El imitador de Garavito
Por Kevin Pinzón
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Por primera vez en la historia un asesino en serie y su imitador se sientan frente a frente: El monstruo de los cañaduzales y La Bestia son reunidos por el equipo de Testigo Directo en la cárcel de La Tramacua, en Valledupar. En una impactante confesión al periodista Kevin Pinzón, Manuel Octavio Bermúdez revela su siniestro deseo de superar el récord de asesinatos de Luis Alfredo Garavito, quien –desde la Cárcel– ayudó a los investigadores, por medio de un perfil psicológico y de comportamiento del criminal, a capturar a Bermúdez; quien fue condenado por 23 homicidios, que originalmente la Fiscalía le atribuyó a Garavito.
A través de entrevistas exclusivas y una mirada incisiva, Pinzón nos lleva más allá de los titulares sensacionalistas, explorando los aspectos más oscuros y complejos de la naturaleza humana. En un mundo donde la justicia a menudo es insuficiente, este relato arroja luz sobre la verdadera tragedia: las vidas destrozadas y las vidas perdidas de estos niños.
«Es un libro que denuncia, es un libro solidario, es un libro que nos arrincona y nos lleva a límites que jamás hubiéramos pensado».
Cristian Valencia – Escritor
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El imitador de Garavito - Kevin Pinzón
Prólogo
El imitador de Garavito es un libro abisal, se sumerge en las profundidades más oscuras del comportamiento humano. Es desgarrador y honesto. Kevin Pinzón ha logrado una obra que seguramente será materia de estudio en las facultades de psicología y criminología.
Es un libro para leer en buen estado de salud mental y física. No cualquiera soporta los embates de las desviaciones humanas más crueles. Es necesario. Solo nombrando lo innombrable podremos evitarlo algún día.
Es un libro que denuncia, es un libro solidario, es un libro que nos arrincona y nos lleva a límites que jamás hubiéramos pensado.
Y, sobre todo, es un libro que nos salva.
Nos salva del horror.
Cristian Valencia
I
El día que murió Luis Alfredo Garavito, el asesino serial de niños más cruel y despiadado de la historia, recibí muchas llamadas y mensajes. La mayoría eran para felicitarme.
Los que más me impactaron fueron estos: «Felicitaciones, usted es un duro». «Lo logró, se murió ese hp». «Felicitaciones, le ganó a ese viejo la partida». Me felicitaban como si yo lo hubiera matado con mis propias manos. Muchas personas percibieron la noticia como si mis peleas con él a los gritos y groserías, por teléfono o dentro de la cárcel, hubieran terminado por debilitarlo. Todavía creen que le di de baja con la presión mediática de cada entrevista que me hicieron los medios, en donde le envié mensajes con vehemencia y valentía a pesar de sus amenazas. Como si mis palabras hubiesen sido puñaladas morales que acabaron poco a poco con Luis Alfredo Garavito.
Por mi cabeza pasaron miles de imágenes. Recordé las confrontaciones, las amenazas, la zozobra, la intranquilidad prolongada por más de tres años. Y claro, las malditas pesadillas en donde se me aparecía y me buscaba incesantemente para cobrarme la ‘acribillada moral’ que, según él, le hice frente a todo el país. También sentí los dolores físicos con los que me levanté después de cada sueño. Porque día tras día y, de alguna manera, yo reencarnaba en sus víctimas y era asesinado por él todas las noches.
Estoy seguro de que en ese momento pude ver, recordar y sentir a cada niño asesinado, y que todo esto pasó en menos de un minuto. Hasta que me aterrizó la llamada del imitador de Garavito, Manuel Octavio Bermúdez, conocido como El monstruo de los cañaduzales. Bermúdez dedicó su vida a imitar los crímenes de Luis Alfredo Garavito. Me llamaba desde la cárcel de Popayán. Debo confesar que no quería contestarle, no quería escuchar sus lloriqueos lamentándose por la pérdida de su ídolo, su senséi. Era lo que menos necesitaba oír en ese momento. Pero el celular no paraba de sonar, porque Manuel Octavio no es de los que se dan por vencidos.
Así que contesté.
Me preguntó si era verdad lo de la muerte de Garavito. Respondí que sí, que estaba confirmado. Después de un silencio corto, como si analizara su nueva situación, comenzó a hablar de sí mismo. Me preguntó por una entrevista que le había hecho unos meses atrás, cuando yo aún no decidía si meterme o no a investigar su historia; porque la verdad es que quedé completamente desocupado –como sin alma– con los tres años que le dediqué a la historia de Garavito. Pensaba dedicarme a hacer reportajes de farándula para quitarme de encima esa costra amarga y cruel.
—Le voy a enviar unos escritos que hice —dijo de pronto Manuel Octavio—. Es que le quiero contar algo que me dio pena contarle ese día que vino aquí a la cárcel —siguió, sin darle mayor importancia a la muerte de Garavito. Hasta se podría decir que hablaba con un tono de orgullo, porque se sentía único, el primero, el peor asesino serial vivo de la historia.
Cuando colgó fue como si todo el peso de esas terribles historias me aplastara. Y me derrumbé. Me invadió el frío y lloré.
Lloré como quien sobrevive a una guerra, como a quien la vida le da una segunda oportunidad, como un preso cuando le abren la última reja para salir en libertad. A la vez sentí una melancolía por todas mis madres adoptivas, esas que perdieron sus hijos y que se refugiaron en mí. Qué amargura y dolor debieron sentir al escuchar aquella noticia, la vida no les dio revancha, la justicia divina se quedaba corta, no fue posible cobrarle ojo por ojo y diente por diente como hubieran querido; en este caso no sintieron que fue ecuánime La señora muerte.
***
La entrevista a la que se refería Manuel Octavio sucedió meses atrás, cuando todavía Garavito estaba en el pabellón de alta seguridad de La Tramacúa de Valledupar. Recuerdo la primera vez que vi al Monstruo de los cañaduzales. Íbamos con todo el equipo para conversar una vez más con Garavito.
Me desconcentraban los sonidos de las rejas al abrirse y los murmullos nerviosos de mis compañeros al ver salir una fila de presos esposados. Iban de a dos, muy silenciosos y con cara de pocos amigos; altos en su mayoría, acuerpados. Uno de ellos llamó mi atención. Era el más chiquito de todos, no pasaba de uno sesenta, llevaba la cabeza rapada y cojeaba de la pierna derecha. Lo que atrapó mi interés era que los demás presos lo miraban con odio y asco. Aun así, llevaba una sonrisa pronunciada, orgullosa, como si se sintiera una celebridad –tal vez lo sea, porque conforma ese sospechoso e inmoral salón de la fama criminal del cual todos hablan en la temida cárcel de la Tramacúa.
Mientras sonreía exageradamente, aquel hombre de apariencia indefensa se detuvo y me miró. Era una mirada fija que pretendía intimidarme. Me pareció que ya había visto esa mirada. Todos mis compañeros se quedaron en silencio. Como yo no le hice el menor gesto para saludar, aquel hombre levantó su pequeña mano, que por cierto parece la mano de un niño, y me hizo señas para que me acercara a conversar con él.
—¿Vos sos el que está entrevistando a Garavito? —me preguntó. Y antes de que le pudiera contestar, continuó sin perder su arrogancia y su marcado acento vallecaucano—. ¿No te ha hablado de mí?
Cuando le dije que no había escuchado la menor mención sobre él, se quedó apabullado, casi que apenado, a juzgar por la manera como se encogió.
—¿No jodás que no te ha hablado de mí, ve?
Me quedé en silencio, sin dejar de mirarlo con firmeza. No estaba para jugar a las adivinanzas en una cárcel de máxima seguridad, ad portas de una entrevista que exigía la máxima concentración.
—Yo soy El monstruo de los cañaduzales —declaró, de la nada, como si fuera un título nobiliario, o como si fuera el personaje de una película de Hollywood.
Se quedó a la espera de mi reacción. Creo que se decepcionó porque no le pedí un autógrafo y, a cambio, mantuve mi gesto de seriedad silencioso.
—Ah, sí, ya me acordé —le dije de pronto—. Usted es el loco que quería ser como Garavito: el imitador —continué en tono seco, sin seguir su juego de risas y confianza.
En todo caso no dejaba de impresionarme.
Tenía al frente a un hombre que no quiso imitar a un escritor, o un futbolista, o un cantante. Quiso imitar a un asesino en serie, sintió admiración por hacer sentir dolor, por asesinar con crueldad lo más sagrado de una sociedad: los niños
—Decile al guardia que me baje ahorita más tarde, que necesito hablar con vos —dijo, ya sin sonreír, hablando en un tono más bajo, casi susurrando.
No pude responderle nada porque la fila de hombres siguió su rumbo hacia el área de sanidad.
***
Después del paso de Bermúdez por este control quedó un aura incomoda y fastidiosa. Me acerqué a mi jefe, Rafael Poveda. En varios medios de comunicación dijo que entrevistar a Garavito había sido su reto más grande, porque no dejó de pensar en su pequeño hijo Martín. Y eso que es un periodista que lleva más de cuarenta años trabajando en este oficio, cubriendo atentados terroristas, terremotos, tomas paramilitares y guerrilleras; entrevistando presidentes, ministros, familiares de los muertos por la violencia, que en este país se cuentan por miles y, por supuesto, a los responsables de esas muertes también. Cuando creyó verlo todo, cuando pensó que todos los perfiles posibles habían pasado por sus interrogatorios, que ya no existiría ni entrevista ni entrevistado que lo sorprendieran, le llegó Garavito.
—¿Viste ese man que me habló?, se llama Manuel Octavio Bermúdez, ese es el tipo que te conté, el que quería ser como Garavito —le dije a Poveda.
Poveda se quedó mirándome como a quien recae en un vicio, pero con mucho cariño a la vez, pues hemos viajado mucho juntos y eso ha forjado una amistad entrañable entre los dos.
Alrededor, las cabras que estaban en el patio no dejaban de quejarse, los gritos de un privado de la libertad no las dejaba disfrutar del sol de medio día. Un hombre moreno y tatuado, no muy cuerdo, lanzaba improperios a la guardia desde la torre que teníamos enfrente. Los retaba a subir a su celda para pelear a mano limpia. Pocos minutos después subieron cuatro guardianes y, ‘milagrosamente’, volvió a quedar en silencio el penal.
—No me digas que te vas a meter a otra investigación de ese calibre, ¿por qué no puedes buscarte historias normales?, de un famoso o un político, algo menos trágico. Ya estoy mamado de escuchar esas cosas tan inhumanas —me dijo, casi en tono de regaño.
—No he dicho que quiero investigar esa historia, solo quería que supieras quién era el loco ese: el imitador —le dije, como defendiéndome, sin mirarlo a los ojos, un poco avergonzado. De repente me sentía el periodista más raro que hubiera tenido Poveda en su empresa.
—Vas a ver que te vas a obsesionar como con Garavito. Sabes que te apoyo en todo, pero me preocupan tus cambios de ánimo —me dijo, mientras me miraba con un cariño casi paternal.
Me quedé sin palabras: era imposible contraatacar, tenía razón.
Al lado, como quien no quiere escuchar la conversación, estaba mi roommate y mejor amigo, Edward, el director de fotografía del equipo.
—Deje de joder con esos locos —dijo de pronto—. Todos los días lo escucho cuando se levanta gritando en la madrugada después de tener esas pesadillas, no sea terco, hermano.
Al final del pasillo escuchamos cuando se abrió la reja. Venía Garavito con dos guardianes que lo custodiaban, cojeaba exageradamente apoyándose en un bastón improvisado, que no era más que un palo de madera de escoba partido a la mitad, y como empuñadura tenía un retazo de alguna prenda de vestir amarrada por cauchos. Desde lejos lo vimos con una sonrisa de oreja a oreja, como casi nunca se le veía.
—Buenos días, señor don Poveda —dijo Luis Alfredo Garavito en tono burlón—. ¿De quién hablan? Los vi secreteándose desde el fondo del pasillo.
Rafael me miró; nos miramos. No sabíamos qué decir. No sabíamos si era prudente mencionar o no que estábamos hablando de su admirador.
—¿Cómo amaneció, Luis Alfredo? —preguntó Poveda en tono jovial—. Hablábamos precisamente de alguien que lo admira mucho, de El monstruo de los cañaduzales que vino a saludar a Kevin.
—Ese hijueputa del Ratón si es imprudente… —dijo Garavito como para sí mismo, y hasta hizo una mueca que me pareció de desagrado.
—¿Ratón? —pregunté.
—Así le decimos a Bermúdez. Aquí todo el mundo tiene una chapa.
Garavito se quedó en silencio. Me miraba a los ojos, sin parpadear, como acostumbraba; siempre muy frío y lacerante cuando algo lo incomodaba. La sonrisa con la que llegó seguro que no la veríamos más ese día, porque la sola mención de Bermúdez le dañaba el genio.
Nos sentamos en el auditorio de la cárcel, a casi 40 grados de temperatura, Poveda y yo sudamos
