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Garajado
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Libro electrónico150 páginas2 horas

Garajado

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Garajado es la búsqueda de la libertad y del amor sin presiones, sin reglas ni papeles. Los convulsos años treinta del siglo XX traen cambios, guerras, ilusiones, fracasos y represión. Los personajes de la novela se debaten en un mundo de ideales e injusticias. La soledad, el miedo y la libertad son los ejes de esta historia que nace de los recuerdos vividos, de las voces de los narradores populares y la ficción.
El canto desgarrado de los garajados (o garajaos) resuena insistente en el saliente de rocas frente al mar. El hombre, solo ante la inmensidad del océano, reconstruye los trozos de una vida que le han robado. La intolerancia, el odio, la violencia se enfrentan al amor, la libertad, la alegría.
Un hombre sin nombre y una mujer sin miedo desafían a una sociedad rígida, encorsetada en las reglas de un régimen político asfixiante.
Entre ellos y un pueblo temeroso de las palabras y la vida, una niña observa con asombro.
Los garajados solitarios sobrevuelan la costa. Los niños siguen jugando a la guerra.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento7 ago 2021
ISBN9788418699283
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    Garajado - Ernesto Rodríguez Abad

    Garajado

    Ernesto Rodríguez Abad

    Baile del Sol

    garajado

    Historia del hombre que no quiso ir a la guerra

    Realidad y ficción se mezclan en mi historia. Quizá no estoy diciendo nada nuevo, eso es lo que sucede en todas las novelas. Oralidad y documentación son el punto de partida. Años de recuerdos, de viaje hacia lo más recóndito de la memoria. Allá donde lo real se idealiza, donde el tiempo se desdibuja. El camino recorrido para llegar a la redacción de estas páginas es el de mi vida. Recuerdos de conversaciones en la plaza del pueblo, sentado en los callaos de una playa de mi infancia o en los bares entre efluvios nocturnos. Algunas páginas de un periódico carcomido por el tiempo. Unas fotos desvaídas en un álbum desgastado.

    Retazos de historias de vidas en los que no se dice todo.

    El personaje, real y al mismo tiempo forjado durante años en mi imaginación, es el resultado de las palabras transmitidas por el pueblo.

    Garajado surgió sin esperarlo. El saliente recóndito, al que se llega entre pedruscos de lava sueltos sobre el polvillo marrón y ligero. Así llaman los pescadores al pesquero solitario. Tierra reseca frente al mar siempre agitado del noroeste de la Isla. Olas incansables rompiéndose en espumas entre los riscos negros. Allí la naturaleza habla de pobreza y de la libertad, de la dureza, de la lucha por la supervivencia. Olor a mar y tierra se mezclan. Las siemprevivas escarchadas de salitre y pena, las humildes lechugas de mar, alguna tabaiba retorcida sobre la tierra por el viento y las pencas de higos encarnados luchan con la tierra árida y la luz.

    Pero garajados son también, en Daute, las leves golondrinas de mar que vuelan libres sobre las olas, anidando entre rocas agrestes.

    Sonoridad de una palabra que encierra la esencia de una vida agarrada a la tierra y a la soledad. Término con reminiscencias de lenguas aborígenes o de cadencias traídas del portugués.

    A lo lejos, las plataneras de paredes descascarilladas por el tiempo y la dejadez... Y como dioses acechantes, las montañas. Cerrando el horizonte, luchando con el cielo. Vivas, silentes. Descomunales, eternas.

    capítulo i

    Cuando los niños juegan a la guerra,

    qué tristeza.

    José Luis Pernas

    María oyó las pisadas desde la habitación. Retumbaban entre las paredes blancas. No parecían los cascos del caballo de su padre para subir a los caseríos de la montaña. No sonaba como el ajetreo de los chicos tras el perro, no habían dado las seis de la mañana y aún dormían; tampoco resonaba como cuando los vecinos bulliciosos retozaban en el callejón; mucho menos se trataba de Chona la Gallita cantando descaradas coplas, mientras subía los baldes de ropa sucia a lavar en la azotea.

    Era demasiado temprano para que empezase la vida. Se sentó en la cama. Miró alrededor. Sus hermanas dormían plácidamente. Se sintió intranquila. Aguzó el oído. La recorrió un escalofrío. Contuvo la respiración. El inquietante sonido procedía de la calle, estaba segura.

    Eran botas que humillaban la quietud de los adoquines. El chirriante ruido de un frenazo. Una orden opaca. Un camión había parado en la esquina.

    En aquel suave amanecer de verano, se rompía el silencio y la quietud hipócrita del pueblo.

    María se levantó y se vistió con una ligera bata sobre el camisón de muselina rematado de encajes de bolillos. Sus once años inocentes no impedían que hubiese desarrollado un especial instinto en aquella guerra que había estallado inesperada y que ella no lograba comprender. Era la guerra de ellos, de los adultos. No era la batalla de espadas de madera y escudos de cartón a la que jugaba con sus hermanos. Era de verdad y de odio. Los niños de ayer habían cambiado la pistola recortada en madera por un fusil de balas. Empezaba a comprobar con dolor que el mundo podía ser un lugar cruel y despiadado.

    Caminó a tientas. Las manos estrujando el camisón por los nervios, los ojos muy abiertos. Llegó de puntillas, para no despertar a nadie, a la habitación que daba a la calle.

    Su madre y Chona la Gallita estaban acurrucadas contra la ventana. Cuchicheaban. Camisones blancos, sobretodos grises y negros. Espiaban por la rendija de la contraventana entornada.

    María se paró en la puerta cuando las descubrió. Abrió los ojos, de los que ya había huido el sueño, desmesuradamente. En un instante su cabeza recibió flashes de imágenes y palabras inconexas. Trataba de ordenar sentimientos y pensamientos.

    ¿Qué pasa?

    Las mujeres, sobresaltadas, giraron en una especie de brinco. Las frentes fruncidas. Las bocas apretadas. Al unísono, se pusieron un dedo sobre los labios pálidos. La miraron asustadas y le ordenaron silencio.

    Primero no entendió nada.

    Se acercó a la ventana y se hizo un hueco. Chona la Gallita la acercó a su vientre. Notó su temblor. La madre estaba seria, fría. Encogía los labios.

    ¿Qué pasa?

    ¡Calla!

    Quiero saber qué pasa.

    Nos pueden oír.

    ¿Quiénes?

    Ellos.

    Tengo miedo.

    Las voces se entremezclaban serias, mientras la habitación empezaba a clarear con la luz que se colaba por las grietas de la madera de tea olorosa.

    Mira si se han despertado los niños.

    No los oigo.

    Que no salgan de la habitación.

    Están dormidos, señora.

    No quiero que vean nada.

    Le repito que están dormidos.

    María sintió vértigo. No le salía voz. Tartamudeaba. Se le secaron los labios. Las manos comenzaron a sudar.

    Vienen a buscarlo, es bueno conmigo.

    Niña, vuelve a la cama, esto no es para ti.

    Yo soy su amiga, mamá, ayúdalo.

    Sabía que esto ocurriría un día.

    La política es asquerosa.

    Calla, Chona, no empieces.

    No, los hombres la hacen venenosa.

    Las oía hablar como cuando rezaban el cansino rosario en la sala de las visitas, delante de la hornacina del Corazón de Jesús. Dudó. Se removió nerviosa y apretó la mano de la Gallita.

    ¿Quiénes son?

    Los soldados.

    ¿A qué vienen?

    A nada bueno.

    ¿Estaré soñando?

    ¿No dicen que la guerra está lejos, en la Península?

    ¡Estaré soñando!

    La palabra sonó como un martillazo en los susurros de la habitación. En los sueños no suenan palabras tan bruscas, no se escuchan pisadas tan fuertes.

    Luego, oyeron golpear la puerta del vecino. Silencio tenso, expectante. Voces broncas en la calle decían algo que no lograba descifrar. Amenazas, órdenes, ásperas palabras que no entendían. Las tres se abrazaron buscando refugio.

    ¿Qué pasa?

    No hables ahora, niña.

    ¿Por qué?

    Nos pueden oír los niños.

    ¿Por qué? ¿Qué pasa?

    Es mejor que no los despiertes.

    Los golpetazos en la puerta de los vecinos se hicieron más insistentes. Se mezclaban con las palabras bruscas de los que daban las órdenes. Aquella guerra no era igual a cuando jugaba con sus hermanos en la calle. Siempre le decían que jugaba a cosas de chicos. Las niñas no jugaban a la guerra, insistían. Entonces, cuando hay una guerra de verdad, ¿qué hacen las niñas?, pensaba María.

    ¿Qué sucede?

    No veo bien.

    Un fornido soldado aporreaba la puerta verde, desvaída y descascarillada. Le daba furiosos puñetazos que la hacían temblar. Parecía que la madera reseca iba a ceder de un momento a otro. Gritó furioso el cabo.

    ¡Sargento, no abren!

    Si no responden, la derribamos.

    María imploraba a punto de llorar, como en un rezo. La madre y Chona la Gallita trataban de disimular los nervios. Se apretujaban contra la ventana. Querían ver lo que pasaba. Aunque, a la vez, no querían ser vistas. Tenían miedo.

    María corrió hacia la escalera. Descalza, sin importarle el frío en los pies y el ruido de los golpes de las culatas de los rifles contra la puerta del vecino. Aldabonazos crueles.

    Oyó a los soldados insultar y reír. Oyó un suspiro doloroso. Luego, silencio. Nunca le parecieron tan largas la escalera y la galería hasta la puerta de la entrada.

    Salió a la calle sin pensar.

    Allí estaba su vecino. La cara contraída. Sudoroso. Trémulo. Las manos crispadas, agarrando, a la altura de los bolsillos, los pantalones grises puestos a la carrera y algo arrugados. Los ojos le brillaban. Saltaban las pupilas de un lado a otro tratando de captar con la vista todo lo que ocurría.

    La mujer se había quedado en la puerta arrebujada en un sobretodo de lana negra.

    María se interpuso entre un soldado y su vecino justo cuando el joven de aspecto hosco levantaba el fusil.

    A ella no le gustaban las armas, pero no tuvo miedo. En aquel momento parecía una pequeña Juana de Arco o una Guacimara indómita. Se cruzaron miradas entre el hombre y la mujer. No pronunciaron ni una palabra.

    ¡Cuántas cosas pueden pasar en un segundo!

    La madre se desmayó en los brazos de Chona la Gallita. Al instante volvió a recobrar el aliento reaccionando a los ligeros golpecitos y pellizcos en las mejillas.

    La mujer en la puerta tapó la boca con una mano. La otra mano quedó petrificada, en un gesto que intentaba detener a la niña. Se miraron.

    Los ojos de María en aquel momento eran lo único puro y sincero.

    El vecino temblaba.

    María no se movía y mantenía la mirada fija en los ojos del soldado. Desafiante.

    En un instante se agolparon recuerdos desordenados en su mente. Recordó los juguetes que aquel hombre le había hecho la última Navidad. Rememoró el olor de la madera cuando iba a la carpintería a hablar con él. Ella ocupaba el lugar de los hijos que nunca tuvo.

    Se sintió sola. Tenía ganas de gritar, de pegarle a alguien.

    Miró la ventana del piso alto de su casa. Sabía que su madre y Chona la Gallita estaban detrás de la madera entornada. Creyó oírlas rezar el rosario monótono. Todo se arreglaba en su casa rezando el rosario.

    Escuchó los susurros de su madre y Chona la Gallita.

    Esta niña nos busca una ruina.

    Déjela, no

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