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Última vez que me exilio
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Libro electrónico304 páginas3 horas

Última vez que me exilio

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El 31 de diciembre de 1973 la vida de la periodista Amanda Puz cambió para siempre. No cantar la Canción Nacional en la cena de Año Nuevo en un lujoso hotel viñamarino fue la razón de su exilio. Amanda Puz, subdirectora de la en ese entonces transgresora Revista Paula se exilió en Francia junto a su familia. Sin lugar a dudas su fortaleza, sus hijas y la búsqueda de la felicidad fueron los factores que influyeron en que Amanda Puz saliera adelante y rearmara su camino. Un camino que nos cuenta en sus memorias. Un relato que provoca emoción, pena, pero también risa en muchos momentos. Es el reflejo del sentir de una mujer que como tantos otros vivió una situación tan dolorosa como es el exilio, que tuvo que reinventarse y que hoy se siente chilena y francesa.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ene 2017
ISBN9789568303426
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    Última vez que me exilio - Amanda Puz

    Alejandra

    Presentación

    A mí no me torturaron, ni me apresaron, ni me amenazaron, ni me tocaron con el pétalo de una rosa ese fatídico año ´73, probablemente porque era directora de la revista Paula. Sin embargo me ocurrió un golpe personal del que nunca me repuse del todo. Mi amiga del alma, como nos nombramos hasta el día de hoy, tuvo que exiliarse. Amanda Puz, entonces subdirectora de la revista, periodista genial, una de las lumbreras de ese fenómeno comunicacional exitosísimo que fue Paula en sus inicios, y la roca que me daba apoyo incondicional y cotidiano, fue estúpidamente perseguida y tuvo que asilarse y partir a vivir a Francia.

    Yo quedé desolada. Fui una de esas personas mencionadas por ella en este libro que le rogaron que no se fuera. Ella tuvo razón al hacerme oídos sordos, porque en esos días yo no medía el peligro que la amenazaba ni el terror que ella sentía, pensaba más que nada en la pérdida que significaba su partida para mí.

    A pesar de la cojera que significó trabajar sin ella, mi vida siguió adelante y la de ella también, en climas muy diferentes. Sin embargo no nos perdimos. La fui a ver a Europa, ella vino a Chile, pero más que nada nos carteamos. Sus cartas, apasionante novela por entregas, han sido una delicia recurrente para mí en los más de treinta años que llevamos separadas. En ellas me ha ido contando paso a paso, con pasión, humor y detalle, cómo fue armando su segunda vida en Francia.

    En este libro Amanda cuenta esa historia. Deja establecido que hay muchas cosas de su vida que no cuenta, pero con lo que cuenta basta y sobra.

    Su historia es extraordinaria. Dejó atrás el dorado mundo de la revista Paula como quien desecha un vestido viejo. Pasó pellejerías al comienzo, pero muy luego inició una carrera de profesora universitaria en Lyon, Francia. Se hizo bilingüe. Se separó de su marido a poco de su llegada, y crió a sus tres hijas, Ana, Claudia y Alexandra, sola, sin ninguna ayuda. Siguió adelante cuesta arriba en la cultura francesa con la energía de nortina luchadora que la caracteriza, y se doctoró. Con eso obtuvo una cátedra, y terminó esa etapa de su vida recibiendo La Condecoración al Mérito Académico.

    Se quedó en Francia porque sus hijas se hicieron francesas. Tuvo que arraigarse y lo hizo no más, sin rollo alguno.

    Este no es un relato predecible sobre el exilio: lo que siempre me ha impactado de Amanda es que nunca se victimizó (aunque ciertamente fue víctima) sino que tomó el exilio como una oportunidad para vivirse otra vida bien vivida.

    Ella es una original y una mujer nacida independiente. Periodista sensible, curiosa y busquilla, nunca militó en ningún partido político ni utilizó pituto alguno. Los franceses reconocieron su genio y le sacaron el jugo. Y ella a los franceses.

    En Última vez que me exilio Amanda Puz retoma nuevamente la escritura. No desarrolla tesis sobre su condición de exiliada, sino que cuenta, cuenta, cuenta. A pesar de que una vez se enojó conmigo porque le sugerí que hiciera periodismo con su vida, eso es lo que finalmente hace en este libro. En su relato le saca el jugo a las memorias de su zarandeada vida y recurre a su aplicación por archivarlo todo, por tomar notas de todo, por no perderse nada.

    Bienvenida de vuelta a casa, Amanda Puz, periodista y escritora. Somos afortunados porque podemos enterarnos por ti de esta historia.

    Delia Vergara

    1

    PURO, CHILE, ES TU CIELO AZULADO

    La primera parte de esta historia ocurrió a la medianoche del 31 de diciembre de 1973, el mismo año del Golpe de Estado, de la muerte de Allende, de la desaparición de Neruda, del fin de la democracia chilena. Tuvo como escenario el selecto hotel O’Higgins de la ciudad balnearia de Viña del Mar, y como música de fondo la Canción Nacional. Los protagonistas principales fuimos el que entonces era mi marido y yo, más unas doscientas personas que asistían a una cena de Año Nuevo en el comedor del hotel.

    Nuestra presencia en ese encopetado lugar era inusitada y fortuita. Habíamos llegado en auto pocas horas antes a Viña, desde Santiago. Nuestro plan inicial era cenar en un lugar tranquilo en Valparaíso. Desde el 11 de septiembre, día del golpe militar, nuestra vida era un infierno, como la de tantos otros chilenos. Aunque seguíamos trabajando normalmente, como periodistas, Darío –mi marido– en el diario El Mercurio, y yo como subdirectora de la revista Paula, todo el resto se encontraba trastocado: la pareja, la familia, los amigos, el país. De la noche a la mañana nos encontramos enfrentados al dolor, al peligro, a la represión, a la angustia. Y al miedo. Sobre todo al miedo. Nos sentíamos habitados por el miedo. Durante esos ciento once días vivimos de modo frenético, tratando de solucionar problemas nunca antes vistos. Estábamos agotadísimos. Por ello decidimos dejar a nuestras hijas con la abuelita y escaparnos dos días de Santiago, para recuperar fuerzas a orillas del mar.

    No pensamos en el toque de queda. Recién en el hotel nos dimos cuenta de que no tendríamos tiempo para ir al puerto de Valparaíso y regresar antes de las doce de la noche. La única alternativa era ir a la cena bailable de Año Nuevo organizada por el hotel.

    Cenamos muy bien, tranquilamente, aunque no recuerdo qué comimos ni de qué hablamos. Estábamos rodeados de gente vestida de fiesta, todos desconocidos, que bebían y reían, bastante achispados.

    A las doce de la noche nos dimos el abrazo de año nuevo, como todos los demás. Luego un hombre tomó el micrófono para agradecer a Dios y a la junta militar por «habernos librado de los marxistas», y a continuación comenzó a cantar: «Puro, Chile, es tu cielo azulado....». Todas las personas presentes se pusieron de pie. Menos nosotros. Yo no comprendí de inmediato qué estaban cantando, y cuando me di cuenta no quise pararme, ni cantar. Sólo susurré esa parte que dice «o el asilo contra la opresión». No nos habíamos puesto de acuerdo. No fue un acto de protesta premeditado. Nos quedamos sentados, los dos, con la cabeza gacha, cada uno sumido en su propia desolación. Yo pensé en mis hermanos en peligro, en tantos chilenos perseguidos. Me dije a mí misma: Neruda, Allende, tantos amigos míos, todos muertos... estamos todos separados... ¡No, no, no! No tengo nada que agradecer, ¡todo lo contrario!

    Y de repente, fue el caos. Empezaron a llover sobre nosotros objetos, platos, comida, todo tipo de proyectiles improvisados, lanzados por los asistentes al baile. Alguien gritó: «¡Son de la Upé!, ¡son allendistas!», lo que pareció enardecerlos aún más. Nos gritaban obscenidades. Nos lincharon, literalmente. Un hombre sacó una pistola. Otros se abalanzaron a pegarle a Darío. Varios nos rodearon, furiosos, en medio de una gran confusión y muchos gritos y amenazas. Yo lloraba y trataba de impedir que lo hirieran, protegiéndole con mis brazos y tratando de interponerme entre los hombres y él. Sentí físicamente el odio contra nosotros, contra lo que representábamos para ellos. Ignorábamos –sólo lo supimos días después– que entre los comensales había muchos oficiales de la Marina y otros agentes vestidos de civil.

    Todo fue muy rápido, duró sólo algunos minutos, pero a mí me pareció una eternidad.

    Nos expulsaron violentamente del lugar, llevándonos casi a la rastra hasta la puerta del comedor. Nadie allí nos defendió. Nadie. En la puerta había una pareja, que no formaba parte de los asistentes a la fiesta sino que se había acercado a observar lo que ocurría. Nos acompañaron hasta el ascensor que llevaba a los dormitorios. Yo seguía llorando, asustada y atónita, sin poder creer lo que nos estaba pasando. El desconocido me tomó por los hombros, me abrazó y me dijo: «algún día ellos las pagarán», o una frase similar. Muchas veces recordé en el exilio a este hombre y a esta mujer que en esos momentos de triunfo de la bestialidad y de la cobardía, tuvieron un gesto de humanidad.

    Nos encerramos en nuestro cuarto, anonadados, sin saber en qué iba a terminar la pesadillla. Mi marido y yo reaccionamos distinto, aunque los dos nos sentíamos humillados: él hervía de indignación y se paseaba como un león enjaulado, gesticulando; yo lloraba en silencio, tristísima, desconcertada.

    Lo que experimenté esa noche me marcó para siempre. Cuando escribo estos recuerdos, vuelvo a sentir el odio que despertamos en la gente que nos maltrató. El odio que en esos momentos los autores y simpatizantes del Golpe sentían por todo lo que encarnaba la izquierda, el gobierno derrocado. Por primera vez viví en carne propia una violencia tan grande. Para mí fue como una violación. Así se lo conté en una carta, seis meses después, a un amigo: «en un cuento de Benedetti una pareja que vuelve del cine sufre una violación, yo me sentí como ellos, como ese hombre y esa mujer vejados».

    Esa noche fue larga, larguísima. No dormimos. Sabíamos que nada volvería a ser como antes. Nos sentíamos en peligro. Pensábamos que en cualquier momento vendrían a llevarnos presos, tal como nos habían amenazado mientras nos golpeaban. Decidimos que si no nos detenían antes regresaríamos a Santiago apenas terminara el toque de queda, a las 6 de la mañana. En Viña del Mar no conocíamos a nadie que pudiera ayudarnos en caso de problema. En Santiago, en cambio, estábamos por lo menos en terreno conocido, y teníamos a todos nuestros amigos.

    Volvimos. Nunca me han gustado los domingos y ése fue especialmente sombrío. Me sentía inquieta pero a pesar de todo optimista. Estaba convencida de que no nos habían reconocido pues no había visto ninguna cara conocida entre los asistentes a la penosa velada.

    Al mismo tiempo que tratábamos de reponernos de las emociones pasadas, analizamos e intentamos descifrar lo que nos había ocurrido, y nos preparamos para enfrentar lo que podía venir. Por mi parte, pasé revista a los días vividos desde el golpe. Aún hoy pienso que fueron los más intensos, los más sufridos de mi vida.

    Después del Golpe militar, a pesar del drama que enfrentábamos yo había estado bastante animosa, y desde mi lugar en Paula –que yo creía, equivocadamente, inviolable– pude prestar ayuda a los primeros amigos y desconocidos afectados por el Golpe.

    El futuro me aterraba y vivíamos todos sobresaltados pero había tanto que hacer –juntar plata para los desempleados, ayudar a esconderse o asilar a los perseguidos, escribir para denunciar en el exterior las atrocidades que ocurrían en Chile– que los días pasaban volando y no había tiempo para pensar. Se formó una cadena reducida pero segura de solidaridad en la que participaban incluso gente de derecha o democratacristianos concientes de que un régimen represivo nunca antes visto estaba implantándose en el país.

    Descubrí que estaba rodeada de gente que necesitaba ayuda, no sólo de mi círculo familiar inmediato, sino también amigos, conocidos, colegas o simplemente personas desamparadas a quienes alguien les había dicho que yo podía ayudarlas.

    Como no era militante y sólo una neófita en eso de la clandestinidad, desconocía completamente las reglas de oro de esta situación. Actuaba por instinto, sin contarle nada a nadie y consciente de que mientras menos sabía, mejor. Pese a que cada día nos enterábamos de un nuevo acto de barbarie cometido por la dictadura, en esos tiempos no conocíamos ni un milésimo de los horrores que en realidad estaban sucediendo. Esto nos hacía actuar con cierta inconsciencia. Por lo demás, no teníamos tiempo para preguntarnos nada: había que actuar, y nada más que actuar.

    Mi trabajo de periodista, que hasta ese momento era uno de los motores de mi vida, pasó a segundo plano. Cada mañana, después de una noche de insomnio o poblada de pesadillas, me iba tempranito a mi oficina para encarar desde allí la solución de los problemas más urgentes. Me afanaba sola o con mis amigas. Todas –salvo alguna contada excepción– supieron mostrarse a la altura de las circunstancias. Recuerdo a Mónica Bravo, a la que arrastré a la embajada de Suecia para que intercediera ante el embajador el ingreso al recinto de alguien cuya vida peligraba. A Isabel Allende, con quien introdujimos en una residencia diplomática a otros perseguidos. A Marcela Verdugo, que llegó como una novia amorosamente enlazada con un candidato a asilarse. A Lidia Baltra y Claudio Verdugo, siempre presentes, íntegros y desinteresados. Con Malú Sierra escondimos y buscamos asilo al periodista español Darío Carmona, que estaba aterrorizado porque ya había vivido la represión de la dictadura franquista. Era enfermo cardíaco y no soportaba quedarse solo, teníamos que turnarnos con mi amiga para hacerle compañía. Mientras una iba a la revista, la otra se quedaba conversando con él, sobre todo oyéndole hablar, tanto de los horrores de la guerra civil como de los muchos artistas e intelectuales españoles con quienes había sido amigo, como García Lorca o Rafael Alberti. Lo sacamos de su casa minutos antes de que llegara la policía a buscarlo, y se sentía muy angustiado. Temíamos que en cualquier momento su estado se agravara y lo peor era que quería asilarse en la franquista embajada española. Al final tuvimos que llevarlo engañado a un centro de ayuda a refugiados abierto por un organismo internacional.

    A pesar de la gravedad de las situaciones que nos tocaba vivir, éstas a veces presentaban ribetes cómicos. Como andábamos en busca de recintos diplomáticos donde asilar a los perseguidos, y teníamos miedo de hablar de ello por teléfono, utilizábamos un lenguaje en clave que nos parecía indescifrable para quienes no compartían el secreto. Así, por ejemplo, la embajada se transformaba en clínica y el candidato a asilado era el enfermo. Claro que había quienes empleaban códigos más sofisticados, lo que dificultaba sobremanera la comunicación. Por eso cuando una amiga me llamó para decirme que en el número tanto de la calle tanto tomaban puntos a las medias, no capté enseguida de qué se trataba. Mil veces bendije después a la que me comunicó este precioso dato. Nos servimos de él con Delia Vergara, mi amiga del alma, quien me acompañó en la dramática aventura de asilar a un ser querido.

    Sucedió en los días inmediatos al Golpe y el asunto era de vida o muerte. Fuimos, muertas de miedo, a buscar a mi hermano Juan Carlos al lugar en que se ocultaba. Para llegar a él debí pasar, aterrorizada, por una cuadra donde tenían a varios hombres pegados contra el muro, con los brazos en alto y un fusil apuntándolos. Estaba escondido una casa más allá, en la misma calle. Le expliqué todo y nos fuimos como almas que lleva el diablo al auto de mi amiga, que nos esperaba más lejos. Luego, después de pasar y volver a pasar durante horas y horas delante de embajadas celosamente vigiladas, de urdir yo uno y otro plan, cuál más descabellado, para conseguir entrar en ellas, decidimos ir al sitio en el que, me habían dicho, se tomaban puntos a las medias. Resultó ser la embajada de El Salvador. Dejé a mis dos acompañantes en el auto, me dirigí a la casa, que no tenía en absoluto aspecto de recinto diplomático, y ¡toqué el timbre! Cuándo se ha visto, tocar el timbre para pedir asilo. Salió un hombre y me preguntó qué deseaba. Le describí la situación de la manera más convincente posible, y en el acto aparecieron como surgidos de la nada varios otros individuos, resueltos a no dejar entrar a nadie. Insistí, rogué, pataleé, grité, lloré. No hubo caso. Yo estaba tan desesperada que no conseguía moverme del lugar. De repente el hombre me dijo que me iba a dar la dirección de la residencia del embajador hondureño, a la que sólo le quedaban seis horas sin vigilancia militar. Me urgió a partir inmediatamente, antes de que fuese demasiado tarde. No esperé a que me lo dijera dos veces, volví al auto y nos fuimos a la dirección indicada por el salvadoreño. Pienso que a lo mejor conmoví a mi interlocutor, pero puede también que éste haya aprovechado la ocasión para vengarse del sempiterno enemigo hondureño: los dos países se detestaban en ese tiempo y hasta tuvieron una llamada «guerra del fútbol». Por causa de un partido, hondureños y salvadoreños se masacraron. Sea como sea, la que ganó ese día la batalla fui yo.

    La residencia del embajador de Honduras tenía unas rejas altísimas y quedaba, para colmo, frente a la Escuela Militar; pero, tal como nos habían dicho, estaba sin vigilancia. Al fondo de un vasto jardín se alzaba una silenciosa casa blanca y señorial. Nos estacionamos unos metros más lejos y decidimos que esta vez actuaríamos en forma menos ingenua. Después de aleccionar bien al futuro asilado («una vez dentro te pones a correr bien ligeeeero... y te metes en la casa y de ahí nadie te puede sacar, ni a la rastra, porque estás en territorio extranjero»), pasamos a la acción: con mi amiga hicimos estribo con las manos, nos agachamos para que él pusiera el pie, y, sacando fuerzas de no sé dónde, lo aupamos y lo lanzamos con ímpetu al interior de la embajada, por encima de las rejas.

    Pese a que toda nuestra atención la acaparaba esta actividad, nos dábamos cuenta de que algunos automovilistas que pasaban por ahí aminoraban la velocidad para observar con estupor este tejemaneje.

    Aliviadas aunque nerviosas nos quedamos luego cierto tiempo vigilando la casa para cerciorarnos de que no lo expulsaban. Un empleado vino rato después a decirnos que nuestro asilado estaba a salvo y que podíamos traerle al día siguiente un paquete con sus efectos personales.

    Varias otras personas entraron ese mismo día en la residencia del embajador de Honduras: hubiese sido imperdonable no aprovechar esas horas sin vigilancia. Llamé a Isabel Allende y a otros amigos que andaban también con los puntos de las medias corridos... Al día siguiente la señora del embajador, no muy contenta por la invasión de su residencia, consiguió que todos los flamantes asilados se mudaran a otra casa del barrio alto. En ésta residieron también otros ilustres, como Patricio Bunster y Nelson Villagra.

    Los refugiados en Honduras estuvieron entre los primeros que pudieron irse de Chile. Pero antes de eso, varios otros perseguidos pudieron salvarse gracias a la excelente nueva de que en ese lugar se celebraban «cumpleaños». De este modo llegaron al nuevo recinto algunos otros convidados de piedra. Recuerdo aún con el corazón encogido las cuadras que tenía yo que recorrer cada día para ir a ver a mi protegido y a otros a ese pedacito de tierra extranjera que les acogía. Caminaba a paso raudo, siempre inquieta y recelosa, estrujando entre mis dedos los mensajes que se enviaban unos y otros, sin abrirlos para no saber nada de nada. Por si acaso...

    La existencia de miles de hogares chilenos estaba zozobrando. Ante la enormidad de los problemas que encarábamos, nos parecía que antes sólo habíamos vivido nimiedades, afanes insignificantes. No sabíamos muy bien cómo actuar, avanzábamos a trastabillones, viviendo al día. No bien superábamos una dificultad, surgía otra. ¿Cómo reaccionar cuando al regresar del trabajo las hijas nos contaban que esa tarde unos soldados habían pasado horas en el jardín, en posición de tiro apuntando a la casa de enfrente? Ellas los habían visto a través del visillo de la ventana, y habían oído decir a las personas mayores que los militares pensaban que se escondían allí unos miristas.

    La muerte de Pablo Neruda fue otra ruda prueba. Con Delia fuimos a su casa del cerro San Cristóbal, devastada, con todo roto, pisoteado, ultrajado; y hablamos con Matilde Urrutia, que nos contó los últimos momentos del poeta. Lo había velado sola toda la noche, sentada en una silla, en un corredor helado. Lo despedimos depositando una flor en su ataúd y vimos la sonrisa tranquila y algo irónica con que se durmió para siempre. Luego, en el cementerio, busqué ansiosa rostros amigos, nos dimos noticias, nos pasamos direcciones.

    Para distraer el miedo y porque nos habían bajado el sueldo, comenzamos un programa en la tele poco después del golpe: «Asedio», en canal 9, los jueves a las diez y media de la noche. Con Malú Sierra, Cecilia Domeyko e Isabel Allende entrevistábamos de manera bien directa sólo a hombres. Recuerdo entre los asediados al popular cantante de boleros, Lucho Gatica. Accedió a hablar con nosotras, aunque luego se negó a participar en la emisión, el ideólogo de la junta Jaime Guzmán. Fue la primera y única vez en mi vida que oí a alguien justificar la tortura para conseguir información. Yo estaba helada, no abrí la boca. Tampoco podía hacerlo porque las otras me habían prohibido hablar. La que llevó la voz cantante fue Malú. Guzmán, cuya vida privada suscitaba en ese tiempo todo tipo de conjeturas, nos citó a la sede de su partido, pues quería saber antes de comprometerse, en qué consistía el programa. Lo único que recuerdo de ese encuentro es que él mismo sacó el tema de la tortura, no fuimos nosotras. No he olvidado, en cambio, la repulsión y el miedo que me provocaron sus palabras.

    El programa estaba teniendo cierto éxito aunque también algunos problemas. Con Lucho Gatica se me escapó –¡oh, herejía!– la palabra «pueblo»; en otra ocasión hablamos de «fusilamiento» y de «legalización del aborto», y, en fin, en esos momentos de triunfo de la pudibundez aparecíamos como unas desvergonzadas.

    El productor –Sergio Reisenberg– y el director –Alfredo Lamadrid– no pudieron continuar con el programa, tal vez a causa de presiones, tal vez por los líos en que sin quererlo me vi involucrada yo. Nos quedamos con las ganas de asediar a una lista de otros varones telegénicos, y con un programa casi listo con Daniel Zamudio, el decorador del hotel Valdivia, en el papel protagónico de asediado. Yo había realizado antes un reportaje para la Paula y visitado el célebre hotel galante. Esta vez con mis amigas me solacé de nuevo en la pieza chino-japonesa, la hawaiana, la francesa, la moctezuma, la sicodélica, la espacial y en todas las otras; saltamos sobre las camas y nos reímos imaginando el resultado de la entrevista en televisión. Íbamos a terminarla con un broche de oro: agarrando a Zamudio de brazos y piernas e izándolo sobre nuestras cabezas, para abandonar el plató de manera espectacular. Podría haber sido un triunfo o un chasco.

    Algunas almas caritativas me decían que yo figuraba en una «lista negra» pero no me preocupé en absoluto porque en esos momentos todo el mundo creía estar en una lista negra.

    El lunes siguiente al ataque de Viña empezamos a husmear el peligro. No bien llegué a la oficina, la secretaria, Angélica Matte, exclamó: «Amanda, ¡¡¿qué hiciste en el Hotel O´Higgins?!!»

    Todos sabían lo que había ocurrido. Supe que me habían reconocido porque aparecía en la televisión. Ese lunes, el mundillo capitalino tenía la versión siguiente: Amanda Puz, para protestar contra el gobierno, se negó a cantar la canción nacional y obligó a su acompañante a hacer lo mismo.

    Por consejo de terceros fuimos a un juzgado a interponer una denuncia por agresión.

    Desde el

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