La comitiva, imponente, seguía al soberano. Adriano, de la dinastía Antonina, esa que gobernó el Imperio romano en su época de máximo esplendor, irradiaba vitalidad e inspiraba cierto temor. Siempre a caballo, con su cabeza descubierta y su perenne barba al viento, se hallaba aquel día en uno de sus mil viajes alrededor del continente cuando una mujer se le acercó para hacerle una petición. «¡No tengo tiempo!», respondió. Poco más había que decir. Sin embargo, la advenediza replicó: «¡Entonces, deja de ser emperador!». Cuentan las crónicas que se hizo el silencio por unos segundos; una falta de respeto de ese calibre no podía tolerarse. El hombre más poderoso del orbe, cuyos dominios se extendían desde Britania hasta el Éufrates, se giró y, según narra el historiador Dión Casio, nacido en el siglo ii d. C., «le concedió audiencia».
Adriano era un sujeto lleno de contradicciones. O, como lo definió el historiador romano Aurelio Víctor en su un personaje «diverso, múltiple y multiforme». Un pacifista en tiempos de guerra, un amante del arte y la cultura, un cazador, un demiurgo y un defensor de sus súbditos, con los que derrochaba generosidad. A cambio, se ganó los recelos y las malas palabras de los cronistas de la época por acabar, de forma premeditada y casi esquizofrénica, con aquellos que podían arrebatarle el poder. «Adriano era odiado por el pueblo a despecho de su, en general, excelente reinado, por culpa de los asesinatos que cometió al inicio y al final de su vida, perpetrados injusta e impíamente», escribió Dión Casio. Esa fue la cara más negra del segundo de los emperadores hispanos; una que casi le costó el castigo más horrendo de Roma: la eliminación de su