Por qué?

    —Lo he reconocido.

    —¿En serio?

    —Sí, señor.

    —A mí estos trastos me parecen todos iguales. —Se encogió de hombros.

    —No lo son, créame.

    —Veo que no tiene los dedos de la mano amarillentos. Eso es que no fuma, ¿verdad?

    —No, no fumo.

    —Como el Caudillo —le hizo notar—. Y como yo mismo. Será muy varonil, dicen los cortos de miras, pero a mí me parece un vicio detestable, maloliente y sucio. El Generalísimo tendría que servir más de ejemplo, ¿no cree?

    —Desde luego. —Se vio en la necesidad de asentir.

    El dueño de la casa se cansó de la charla. Como si acabase de saludar a un militar de menor graduación, se dio la vuelta dispuesto a irse.

    —Le dejo trabajar. —Fue su despedida.

    Volvió a quedarse solo.

    Esta vez cerró los ojos.

    «Vete», le dijo su voz interior.

    No. Necesitaban el dinero. Ya no se trataba de orgullo, sino de supervivencia.

    Si abría los ojos seguiría viendo el retrato del hombre que acababa de estar allí, y con él, las imágenes de las fotografías, el Caudillo, Queipo de Llano, Millán Astray, los curas, los militares…

    Dejó la llave y salió de la sala sin hacer ruido. Una vez en el pasillo, no supo adónde dirigir los pasos. No quería encontrarse con nadie, por muy perentoria que fuese su necesidad. Pero si abría puertas sin ton ni son…

    Tosió un par de veces.

    Tuvo suerte porque la criada apareció de la nada, saliendo de una puerta a su derecha.

    —¿Señor?

    —Buscaba el retrete, por favor.

    —Es aquí. —Le indicó otra puerta casi frente a la de ella.

    Jordi entró en él y lo primero que hizo fue asombrarse. No era precisamente un lugar tan simple y pequeño como el de su propia casa. Más bien era otra habitación. Tenía lavamanos, bidé y bañera además de la taza. La cerámica de las paredes era rosada, la del suelo, blanca.

    Una bañera.

    Se la quedó mirando con envidia.

    María y él tenían que usar el lavadero, subiéndose a una silla para sentarse en el raspador, y usar ollas de agua caliente para mojarse y quitarse el jabón después. En verano era soportable. En invierno, como helarse a la intemperie.

    Después de orinar se lavó las manos y se miró en el espejito frontal.

    Al otro lado de la puerta esperaban una mujer que quería que su hijo tocase el piano por simple orgullo de madre y por posición social, un hombre con el sello y la estirpe de los vencedores de la guerra, y un niño que quería ser general y, posiblemente, odiase el celo materno por convertirle en alguien cultivado.

    Jordi Jofresa apretó los puños.

    Necesitaba salir de allí cuanto antes y respirar aire fresco.

    Tenía suficiente para una primera vez.

    Enric Miramón no vivía lejos.

    Casi le venía de paso.

    Se desvió dos manzanas y al llegar a la calle sintió que el tiempo no había transcurrido. La casa seguía en pie. Parecía que nada había cambiado.

    Comprendió que sí cuando, en la acera de enfrente, vio el solar vacío.

    Las bombas habían caído por todas

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