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El Apátrida
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Libro electrónico677 páginas11 horas

El Apátrida

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Una historia de amor, que nace, se desarrolla y culmina en una Cuba convulsa: La dictadura de Batista, la lucha clandestina, La sierra, el Escambray, el triunfo revolucionario, los combates en Baha de Cochinos, las contradicciones de las costumbres y formas de vivir de un pueblo al que de la noche a la maana le cambian todo, unos entienden y apoyan, otros no soportan y se oponen, muchos con las armas en la mano, crecen las contradicciones, se dividen las familias, la fuga en balsa, la llegada a un mundo nuevo, el choque cultural, la bsqueda de nuevos horizontes.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento6 ago 2014
ISBN9781463389482
El Apátrida
Autor

Lazaro O. Garrido

Ciudadano Norteamericano nacido en Cuba, reside en Miami y es Licenciado en Ciencias Sociales. Tiene publicados y a la venta en Amazon los libros: El Apátrida, Contando te Cuento, La Invasión de los Verdes, Aventura en Tasquen, Chapulín ( el pequeño navegante), Deportado, Isabel, Misterios del Calendario, Remembranza, M’Bindas el africano, El Tigre y el Pájaro Azul (en inglés y en español), Cuentos Callejeros, Pesadilla, Crimen en el High School, Tres en un Zapato, Y ahora ponemos a su disposición:

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    El Apátrida - Lazaro O. Garrido

    Copyright © 2014 por Lázaro O. Garrido.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2014913805

    ISBN:   Tapa Dura               978-1-4633-8946-8

                 Tapa Blanda            978-1-4633-8947-5

                 Libro Electrónico   978-1-4633-8948-2

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 05/08/2014

    Palibrio LLC

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Gratis desde EE. UU. al 877.407.5847

    Gratis desde México al 01.800.288.2243

    Gratis desde España al 900.866.949

    Desde otro país al +1.812.671.9757

    Fax: 01.812.355.1576

    663275

    ÍNDICE

    Prólogo

    I           Génesis

    II          La lucha clandestina

    III        El Triunfo y la decepción

    IV        La Prisión

    V          La fuga en balsa

    VI        La llegada a Estados Unidos de América

    VII       Una nueva vida

    VIII      Encuentro en Angola

    IX         El mundo de las drogas

    X           El reencuentro

    A: Mi madre:

    Hortensia Castro Durán

    Prólogo

    Me corresponde el prólogo de esta novela, por estar vinculada muy estrechamente a mi trayectoria como escritor, es mi primera novela, la comencé a finales de la década de los ochenta del siglo pasado, primero fue un cuento que llegó a alcanzar la sorprendente, para aquellos tiempos, cantidad de cuarenta páginas, orgulloso se la di a leer a algunos amigos y familiares, que consideraron bueno el intento, pero al estudiarlo detenidamente, me dio la impresión que daba para más, que bien podía ser una novela, pero lo guardé, junto a otros cuentos que escribí por ese tiempo y que publiqué años más tarde en el libro Contando te Cuento.

    Mi hijo varón emigró a Uruguay, y allá le habló a una amiga suya de mis escritos y ella se ofreció para hacer gestiones, para que se publicara algo escrito por mí en ese país.

    Fue entonces que se me ocurrió la idea de hacer novela a El Apátrida y comencé mi tarea, no tenía máquina de escribir, ni sabía escribir en ella, mucho menos tenía una computadora, por lo cual la comencé a escribir a mano, pero me encontraba en Cuba, en la década de los 90, en la etapa, quizás más dura y difícil de toda su historia, en el llamado Período especial por lo que no encontré bolígrafos suficientes como para escribir tanto, por lo eso busqué una vieja pluma de fuente y entonces me encontré a la triste realidad de que no tenía tinta, ni posibilidad de conseguirla, un amigo me facilitó un polvo llamado humo negro, de uso industrial, me dijo que mezclándolo con agua podía hacer algo muy parecido a la tinta y me regaló una buena cantidad del mencionado polvo, la tinta no era mala, sino malísima, no podía ni oler el agua, porque se iba del papel, bueno, lo cierto es que con la fabulosa tinta comencé a escribir y a enviar los manuscritos para Uruguay, donde finalmente no se hizo gestión alguna y con mucho trabajo logré recuperar una buena parte de lo que había enviado, entonces apareció la oportunidad de visitar a una de mis hijas, que casada con un mexicano, vivía en México y me apresuré a terminar el libro, para eso me conseguí una vieja máquina de escribir y ahí con dos o tres dedos me inicié como mecanógrafo y volví a escribir mi novela, el viaje se dilató unos meses y con unos dólares que me enviaron de México me compré una vieja y modesta computadora, nunca antes había visto una de cerca, por lo que preguntando por aquí y por allá, comencé a escribir y al mismo tiempo a dominar los rudimentos indispensables para lograr mi objetivo de escribir, cosa que fui logrando hasta concluir mi novela, ya estaba en las proximidades del año 2000, terminada esta novela de inmediato comencé Aventura en Tasquén y armé con los cuentos que tenía Contando te Cuento. Con estas tres obras realicé mi primera visita a México y realicé mi primera incursión en el mundo editorial.

    Finalmente una editora decidió publicar los cuentos primero y posteriormente, las dos novelas…

    El Apátrida es una novela, que en cierta medida, forma parte de una trilogía, con Deportado (publicado recientemente en Puerto Rico), e Isabel aún sin publicar, que son historias que, en cada caso, reflejan una etapa de Cuba en lo social, económico y político.

    En el caso de El Apátrida la historia se desarrolla en la etapa comprendida entre 1952 y aproximadamente la década de los 80, e intenta describir la problemática de un proceso llamado revolución que estremeció toda la estructura del país, rompiendo con todo lo establecido, para implantar un sistema supuestamente mejor, que rompió con las relaciones tradicionales de la familia, la amistad y las costumbres más importantes que se habían cultivado durante siglos. En ese contexto se desarrolla, donde por obra y gracia de una nueva ideología, cada cual toma su camino, asume posiciones, abraza una causa, y lucha por ella y como consecuencia, los hermanos son colocados en bandos opuestos, los amigos de siempre se ven de pronto enfrentados, por razones ajenas a su voluntad, y el país se desborona, a ojos vista para muchos, en un mar de penurias y dificultades y para otras, embobecidas por la propaganda y las consignas, por la lucha por un futuro luminoso cada vez más lejano e inalcanzable.

    Se pudiera hablar mucho de su contenido, pero esencialmente es una novela de amor, amistad y batalla por la subsistencia.

    El autor

    I

    Génesis

    El tren cruzó el Río Bravo y avanzó vertiginosamente sobre el suelo Mexicano, un par de horas después hacía su primera parada en territorio Azteca.

    Una señora gruesa cargada de paquetes llegó al compartimento de cuatro pasajeros. Abrió la portezuela con mucha dificultad, se introdujo paseando su mirada observadora por todo el espacio, deteniendo su vista en la única persona que lo ocupaba.

    Le pareció profundamente dormido, con su cabeza entrecana pelada muy baja, como los militares, recostada al cristal, y su cuerpo de una corpulencia y aspecto de vitalidad, que no parecía corresponder con aquel rostro simple y bonachón de hombre de campo.

    El hombre de pelado militar la sintió llegar y sentarse suavemente para no molestarlo. No abrió los ojos, continuó sumido en sus pensamientos, meditaba, rememoraba, repasaba en detalle una larga, difícil y controvertida vida; más de una vez había oído la palabra apátrida, alguna vez referida a él.

    En una ocasión había tenido la curiosidad de buscar el significado de la palabra en un diccionario de la real lengua Española y había leído simplemente: Sin Patria. Sin dudas esta palabra se ha utilizado de manera variada y se adjudica generalmente a personas que abandonan su tierra natal por causas diversas, lógicamente, no siempre se emplea correctamente, es ampliamente conocido que existen en el mundo infinidad de personas, que abandonan su país y se abrazan a otro, que pasa a ser su nueva Patria, también que existen, por múltiples causas, en el mundo, infinidad de refugiados, exiliados, luchadores contra gobiernos tiránicos y terribles que dominan en el territorio donde aquellos nacieron, y que por ser opositores, les tienen las puertas cerradas. Incluso existen cientos de miles de personas, que por razones económicas se encuentran en otras tierras ajenas, pero siempre en un rincón de su corazón llevan el dulce recuerdo de la tierra que los vio nacer y muchas veces, mueren en otras partes con el sueño del regreso a la Patria.

    No hay dudas que el apátrida como tal, había leído en algún lugar, existe, bien por causas de tipo egoístas, bien como resultado de confrontaciones sociales, determinado individuo, degenera de manera paulatina y un día se encuentra en esta condición, perdió totalmente el arraigo a su tierra natal, y no experimenta sentimiento de apego hacía ninguna otra, sino sólo a los intereses que lo mueven en la vida.

    Había un párrafo en aquel artículo que recordaba con claridad meridiana y que decía más o menos:

    "Si pudiéramos analizar en detalle la vida de uno cualquiera de estos seres humanos, en sus complejidades sentimentales, en sus pasiones, rencores, intereses y en todos los aspectos subjetivos que componen el carácter de un ser humano, podrían despertase en nosotros sentimientos hacía esa persona, que irían desde la lastima hasta la repulsión, según el caso de que se tratara."

    ¿Sería él un apátrida? ¿Despertaría en otros seres humanos repulsión? ¿Acaso lastima, o pena, o algún sentimiento raro?

    La señora gruesa de los paquetes lo volvió a observar con detenimiento, ahora mirándolo bien, le pareció a la mujer por su aspecto un campesino refinado, era muy blanco por su falta prolongada de sol, sus rasgos daban esa impresión, además de su complexión fornida, a estas alturas de su vida ligeramente pasadas de grasa, sus brazos fuertes, sus manos grandes, su expresión de firmeza con cierto tono de bondad, acentuaban esa imagen de campesino acomodado o algo parecido.

    El hombre canoso de pelo cortado a lo militar continuó sumido en sus pensamientos.

    De lo más recóndito de sus recuerdos le llegó el olor a leche acabada de ordeñar, humeante al contacto con la frialdad del amanecer, le encantaba madrugar y acompañar a su padre en esta diaria labor, que concluía con el regreso a la casa con un cubo más que mediado de leche, de la cual desayunaban sus padres, él y sus seis hermanos.

    Hacía muchos años que no pensaba en esas cosas, que en su momento fueron terriblemente difíciles y sin embargo ahora le llegaban como un dulce recuerdo de la infancia, de aquellas épocas en que permanecía mucho tiempo junto a su padre, que era para él en aquel entonces, enigmático porque era de poco hablar, pero sentía de él su amor y protección, aunque era un hombre fuerte de carácter, sobre todo cuando se trataba de actuar con valentía y decisión.

    Así montar un potro cerrero frente a él, implicaba que si te caías había que levantarse y volver a montar, siempre después de oír sus regaños, y sentirlo malgenioso cuerear al animal para que se encabritara aún más, alguna vez llegaba con su caballo frente a una cerca de piedras o de piñón y hacía a su caballo brincarla, para una vez del otro lado incitar a los hijos que lo acompañaban a brincarla, cosa que hacía de tal manera como si se tratara de una orden.

    Cuando el viejo se encolerizaba restregaba los dientes unos con otros, de tal manera que emitían un sonido, como un chirrido, cuando esto sucedía todos los hijos que estaban con él, se espantaban de susto y temblaban. Una vez lo había visto con unas pinzas de mecánico, frente a un espejo metiéndosela en la boca y suspirando gordo, él no entendió que estaba sucediendo hasta que vio en la punta de la pinza una muela, siempre recordaría aquello como algo increíble pero real, que definía el temple y la voluntad de aquel hombre que fue su padre.

    Si fuera necesario ahora valorar aquellos tiempos, le seria muy difícil, porque en sus recuerdos le llegaban como una rara mezcla. Allí en las estribaciones de la Sierra del Escambray, en Cuba, había pasado mucha necesidad, y hambre físico, no recordaba de aquella época haber comido otra cosa que no fuera sopa y alguna que otra vez harina de maíz seco, con leche los niños y con sofrito los mayores, nunca, ni él ni sus hermanos habían tenido una muda de ropa nueva, ni un par de zapatos con vergüenza, la mayoría del tiempo las pasaban en alpargatas y cuando le compraban a alguien un par de zapatos, eran de unas botas llamadas en aquellos tiempos va qué te tumbo, que se sentían en los pies, como un par de ladrillos de barro fundido. La ropa que se ponían era siempre de uso, que regalaban familiares y amigos, las cuales muchas veces iban pasando de los hermanos mayores a los menores, hasta que ya no aguantaban un parche ni un zurcido más.

    Siempre que se acordaba de su niñez se le engurruñaba el alma, su marco familiar era realmente duro, entre él y sus hermanos eran siete, todos pequeños y sólo trabajaba el padre como cortador de caña en las zafras, el resto del año hacía pequeños trabajos, siempre muy duros, en labores agrícolas y de manera eventual, así que el hambre y la miseria vivían de forma permanente en aquella familia.

    Con el tiempo el viejo había logrado un pequeño realengo, después de desmontar y limpiar de piedras una falda de montaña, que atendía después de largas jornadas de labor fuerte, pero gracias a eso podía contar con alguna vianda y algún que otro huevo que ponían unas cuantas gallinas que había logrado criar. Era una vida llena de dificultades, aunque recordaba con alegría las tiradas en yagua por las lomas, las tardes en que junto a su padre y sus hermanos iban a bañarse al río, o las pesquerías de los Viernes Santo.

    La cosa mejoró discretamente a partir de una visita que hizo el tío Chano, que trabajaba de equilibrista y una o dos veces en el año, cuando el circo donde trabajaba llegaba a alguno de los pueblos cercanos, se pasaba una pequeña temporada en la casa; esta visita siempre era un alboroto para la familia, el tío Chano se sabía mil trucos de malabares, magia y maromas. Hacía juegos con sogas, bailaba el lazo, rompía cosas con un látigo y otras muchas cosas más, por lo cual la muchachada de los contorno, hacían tertulias todas las tardes para ver al tío. Era hermano de Carmen, su madre, quien se encantaba y se transformaba en aquellas breves estancias del tío, se ponía más alegre, hacía chistes, se reía de las locuras del hermano, de las que hacía y las que había hecho en su vida.

    Siempre salía a relucir el cuento de cuando el tío era desmochador de palmas y para ganar tiempo, después de observar como planeaban las pencas cuando las tiraba, se había amarrado una de ellas en cada brazo para bajar planeando y ahorrar tiempo y esfuerzo, había que verlo haciendo el cuento con los brazos abiertos, como si estuviera planeando.

    —De pronto se viró el aire — decía, poniendo la cara seria — y aquello fue del carajo, vine a dar con las costillas a una cerca de piñón, me partí tres costillas y estuvieron un mes entero sacándome espinas de todas partes del cuerpo.

    La hermana lo miraba con cara alegre y decía sí con la cabeza. Aquella ocasión memorable, Chano trajo de regalo una pequeña puerca de unos días de nacida, que fue adoptada por Carmen, que le daba leche en un viejo biberón, la bañaba, le ponía lazos y la atendía como si fuera un perrito o un gato; el caso es que el animal fue creciendo hasta hacerse una gran puerca, la cual preñaron y un buen día parió once puerquitos. Cuando la destetaron, el viejo vendió los puerquitos, mató la puerca de la que vendió una parte de la carne, y con el dinero compró otra pequeña puerquita de mejor raza y se pudo comprar algunas cosas para la casa y los muchachos. Fue ese día que el viejo lo sorprendió con aquella escopetica vieja de municiones, su primer y único regalo en toda su niñez. La muerte de Pancha que así se llamó a la puerca, se recordaría durante muchísimos años como un acontecimiento triste y alegre, porque para la vieja acostumbrada a ella fue muy duro, pero a partir de ese momento, cada cierto tiempo se repetía la operación de matar una puerca, vender la mitad y freír la otra, que se guardaba en trozos con la manteca, en latas de cinco galones, que debía durar hasta que se matara el próximo animal, por lo que los muchachos eran regañados frecuentemente por meter las manos en las latas y sacar un pedazo de carne que comían a escondidas.

    Los siete hermanos todos tenían nombres que empezaban con o, a él le habían llamado Osvaldo, como al padre por ser el mayor, el segundo fue Omar, la tercera fue hembra y le pusieron Olga, más tarde le decían la negra, porque era trigueña, carniprieta, como la abuela que nadie había conocido, después vino Osmundo, Orlando, y Orquídea finalmente Ortensia, esta ultima la más pequeña, cuando la fueron a inscribir, le dijeron al viejo que Hortensia se escribía con hache, a lo que él contestó:

    —Pues esta va sin hache, ¿Qué le parece?

    Así quedó la tradición de los nombres que empezaban con o y la más pequeña de las hijas sin la hache en el nombre.

    Por suerte fueron siete, cuatro varones y tres hembras, porque sino el repertorio hubiera sido tremendo, como pasaba con unos vecinos que todos se nombraban con erre y eran doce, todos varones, los primeros tenían nombres aceptables como René, Rubén, Roberto, pero los últimos tenían nombres como Reutilio, Ruperto o Rudesbundo.

    Omar el segundo de los hermanos había nacido prematuro y se salvó gracias a la leche de yegua que le traía un vecino de la zona, llamado Clotilde, al que le pusieron ese nombre, porque era el único que aparecía en el santoral del almanaque ese día, era un personaje en la zona por muchas razones: llegaba en su yegua flaca, sin montura, solo con un freno y un paño de saco de yute, acompañado de ocho o diez perros, desnutridos y llenos de pulgas y garrapatas, tan pronto se asomaba al caserío parecía como un ciclón o un tornado, todos los perros empezaban a ladrar, los gatos corrían asustados, los caballos se movían inquietos y los muchachos salían para saludarlo. Entraba por un lado y salía por el otro con el rápido andar que le era característico, a pesar de sus casi cincuenta años mal vividos, con su pelo hasta el hombro, porque se pelaba el mismo, cuando se le ocurría y de un tijeretazo, andaba generalmente sucio y con la ropa hecha jirones; era simpático, jaranero, cordial y servicial, hasta el punto, como aquella ocasión, que durante dos o tres meses se levantó de madrugada para ordeñar su yegua y llevarle temprano la leche a la vieja para que Omar tuviera su primera toma a tiempo.

    En los últimos tiempos de aquella etapa, le hacía dos ordeños a la yegua para que el niño tuviera las tomas que requería.

    Era un cazador empedernido, muchas veces estaba hablando con alguien y, sin abandonar la conversación, se bajaba de la yegua para recoger un pájaro que le traía alguno de los perros que siempre lo acompañaban, por las tardes, casi al oscurecer, salía en su yegua flaca y desvencijada, con una escopeta de cartuchos de un solo cañón, de esas que se parten a la mitad, aquella era muy vieja, tenía la culata desbaratada y amarrada con pita, para que no continuara deteriorándose. Nunca se supo a qué lugar de dirigía en aquellas incursiones, que eran para él, como ir al mercado a comprar la comida de la tarde, pero se sabía que generalmente sólo llevaba un cartucho y al rato se le veía regresar con uno o dos patos.

    Era famoso por su conocimiento sobre la Sierra del Escambray, se decía que desde pequeño, la había caminado acompañando a su padre que era arriero, y que no había cueva, ojo de agua, ni rincón que no se conociera como la palma de su mano, vivía de eso, de su conocimiento de la zona, que le permitía sacarle diariamente su manera de vivir, que era muy simple, comer y dormir.

    Dos o tres veces al año servía de guía a personas que venían de la capital y de otros puntos del país, para establecer negocios o hacer estudios, o cazar, entonces mejoraba su situación y se podía comprar alguna muda de ropa, generalmente una, que se ponía nueva y utilizaba hasta que se podía comprar otra, era entonces cuando se deshacía de la anterior. Clotilde fue quien habló con el viejo aquella vez que le hicieron el ajuste para la captura de unos puercos que se habían escapado y se habían vuelto jíbaros.

    —Es un trabajito que tu puedes hacer — dijo Clotilde — para esa labor lo que se requiere es mucha gente y ustedes son suficientes.

    El negocio que están proponiendo es recoger una cantidad de puercos que andan desperdigados dentro de una finca, que es grandísima y muy intrincada. El dueño quiere a los animales vivos, por cada cinco que captures uno es para ti.

    Así fue como toda la familia se pasó casi veinte días desde que salía el sol hasta que oscurecía, atajando, persiguiendo y agarrando puercos entre el marabú, la aroma, el güao y el cardo entre otros. El saldo fue de diez puercos capturados, de los cuales dos fueron entregados al viejo, y toda la familia con decenas de cortadas, inflamaciones por todo el cuerpo, de casi todos y Osmundo, que por poco se muere de la fuerte alergia que le produjo el güao. Pero a pesar de todo eso, fueron días felices.

    En los días de nochebuena, el viejo siempre se las arreglaba y mal que bien cenábamos puerco asado, arroz, frijoles, yuca, ensalada y buñuelos; él nunca llegaba a la cena, desde temprano empezaba a tomar, mientras asaba el puerquito y cuando terminaba ya no se podía sostener en pié.

    Un día del año 1952 temprano iba detrás del padre, había llovido la noche anterior, y el trillo por donde caminaba estaba lleno de agua y fango, las botas del viejo se enterraban, se quedaban aguantadas en el lodo y el agua entraba en las botas, él no paraba, seguía caminando y los pies en aquel entrar y salir en aquellas botas enchumbadas en agua emitían un sonido como un shuap, shuap, shuap, ese día, en ese momento, había decidido que él no se quedaría en ese lugar, que se iría para la capital, donde por muy mal que le fuera, nunca viviría como en aquel lugar, inhóspito y hostil.

    Habló con René el mayor de la familia de los R, que manejaba un camión en el cual trasladaba productos para la Habana, le pidió que lo llevara.

    —Pero tú estás loco, — le respondió René

    ¿Qué vas a hacer tú en la Habana?

    No te imagines que aquello es fácil, mucha gente se va para allá con la idea de que mejoraran y terminan mal. Mira Espinosita, piénsalo bien, que el bandido está en la capital que da al pecho.

    —No te preocupes — dijo Espinosita — tengo una tía allá, que tiene casa y puedo vivir con ella. Si me va mal regreso, no hay peor gestión que la que no se hace.

    ¿No crees?

    Lo que me hace falta es que hables con el viejo, después él vendrá a preguntarme y me será más fácil explicarle la idea que tengo.

    René habló con el viejo Osvaldo, quien se quedó callado y después habló con su hijo.

    —Muy temprano quiere volar el pichón— le dijo, mirándole fijamente — yo sé que estas cosas suceden, que los hijos se hacen hombres y quieren emprender su propia vida, lo que me pregunto es si no será pronto.

    —Siempre podré ayudar desde allá — dijo Espinosita — aquí la situación es muy difícil para todos y cada vez lo que hace es empeorar más.

    —Sólo prométeme, que si no te va bien, — dijo Osvaldo — o te reciben mal, que regresaras de inmediato.

    —Te lo prometo viejo, — dijo Espinosita poniéndole la mano sobre el hombro — no había pensado en otra cosa.

    La noticia de la salida para la Habana de uno de los hijos de Espinosa, se corrió como pólvora encendida por toda la zona, a diez leguas a la redonda no se hablaba de otra cosa. A alguien se le ocurrió la idea de ayudar en el acontecimiento, y empezaron a recolectar dinero, y cosas necesarias para el viaje, por lo que el día antes de la partida se apareció a la casa Lucas Fundora, un hombre muy querido y respetado en el territorio, por sus luchas y ayuda a los campesinos y vecinos. Con él venían dos o tres personas más en representación de los moradores del lugar, traían varias mudas de ropa, entre ellas una nueva, sin usar, un par de botas, compradas a algún soldado de las que les entregaban para el servicio, de muy buena calidad y nuevas, algunas cosas de comer, tres o cuatro gallinas y un gallo. También le entregaron un dinerito, que en total ascendía a diez pesos, para él, en aquella época, todo un capital.

    Al día siguiente, en medio del silencio de la madrugada, llegó el camión de René y salió de la casa, todos estaban despiertos, siempre pensó que muchos no habían dormido. El padre se despidió en silencio, la madre al igual que los hermanos lo besaron, ya cerrando la puerta del camión, miró a todos como en posición de tirarse una foto; siempre se acordaría de su madre mirándolo fijamente, sin decir nada, estrujando el delantal que llevaba puesto en un movimiento nervioso.

    Así con casi nada de dinero, una muda de ropa nueva, varios trapos de uso en buen estado, el corazón oprimido por la tristeza y lleno de sueños y esperanzas, partió para la Habana, el camino, a pesar de su duración de casi cinco horas, le pareció muy breve: nunca había salido del campo donde había nacido y había crecido, arrullado por el batir del aire en las palmeras, en la frescura de la sombra de la espesa vegetación, la humedad de las alturas, el ruido agradable y musical de múltiples variedades de pájaros, que adornaban el silencio de la estancia tranquila de aquella serranía, donde dejaba lo más querido de sus seres queridos. El primer pueblo fue un acontecimiento, las calles asfaltadas, los tendidos eléctricos, la música de aquellos aparatos llenos de luces que vio en los bares, las casas de mampostería, los parques, las iglesias, la forma de vestirse de las personas, la cantidad de automóviles y otros vehículos, todo le pareció deslumbrante, inmenso.

    El sol comenzaba a levantarse a sus espaldas, llenando de claridad el camino, nuevos pueblos que se repetían con sus parques, su iglesia, su calle principal, con las mejores casas, ocupadas por los vecinos de mayores posibilidades económicas, el cuartel de la guardia rural, con sus caballerizas llenas de aquellos caballos inmensos de ancas anchas y redondas, algún perro callejero revolcando en la basura en busca del sustento del día. Cada pueblo con su historia, sus anécdotas, su sello distintivo: allí donde hay un burro que toca a las puertas de las casas en busca de comida, allá donde se come el mejor panqué, en el otro que son los panecitos, que sí las butifarras del Congo, todo esto le contaba René o algún vecino de los pueblos donde paraban.

    Alrededor del medio día llegaron a casa de los familiares en las afueras da la ciudad, la calle era de tierra, años después cuando la asfaltaron fue un acontecimiento que recordaría durante decenas de años, con fiestas, torneos, bailes, para la inauguración a la que asistió hasta el alcalde del municipio. René se quedó en el camión esperando a que entrara en la casa, la cual era de puntal alto, precedida por una cerca alta, con una ventana para la calle, de esas que salen desde el piso, de dos hojas y una reja forjada que se abren desde la mitad, quedando como un lugar donde recostarse para mirar a la calle.

    Tocó la puerta del mismo estilo y le abrió su tía Emelina, unos años menor que su madre, ahora le parecía más corpulenta, tenía el pelo corto y siempre la recordaba con el pelo por la cintura.

    — ¿Pero qué tú haces aquí muchacho?— preguntó la tía con expresión de sorpresa, y cara sonriente — ¿Cómo está tu mamá? ¿Cómo andan todos por las lomas? ¿Pasa algo? Pero pasa, no te quedes ahí parado.

    —Vine para quedarme a vivir con ustedes, — respondió Espinosita, mientras la besaba.

    — ¿Para quedarte?— dijo Emelina, sentándose por el impacto de la noticia — porqué no me avisaron, te apareces así de improviso, pero cuéntame ¿Cómo están por allá?

    Emelina llevaba años viviendo en la Habana, su esposo José Valdés, trabajaba en el Escambray cuando la conoció, su labor en aquella época era de agrimensor, y tenía un contrato por allá, delimitando áreas y haciendo distintas labores para una compañía extranjera, se enamoró de ella, se casaron viviendo un tiempo en las lomas, después le habían cancelado el contrato, y decidió regresar con su esposa para una casa que le habían dejado sus padres en las afueras de la capital, que era donde vivían aún. Ahora trabajaba de agrimensor en obras públicas, no tenía un gran salario, pero ganaba lo suficiente para mantener a sus hijos, Joseíto que tenía dieciséis años e Isabelita que acababa de cumplir los quince; en general la situación económica aquí no era mucho mejor que allá, esta familia era mucho más pequeña, cuatro en total y esto les permitía capear mejor la situación, y como quiera que fuera José ahora trabajaba en Obras Publicas, tenía un salario fijo, a veces se pasaba dos o tres meses sin cobrar, pero al final siempre le pagaban.

    Esa noche la discusión entre Emelina y su esposo fue seria, él no entendía, con toda su razón, que alguien de la noche a la mañana decidiera que iría a vivir a su casa, y se apareciera sin siquiera avisar, nada menos que para quedarse definitivamente. Emelina que si bien no estaba tampoco de acuerdo, entendía las razones del muchacho, después de una larga conversación con José, lo convenció con mil argumentos que se le ocurrieron en la discusión, en el fondo sabía que con recibir a Osvaldito, ayudaba a aliviar en algo las penurias de aquellos que quedaban atrás en el campo, llenos de amarguras y sinsabores.

    Esa noche, por sugerencia de sus padres, Joseíto invitó al primo a ir al cine, quien no había ido nunca y tenía una idea muy vaga de lo que era aquello; durante muchos años Joseíto se burló de él, por su actuación aquella noche en la sala del cine, que fueron desde la atención más embelesada, hasta el miedo más espantoso. Cuando regresaron tarde en la noche, ya Emelina y José habían tomado decisiones, él se quedaría. Hay que decir que toda la tormenta transcurrió en la mayor discreción, y que sólo muchos años después, fue que él supo de las dificultades, discordias y problemas que ocasionó aquella llegada para quedarse. Esa noche durmió en la misma habitación que Joseíto, en un pin-pan-pum, una camita personal, con una colchoneta que se recogía por el día, para que ocupara el mínimo espacio. El nombre que se le daba popularmente tenía que ver con los tres golpes o dobleces que había que darle para cerrarla o abrirla.

    Al día siguiente temprano se levantó y fue para la cocina a saludar a la tía, la casa era suficientemente amplia, tenía sala, tres cuartos, un comedor y una cocina. Esta ultima tenía una construcción de menos calidad que el resto de la casa, la habían agregado y era más grande que lo necesario, allí se encontraba Emelina haciendo el desayuno en un fogón de carbón de cuatro hornillas, al verla le vino a la mente su madre, ambas tenían una destreza especial para trabajar estas cocinas, moviendo la espumadera por la parte de atrás quitaban las cenizas, movían carbones encendidos de una hornilla para otra, para bajar o subir la llama, era algo digno de ver. Allí en la cocina estaba la mesa de planchar y las planchas de hierro, que junto a la letrina al final del patio, la palangana y el espejo de afeitarse el tío, le recordaban hábitos de su casa materna. Después del desayuno, Espinosita salió a dar una vueltecita por el barrio, se llegó a un tallercito que se encontraba en el garaje de una casa, en la medianía de la cuadra, allí se encontró a un joven de pelo negro muy lacio, era muy gordo, un gordo de esos de carnes duras.

    Se colocó detrás del gordo para observar lo que hacía, este sin levantar la cabeza de la motocicleta que estaba reparando le dijo:

    — ¿Qué haces ahí? ¿Quieres algo?

    —Nada, — dijo Espinosita — sólo miraba.

    —Y… ¿Qué haces por aquí?— preguntó el gordo.

    —Vivo aquí — respondió Espinosita.

    — ¿Por aquí? — dijo el gordo, dejando el trabajo por un momento, para mirarlo de arriba abajo — ¿En qué lugar?

    — Allí, casi en la esquina, en el 314, — dijo Espinosita señalando con la mano en dirección a la casa de su tía — en casa de José, llegué anoche, soy del Escambray.

    — Yo soy de Oriente — dijo el gordo, sin sacar la vista de su trabajo — de Santiago de Cuba, llevo más de cinco años aquí en la Habana, pero no se me ha olvidado el primer día que, como tú ahora, salí para la calle, sin conocer nada, ni nadie.

    Me llamo Aramís Polanco, pero casi todos me dicen el gordo, no me gusta, pero me he ido acostumbrando, ya sabes como es eso.

    — Mi nombre es Osvaldo Espinosa, muchos me dicen Espinosita, porque a mi padre le dicen Espinosa.

    — Bueno Espinosita — dijo el gordo — y ¿Qué piensas hacer?, ¿A qué te vas a dedicar?

    —No tengo idea — dijo Espinosita — cualquier cosa que me permita buscarme unos centavos, estoy en cero, así que ya se puedes imaginar.

    —Deja de llamarme usted, que no soy tan viejo — dijo el gordo, que tenía veinticinco años, aunque por su gordura aparentaba unos diez años más. —Date tu vueltecita por aquí de vez en cuando, tu sabes, caen trabajitos temporeros, pintar una casa, hacer una zanja, ayudar a tirar el hormigón a la placa de una vivienda, limpiar un patio y cosas así, que a mí no me interesan, porque lo mío es la mecánica.

    Aquella breve conversación sería el inicio de una larga y profunda relación de amistad. El gordo, como le decía todo el que lo conocía, era de la zona más oriental del país, estaba casado con una enfermera, era un buen mecánico de motos, y en general una persona con muchos conocimientos. De esas, que lo mismo te hace una soldadura, que un trabajo de electricidad, o de plomería, o de chapistería, y hasta un trabajo fino de carpintería, su fuerte era la mecánica, aunque siempre estaba inventando. Recordaba una vez qué había diseñado una lancha de propulsión a chorro, hizo una versión en miniatura y un día la llevó a una playa cercana, él lo había acompañado, al llegar la puso en el agua y le encendió el dispositivo, a base de una tubería de bronce enroscada, y la lancha salió a toda velocidad por el agua. Él lleno de entusiasmo le había dicho al gordo de hacer una versión en tamaño natural, el gordo lo había mirado con cara sería y le había contestado:

    —Hay que hacer una un poco más grande, que yo creo que va ha tener problemas, algo le falta a esto para que funcione, pero ya veremos.

    Unos días después lo había invitado para la próxima prueba, esta lancha media casi un metro de largo; llegaron a la playa y el gordo repitió la operación, la lancha también salió disparada, pero no había caminado ni cincuenta metros cuando explotó de manera estruendosa, haciéndose astillas. Nunca más se habló de lanchas a propulsión, algo no convencía al gordo en ese sentido, aunque continuó con otras ideas e inventos. Emelina comenzó a darle clases para mejorar su escritura y lectura y le enseñó lo que llamaban las cuatro reglas, que no era más que multiplicar, sumar, restar y dividir. Así transcurrieron los primeros tres meses: hacía trabajitos, ayudar a tirar una placa, hacer una zanja, en fin lo que apareciera, con esto no podía ayudar dando dinero en la casa, pero lograba no pedir un centavo para nada. Al llegar había efectuado un pequeño gasto para hacer un gallinero, en el cual había metido las gallinas y un gallo que había traído, ya le habían sacado las gallinas y empezaba a tener una cría de doce o quince animales y comenzó a satisfacer las necesidades de la casa y podía vender a veces hasta diez huevos en un día, los que le pagaban a seis centavos. No era mucho, pero era algo más que le entraba.

    Pronto Espinosita se ganó el cariño de todos en la casa con su entusiasmo, su vitalidad y su simpatía, que envolvía a todos los que le rodeaban. Isabelita, se divertía de lo lindo con las ocurrencias, chistes y dicharachos de aquel primo del campo. Joseíto, que era un joven que estudiaba comercio en una escuela religiosa, lo tomo como al hermano varón que no había tenido, se pasaban horas hablando, o jugando a las cartas, o cualquier otro juego, salían juntos, se hacían confidencias. Joseíto era un ferviente creyente, que no faltaba a una misa un Domingo. Hasta unos meses atrás había sido monaguillo de la parroquia y dedicaba mucho tiempo a estudiar y a leer, que era una de sus formas predilectas de entretenerse. No obstante la presencia de Espinosita lo complementaba, el uno introvertido, culto y tímido, el otro extrovertido, alegre atrevido y con muy escasa cultura. Iban juntos al cine, la playa, las fiestas y a distintos lugares recreativos. Por otra parte Espinosita se ocupaba de reparar cuanta cosa se rompía en la casa, y siempre que podía le daba dinero a su tía como una ayuda por su estancia en aquella casa, preocupado de no constituirse en una carga para la familia.

    Un día en casa del gordo le presentaron a Francisco Romero, desde que se lo presentaron sé autonombró Paquito y así lo llamaría siempre. Este hombre de rápido andar, de cejas tupidas y alegre carácter, tenía una simpatía y un carisma extraordinarios, era de esas personas que siempre caen bien. De baja estatura, fornido y de pelo lacio y muy trigueño, impresionó a Isabelita desde el primer momento en que lo vio, un día que llegó a la casa a preguntar por él.

    —Quién es ese muchacho tan simpático, mi primito — le había preguntado Isabelita a verlo, siempre le llamaba así cuando quería engatusarlo para algo.

    —Quieres que te lo presente — le había contestado y diciéndole esto, la tomó por la mano y salió halándola hasta la calle, donde estaba Paquito. Ella quería que se la tragara la tierra de la pena, pero los ojitos le brillaban; Paquito muy serio, como si no se diera cuenta de nada, la saludó. Desde ese día su amigo cada vez frecuentaba la casa más, siempre con el pretexto de verlo a él, pero además y sobre todo, era para ver a la prima Isabelita, a esta altura una belleza de muchacha, que con sus ojos grandes y negros como azabaches, el pelo negro, todo muy ondulado y abundante, su figura de espalda estrecha, cintura fina y caderas anchas, le daba aspecto de muñequilla, su piel era muy blanca y desempercudida, su cara redonda y su nariz afilada.

    Esta afinidad con Paquito, reafirmó mucho más las ya buenas relaciones que su prima tenía con él.

    En el barrio también se incorporó a la vida activa, conoció a Luis gallinita, un muchachón un año menor que él, que era de una fortaleza natural increíble, se pasaba la vida parándose de manos, pulsando con otros jóvenes y casi siempre en juegos da mano bastante pesados, como arrastrar a amigos y tirarlos para el agua cuando estaban en la playa, pero era en el fondo un muchacho noble, de buenos sentimientos, que se entendió con Espinosita desde el primer momento, estableciéndose entre ellos una relación de respeto y amistad. Ese año Luis había comenzado a trabajar en una fabrica de embaces metálicos y era por esa razón uno de los muchachos de mayor solvencia, al igual que Eddy el diente, que trabajaba en una fundición, le decían así porque tenía los dientes superiores botados hacía afuera. Estaba el negro Juanito, que por el contrario era el más humilde del grupo, no trabajaba, se dedicaba a limpiar zapatos, sobre todo los fines de semana, no estaba establecido en ningún lugar en específico, lo hacía de forma callejera, por lo que frecuentemente se le veía con un cajón de limpiabotas debajo del brazo. Un grupo de muchachones del barrio, hablando un día sentados en la esquina, se pusieron de acuerdo para comprar un cacharro, con la idea de aprender a manejar y salir a pasear.

    —Si nos ponemos entre todos saldremos en una bobería de dinero por persona — dijo Eddy.

    — Vamos a hablar con Ñiquito — dijo Juanito — que es mecánico automotor, bueno por lo menos trabaja en un taller, le dicen el machacante, porque lleva como ocho años de ayudante y no acaba de hacerse mecánico.

    A Pancho y a Rolan, les gustó la idea y se propusieron para participar; unos pusieron más y otros menos, logrando entre todos reunir cincuenta pesos, con ese dinero fueron a un rastro donde vendían piezas viejas y carros de uso, que se encontraba cerca del cementerio. Tan pronto llegaron fueron atendidos por el dueño que se llamaba Manolo, pero le decían bigote, que era un hombre de unos cincuenta años, de tez trigueña, por lo menos así se veía, porque siempre estaba lleno de churre y grasa de pies a cabeza, su cara llena de barros y su gran bigote no le impedían cierta simpatía, era de andar lento y de hablar pastoso, los recibió con cierta desconfianza, los miró uno por uno y preguntó:

    — ¿Qué quieren?

    Ñiquito que era el más conocedor del grupo y que llevó la voz cantante en la transacción de la compra se adelantó y dijo:

    —Queremos comprar un carro.

    Bigote dirigiéndose a él indagó.

    — ¿Cuánto dinero traen?

    —No mucho — dijo Ñiquito — hemos juntado un dinero entre todos, lo que queremos es un cacharro viejo, que tenga bueno el motor y la caja.

    Haciendo un ademan y señalando con la mano derecha bigote dijo:

    —Vengan para acá, miren este es un Chevrolet del año 1948, vale doscientos pesos, este es un Dodge de 1940 que vale ciento cincuenta.

    —Y este cuanto cuesta —preguntó Ñiquito señalando para un viejo Ford del año 24 al que le faltaba el maletero y el cristal trasero, estaba descolorido, oxidado por varios lados y en general bastante destartalado.

    —Ese — dijo bigote, rascándose la nuca, ese te lo doy en cuarenta.

    —Treinta y cinco, dijo Ñiquito.

    —Treinta y siete, ni pá ti ni pá mí. —dijo bigote.

    —Bueno, vamos a probarlo — dijo Ñiquito y salieron con él dos o tres de los muchachos junto a bigote, al regreso cerraron la operación.

    Cuando llegaron al barrio con el flamante automóvil conducido por Ñiquito, que era el único que tenía nociones de conducción de vehículos, un bebedor que se encontraba tomando en el kiosco de la esquina, a quién todos conocían por botella, les dijo:

    — Si fuera convertible se los alquilaba para los carnavales.

    — Y… ¿Cuánto darías tu por alquilarlo?, Si fuera descapotable — preguntó Espinosita.

    — Pues les daría cuarenta pesos — dijo botella.

    —Y, si le quitamos el techo — dijo Espinosita, mientras Ñiquito lo miraba con asombro.

    —Ya les digo — dijo botella — si sirve para los carnavales, se los alquilo.

    — Fíjate que le vamos a quitar el techo — dijo Luís gallinita, en tono agresivo — no queremos tener problemas contigo.

    —Oigan, lo que les digo — dijo botella — yo se los alquilo, quítenle el techo. No hay más que hablar.

    Esa tarde le quitaron el techo a martillo y cincel, se lo alquilaron el Domingo a botella para los carnavales y le devolvieron el dinero a cada cual, de manera proporcional.

    —Verdad que somos unos chicos malos — dijo Pancho risueño — casi nos ha salido gratis el carrito.

    —Pues si que somos unos chicos malos — dijo Eddy el diente, riéndose a carcajadas.

    —Qué les parece si se lo pintamos, — dijo Luís gallinita.

    Juanito se buscó una brocha fina y le pintó por todos los lados aquel letrero de Los chicos malos nombre con el que a partir del momento se identificaría el grupo.

    Así empezó una etapa que unió al grupo de muchachones, salían todos los Domingos para el campo, para la playa, para otras provincias cercanas, a explorar cuevas que se encontraban en zonas aledañas a la capital, y sobre todo a aprender a manejar, casi siempre en el paseo se rompía el carro y regresaban a pié, para después pasarse el resto de la semana, comprando las piezas y reparándolo. En él aprendieron todos a manejar, bajo las instrucciones de Ñiquito y en un ambiente de risas, alegría y de burlas, cuando sucedía algún percance. Muchas anécdotas se cosecharon en aquellos meses de los chicos malos, a veces le ponían un palo al acelerador cuando marchaban por una carretera y uno se sentaba a la derecha del lado del chofer y por debajo llevaba el timón y el resto se sentaba en el asiento trasero, dando la impresión de qué el automóvil iba sin chofer. Cuando se cruzaban con algún vehículo o transeúnte se reían y se burlaban de las caras de asombro que ponían. Un día entrando por una calle empinada de la vecindad, iba conduciendo Pancho, que era muy nervioso y quien más trabajo pasaba para aprender, a mediado de loma el carro empezó a cancanear y Juanito que venía sentado a su lado le dijo que pusiera la segunda, Pancho puso la segunda velocidad y el carro aumentó la potencia y dejó de fallar, después por iniciativa propia, pensando que mejoraría más aún si le ponía la primera, le sacó la segunda para ponérsela, pero ni atrás ni adelante logró que le entrara aquella velocidad, la caja rayaba y hacía ruido, mientras el cacharro perdía velocidad hasta que perdió totalmente el impulso, Pancho seguía empeñado en ponerle la primera sin éxito y el carro comenzó a retroceder, primero despacio, después a gran velocidad, aquello era demasiado para Pancho, que era un novato. Juanito trató de controlar la situación y dio un tirón al timón y el cacharro fue de marcha atrás directamente a la pared de una casa de mampostería, abrió un hueco y penetró dos metros dentro del comedor de la casa, tumbó el refrigerador y armó tremendo reguero de agua, leche y otros productos que tenía adentro, aquello se llenó de polvo mezclado con humos que botaba el cacharro por varios lados. Al final se arreglaron con Pepe, que era el dueño de la casa, ellos mismos repararon la pared y le compraron más o menos los productos y cristalería que se habían echado a perder. El cacharro seguía rompiéndose todas las semanas, una vez estuvo varios meses sin arreglarse, y así hasta que un día lo dejaron tirado en el patio de casa de Ñiquito. Espinosita nunca más había sabido de aquel cacharro de los chicos malos, que tanta diversión les había proporcionado y que a él, como a otros le había permitido sacar la licencia de conducción.

    Hablando con Paquito un día en casa del gordo, Espinosita le explicó del pequeño negocio que había comenzado con la venta de huevos, y su intención de continuarlo, Paquito lo alentó a que continuara con aquélla actividad que podía convertirse en un buen negocio.

    —Te voy a llevar a conocer a un tío mío que tiene una finquita — le dijo — es cerca de aquí, es posible que a través de él puedas conseguir algunos huevos y ampliar tu negocito.

    Esa tarde fueron a visitar al tío Ignacio, el lugar le resultó a Espinosita muy agradable, desde la carretera donde se habían bajado del ómnibus, partía un camino que a ambos lados tenía palmas en hileras, que contrastaban de bella manera con la vivienda que se veía al final, blanca, de madera, con tejas de barro y con puertas y ventanas pintadas de azul, rodeada de árboles frutales que la cubrían de sombra durante todo el día.

    —Tío este es el muchacho de que te hablé — dijo Paquito, señalando para Espinosita, con cara sonriente.

    —Mucho gusto — dijo Ignacio, mientras le daba la mano, — Paquito me habló de que querías empezar a vender huevos, que eres del Escambray, y te quieres establecer en la Habana.

    —Así mismo, — dijo Espinosita — no tengo casi dinero, pero sí muchas ganas de trabajar y de salir adelante.

    — Vamos a hacer una cosa — dijo Ignacio — te voy a entregar sesenta huevos diarios, tú los vendes y el Domingo me los pagas, con eso vas reuniendo tu dinerito y podrás ampliar el negocio, para un futuro yo te podría ayudar hablando con campesinos que tienen fincas en los alrededores, para que también te vendan.

    Y.. ¿Cómo piensas cargarlos?

    —No sé — dijo Espinosita, mirándolo apenado — tendré que buscar en que cargarlos, para trasladarlos en ómnibus, ya en la casa voy sacando los que tenga encargados.

    —Yo creo qué tengo una canasta en el vara en tierra que te puede servir — dijo Ignacio — te la puedo prestar hasta que consigas la tuya.

    —No hemos hablado de precios — dijo Espinosita.

    — ¿Té parece bien que me los pagues a cuatro centavos?— dijo Ignacio — así te ganas dos en dada huevo, que en sesenta es un peso y veinte centavos, poco más de ocho pesos a la semana. No es gran cosa, pero para empezar no esta mal ¿No crees?

    — Claro que no está mal — dijo Espinosita — estas cosas empiezan así, y poco a poco se van desarrollando, mientras eso no llegue, seguiré como hasta ahora haciendo cualquier trabajito que se presente, usted sabe como es eso, un día ayudo en la construcción, otro cargo un poco de agua, otro arreglo una puerta y con eso me puedo buscar otro tanto, hasta que prospere el negocio. Y ¿Cuando empezamos?

    Estaban sentados en el portal, corría un aire fresco, sobre todo en el lugar donde estaban, al cual un gran árbol de mango le entregaba a aquella hora una magnifica sombra. Ignacio se empujó para atrás el sombrero tejano, de paño, que tenía puesto, se rascó la cabeza dejando ver su frondosa y lacia cabellera muy blanca, tendría unos sesenta años, pero era todo vitalidad y tenía en el rostro, sobre todo en la zona de los alrededores de los labios, rasgos que ya había visto en Paquito y su padre, que parecían como un sello distintivo de la familia.

    Se acomodó en el taburete y sin dejar de rascarse la cabeza, sonriente dijo.

    —Cuando tú quieras.

    — Mañana mismo — dijo Espinosita — ¿A qué hora usted está despierto?

    — Generalmente a las cuatro ya estoy en pié — dijo Ignacio.

    — Pues mañana estoy aquí a las cuatro para llevarme mi primera carga — dijo Espinosita — digo si le conviene a esa hora.

    —Es la mejor hora — dijo Ignacio — ya cuando tu llegues te tengo llena la canasta, después por la tarde me la tienes que traer, hasta que consigas otra para que puedas tener una siempre aquí.

    Una hora más tarde, salió por el camino de unos quinientos metros, cercado a sus dos lados con piedras, se veía a las claras que se habían colocado allí por manos esclavas, hacía muchísimos años; iba contento, aquel era el comienzo de una nueva etapa en su vida, ahora lo que tenía era que trabajar.

    Ignacio desde el portal, de pie, con el sombrero en sus manos, contemplaba la silueta del muchacho alejarse, mientras pensaba cuanto le hubiera gustado tener un hijo como aquel, tenía tres hembras, dos mayores de más de treinta años y una de poco más de trece, que era el último intento de tener varón. No estaba a esa hora, porque se encontraba en la escuela.

    A los quince días, Espinosita tenía cuatro canastas y llevaba 120 huevos diarios, Ignacio le propuso que se comprara un caballo y arreglara un carretón que tenía tirado en el patio, que se lo prestaba y así lo hizo.

    — Ahora me podré ir contigo por las mañanas — le dijo la hija de Ignacio, que estudiaba en la escuela de comercio — así me liberaré del ómnibus, aunque tenga que salir más temprano.

    — Por mi parte no hay problemas — dijo Espinosita — lo malo que tiene el carretón es que cuando llueve te mojas.

    —No te preocupes que ya nos las arreglaremos — dijo María — si alguna vez llueve demasiado, me iré en el ómnibus.

    Finalmente la tía Emelina se percató de que algo anormal estaba sucediendo entre Paquito y su hija y llamó a Espinosita y le dijo:

    —Ven acá Osvaldito, que es lo que pasa con Isabelita y ese amigo tuyo, últimamente lo veo más con ella que contigo, parece un buen muchacho, honrado, trabajador. Isabelita por otra parte ya es una mujercita que está en edad de enamorarse, pero no me gustaría que tuviera una relación de noviazgo a escondidas de nosotros.

    José no se ha dado cuenta, pero si se entera, seguramente lo llamará a contar, y eso no creo que será bueno para nadie.

    Él mirándola con cara sonriente, le había respondido.

    —Tía usted es tremenda, el muchacho todavía no le ha dicho nada y ya esta pensando en que se la pidan. Ellos se entienden muy bien, los dos me han dicho que están enamorados, pero Paquito no se ha decidido, tiene miedo de que Isabelita no le corresponda y yo no me he querido meter, ellos que resuelvan su problema ¿No cree?

    Emelina no dijo más nada pero desde ese día, no dejaba sola ni un minuto a Isabelita cuando venía Paquito.

    Una noche de un fin de semana, invitaron a la familia a una fiesta de quince, que se celebraba en una casa cercana, a la que fueron todos. Allí se encontraba Paquito, sé pasó la noche bailando con Isabelita, los dos estaban radiantes de alegría. La tía no les perdió ni pies ni pisada, pero regresaron de la fiesta novios; al día siguiente lleno de entusiasmo, le dijo que era novio de su prima y que se casaría con ella.

    —Es bueno que eso haya sucedido — dijo Espinosita —porque ya mi tía esta desconfiando, y piensa que ustedes tienen una relación oculta

    —Voy a decirle a Isabelita que hable con ella — dijo Paquito — para sí están de acuerdo, venir a pedirla.

    —Así que pidiendo mano y todo — dijo Espinosita— parece que tendremos matrimonio pronto ¿No es así?

    —Bueno, no creo que sea tan pronto como yo quisiera — dijo Paquito —pero estoy enamorado de ella y dispuesto a que sea la madre de mis hijos.

    Después de conversaciones entre Isabelita y Emelina y de esta con José, se fijó la fecha de la petición de mano. El día y la hora indicada, se aparecieron a la casa, Paquito acompañado de su papá y su mamá, que se habían puesto de acuerdo para a ocasión, ya que llevaban años divorciados, todos se presentaron elegantemente vestidos, incluido Paquito, que se estrenó ese día un traje blanco.

    —Te vas a retratar — le preguntó Joseíto cuando lo vio.

    —No me pongas más apurado de lo que ya estoy —respondió Paquito, que estaba visiblemente nervioso.

    José y Emelina los recibieron, también elegantemente vestidos.

    El padre de Paquito, después de un discurso retórico ensalzando las virtudes de su hijo, expresó la intención de este de casarse con Isabelita.

    José, brevemente, recibió con beneplácito la intención de Paquito, se fijaron los días de visita que fueron, martes, jueves y sábado, de 8 a 10 de la noche y los domingos de 6 a 10.

    Concluida la parte ceremonial del acto de petición, desde la parte trasera de la casa salieron Joseíto y Espinosita, con botellas de ron y empezaron a brindar, incorporándose algunos vecinos y amigos del barrio, celebrándose una pequeña fiesta improvisada al momento.

    Ya con el carretón y el caballo Espinosita amplió la distribución de huevos hasta 500 diarios, para esto los domingos tenía que visitar

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