Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Pasé por México un día
Pasé por México un día
Pasé por México un día
Libro electrónico281 páginas4 horas

Pasé por México un día

Calificación: 2 de 5 estrellas

2/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

De Tijuana a Oaxaca, de Guadalajara al D.F., de los pueblos fronterizos a las avenidas atestadas de la capital, Pasé por México un día de Manuel Rojas es un viaje transversal por un país que se descubre en la medida de que se lo lee, de que se lo escribe.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 dic 2014
ISBN9789563243376
Pasé por México un día

Relacionado con Pasé por México un día

Libros electrónicos relacionados

Memorias personales para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Pasé por México un día

Calificación: 2 de 5 estrellas
2/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Pasé por México un día - Manuel Rojas

    compañeros.

    Carreteras interiores

    En los últimos meses de 1961, Manuel Rojas se encontraba en la Universidad de Washington como escritor invitado. Ahí conoció a Julianne Clark. Rojas estaba casado y era escritor, chileno y tenía 65 años. Ya había publicado sus principales libros, entre ellos los dedicados a Aniceto Hevia, integrado por Hijo de ladrón, Sombras contra el muro y Mejor que el vino, y había ganado el Premio Nacional de Literatura. Clark aún no cumplía veinte años y era una norteamericana tímida, que recién vivía fuera de la casa paterna y que estudiaba literatura latinoamericana en esa universidad. Los dos se enamoraron sin remisión. Rojas terminó con Valerie López Edwards, su segunda mujer, y viajó a California, a Los Ángeles. Julianne lo alcanzó ahí y ambos cruzaron la frontera, en Tijuana, donde Rojas se separó legalmente de López Edwards y se casó con Clark. Luego, preocupados por las posibilidades de una persecución —su relación era ilegal en Estados Unidos, donde la mayoría de edad se obtenía recién a los 21 años— decidieron quedarse en México y ver, desde ahí, qué hacer, tratando de trazar algo parecido a un futuro juntos.

    Pasé por México un día es el diario que Rojas llevó esos primeros días casado con Julianne, mientras recorrían en auto el país y trataban de sobrevivir sobre la base de las conferencias que el autor de Lanchas en la bahía dictaba para ganarse la vida. Con ese punto de partida, el libro construye una crónica detallada de la estadía de la pareja en México: dónde vivieron y con quiénes se juntaron, las localidades que visitaron, las enfermedades que padecieron, los trámites que tuvieron que cumplir, las carreteras y caminos interiores que recorrieron: No hay nada que ver, salvo el desierto, tierra, piedras, sol, y todo esto a pesar de que estamos dentro del Trópico de Cáncer, escribe. De este modo, de Tijuana a Oaxaca, de Guadalajara al D.F., de los pueblos fronterizos a las avenidas atestadas de la capital, el libro es un viaje transversal por un país que se descubre en la medida de que se lo lee, de que se lo escribe. 

    A diferencia del Neruda que había aterrizado en México veinte años antes  (amigo de todo el mundo, incluido el alcaide de la prisión donde Siqueiros estaba detenido por el atentado a Trotsky), Manuel Rojas es un ciudadano a pie que deambula por el país como un testigo invisible de aquel año, que se esfuerza por comprender. Aquello determina el sentido del diario, donde los hechos de la vida cotidiana están intercalados con largos pasajes y con las lecturas que su autor hace sobre el país. Por lo mismo, el registro de Rojas en Pasé por México un día es casi siempre transparente, profundamente empático. Rojas ahí no distingue la experiencia de la biblioteca. Lo que le sucede mientras busca desesperado un médico para Julianne en el DF, va al teatro o se pierde en carreteras sin fin, tiene tanta validez como los libros que anota y comenta porque ambos son reflexiones sobre un mundo nuevo en el que habita y en el que está empeñado en conocer a fondo: La Revolución mexicana fue la primera revolución que, en América, tuvo principios humanistas, aunque después se perdieron, dejando para el obrero y el campesino algo no muy seguro, pero que constituye un antecedente para el futuro; la primera revolución en la que, en América, se habló de ideas socialistas y en la que se dictaron leyes que todavía no se han dictado en otras partes; en la que, también por primera vez, se repartieron tierras y se pronunciaron tres palabras que no hay que olvidar: Tierra y Libertad, anota.

    De este modo, Rojas hace que el libro sea más que un relato personal. La verdad es que soy un turista pobre o un pobre turista, dice en un momento. Hay en él cierta conciencia didáctica, cierta claridad cuyo sentido está subordinado a la necesidad que tiene de compartir su experiencia. Quizás esto se deba a que ese mundo se presenta como nuevo y radiante para él: está enamorado y lejos de su país natal, habita en un paréntesis donde es capaz de concederse el tiempo que no ha tenido hasta ese momento. México existe como una ficción frágil, como una promesa endeble que debe aprovechar porque tiene fecha de vencimiento, algo que aparece en este libro en su último tercio, donde de modo inexorable va descubriendo que se le acaba el tiempo en el país. Anota Rojas: Durante muchos días no supimos qué nos pasaba. ¿Deberíamos irnos? ¿Para dónde? ¿Deberíamos quedarnos? Nada habría sido más agradable, puesto que hemos terminado por amar este país, pero quedarse significaba, para mí, entrar en una dura lucha, una lucha que podría haber hecho con unos pocos años menos de vida, no con los que ahora me sobran; si no, tendría que haber solicitado, sin seguridad alguna de conseguirlo y bastante avergonzado, una beca, una beca que cualquier escritor mexicano merecería más que yo; por otra parte, si no tengo edad para una lucha dura, tampoco la tengo para solicitar vivir gratis.

    Pero detrás del mapa personalísimo de México, está otro libro, quizás más luminoso: el de los primeros días de Rojas con Julianne. Se trata de un relato dulce y delicado, acaso melancólico. Es en ese momento en que el diario cobra forma y adquiere sentido, como si iluminara ese paisaje que se esfuerza por entender, algo que sólo cobra importancia en la medida en que es un reflejo de esa vida con su flamante esposa, como si lo importante fuera el tiempo que pasan juntos en una huida hacia delante, en un mundo donde apenas caben: El departamento tiene una sala comedor, dos recámaras, como llaman aquí a los cuartos de dormir, una cocina más o menos bien puesta y un buen baño completo. El dueño es un ingeniero, con bigotes y varios hijos ya crecidos; la señora es muy atenta; son muy puntuales con cobrar el arriendo, pero en cierta ocasión, en que no podemos pagar el primero de mes porque nadie nos paga a nosotros, aceptan la situación con bastante paciencia. Por lo que vemos, no todos los arrendatarios son puntuales en el pago: siempre anda un hijo del ingeniero subiendo o bajando las escaleras. El sol da en el dormitorio en la mañana y en la sala en la tarde. Vivimos en México City, anota.

    Así, Rojas mira hacia los dos lugares a la vez. México es el espejo de Julianne, es la promesa de un futuro, el horizonte de un lugar intermedio donde aprenden a conocerse. Eso dota al volumen de tono pausado, desprovisto de urgencias, casi contemplativo. Rojas consigna los detalles de su propia intimidad de modo cálido y acogedor. Hay ahí harto de pudor pero también de una sofisticada ternura. Aquello no está exento de momentos dramáticos, como cuando Julianne enferma de modo crónico y le es difícil recuperarse, pero también de los tonos de un deseo maduro, de una contemplación sin culpa de los cuerpos en la demostración de la profundidad del lazo que ata a los recién casados: El sol está alto aún y la veo correr hacia el mar, el cuerpo todavía como de adolescente, rosado y blanco, dorada la parte que otros días no cubre el traje de baño. Me deleito mirándola jugar, siempre con recato, con el que puede tener en ese instante, y recuerdo un verso que escribí cuando era joven en honor de una muchacha llamada Matilde, aunque Matilde tenía su traje de baño: ‘Mi ojo la mira con la pureza de la maravilla’.

    En un momento como el actual, donde nos preguntamos constantemente cuál es el sentido de lo biográfico en la construcción de los discursos de lo literario, esta obra de Rojas adquiere una importancia fundamental. Este libro es la puesta en escena, es experiencia de modo casi inmediato, a partir del modo que el autor tiene de reunir el paisaje de su propia biografía con el modo de comprender el país que recorre, como si ambas cosas fueran un solo mapa, una sola carretera, algo que no es ni será una novela, porque es ya parte de la vida.  

    En alguna entrevista, Julianne Clark se preguntaba por qué este libro no se había reeditado. Tenía razón. También cabe preguntarse qué lugar ocupa este diario en la obra de Rojas. Por supuesto, sería fácil colocarlo al costado, al lado de sus novelas y cuentos y leerlo como una obra tardía, pero tratándose de un novelista cuyo material fundamental es la propia experiencia, aquella consideración se vuelve más compleja. Acá la experiencia no está filtrada por la ficción sino que aparece expuesta de modo directo, confusa en su perplejidad y asombro, en su desazón y esperanza, en su novedad y agotamiento: Hay en este país muchas cosas que no pudimos ver, seres y actos. Ni el dinero ni el tiempo nos alcanzó, aunque nuestro ánimo, al venir, no era turístico. Queríamos sentir, más que ver, México, y lo hemos sentido hasta donde nuestra sensibilidad lo permitió. Ay, llorona, llorona de azul celeste; no sé por qué, esta canción me llega al alma, anota. 

    Álvaro Bisama

    9-III-63. La primera imagen la tuve cuando vi, en una revista argentina, una revista de ideas políticas, de seguro anarquista, impreso en hoja aparte y pegada a un pliego, un cuadro en que dominaba el verde, titulado México. La firma era: Dr. Atl. No supe, durante años, quién era el pintor que firmaba de ese modo; hacía sospechar que fuese maya, lapón o alacalufe. Supe después que era mexicano, que vivía en México y había actuado en la Revolución; era como uno de los dueños del Paricutín; por fin, me informaron cuál era su verdadero apellido. Prefiero seguir llamándole Dr. Atl, partícula o palabra esta que, dicen, en náhuatl significa agua. Por ahí lo he visto, en unas fotografías, riendo y con una barba que cae muy bien a su seudónimo. Ojalá la risa le dure mucho tiempo.

    El cuadro mostraba unas colinas, nada más que unas colinas, que podían ser de cualquier parte, de Chile o de Argentina, de Brasil o de Estados Unidos. No se veían habitaciones, seres humanos, árboles, que permitieran relacionar ese paisaje con un país cualquiera; lo interesante era el título: México. ¿Era así México? Se parecía a otros países, por lo menos tal como lo mostraba el cuadro, y eso me gustó. Tal vez por esos mismos años leí ejemplares de Regeneración y el nombre de los hermanos Flores Magón, leído en periódicos y revistas libertarios, me era familiar: hay una revolución por allá, Carranza, Villa, Madero, Zapata... Daba, desde lejos, la impresión de que peleaban por algo que tenía que ver con el pueblo.

    Después me enteré de algo más: leí Los de abajo, de Mariano Azuela, y la imagen dada por el Dr. Atl se pobló de figuras que le dieron lo que le faltaba: el ser humano que vivía en ella. Estaba ya casi completo y sólo faltaba verlo, porque ya lo había oído: por esos años llegó a Santiago, Chile, una compañía mexicana de revistas. Había unas hermanas Arosemena o Arozamena, entre ellas Amparo, y cantaban y bailaban canciones y bailes mexicanos; pero, claro está, uno no se puede fiar siempre de los artistas: imposible relacionarlos con los personajes de Azuela, que no bailaban ni cantaban pero que manejaban muy bien los treinta-treinta y tenían aspiraciones de que carecen las bailarinas y los cantantes.

    México fue mi tentación en los últimos años. Un profesor americano que fue por un tiempo a Chile y de quien me hice amigo, me hablaba mucho de este país e insistía en que viniera a visitarlo. Si tú vas a México —me decía—, en cuanto llegues, con esa figura que tienes, te nombran general. Quedamos en reunirnos en Taxco, pero no nos vimos más. El está ahora no sé dónde y yo no he podido, hasta este momento, ir a Taxco. Tampoco me han nombrado general. Por este último lado he tenido suerte.

    Hace unos cuatro años Paco Giner me dijo: Voy a México y allá arreglaré todo para que vayas. México no convida a nadie, pero si uno va lo atienden. No escribas, no contestarán, pero si vas.... Yo también salía de viaje y en Nueva York supe que Paco me había dejado dicho, con otro Paco, Paco García Lorca, que todo estaba arreglado para mí en México. No tienes más que ir.... Pero soy desconfiado y los dólares no me han sobrado nunca. Escribí desde Nueva York: Estaré en Puerto Rico en tal fecha. Escríbanme a tal dirección e iré. Esperé en Puerto Rico, esperé en Venezuela. Nadie escribió y me fui a Chile. No escribas, no contestarán. Pero si vas... Sí. ¿Y los dólares?

    Por fin, en 1961, pisé tierra mexicana, una tierra muy internacional: el aeropuerto. Pensaba pasar unos días en Ciudad de México, pero a última hora encontré con que no podía. Seguí viaje a Estados Unidos. El otro año volveré, me dije. El avión voló sobre México. En cierto momento, en tanto miraba, me pregunté: ¿qué parte del país será ésta? Era Sonora. Hermosillo a la vista, dijo alguien por el micrófono. Poco después un resplandeciente verde marítimo apareció abajo, un verde marítimo que no había visto sino en el banco de las Bahamas, al volar desde Miami a San Juan de Puerto Rico. ¿Qué es esto?, pregunté. Era el golfo de California, un espectáculo increíble que se tornó más increíble aún cuando el jet, que volaba bastante bajo, atravesó la región en donde desemboca el río Colorado: soledad, nubes negras inmóviles o arrastrándose por el aire, volcanes, caminos solitarios, sal, barro. El extremo noroeste de México. Volveré el año que viene.

    En Estados Unidos, durante cerca de un año, no olvidé. Tenía que ir. Para colmo, en la University of Washington, Seattle, Estado de Washington, organizaron un festival de cine latinoamericano —con películas brasileñas también— y pude ver Subida al cielo, Los olvidados y Río escondido. Allí estaba otra vez México (recuerdo en este instante que, en cierta ocasión, conversando con Pablo Neruda, le pregunté qué país le parecía más interesante. Me contestó: México). Sí, allí estaba otra vez y otra vez recordé el cuadro del Dr. Atl: colinas verdes, unas colinas que alguna vez estuvieron pobladas por revolucionarios que tenían vagas o precisas aspiraciones y que ahora se veían llenas de niños abandonados, barrios pobres, miseria. Todo era igual, en Chile y en Argentina, en Perú y en Brasil, esa miseria, ese abandono, ese desamparo que existe en todas partes, aun en Estados Unidos. No es bastante ser un país súperdesarrollado; lo importante sería que el habitante también lo fuese; pero ni modo. Por fin, llegó el momento de partir hacia México.

    1˚-VIII-62. Son las tres y media de la tarde cuando el automóvil entra por fin, después de luchar largo rato con el tránsito de Los Ángeles, California, en la ruta 101 interior; vamos hacia México, pasando por San Diego. Dos horas después cambiamos de dirección. Veo en el mapa un desvío que nos acortará camino. Pasa por Escondido, carretera 78. Camino sinuoso. Caseríos que pueden ser, como las colinas del Dr. Atl, de cualquier parte. La carretera entra en una garganta muy estrecha y una gran bocanada de aire caliente hace que sospechemos que algo va a pasar. Bordeamos unos pantanos, aumenta el calor y desembocamos en pleno desierto. Hay un letrero que dice: Palm Desert. 101 ft Below Sea Level, ciento un pies bajo el nivel del mar. Un road-runner, corredor de caminos, pájaro inmortalizado por los dibujos animados del cine, cruza delante del coche; tal vez lo persiga su eterno enemigo, el coyote, ya que va a toda carrera. La tierra parece calcinada, muertos los arbustos. Nos conectamos con la carretera 99 (que viene desde Canadá), antes de llegar a El Centro tomamos la 80, que nos llevará a Yuma, y a las diez de la noche estamos allí. Hace calor.

    2-VIII-62. Partimos de Yuma muy temprano. Desierto y sol brillante. Corremos hasta las dos de la tarde, hora en que llegamos a Tucson. Descansamos ahí hasta las seis y de nuevo en marcha. Cae la tarde. Maneja Julianne. Viene desde las orillas del río Columbia, en el este del Estado de Washington, y el desierto le es familiar; a mí también (primero amé al río Columbia, antes de conocerlo; después a ella y me parece que algo del río va con ella. Hace un millón de años un ventisquero que bajó desde Canadá tapó el cauce del río en el lugar en que hoy se alza la represa de Grand Coulee; el río, detenido, buscó otro camino, hizo una curva y millas más abajo encontró de nuevo su cauce. Cuando el ventisquero retrocedió, el Columbia retomó su lecho y abandonó su cauce provisorio, que hoy sirve de canal para las aguas que las bombas del Roosevelt Lake, formado por el río al levantarse el muro de contención, llevan hacia centenares de miles de acres de tierra hasta ayer desértica. ¿Será Julianne el río, seré yo el ventisquero, que un día desaparecerá, dejándola libre?). En cierto momento, ya oscurecido, nos colocamos detrás de un enorme camión de carga. Julianne mira: no se ve nada. Aprieta el acelerador y el Austin parte tal vez a sesenta millas, cerca de cien kilómetros: apenas rebasado el camión aparece un automóvil que tiene un solo foco, el izquierdo, razón por la cual Julianne no pudo verlo. Veo al chofer encogerse como un gusano y desviar su coche hacia el hombrillo, salvándose él y salvando al río y al ventisquero: pasamos a un metro de distancia. Siento deseos de detener el coche, bajar y taparle al chofer el foco derecho, pero pienso que con el susto tendrá bastante. Además, quién sabe si la culpa no es toda suya.

    Mientras viajamos recuerdo a los mexicanos de Los Ángeles. Es la ciudad en la que, según dicen, hay, después de Ciudad de México, más mexicanos (hablan de cuatrocientos mil). Claro es que se encuentran por todas partes, si no naturales, nacidos en California, Arizona, New Mexico, Texas, y hablan español, aunque algunos lo nieguen, los llamados sajones, esos que según la opinión popular quieren dejar de ser "hijos de la chingada" para convertirse en sons-o’-bitches, insultos terribles ambos, no para los chilenos, quienes deberían traducirlos y un insulto traducido es tan insulso que llega a no significar nada. En la playa de Santa Mónica, en Los Ángeles, pudimos ver, los sábados en la tarde y los domingos todo el día, a centenares de ellos, bañándose y hablando su inverosímil idioma, formado por voces inglesas españolizadas. En una ocasión en que fuimos a una tienda a comprar algo, nos atendió un joven que hablaba fluidamente el inglés, pero con acento. Sospeché, por su color y su pelo, que fuese mexicano o de origen mexicano y le pregunté si hablaba español. A little, respondió. A las dos de la mañana llegamos a El Paso. Estamos a unos metros de México.

    3-VIII-62. Al frente del motel hay un restaurante. Tomamos desayuno y miramos. El dueño, concesionario o lo que sea, es un individuo de extraño aspecto; sus sirvientes son todos mexicanos. La mujer parece también mexicana. ¿De qué nacionalidad es él? Su inglés me parece sospechoso. Al pagar le hablo en español, me contesta en el mismo idioma y me entero de que es español, andaluz por más señas, y se llama José García. Debe ser el dueño: el restaurante se llama Joe’s Restaurante, buen nombre para el restaurante de un andaluz.

    Cerca de las once nos vamos a Ciudad Juárez. Antes de llegar aparecen los mexicanos: están en la acera, frente a un estacionamiento, uno de los muchos que hay ahí, cerca de la frontera, y agitan trapos rojos para llamar nuestra atención. Dejamos el automóvil y nos metemos a las oficinas de migración. Un americano muy bondadoso me explica que debo regresar a El Paso antes de las cinco: mi pasaporte autoriza sólo una entrada al país. Se lo prometo y nos vamos, es decir, pasamos, en unos pasos, de un mundo a otro. Es cierto que los mexicanos aparecieron antes de cruzar la frontera, pero aquellos hombres de los trapos rojos estaban en tierra americana y por estarlo no tenían el aire de los que encontramos más acá de las oficinas de migración. Nos detenemos.

    Ahí está el río Grande, color barro, y dentro del río unos muchachos, color barro también, que en tanto se bañan y gritan levantan hacia las personas que atraviesan el puente un palo con un cucurucho de papel atado en la punta: piden dinero. Les tiramos unos centavos y vemos cómo los reciben en el cucurucho, sin perder uno solo (al atravesar los puentes sobre el río Mapocho, en Santiago, ocurre lo mismo, con la diferencia de que los muchachos chilenos no tienen palos ni cucuruchos). Estamos en México, es decir, en Latinoamérica. Más allá del río Grande, hacia el norte, y por lo menos en las ciudades que he visitado, ningún niño pide limosna (lo que no quiere decir que nadie la pida: me han pedido dinero en Seattle, en Chicago, en Nueva York y en otras ciudades, pero eran borrachos o dementes, seres derrotados. Sin hablar de la propina, que tiene algo de limosna. Mi primer contacto con norteamericanos en su propia salsa la tuve en Miami, un chofer a quien le pedí que me llevara a determinado hotel.

    —¿Cuánto vale el viaje? —le pregunté.

    —Oh, one dollar and… veinticinco centavos de propina.

    Procuré hablar más con él, en español, pero no sabía nada más que lo que había dicho: Veinticinco centavos de propina. Propina, la mano estirada, en Nueva York, en Seattle, en Chicago, americanos, hijos de un país superdesarrollado).

    Vagamos por aquí y por allá, observando a la gente, y me parece imposible estar en el país que me hizo suponer el cuadro del Dr. Atl, tampoco el país de los que manejaban los treinta-treinta y tenían aspiraciones revolucionarias, puras unas, impuras otras; éste es otro país y se parece a todos los de habla española, aunque aquí el español suene diferente. Todo aquello pasó, me digo, y ha quedado esto, que es igual a lo demás. Los choferes nos persiguen, ofreciendo su coche. En verdad, no sabríamos para dónde ir; queremos ir a alguna parte, es cierto, pero no queremos preguntar, casi nos da vergüenza hacerlo. Por fin, uno, más listo, nos dice:

    —Oiga, señor, ¿quiere un licenciado?

    —¿Un licenciado? —pregunto, haciéndome el inocente.

    Recuerdo lo que significa licenciado, ya que los conozco por el título de abogados, y le digo sí, pues sí, necesito un licenciado.

    —Suba, señor; suba, señorita; conozco uno muy bueno, barato, no cobra caro.

    —¿Cuánto?

    —Pues, no lo sé, pero más barato que los otros.

    Subimos y nos lleva, por calles desconocidas, estrechas, con un pavimento endiablado y rellenas de gente que pide limosna, que no pide, que bebe o que no hace nada, hacia la oficina del licenciado. De pronto

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1