Un muerto en el camerín
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Un muerto en el camerín - Juan Cristóbal Guarello
PRIMERA PARTE
1
Regla número uno, no sapear. Regla número dos, no sapear. Regla número tres, no olvidar las dos primeras reglas
. Antes de empezar sus tareas, Castrito cebó unos mates y se quedó mirando los títulos del Publimetro mientras recordaba, como cada día, las sugerencias, o amenazas que el capitán le había enumerado hacía diez años. Estaba sentado en la cocina, aprovechando ese pequeño momento de relajo. El día venía pesado, la Selección se concentraría para jugarse la chance de ir al Mundial en una fecha doble. En las canchas ya trabajaban los jardineros y las habitaciones comenzarían a ser preparadas por las tres mucamas para que los jugadores, cada vez más puntillosos y exigentes, no reclamaran. El lugar tenía ya sesenta años, había sido mal refaccionado y modernizado de forma descuidada a lo largo del tiempo. Camas o baños que eran un lujo para un defensa de Audax Italiano en 1964, parecían un hostal de mochileros para los jugadores de la Juventus o el Lens que hoy defendían a Chile.
Castrito los conocía a casi todos desde que eran unos mocosos de primero medio y entraron por primera vez al lugar como seleccionados Sub 17. Eran niños tímidos, humildes, que querían patear la pelota todo el día. Maltratados, varios sin papá y la gran mayoría muy pobres, pero buenos en el fondo
recordaba el utilero. Con el tiempo esos muchachos, que se parecían a cualquier vecino de Castrito, fueron escalando en fama y fortuna, pasando a ligas más poderosas de Europa y adquiriendo nuevos hábitos, nuevas histerias e impostaciones. A Castrito ya no le llamaba la atención que, en cada citación, muchos jugadores llegaran con nuevos tatuajes hasta casi tapar cada centímetro de sus cuerpos. Lo mismo relojes, autos, cadenas de oro y pendientes con diamantes. Tampoco lo asombraba que jugaran dos mil dólares a un partido de ping pong o al taca taca y que presumieran los millones de seguidores en redes sociales. Para el utilero, seguían siendo los mismos niños inseguros y asustados que vio por primera vez. Sólo querían llamar la atención, ser queridos, respetados. El caparazón de dólares y fama no lo engañaba.
Terminó el mate, costumbre que le pegó un preparador físico argentino que había trabajado en la selección hacía muchos años, y partió al vestuario a preparar la ropa de entrenamiento. Un canasto por jugador, con todos los implementos, desde las vendas, hasta los zapatos personalizados. Le gustaba dejar todo simétrico, ordenado, con las camisetas dobladas prolijamente y los jabones alineados como una tropa en los lavatorios. El champú, los desodorantes, las cremas y los perfumes, los traían los propios jugadores. Hacía veinte años había aparecido en los camarines un neceser de cuero con los productos de belleza y perfumería. Entonces, los más veteranos –en esos tiempos no era raro que no usaran desodorante o incluso evitaran la ducha tras la práctica–, lo bautizaron socarronamente como la mariconera. Con el tiempo todos lo usaron.
Con la ropa era un jodido como le reclamaban las señoras de la lavandería. Si alguna media tenía una pequeña mancha verde de pasto, aunque fuera apenas un aura, la devolvía con la orden de volver a lavarla hasta que quedara impecable. El camarín del ex campeón de América debía lucir como tal. No aceptaba ropa sucia o rota, ni siquiera una camiseta con el cuello deformado.
Camino al vestuario sintió un rumor conocido y agradable: el frap frap de los regadores automáticos y el rummm de la cortadora de césped a motor junto al intenso olor a pasto recién cortado. Las mallas ya estaban desplegadas en los arcos y en cualquier momento por las rendijas que permitían los muros, que cada año se levantaban más para evitar miradas espías, se asomarían los curiosos para mirar la práctica. Castrito conocía a la mayoría. Llevaban años rondando el recinto; seres estrafalarios, con problemas mentales, que tenían a las estrellas del equipo como única referencia y motivo de vivir. Unos cuantos llegaban disfrazados del Hombre Araña o de Teletubbies, se paraban horas en la entrada y no pocas veces se peleaban entre ellos sin motivo claro, provocando carcajadas entre los jugadores.
A los cincuenta y ocho años, y con veinticinco trabajando en el lugar, Castrito creía haberlo visto todo. Tengo el cuero de chancho
les decía a sus vecinos de San Luis de Macul. Peleas, borracheras, mujeres entrando por una coladera secreta en el muro que da a Macul, robos entre jugadores, lesiones graves en la cancha, esposas engañadas que llegaban a hacer escándalo, hasta guerras de caca. Heredó el puesto de su papá, quien llegó en 1965, por lo tanto, era testigo de primera fila desde mucho antes de convertirse en el utilero oficial de la Selección. Siendo muy niño, recuerda, le tiró un penal al Loco Araya –Dios lo tenga en su reino–, y Elías Figueroa le regaló un carro de bomberos de juguete para la Navidad. A veces sentía que todo estaba igual que hace medio siglo, salvo los autos de los jugadores. Antes, en el estacionamiento, se alineaban Ford Escort, Renault 18 o algún Datsun deportivo, o, si el jugador estaba en México o España, un Mercedes. Ahora los Mercedes eran los más modestos. Ferrari, Porsche, Audi y toda la alta gama llenaban el lugar. Los jugadores se jactaban de sus naves y conversaban largamente de las virtudes, la potencia de los motores y los extras, porque a los cabros les gustaba andar en autos tuneados. De inexpresivos carros blancos o discreto azul marino, se pasó al verde loro o al violeta furioso. La sobriedad, modestia o timidez no era bien valorada en Pinto Durán. Por su naturaleza, los jugadores siempre estaban compitiendo y los autos eran el punto de partida. Desde ahí, goles, copas, dinero, mujeres y todo lo que se pueda presumir y mostrar en Instagram.
La pelota sigue siendo redonda
, era otro de sus lemas. Las cosas, en esencia, seguían como siempre, los tapones de los zapatos había que limpiarlos, las camisetas tenían que estar planchadas y las pelotas infladas. Le subían el sueldo de vez en cuando y podía estacionar su Chevrolet Sail en un costado, sin molestar a nadie, aunque debía soportar bromas como encontrar su auto con las ruedas desinfladas. Tiempo atrás un jugador, cuando retrocedía su Charger amarillo pato, le plantó un topón feo en la puerta del copiloto. El asunto se zanjó con un chiste. Después el entrenador pagó los gastos del taller. Castrito no se enojó, conocía la sicología de los jugadores. Podían no hacerse cargo de un choque, pero después le regalaban una chaqueta italiana o le daban un aguinaldo en dólares. En lo único que se mostraba inflexible era en su corte de pelo tipo pichanguera que no había modificado desde la Copa América 1991. Varios jugadores le habían dicho que estaba fuera de moda, que parecía vendedor de Chocopanda o cantante de sound, que tenía que hacerse una buena sopaipa de trapero como corresponde, pero Castrito decía que la cola, aunque canosa y vieja, no se la sacaba nadie.
2
Como siempre, hora y media antes de la citación, el primero en llegar fue el técnico. Un uruguayo grandote, de barba entrecana y pelada, con mucha experiencia, fogueado, de buena llegada en el camarín, pero blando con la disciplina. A sus sesenta y cinco años y con una dolorosa artrosis que se manifestaba en un andar asimétrico, como si pisara escalones de diferentes alturas, no estaba para enfrentarse a las estrellas que jugaban en Europa. Tenía que hacer muchas concesiones, usar la muñeca, mantener las cosas en calma dentro de lo posible. Había margen para llegar tarde o entrenar trasnochado y hasta bastante bebido. No era habitual, pero pasaba. No podía ser autoritario, no le salía. Intentaba convencer, aconsejar, contener. Los jugadores jóvenes le decían Profe y los más veteranos, los que mandaban adentro, El Barba y, a veces, cuando pegaba un reto, le agregaban el culiao. No se ofendía, podía ser peor. Sabía que un paso en falso y el grupo de las figuras lo sacaba, como habían hecho con varios antes.
Castrito le tenía buena, era amable y cercano. Años antes, el padre del utilero había tenido que lidiar con varios entrenadores maleducados y prepotentes, que trataban al personal del recinto como sirvientes y no se rajaban ni con una lata de Pepsi. El uruguayo era generoso y tranquilo. Dejaba trabajar. Lo que nunca cambiaba, y eso también le pasaba al padre del utilero hacía cincuenta años, era que los jugadores dejaran el camarín hecho un chiquero: toallas mojadas en el piso, barro por todos lados, las camisetas tiradas en cualquier parte y hasta los lavatorios tapados. Era parte del paquete. Castrito tenía labor extraordinaria limpiando el desastre.
Se saludó a lo lejos con el uruguayo, quien, después de bajarse del Uber, partió rumbo al gimnasio con una carpeta bajo el brazo. En un rato llegaría el médico, el segundo entrenador, el entrenador de arqueros, el kinesiólogo, el masajista y la sicóloga. Los cabros estaban citados a las nueve en punto. Castrito los tenía tasados hace años. Algunos estaban elongando a las ocho y media, otros aparecían recién a las nueve y cuarto y hasta las nueve y media. No importaba, El Barba nunca se enoja
, repetían entre risas los jugadores.
El uruguayo entró en el gimnasio, revisó su planilla con los ejercicios de recuperación para los que tenían lesiones, luego se dirigió a su oficina. El día pintaba calmo, la gran mayoría venía desde Europa y cargaban, a pesar de volar en primera clase, un pesado viaje en avión. Por eso mismo les dio libre el lunes con el compromiso de llegar a las nueve de la mañana, aunque, claro, el horario para algunos era flexible. Calentarían, elongarían, realizarían un poco de ejercicios con balón y luego fútbol tenis. Por la tarde jugarían una pichanga liviana, solo para moverse, contra los sparrings. Al otro día trabajarían más pesado y harían táctica fija. Mucho más no se podía hacer, tendría a los muchachos apenas una semana, lo que significaba, entre los dos partidos eliminatorios y el viaje a Colombia, como máximo, cuatro entrenamientos y medio.
Criado en las duras canchas de Montevideo, donde valía tanto una buena pared como una barrida a fondo, el uruguayo era un entrenador de la vieja escuela, donde se trabajaba con lo que había y se iba partido a partido. Los conceptuales como Bielsa o Guardiola eran admirables, pero no tenía ni la vocación ni las ganas, menos el tiempo, de montar un constructo ideológico para respaldar el juego del equipo. Ganar con lo que hay y cómo se pueda. No mucho más. Le gustaba observar qué se estaba haciendo en las mejores ligas de Europa, las últimas innovaciones tácticas. En su Dell puso un video de YouTube donde se mostraba al Villarreal haciendo ejercicios de presión en espacios reducidos a máxima intensidad. Imposible hacer eso acá y ahora
, dijo a nadie y cerró con desdén el laptop. Agarró la cola de una generación exitosa de jugadores, estaba raspando la olla con los veteranos y con suerte salía caldo de la cuchara.
Después tomó la sección deportiva del diario El Mercurio y se vio a sí mismo, sonriente con el buzo de la Selección en una entrevista que pudo ser complicada, pero que supo eludir poniéndose el casete. Lo único que le molestó fue un recuadro donde titulaban con una frase: Colipi está muy verde
. De seguro en los programas de radio y en los debates de los canales deportivos del cable le sacarían punta. Los ex jugadores que comentaban, salvo un par, iban a defenderlo y matizar el asunto, el resto levantaría polvareda. Pero, como le había enseñado la vida: toda polémica dura tres días. El jueves, cuando salieran a la cancha en Barranquilla, nadie se acordaría de Colipi.
Entonces un grito desaforado, un alarido suplicante, se escuchó desde la zona de los vestuarios. Luego el grito se escuchó más cerca. Era como una sirena que se dirigía hacia su oficina. ¡Ahhhh!
, reconoció la voz de Castrito. El uruguayo se asomó a la ventana y gritó ¿Qué pasa Leonel?
. El utilero detuvo la carrera y se puso a resoplar. Estaba rojo, ahogado y con cara de pánico.
¿Qué pasa que viene gritando, che?
, preguntó otra vez el uruguayo. Castrito levantó la cabeza y le clavó la mirada: ¡Hay una persona muerta en el camarín! ¡Está colgada en una ducha!
. El uruguayo se quedó pasmado, sin reaccionar, con la boca entreabierta. La cabeza no procesaba la información, no podía armar la imagen: un muerto en el camarín. Luego reaccionó: ¿Quién es?
. Castrito se mantuvo callado, como si no entendiera la pregunta. ¿Quién es?
, insistió el entrenador. Movió la cabeza como si estuviera negando algo. No sé profe, solo vi el bulto colgando y salí cascando
.
3
De vez en cuando, como un acto de masoquismo, se recostaba en la carísima butaca de cuero italiano en el piso veinte de su oficina en Sanhattan y le gustaba recordar, mientras miraba el cerro San Cristóbal desde el ventanal, sus primeros pasos como intermediario de jugadores hacía treinta años. Tras abandonar el fútbol después de una intrascendente carrera como arquero en la liga mendocina, trabajó sin mucho éxito negociando jugadores en el interior de Argentina. Llegó a recorrer miles de kilómetros en un destartalado Renault Gordini de 1964 y con suerte podía cerrar un par de traspasos que pagaran los gastos de bencina y alojamiento. Eran los estertores de la Argentina de Alfonsín y los clubes de las ligas provinciales apenas sobrevivían mientras los precios se comían el Austral hasta hacerlo desaparecer.
Cansado de no despegar y vivir al día, decidió venir a Chile a probar suerte. Tenía una lista escrita a máquina de quince futbolistas de equipos insondables para los dirigentes chilenos como Alianza Cutral Co, Huracán de Las Heras o Sportivo Desamparados. Algunos de los jugadores que venía a ofrecer ni siquiera eran titulares en esos clubes modestos y semiprofesionales, pero Ángelo Rebottaro confiaba en meter un par, al menos, en Segunda División y ganarse quinientos dólares en la pasada. Con la hiperinflación, era una fortuna; metiendo cuatro jugadores podía comprarse un departamento en Mendoza.
Con las piernas sobre el escritorio, y un flamante Mac donde estaba fija una imagen de Maradona como fondo de